EN aquel mismo mes de noviembre la causa estaba en poder del fiscal supremo, don Carlos Blanco. Y algo terrible vio en aquellos pliegos, cuando diez días más tarde dimitía de su cargo, pretextando una enfermedad. ¿Le parecía monstruoso acusar a unos inocentes, a unos pobres hombres burlados, entregados al Gobierno acaso por agentes del mismo Gobierno que servían así a infames e inconfesables propósitos? No lo dijo don Carlos Blanco. Pero renunció a la fiscalía, y se apartó de aquel Consejo que tenía que dictar una sentencia en cualquier caso excesiva e injusta.
JOSÉ ROMERO CUESTA,
La verdad de lo que pasó en Vera
Dos semanas, dos largas e interminables semanas van a pasar hasta que se celebre en Madrid el nuevo juicio ante el Consejo Supremo. Dos semanas durante las cuales van a seguir llegando nuevos detenidos a la Prisión Provincial de Pamplona, acusados de haber participado en la intentona revolucionaria de Vera: entre ellos, un par de pelagatos llamados Perico Alarco y Manolito Monzón. Dos semanas en las que Pablo va a seguir sufriendo el rancho que parece limo y las chinches que parecen sanguijuelas y los gritos y cánticos desentonados de los presos comunes en el patio grande. Dos semanas en las que el ex cajista de La Fraternelle va a tener tiempo de pensar en lo ocurrido y en lo no ocurrido y en lo que podrá ocurrir si el Supremo falla en su contra. Dos semanas imaginando mil y una maneras de fugarse, sin atreverse a intentar ninguna. Dos semanas escuchando el sordo martilleo de pisadas en el corredor y soportando que se abra súbitamente la trampilla de la celda y el globo ocular de un centinela invada su intimidad. Dos semanas estremeciéndose sólo de pensar en la remota posibilidad de que haya llegado a España la absurda moda americana de hacer visitas guiadas para señoras que quieren ver a los presos. Dos semanas confesándole sus miedos al estornino ciego de la ventana y dándole largas al capellán de la cárcel, don Alejandro Maisterrena, que insiste en hablarle de Dios y de la Santísima Trinidad.
—Mire, padre —le acaba diciendo Pablo—, yo siempre he pensado que no es más cristiano el que más habla de Dios, sino el que menos le ofende.
Dos semanas también memorizando sin querer las frases y los dibujos obscenos que decoran las paredes de su celda de seis metros cuadrados. Sufriendo el síndrome del presidiario, cuya mente viaja continuamente al pasado y al futuro, pero evita como puede detenerse en el presente. Leyendo periódicos atrasados para enterarse de que Charles Chaplin va a casarse con Lita Grey, la compañera de reparto adolescente a la que ha dejado embarazada, y algunos otros no tan atrasados que le pasa Ferdinando Fernández a hurtadillas, como ese ejemplar de Le Petit Parisien en el que Blasco Ibáñez sigue negando desde París cualquier implicación en los hechos, aunque al menos ahora se solidarice con los procesados: «Me compadezco de los de Pamplona y los de Barcelona. Han sido víctimas de su buena fe y de su entusiasmo, y no cabe duda de que serán vengados». Dos semanas oyendo los golpes que da Gil Galar en el calabozo contiguo y recordando, a su pesar, al compañero Jesús Vallejo, que intentó suicidarse en Sestao tirándose desde la ventana de su celda, con las manos en los bolsillos. Dos semanas, por último, en las que Pablo va a recibir dos cartas que alterarán más aún si cabe sus ya de por sí maltrechos nervios.
La primera llega el lunes, 24 de noviembre, y es de su hermana Julia, que le escribe desde Bilbao. La misiva es breve y algunos fragmentos han sido censurados. Dice así:
Querido Pablo: No sé si estas palabras conseguirán llegar hasta ti, pero confío en que mi inmenso amor fraternal logre traspasar los muros de piedra de la prisión. Dicen los periódicos que habéis matado a dos guardias civiles, y no puedes imaginar el disgusto que se ha llevado nuestra madre. [Frase censurada]. Pero aunque fuera verdad sabes bien que daría mi vida si con ello pudiera sacarte de ahí. Ya no aguanto más encerrada en casa todo el día, esperando a saber de ti por las noticias de los diarios. Cualquier día de éstos cojo a la niña y voy a verte a Pamplona, aunque tenga que ponerme de rodillas para que me dejen entrar, pues sólo aceptan visitas de padres, esposas e hijos. [Frase censurada]. Cuídate mucho y no hagas tonterías.
Tuya,
JULIA
Pablo lee la carta bajo el ventanuco de su celda, con la música de fondo del estornino ciego, que últimamente no para de piar. Cuando termina de leerla, con los ojos humedecidos, la emprende a puñetazos contra el petate, hasta que empiezan a sangrarle los nudillos.
Tres días después, al caer la tarde, recibe una nueva carta, pero esta vez es el capellán de la cárcel el que se la entrega personalmente, ante la sorpresa de Pablo.
—Ha llegado a mi nombre esta mañana, pero es para usted —dice don Alejandro, algo contrariado—. Por esta vez, pase, puesto que viene de Béjar con el membrete de la iglesia de San Juan Bautista. Pero si vuelve a ocurrir daré parte al director para que se lleve a cabo la pertinente censura.
Pablo se lo agradece con la mirada y abre el sobre con manos temblorosas, reconociendo la inconfundible caligrafía gótica del padre Jerónimo, que tras las primeras palabras de ánimo y la inevitable exhortación a confiar en el perdón de Dios Nuestro Señor escribe lo siguiente:
… y así, querido amigo, en llegando al final de esta epístola y dadas las excepcionales circunstancias en que se halla envuelto, me veo en la obligación de confesarle algo que removerá más aún las turbulencias de su espíritu. Se trata de Ángela, de nuevo, pero esta vez no son rumores. Después de tantos años, ha vuelto a Béjar. Apareció ayer por la sacristía, acompañada de una joven que debía de ser su hija. Vino a verme directamente, blandiendo entre sus manos un recorte de diario en el que se aludía a los sucesos de Vera. Me miró a los ojos y se limitó a preguntar: «¿Es él, padre?». Y como yo no tuviera fuerzas para responderle, salió de la sacristía blasfemando, por lo que es muy probable que pretenda llegar a Pamplona para comprobar con sus propios ojos si es usted o no el mismo Pablo al que conoció en su juventud…
Llegados a este punto, Pablo es incapaz de seguir leyendo. La carta se le cae de las manos, la vista se le nubla y se desploma sobre el catre, bajo la inquieta mirada del capellán de la cárcel, que le pregunta si quiere que llame a un médico. Pablo niega con la cabeza y escucha cómo don Alejandro tropieza con la escudilla de la comida antes de abandonar la celda. Y así, mirando fijamente las manchas de humedad del techo, que empiezan a difuminarse y a dibujar el rostro de Ángela por todas partes, Pablo pasa la noche en vela, reinterpretando los últimos quince años de su vida, desde que una bala le atravesó el pecho y le alejó para siempre del destino que le aguardaba. Con las primeras luces del alba caerá en un sopor extraño, y cuando quiera recuperar la carta no la encontrará por ningún lado, llegando a pensar si no habrá sido todo un sueño. Pero en un rincón estará la escudilla de latón volcada, reflejando borrosamente la imagen de su rostro desencajado, para recordarle que a veces la realidad tiene forma de pesadilla.
Por fin, tras dos semanas de tensa espera, el lunes 1 de diciembre de 1924, a las once de la mañana, da comienzo en Madrid el juicio ante el Tribunal Supremo de Guerra y Marina, sin la presencia de los cuatro encausados y bajo un frío glacial que hiela orejas y corazones: «Frío, mucho frío —anuncia el diario por la mañana—; hielo sin trampa ni cartón. Dícese que se trata de una ola de hielo que viene de los Estados Unidos: si pagase derechos de aduana, ¡qué alza en la recaudación!». Al haber sido derivada la causa al Supremo, el juicio debería haber perdido su carácter sumarísimo y, por tanto, su premura. Pero no ha sido así, pues el gobierno de Primo de Rivera está ansioso por acabar la función y dar un golpe de efecto con el escarmiento de los rebeldes. Y si no se ha celebrado todavía ha sido por culpa de un polémico informe redactado por el fiscal supremo, don Carlos Blanco. En él aseguraba que el juicio de carácter sumarísimo está absolutamente injustificado en este caso, pues no se dan las condiciones necesarias para garantizar una sentencia justa y ponderada, poniendo al consejo de guerra en el dilema terrible de condenar sin plena certeza o de absolver sin convencimiento, algo que no ocurriría si los cuatro encausados fueran juzgados en un proceso ordinario junto al resto de sus compañeros. Por si fuera poco, a principios de semana envió una carta al Consejo en la que decía que si «por razones de orden superior, con las que no puede transigir mi conciencia, he de procurar un fallo condenatorio, mi cargo está a disposición del Gobierno». Ante tal inquebrantable postura, el presidente del Consejo, don Gabriel Orozco, contraatacó asegurando que si el fiscal Blanco se obcecaba en defender su escrito ante el tribunal, sería él quien presentaría a su vez la dimisión. El embrollo terminó el viernes por la mañana y se resolvió como se resuelven las cosas en este país de sanchopanzas glotones y cobardes (por usar una expresión del panfleto de Blasco Ibáñez, que por fin ha conseguido introducirse clandestinamente en España): con una baja de quince días por enfermedad para don Carlos, que acabará siendo suspendido de manera indefinida en el ejercicio de sus funciones.
Así pues, a las once de la mañana da comienzo en la Sala de Justicia la vista que ha de decidir la suerte de los cuatro procesados que fueron absueltos en el juicio sumarísimo. La función es bastante parecida a la que ya vimos en Pamplona, como si los decorados hubieran sido encargados al mismo escenógrafo y repitieran los mismos actores, aunque con nombres distintos. También los figurantes que hacen de público son casi idénticos a los de hace dos semanas, aunque un poco más numerosos, y tampoco faltan los periodistas, con su cuaderno de notas y su pluma en ristre. Preside el tribunal el veterano general don Gabriel Orozco (tan duro de oído que tiene sobre la mesa una vieja trompetilla acústica), flanqueado por los también generales Picasso y Gómez Barber, que actúan como vocales, y los consejeros togados Trabada, Alcocer, Valcárcel y González Maroto. A la derecha del tribunal, recién salido de la barbería, ofrece su posado adusto el teniente don Ángel Noriega, que no ha tenido ningún escrúpulo en sustituir como fiscal a don Carlos Blanco. A la izquierda de la mesa presidencial ocupa su puesto el comandante defensor don Aurelio Matilla, que tiene la difícil tarea de conseguir emular al soberbio Mocholi y la lección de labia y jurisprudencia que dio en el juicio sumarísimo. Por último, frente al Consejo, ocupa la mesa correspondiente el secretario relator, don Antonio Méndez, que se dispone a dar comienzo al acto con la venia del presidente del tribunal. A los pies de la mesa, en el banquillo de los acusados, brillan por su ausencia Pablo, Enrique, Julián y José Antonio, que fuman en sus celdas de la cárcel de las tres pes las colillas que los presos comunes les han tirado desde el patio grande, sabedores de que en estos momentos se está decidiendo su suerte a cuatrocientos kilómetros de distancia.
La vista comienza con la lectura del rollo de diligencias sumariales, el relato de los sucesos y las declaraciones de los implicados. También se alude a la posible participación en los hechos de altas personalidades de la política y la cultura españolas residentes en el extranjero, así como a la poco afortunada actuación del Consejo de Guerra de Pamplona, que no ha sabido guardar las formas procesales para la incoación del sumario y la depuración de responsabilidades. Finalmente, llega el turno de la acusación y la defensa, que se enzarzan en una batalla dialéctica que debería decantar la balanza hacia uno u otro lado. Aunque, como se encargará de decir años más tarde un historiador, con estas cartas, tan repartidas como marcadas, de poco puede servir el alegato de la defensa.
—Señorías del Consejo —toma la palabra el fiscal don Ángel Noriega con su voz almidonada—, es deber de esta fiscalía estar al servicio de la justicia, de la verdad y de la sociedad. Y tan altas instancias se verían ofendidas si, una vez escuchado el relato de los hechos, las declaraciones de los detenidos y las diligencias sumariales, consintiéramos que los culpables de tales atrocidades quedaran sin castigo.
El silencio en la sala es por ahora absoluto y sólo el espasmódico tecleo del taquimecanógrafo parece querer dar réplica a las duras palabras del fiscal.
—Es por ello —continúa Noriega— que, aunque las pruebas puedan resultar algo incompletas (como suele ocurrir en todos los juicios sumarísimos) y se hayan podido producir insustanciales defectos de forma en la tramitación del sumario, esta fiscalía se limitará a atender el fondo del asunto que se ventila, que no es otro que el delito de insulto a fuerza armada, con el resultado de muerte de dos guardias civiles en el ejercicio irreprochable de su deber. Y así considera, por convencimiento moral, notoriamente injusta la sentencia absolutoria dictada en Pamplona y pide su revocación, exigiéndolo de consuno la ley santa para el castigo de los culpables, la ejemplaridad imprescindible en estos casos y la necesidad de defender a la sociedad española de la ola destructora que la amenaza.
A un anciano de las primeras filas del público le sobreviene un violento ataque de tos y don Ángel Noriega interrumpe su discurso hasta que un ordenanza aparece con un vaso de agua para calmar al convulso abuelo.
—Aun si no fuera posible determinar a ciencia cierta —continúa don Ángel sin perder la compostura— quién fue el autor real de los disparos que mataron a los dos guardias civiles, es deber de la justicia dar ejemplo a la sociedad y castigar con la pena de muerte a aquellos que con más probabilidad debieron de ser sus autores, pues así lo aconsejan la vindicación de los heroicos guardias, la debida reparación al Benemérito Instituto y la total seguridad de que una absolución inconcebible daría alas a los pistoleros revolucionarios para repetir impunemente el ensayo. Es por todo ello, señorías, que cree el fiscal cumplir con su deber al pedir que se imponga a Pablo Martín Sánchez, a Enrique Gil Galar y a Julián Santillán Rodríguez la pena de muerte, ejecutada en la forma que determina el Código Ordinario, con indemnización de cinco mil pesetas para cada una de las familias de los guardias asesinados. En cuanto a José Antonio Vázquez Bouzas, se solicita la pena de seis años de prisión correccional por agresión a fuerza armada.
Ahora sí que el público es incapaz de reprimirse y un rumor sordo se extiende entre los asistentes. Pero el presidente don Gabriel Orozco no tiene el oído que tenía don Antonio Permuy y deja que los murmullos se apaguen por sí solos sin echar mano del mazo.
—Señores del jurado, señor fiscal y público asistente —comienza su alegato de defensa don Aurelio Matilla, con la frente perlada de sudor a pesar del frío que hace en la sala—: Las palabras de la fiscalía no pueden sino entenderse como fruto del dolor y la estupefacción que a todos nos afligen. Mas es deber de la justicia no atender a razones del corazón, limitándose a los dictados de la razón y de los hechos probados. Y aquí las únicas pruebas que se aportan contra mis patrocinados son las dudosas declaraciones de algunos de sus compañeros, efectuadas seguramente con la vana intención de exculparse a sí mismos. En cuanto a las heridas que presentan Pablo Martín y Enrique Gil, tan sólo prueban que formaban parte del grupo, pero no demuestran en absoluto que fueran los autores materiales de la muerte de los guardias civiles. Pues los sucesos, señorías, como es bien sabido, se produjeron de noche y los guardias dispararon con armas largas que pudieron herir incluso a quienes huían.
El fiscal Noriega chasquea la lengua ostensiblemente y hace un gesto de desaire con la mano, demostrando que los buenos modales no se adquieren con los diarios afeites en la barbería.
—Si tiene usted toda la razón, estimado colega —le señala con el dedo Matilla—. Usted mismo reconoce que las pruebas resultan algo incompletas, como suele suceder siempre en los juicios sumarísimos, y yo ratifico su afirmación: en efecto, señorías, las pruebas son totalmente incompletas, del mismo modo que son lamentables y bochornosos los incontables defectos de forma que se han producido durante las diligencias y que la fiscalía califica de insustanciales. Déjenme ponerles sólo un ejemplo, menos banal de lo que pudiera parecer a simple vista: a los procesados se les exigió jurar sus declaraciones, en lugar de exhortarles a decir la verdad…, ¡motivo por el cual esta misma sala de justicia anuló una causa el 3 de junio de 1908!
El general Picasso se revuelve incómodo en su asiento, pues él formaba parte de aquel tribunal.
—Estarán de acuerdo conmigo, señorías: para determinar quiénes fueron los promotores de la intentona ha de precisarse la edad de los procesados; se han de puntualizar técnicamente las heridas que algunos sufren; se han de averiguar concretamente los actos de ensañamiento a que alude Duarte como realizados por Martín, así como el liderazgo que a Santillán se le atribuye; y todo ello ha de hacerse guardando un profundo respeto por las formas procesales, realizando ruedas de reconocimiento a los presos en vez de hacerles desfilar o leyendo a los encausados sus propias declaraciones antes de ser firmadas. Pero nada de esto se ha hecho como debiera. ¡Y aun así el fiscal se atreve a pedir sin inmutarse tres penas de muerte basándose en meras hipótesis y en convencimientos morales!
El arrojo final de don Aurelio provoca entre el público algunas exclamaciones, pero el fiscal Noriega se mantiene impertérrito en su butaca, con una mueca de suficiencia dibujada en el rostro.
—Pero ¿desde cuándo puede alguien apelar al «convencimiento moral» como fundamento para una petición de última pena? No, señorías, no: el convencimiento moral de la culpabilidad de mis defendidos no puede bastar a un tribunal para dictar una sentencia de muerte. Podría justificar quizá una absolución, si se tratara del convencimiento de la inocencia de un acusado, pero jamás puede servir para arrancarle la vida a un ser humano. Pruebas, señorías, pruebas son lo que hace falta y no convencimientos morales. Y, a decir verdad, esta defensa no encuentra en todo el sumario una sola prueba, no ya suficiente, sino ni siquiera indiciaria, para que tres hombres sufran la más irreparable de las penas.
El volumen de los murmullos aumenta ahora considerablemente, hasta el punto de que incluso los oye don Gabriel Orozco sin necesidad de usar la trompetilla, por lo que echa mano por primera vez del mazo y da varios golpes sobre el plato de madera con una violencia inesperada.
—¡¡Silencio en la sala!! —grita poniéndose rojo de furia y provocando el enmudecimiento inmediato de los asistentes, sorprendidos por el rapto de cólera del presidente del tribunal.
—Dejemos, pues —continúa don Aurelio Matilla, algo intimidado también por el exabrupto de su compañero—, la prisa y la ejemplaridad para aquellos casos tan bien definidos que no necesiten contraste de pruebas. Y recordemos que el Código exige que los acusados hayan sido sorprendidos en flagrante delito para poder ser procesados en juicio sumarísimo, condición que no se cumple en el caso que examinamos, definido en el artículo 237 del Código de Justicia Militar. Es por ello por lo que esta defensa considera y pide que todos los detenidos por los hechos sean procesados conjuntamente, unificando en uno solo el juicio sumarísimo contra sus defendidos y el ordinario que se sigue contra los demás.
Don Aurelio se sienta de nuevo en la mesa, secándose el sudor de la frente con un pañuelo amarillento y agradeciendo en su fuero interno los atrevidos aplausos de un espectador, que es conminado por un ordenanza a cesar en su empeño o a abandonar la sala. El presidente del tribunal intercambia unas palabras con el general Picasso, sentado justo a su derecha, y éste le responde a través de la trompetilla acústica, debiendo elevar tanto la voz que sus palabras llegan hasta las últimas filas del público.
—Tiene la palabra el fiscal togado para su discurso de rectificación —acaba anunciando don Gabriel Orozco, varios decibelios por encima de lo necesario.
—Muchas gracias, señor presidente —carraspea don Ángel Noriega—. Se equivoca o miente la defensa al poner en boca de la fiscalía lo que ésta nunca ha afirmado. Una cosa es reconocer que puedan haberse producido leves defectos de forma, comprensibles en un juicio de estas características, y otra muy distinta que no existan motivos suficientes para pedir la pena capital. Baste apuntar como agravantes del delito el ambiente moral en el que se desenvolvían los agresores y las reuniones de carácter revolucionario que celebraban en el país vecino, tal como consta expresamente en el sumario. Todos ellos son pistoleros —dice masticando cada una de las letras—, anarquistas y comunistas con antecedentes penales que no tuvieron ningún reparo en atacar vilmente, con nocturnidad y en cuadrilla, a dos abnegados defensores de la ley y el orden…
—¡Protesto, señoría! —interrumpe el comandante Matilla poniéndose en pie—. No todos mis defendidos tienen antecedentes penales…
—¿Qué ha dicho? —pregunta el presidente al general Picasso, poniéndose la trompetilla acústica en el oído.
—Que protesta, don Gabriel.
—Pues… ¡protesta denegada! —grita con vehemencia—. Ya tendrá usted tiempo de rectificar a la fiscalía, tenga paciencia, hombre.
Don Aurelio vuelve a sentarse y el fiscal Noriega continúa su discurso:
—¿Y qué otras pruebas hacen falta para condenar a los culpables? ¿Acaso no bastan para dictaminar su culpabilidad las heridas que recibieron los guardias y los propios agresores, así como el resultado de las autopsias y las declaraciones de sus propios compañeros? Por supuesto, señorías, la defensa hace bien en sostener la inocencia de sus patrocinados. Faltaría más, ése es su deber y su cometido. Pero yo tengo que acusar y por ello acuso, situándome en un plano muy distinto al de la defensa, a sabiendas de que tiene razón el poeta cuando dice que «en este mundo traidor | nada es verdad ni mentira; | todo es según el color | del cristal con que se mira». Y el señor Matilla mira el asunto con cristales azules, es evidente, pero yo lo miro con el color de la ley y de la justicia divina. Y por ello insisto y le digo a quien afirme que no hay pruebas suficientes, que yo puedo aportarle la prueba más irrefutable que existe: la que se obtiene del convencimiento moral. Yo lo tengo, señorías, y por eso sostengo la acusación.
Una salva de aplausos resuena en la sala, sin que ningún ordenanza se atreva a reprimirla. Parece que la claque no es patrimonio exclusivo de los teatros.
—No puedo dejar de lamentar, señorías —toma la palabra el defensor Matilla—, que el fiscal haya obviado contestar los fundamentos alegados por esta defensa…
—Tiene la palabra el abogado defensor para su discurso de rectificación —le interrumpe el presidente del Consejo, al no oír que don Aurelio ya ha comenzado su parlamento.
—Eh… Gracias, señor presidente. Decía que es de lamentar que el señor fiscal no se haya dignado responder a los alegatos de esta defensa y haya insistido en basar su acusación en motivos de índole moral. En cualquier caso, quisiera dejar bien claro que yo no he pedido la absolución ni he hablado de la inculpabilidad de los acusados. Lo que he dicho es que de los folios de la causa no se deducen pruebas suficientes, ni siquiera indicios, en que basar la imposición de una pena tan grave que de llevarse a cabo no podría ser subsanable. Porque la pregunta fundamental sigue sin poder resolverse de manera concluyente: ¿quiénes mataron realmente a los guardias? ¿No pudieron ser acaso los rebeldes que resultaron muertos durante la refriega o el tal Bonifacio Manzanedo, que aún se cura de sus heridas en el hospital de Vera?
El fiscal vuelve a hacer un ostensible gesto de desprecio desde su mesa y observa cómo reacciona el público ante las palabras de la defensa. En las últimas filas descubre a su mujer, que le saluda moviendo los dedos.
—Y no es cierto, señorías, que la defensa mire el caso con el cristal azul de la benevolencia, sino con el nítido cristal de la conciencia. Y tampoco es cierto, señores del tribunal y público en general, que la defensa sostenga la inocencia de los acusados, por la sencilla razón de que no sabe si son o no son inocentes, como tampoco sabe si son o no son culpables. Pero lo que sí sabe es que su deber es pedir y exigir garantías suficientes de la culpabilidad manifiesta de los acusados en caso de que el Consejo decida aplicarles la última pena.
En medio de un silencio expectante, don Aurelio Matilla hace una pausa dramática y, tras observar detenidamente al público presente y a los miembros del tribunal, concluye:
—Señorías: terminaría pidiendo clemencia para estos pobres infelices si estuviese convencido de su culpabilidad. Pero como no lo estoy, lo único que pido es justicia.
Y vuelve a sentarse, convencido de que su alegato ha sido irreprochable.
—Muy bien, caballeros —se levanta el presidente don Gabriel Orozco al ver que el defensor ha terminado su discurso—, si nadie tiene nada más que decir, procederemos a levantar la sesión y a comenzar las deliberaciones.
—Un momento, señor presidente —se pone en pie el fiscal Noriega—, me gustaría hacer uso de la palabra por última vez.
—¿Qué dice? —le pregunta don Gabriel al general Picasso, ajustándose la trompetilla.
—Que quiere decir unas últimas palabras —le informa el general acercando sus labios al pabellón del instrumento.
—Ya no tiene por qué hablar, señor fiscal —vocea algo irritado el presidente—. Pero le concederé un minuto.
—Muchas gracias, señor presidente. Sólo quería recordar a los miembros del Consejo, y en especial al público presente, que en caso de condenar a pena de muerte a algunos de los acusados, siempre se puede aplicar el artículo segundo del Código Penal y pedir el indulto al Gobierno.
Incluso los muebles de la sala, acostumbrados a escuchar las mayores barbaridades, parecen estremecerse ante tan sutil muestra de cinismo. Han pasado sólo dos horas desde el comienzo de la vista y don Gabriel Orozco da por terminada la sesión, mientras caen sobre Madrid los primeros copos de nieve. El Consejo Superior de Guerra y Marina tendrá ocho días para dictar sentencia.