(1921-1923)
—¡Abran, abran inmediatamente! —escuchó Pablo desde su cama, mientras la culata de un fusil golpeaba con insistencia la puerta de la casa.
Dos años habían transcurrido desde que volviera a Baracaldo, dos años desde que decidiera acabar con su vida en el exilio, dos años de normalidad a los que aquellos culatazos venían a poner fin de una vez por todas. Sabido es que somos esclavos de nuestro pasado y los fantasmas pueden aparecer en cualquier momento: incluso a las tres de la madrugada de un gélido día de invierno, mientras dormimos tranquilamente agarrados a la almohada. O quizá no tan tranquilamente, en el caso de Pablo, que llevaba varios días sufriendo pesadillas.
—¡Abran la puerta o la tiramos abajo! —volvieron a sonar, amenazadores, los gritos en el rellano.
Pablo se levantó de un salto, se puso los pantalones y salió a abrir. En el pasillo se cruzó con su hermana y su sobrina, que también se habían despertado por culpa del alboroto. Con un gesto les indicó que entraran de nuevo en el cuarto. Cuando abrió la puerta, dos guardias civiles se le echaron encima y lo esposaron, mientras otros dos se dedicaban a registrar la casa: el juez había ordenado su detención como implicado en el asesinato del gerente de Altos Hornos.
En realidad, todo había empezado a torcerse una semana antes, cuando la empresa despidió a treinta y ocho trabajadores y amenazó al Sindicato Único con mandar a la calle a otros quinientos si no cesaban en su actitud de resistencia pasiva, con la que pretendían unas mejoras salariales que la gerencia no estaba dispuesta a conceder. Los sindicalistas se reunieron en la Casa del Pueblo de Sestao y la asamblea acabó con los ánimos exaltados y las posturas divididas: por un lado estaban los que proponían dar una lección «a ese hijo de perra que empezó de meritorio y ahora se cree el amo del mundo», como dijo alguien, y, por el otro, los que consideraban que de nada serviría la violencia para resolver el asunto (sino más bien todo lo contrario). Entre estos últimos estaba, curiosamente, un afiliado que había pretendido atentar contra la vida de Alfonso XIII, aunque nadie lo supiera. No es que Pablo hubiese perdido la fe en la lucha, ni que la responsabilidad de cuidar a su familia le hiciese temer por su puesto de trabajo, sino que al fin había entendido lo que dijera Cicerón a propósito de Julio César: que no es de sabios matar a un tirano, es preferible dejar que fracase para que no se convierta en mártir. Y cualquier atentado lo iban a aprovechar las autoridades para llevar a cabo una represión sin paliativos contra los sindicalistas, de eso sí que no cabía la menor duda.
Al día siguiente, el automóvil de don Manuel Gómez Canales, gerente de los Altos Hornos de Vizcaya, era tiroteado al salir de sus oficinas de Baracaldo y aquella misma noche comenzaban las detenciones. Durante varios días se escucharon los lamentos de los torturados en el cuartel de la Guardia Civil de Sestao y muchos obreros empezaron a faltar al trabajo: unos porque habían sido detenidos, otros porque habían tomado las de Villadiego. Algunos, incluso, llegaron a subirse a un barco con destino a México o Argentina para evitar a toda costa el canario, ese instrumento de tortura que hacía cantar al más pintado. Pero Pablo continuó yendo a trabajar, a pesar de los malos presagios de su hermana Julia:
—Ay, hermanito, que cualquier día de éstos te detiene la Benemérita…
—No tengo nada que temer —respondía Pablo—: Esta vez no he hecho nada, y puedo demostrarlo.
En efecto, tenía la mejor de las coartadas: cuando se produjo el atentado, él se encontraba en la fábrica cortando planchas de acero. Pero, a los tres días del tiroteo, don Manuel Gómez moría como consecuencia de las heridas y la policía descubría un complot terrorista liderado por Hilario Oliver, José Manzaner y Francisco Hebrero, alias «Malatesta», compañeros de Pablo en el departamento de calderería. En casa del primero encontraron una docena de bombas, medio centenar de libros ácratas y la consabida pistola Browning, sello de la tribu anarquista. Y empezó una nueva oleada de detenciones que acabaría con un centenar y medio de sindicalistas infestando los cuarteles.
—Dejen en paz a mi hermana y a su hija —pidió Pablo mientras le empujaban escaleras abajo—. Ellas no tienen la culpa.
—Entonces tú sí la tienes, ¿verdad, cretino? —le inquirió uno de los guardias, propinándole un culatazo—. Anda, cierra la boca y tira palante.
En la calle le esperaba un furgón policial para trasladarlo al cuartel de la Guardia Civil de Sestao. Pero cuando quisieron abrir la portezuela trasera del vehículo, el mecanismo de cierre se había atrancado.
—Maldita sea, otra vez —murmuró el conductor, y sacó de debajo de su asiento un martillo y un cincel—. Hala, ya está —dijo después de propinar dos o tres martillazos a la cerradura—, ya podéis meter al gorrión en la jaula.
Pero la jaula no estaba vacía: en el interior del furgón le aguardaban a Pablo los ojillos asustados del camarada Jesús Vallejo, sindicalista y calderero como él en los Altos Hornos de Vizcaya.
Una vez en el cuartel los encerraron en una celda, hasta donde llegaban amortiguados unos gritos que ponían los pelos como escarpias. En la pared del calabozo alguien había escrito repetidas veces: «Te quiero, mamá», hasta que se le había acabado la tiza o la paciencia. En la celda de al lado, una mujer con camisón blanco y el cabello empapado empezó a murmurar «la lluvia, la lluvia, la lluvia», como en una monótona letanía.
—¡Cállate ya, puta loca! —gritó el centinela, antes de dirigirse a los recién llegados—: ¿Sabéis qué ha hecho la muy furcia? ¡Le ha tirado la ropa por la ventana a uno de sus clientes! Y luego se ha ido al cementerio a comerse la tierra de las tumbas…
Al primero que se llevaron fue a Jesús, que salió de la celda temblando y con cara de terror. Media hora después, vinieron a buscar a Pablo. Y, como quien no quiere la cosa, lo llevaron a la sala de interrogatorios dando un pequeño rodeo por la cuadra: allí, desnudo y colgado de una escalera cabeza abajo, Jesús era azotado con una fusta.
—Así vas a acabar tú como no nos digas lo que queremos oír —le amenazó el guardia que antes le había dado un culatazo.
Pero Pablo iba a tener más suerte que su compañero. Y no porque fuese menos culpable, ni porque fuese más listo, ni porque ya hubieran cubierto el cupo de torturas aquella noche: sino por ser el hijo de Julián Martín, antiguo profesor del cabo Lorca, encargado de los interrogatorios.
—Pablo Martín Sánchez —dijo el cabo blandiendo unos papeles y frotándose con parsimonia un mentón prominente—, hijo de Julián Martín Rodríguez y de María Sánchez Yribarne. Vaya, vaya, vaya… Yo tuve a un maestro en la escuela de Baracaldo que se llamaba así, ¿no será tu padre?
—Mi padre murió hace tiempo —contestó Pablo, sentándose en la silla que el cabo le ofrecía—, pero fue maestro en Baracaldo antes de ser inspector, en efecto.
—¿Así que llegó a inspector? Bueno, bueno, me alegro por él. Lástima que ya muriera. Es uno de los pocos maestros a los que recuerdo con cariño. ¿Cómo era aquello que nos decía siempre? —El cabo Lorca hizo un esfuerzo de memoria, mordiéndose el labio inferior y pasándose una mano por el cráneo rasurado—. Ah, sí: cuando encontréis una buena jugada…, ¡buscad otra mejor! Eso es algo que yo siempre he intentado poner en práctica en todas las facetas de mi vida. Y no me ha ido nada mal, te lo aseguro… Tú, por ejemplo, eres una buena jugada, Pablo: tengo ante mí una orden de busca y captura que llegó a esta oficina hace ya unos cuantos años, el 13 de abril de 1913. Déjame pensar… ¿No fue ése el día que atentaron en Madrid contra Su Majestad, en plena calle de Alcalá? Pero aquello fue un caso que se cerró enseguida. No vamos a remover ahora el pasado, seguro que hay una jugada mejor…
Pablo le miró con ojos fríos como el acero que cortaba en la fábrica.
—No me mires así, hombre —le espetó el cabo, esbozando una sonrisa—, que me recuerdas a tu padre cuando nos regañaba. Yo estoy dispuesto a creerte, chico, sólo hace falta que me digas la verdad. Siendo hijo de don Julián no puedes ser mala gente. Mira, voy a serte sincero: aquí de lo que se trata es de dar un escarmiento a toda la chusma anarquista que cree que puede tomarse la justicia por su mano. Pero seguro que tú no tienes nada que ver con toda esa gentuza, ¿verdad? Apostaría cualquier cosa a que te obligaron a hacerte el carnet del sindicato, como a tantos otros, ¿me equivoco? Te sorprendería la cantidad de trabajadores honestos que acaban afiliándose por culpa de las amenazas. Sin ir más lejos, el otro día me crucé con un vecino que tenía el ojo como un chorizo. Y yo que le paro y le pregunto: «Pero, Tomás, por Dios, ¿cómo te has hecho eso?». Y él va y me dice, como si fuera la cosa más normal del mundo: «Nada, que me negué a pagar la cuota». Ésas son las cosas que no pueden permitirse, Pablo. Por ahí empieza todo. Se empieza pegando al que no quiere afiliarse y se acaba matando al gerente. ¿Me explico? Por eso hay que cortar por lo sano, pararles los pies a todas esas sabandijas, cortarles las manos a los que empuñan las armas. ¿Estamos o no estamos?
De la cuadra llegó un lamento largo y agudo, como un aullido.
—Estamos —se respondió a sí mismo el cabo, sacando un listado de nombres—. Pero vayamos al grano. A ver, a ver… Macías, Madero…, ajá: Martín, Martín Sánchez. Aquí dice que a las dieciocho horas del día 11 de enero, que es la hora en que dispararon contra don Manuel Gómez, tú estabas trabajando en la fábrica La Vizcaya perteneciente a los Altos Hornos, pues ese día te tocaba el turno de tarde. ¿Es eso cierto?
—Sí.
—Perfecto, es todo cuanto quería oír. ¿Ves como no era tan difícil, Pablo? Ya lo decía tu padre: cuando encuentres una buena jugada…, ¡busca otra mejor! Anda, firma aquí y lárgate antes de que me arrepienta.
Cuando salió del cuartel, aún se escuchaban los alaridos de Jesús Vallejo provenientes de la cuadra. Pablo apretó los dientes e hizo de tripas corazón, sin sospechar que pocos días después el muy desdichado iba a intentar suicidarse, tirándose repetidamente al suelo desde la ventana de su calabozo. Pero suficiente tenía Pablo con los problemas propios como para preocuparse por los ajenos. Si me han detenido una vez, pensaba mientras volvía a Baracaldo, pueden detenerme de nuevo. Porque aunque hubiera salido airoso en aquella ocasión, intuía que todo había empezado a torcerse. Cuando llegó a casa, le abrió la puerta su madre, alertada por Julia. Se le tiró a los brazos, llorando, y cuando recobró la compostura dijo:
—A partir de hoy me instalo aquí, con vosotros. Y si vuelven a buscarte, tendrán que sacarme a mí primero con los pies por delante.
Pablo besó a su madre, abrazó a su hermana y suspiró al ver a la pequeña Teresa, que se había quedado dormida junto al fuego y parecía estar sufriendo una pesadilla, a juzgar por la expresión de su cara.
—No ha querido irse a la cama —explicó Julia—. «Cuando vuelva el tío Pablo», ha dicho.
El tío Pablo la cogió en brazos y le dio su particular beso de buenas noches, frotando nariz con nariz. La niña se despertó y, tras ver a su tío, volvió a quedarse dormida: pero ahora ya no fruncía el ceño. Pablo la llevó a la cama y después les contó a las dos mujeres lo que había sucedido.
—Así que se puede decir —concluyó— que papá me ha salvado desde el cielo.
—Alabado sea el Señor —exclamó María, juntando las manos.
—Alabado sea por una vez —concedió Pablo—. Ojalá sea tan misericordioso con el resto de mis compañeros.
España se había convertido en un polvorín y tarde o temprano tenía que saltar por los aires. Los sindicatos y la patronal estaban enfrentados a degüello y todos los días los periódicos amanecían repletos de necrológicas. Sin ir más lejos, el día antes de que el gerente de Altos Hornos fuera acribillado a balazos en Baracaldo, un patrono corchero llamado Enrique Barris había sido asesinado en Sevilla, y al día siguiente era el industrial metalúrgico don Juan Abelló el que pasaba a mejor vida en Tarrasa, hasta donde llegaban las salpicaduras sangrientas de la vecina Barcelona. Porque lo de la Ciudad Condal sí que era de juzgado de guardia: allí la patronal había conseguido convertir el Sindicato Libre en un nido de pistoleros a sueldo, con el objetivo de hacer la guerra a los grupos anarcosindicalistas que predominaban entre la clase trabajadora. Y por si fuera poco, el general Martínez Anido, gobernador militar de Barcelona, se había sacado de la chistera un conejo envenenado que acabaría provocando un nuevo magnicidio: la llamada Ley de Fugas, por la que un policía podía disparar libremente contra un preso que pretendiera escaparse. Y del uso se pasó al abuso: si no quería huir, bastaba con darle un empujoncito.
El 8 de marzo, casi dos meses después del atentado de Altos Hornos, tres hombres a bordo de una moto con sidecar disparaban en Madrid contra el coche del presidente del Gobierno, don Eduardo Dato, que aquel mismo día le había dicho a su mujer: «Si me matan, será un gaje del oficio». Tres balas vinieron a darle la razón: la primera se le incrustó en el tórax a la altura de la séptima costilla, la segunda le destrozó la mandíbula y la tercera le atravesó el cráneo, las meninges, el cerebelo, la protuberancia anular, el ventrículo medio y el lóbulo frontal del hemisferio izquierdo. Y aunque costó más de lo esperado, al final se descubrió que los autores del atentado habían sido tres jóvenes anarquistas catalanes llegados a Madrid con el único propósito de acabar con la vida del presidente. Uno de ellos, Pedro Mateu, acabaría confesando: «Yo no disparé contra Dato, a quien ni siquiera conocía; yo disparé contra un presidente que autorizó la más cruel y sanguinaria de las leyes, la Ley de Fugas». Decididamente, el conejo de la chistera de Martínez Anido había salido chamuscado.
Al conocer la noticia del magnicidio, Pablo se temió lo peor. Madrid quedaba muy lejos, es cierto, pero ya se sabe que el gato escaldado huye del agua fría: tampoco había tenido nada que ver con la muerte del gerente y a punto había estado de acabar colgando cabeza abajo. Mientras volvía de la fábrica, pensó en su madre, dispuesta a salir con los pies por delante si alguien quería llevarse a su hijo. Pensó en Julia, que aún no se había repuesto del susto de hacía dos meses. Pensó en la pequeña Teresa, que seguía preguntando quiénes eran aquellos hombres que habían entrado en su casa a altas horas de la madrugada. Y se le pasó por la cabeza la idea del exilio. Pero al llegar a casa, las tres mujeres se la borraron de un plumazo. No te vayas, dijo su madre. Ni se te ocurra, insistió su hermana. Si te vas, le amenazó su sobrina, no pienso volver a hablarte. Así que optó por construir un zulo en la alcoba de Julia, aprovechando el pequeño vestidor que había al fondo de la estancia: arrastró el ropero de tres cuerpos, lo colocó de tal modo que ocultase la puerta de acceso al cubículo y luego hizo un agujero en la hoja posterior del armario, a modo de gatera humana. En caso de visitas intempestivas, bastaría con abrirlo, apartar la ropa y colarse por la trampilla, lo que no le llevaría más de unos segundos, como tendría ocasión de comprobar bien pronto: al día siguiente, sin ir más lejos.
Estaban cenando en el salón cuando el timbre de la puerta les hizo dar un respingo. Pablo se levantó de la silla y salió disparado hacia la alcoba, se metió en el armario, empujó la trampilla y se coló en el zulo. Contuvo el aliento en la penumbra hasta que escuchó la voz de su sobrina que decía:
—Ya puedes salir, tío Pablo.
Las tres mujeres le esperaban sentadas en la cama, con las manos sobre las rodillas, y no pudieron evitar que se les escapara la risa cuando le vieron salir entre las ropas del armario, como un topo asomando la cabeza por el hueco de su topera:
—Falsa alarma —dijo Julia—. Era la vecina que ha venido a traernos huevos de Pascua.
—Pues vaya con los huevos de la vecina —rezongó Pablo.
Y las tres mujeres volvieron a reírse a gusto, descargando la tensión acumulada. Al regresar al comedor, la sopa se había enfriado.
—La próxima vez —dijo Pablo— que no se os olvide esconder mi plato antes de abrir la puerta. Que la policía sabe contar hasta cuatro.
Pero no hubo próxima vez. El juicio por el asesinato del gerente de Altos Hornos no comenzó hasta un año y medio más tarde, y terminaría a mediados de 1923 con la absolución de los cuatro procesados (entre ellos, Jesús Vallejo, que mientras tanto había intentado suicidarse de nuevo), por entender el jurado que las confesiones se habían producido bajo tortura. Aun así, el proceso hizo mella en el carácter de Pablo, que poco a poco se volvió más árido, más reconcentrado, más taciturno. Dejó de asistir a las reuniones del sindicato. Dejó de pasear por las orillas del Nervión. Dejó de frecuentar la biblioteca popular. Dejó de tomar vinos con los compañeros del trabajo. Incluso dejó de salir con Celeste, la amiga de su hermana Julia, a quien le dio excusas de mal pagador: que si debo ocuparme de mi familia, que si no soy el hombre que te mereces, que si es probable que deba irme pronto al extranjero. En el fondo, durante aquellos años la mayor alegría de su vida fue una niña, curiosa como ella sola, que no paraba de preguntarle sobre lo divino y sobre lo humano, poniéndole en más de un aprieto:
—Tío Pablo, si Dios está en todas partes: ¿también está en el infierno?
Diantre de chiquilla.
—Tío Pablo, ¿es verdad que los peces no duermen?
Su curiosidad no tenía límites.
—Tío Pablo, la abuela dice que no puedes oler las flores, ¿es verdad eso?
Ahí empezaron las preguntas personales.
—¿Nunca te has enamorado, tío Pablo?
Y el tío Pablo no tuvo más remedio que acabar contándole su vida.
—Hombre, yo diría que si Dios existe, debe de ser en el infierno donde pasa la mayor parte del tiempo —respondía el anticlerical.
—No sé si los peces duermen, pero de lo que estoy seguro es de que sueñan; porque se puede vivir sin dormir, Teresa, pero no se puede vivir sin soñar —respondía el romántico.
—Claro que es verdad, ¿no sabes que la abuela nunca miente? Yo no puedo distinguir los olores, ni los buenos ni los malos, ni el olor de las rosas ni el olor de los pedos —respondía el anósmico.
—Sólo me enamoré una vez y casi no vivo para contarlo —respondía el vampiro sin corazón.
De modo que a los nueve años Teresa conocía mejor la vida de su tío que el cuento de la Caperucita Roja.
—Tío —le preguntó una noche—, ¿cuál es tu recuerdo más antiguo?
—El cinematógrafo Lumière —respondió Pablo, tras pensarlo un rato.
Y al día siguiente decidió llevarla al cine, con la esperanza de que el invento de los hermanos Lumière saciara un poco aquella sed inagotable de conocimiento. Lo más difícil no fue convencer a su sobrina, que se puso a dar saltos de alegría, sino a su madre, que no había podido olvidar la tragedia del cine Teatro-Circo de Bilbao, en el que una falsa alarma de incendio había acabado con la vida de cuarenta niños, asfixiados al salir en estampida. Pero de eso hacía ya muchos años y las salas estaban ahora mejor preparadas. Así que salieron de casa al atardecer, un apacible atardecer de mediados de septiembre. Y la película que fueron a ver era Nanuk el esquimal, de un tal Robert Flaherty. En El Noticiero Bilbaíno habían publicado una reseña entusiasta aquella misma mañana: «Trátase de una película impresionada en el Polo Norte, en donde se desarrollan escenas interesantes y curiosísimas de la vida de los esquimales. Los trabajos y operaciones que realiza Nanuk, el esquimal, para la caza de la morsa, la foca, el oso y la pesca del salmón han de sorprender extraordinariamente al espectador, así como el ver al cazador despedazar la morsa arponada y comer su carne cruda con evidente placer. Nanuk el esquimal es una de las mejores cintas de las proyectadas en la temporada actual».
—¿Qué os parece si vamos todos juntos a ver a los esquimales? —había dicho Pablo, que desde la absolución de sus compañeros de Altos Hornos había ido recuperando poco a poco el buen humor—. A ver si así me creéis cuando os digo que se dan besos frotándose las narices…
Al apagarse la luz, Pablo volvió a sentir la misma emoción de aquel día lejano en que fue con Vicente Holgado a la madrileña carrera de San Jerónimo y pagó dos reales para ver el magnífico, el increíble, el extraordinario invento de los hermanos Lumière. Ahora las películas ya no duraban un minuto, sino una hora, pero la emoción que uno sentía al quedarse a oscuras seguía siendo la misma. La primera secuencia los dejó con la boca abierta, especialmente a la pequeña Teresa, que tuvo que cerrarla de nuevo para que no se le cayera el caramelo que su tío le había comprado en un puesto de chucherías: un kayak se acercaba a la cámara, conducido por Nanuk el esquimal, que manejaba un remo de doble pala con la pericia de un espadachín; sobre la proa, agarrándose para no caer al agua, viajaba un esquimalito de unos cinco años, llamado Allee. Pero lo mejor venía después, cuando Nanuk salía de la canoa y por el estrecho agujero empezaba a asomar la cabeza toda su familia, como si el kayak fuese un monstruo fabuloso que vomitaba esquimales: la madre, Nyla, con su bebé de pocas semanas; Cunayou, el hijo adolescente de sonrisa pícara; y Comock, el husky de patas blancas como la nieve.
—Cierra la boca —le decía una y otra vez Julia a su hija.
Pero no hubo manera. Ni siquiera cuando Nanuk y otros hombres cazaron una morsa y la descuartizaron para comérsela cruda. Ni cuando descubrieron una cría de oso polar escondida en una cueva. Y mucho menos cuando entre todos se pusieron a construir un iglú con grandes bloques de nieve, cortados con los colmillos afilados de las morsas: ¡y lo mejor de todo era que el iglú tenía una ventana de hielo para que entrase la luz! Pero Pablo estaba inquieto, porque ya llevaban casi una hora de película y él no había visto aún lo que quería ver.
—¡Mirad! —pudo exclamar por fin, exultante—. ¡Ahí tenéis el beso esquimal!
En efecto, la bella Nyla y su retoño se frotaban las narices en un gesto de ternura. Y la pequeña Teresa miraba a su tío y sonreía por debajo de la suya.
Cuando salieron del cine ya era de noche. Y aunque la película había terminado con un temporal de nieve, una sonrisa enorme se dibujaba en la cara de Teresa, y una más pequeña en la de Julia, y otra apenas perceptible en la de la abuela María; y Pablo las miraba sin poder evitar que a él también se le escapase una sonrisa, quién sabe si de felicidad o de esperanza. Pero se les iba a congelar bien pronto a todos, porque en aquel momento, en la Ciudad Condal, se estaba preparando un golpe militar.