RESULTABA evidente que las más altas autoridades de la dictadura no estaban dispuestas a que quedaran sin castigo inmediato y ejemplar, no sólo los asesinatos de los guardias civiles, sino también los intentos de la oposición por derribarla. Eran cuestiones secundarias tanto que no estuviera probada suficientemente la culpabilidad de los acusados como que se considerara posible que un antiguo ministro de Alfonso XIII, como el conde de Romanones, representante del más rancio caciquismo de la Restauración, pudiera encabezar un movimiento revolucionario de extrema izquierda.
JOSÉ LUIS GUTIÉRREZ MOLINA,
El Estado frente a la anarquía
—¡Silencio en la sala! —grita desesperado el presidente del tribunal—. Se lo advierto por última vez, señoras y señores, si he de volver a interrumpir la sesión será para desalojarlos.
Y hace repicar el mazo con tanta furia, que la cabeza se desprende del mango y, tras rebotar sobre la mesa presidencial, sale disparada hacia el banquillo de los acusados, describiendo en el aire una parábola propia de un manual de balística. Muchos de los asistentes se percatan del lance y, como si se tratara de un partido de tenis, observan con la boca abierta la trayectoria del proyectil, que se dirige peligrosamente hacia el cráneo herido y vendado del cabizbajo Gil Galar. Pero Pablo, sentado a su lado, alarga en el último instante sus manos esposadas y agarra en el aire la cabeza del mazo, provocando una exclamación entre los asistentes. Luego se levanta y, sin que los guardias que lo custodian hagan nada por impedirlo, cruza la sala con intención de depositar el proyectil sobre la mesa presidencial. Pero antes de llegar, un ordenanza le sale al paso y le obliga a volver a su sitio.
—Gracias —carraspea don Antonio Permuy, sin quedar muy claro si se las da a Pablo o al ordenanza que se lleva el mazo roto para cambiarlo por uno nuevo—. Que prosiga la sesión. Tienen la palabra los acusados, por si consideran oportuno alegar algo más en su defensa.
Esta vez es Pablo el que interviene en primer lugar, aprovechando el efecto que ha tenido su gesto. Se pone en pie y su voz se esparce por toda la sala:
—Señores del tribunal, se ha gastado demasiada tinta en el sumario, ya que la mitad de las cosas que se han dicho sobre mí son falsas. La declaración de que me ensañé con los guardias no tiene fundamento, por la sencilla razón de que me eché al suelo en cuanto oí los primeros disparos y fue entonces cuando me hirieron. El que haya afirmado que me ensañé miente y se delata a sí mismo, pues de ser cierta su acusación querría decir que estaba a mi lado cuando ocurrieron los hechos y no hizo nada por impedirlo, por lo que sería tan culpable o inocente como yo mismo. ¡Que venga aquí el que lo haya dicho, a ver si es capaz de probarlo!
Los dos guardias que lo custodian le obligan a sentarse y es Gil Galar el que toma el testigo, levantándose con gran esfuerzo y hablando entrecortadamente, casi desvariando:
—Eso, eso… A ver quién ha sido el que ha dicho que yo he hecho fuego contra la Benemérita… Que venga aquí y que lo repita…, que lo jure ante Dios si es tan valiente… A ver, a ver…, ¿quién lo ha dicho, eh? Que venga aquí y que lo repita…
—¿Alguna cosa más? —le pregunta el presidente del tribunal, viendo que el de la cabeza vendada parece haber entrado en un bucle del que no consigue salir, como el disco rayado de un viejo gramófono.
—No, nada más, ¿para qué? —responde con voz de ultratumba Gil Galar, sentándose de nuevo.
Se levanta entonces Vázquez Bouzas, que ni siquiera de pie es mucho más alto que Pablo o Santillán sentados, y se limita a corroborar las palabras de Mocholi, maravillado de que haya pedido su absolución:
—Después de lo dicho por el defensor, que es fiel reflejo de la verdad, no tengo nada más que agregar. —Y vuelve a sentarse.
Cuando le llega el turno a Santillán, se levanta mirando al presidente del tribunal y declara con la voz de quien está acostumbrado a dar órdenes:
—Quiero protestar formalmente contra el que me ha acusado de incitador y jefe del grupo, porque es una mentira y una calumnia, y quiero que conste en acta mi protesta.
—La protesta no puede causar efecto legal —responde al desafío don Antonio Permuy—, porque para exculparse es preciso que pruebe su inocencia.
—Pues para eso, que venga aquí el individuo que me ha acusado y que diga dónde me vio, con quién iba y cómo vestía yo —insiste Santillán.
El presidente mantiene un breve y secreto diálogo con el auditor ponente de la causa, antes de tomar la palabra por última vez:
—Lo pedido por el procesado no ha lugar, en razón a que el procedimiento de pruebas es suficiente y no cabe ampliarlo con careos ni confrontaciones después de los informes de las partes. En cualquier caso, constarán por escrito las alegaciones de los procesados. Este tribunal se retira a deliberar. La causa queda vista para sentencia y se levanta la sesión.
Tres golpes con la nueva maza sirven de colofón al acto y el público empieza a desalojar poco a poco la sala, comentando exaltadamente la jugada. Son las once y media de la mañana y en el exterior de la cárcel de Pamplona el mercurio de los termómetros no alcanza los seis grados centígrados. Pero las deliberaciones del tribunal van a alargarse más de lo previsto, hasta el punto de que a la hora de comer aconsejan a los periodistas que se vayan a sus casas, porque es muy probable que no se consiga dictar sentencia hasta última hora. Algunos insisten en quedarse, pero tienen que rendirse a la evidencia cuando a las siete de la tarde todavía no se ha dado a conocer el fallo. De todos modos, la sentencia (sea cual sea el veredicto) no será todavía firme, pues deberá remitirse a Burgos para la aprobación o el disentimiento del capitán general de la sexta región.
Mientras tanto, los cuatro encausados han sido devueltos a sus celdas, donde esperan con ansiedad el resultado de las deliberaciones. Parece que Gil Galar ha perdido definitivamente el juicio (en un juego de palabras tal vez premonitorio), ya que no para de sollozar y de apelar a Dios y al Espíritu Santo. Pablo, en la celda contigua, intenta matar el tiempo leyendo el periódico que le han dejado junto al evacuatorio. Se trata de un ejemplar de La Voz de Navarra de hace un par de semanas, de cuando aún estaba en París dispuesto a seguir allí durante mucho tiempo. Quién le iba a decir entonces que quince días después se encontraría en una cárcel española esperando el fallo de un tribunal que pide para él «la pepa», ese eufemismo que los reclusos usan para referirse a la pena capital… Sentado sobre el camastro, mientras oye a los presos comunes jaleando a sus piojos en el patio grande, pasa distraídamente las páginas del diario, pensando más en el juicio que en lo que ven sus ojos, pero un artículo le llama la atención: se titula «El Almanaque de los Presagios» y lo firma un tal Eduardo Carrillo. Pablo lee la primera frase, que parece describir su propio estado de ánimo: «Desde hace algunas semanas, mi vida se ha convertido en una angustia perpetua», y se coloca bajo el ventanuco para poder ver mejor. «La culpa la tiene un amigo —continúa el texto— que, sabiendo lo supersticioso que soy, me ha enviado un ejemplar del Almanaque de los Presagios, con una dedicatoria que dice: “Para que sepa usted a qué atenerse todos los días, en todas las circunstancias de la existencia, ante todos los objetos, frente a todos los seres”. Porque en ese libro, en efecto, todo está previsto para atormentarnos a todas horas».
—¡Plato! —gritan repentinamente en el corredor, y Pablo, tan absorto en la lectura que ni siquiera ha oído el toque de corneta que anuncia la hora del almuerzo, da un respingo bajo la ventana.
El menú es el mismo de ayer y de anteayer y de todas las semanas: doscientos gramos de pan y un puchero de patatas con garbanzos, lentejas o habas, duras como piedras, que se verá refrendado a las siete de la tarde por un caldo turbio o un puré de sabor incierto. Así es durante todo el año en la cárcel de las tres pes, a excepción del día de Navidad y del 24 de septiembre, Virgen de la Merced, patrona de los reclusos… ¡Y luego el médico de la prisión se queja de que haya más reos con problemas de estreñimiento que con tuberculosis! Pero Pablo no llegará a conocer el menú navideño y de momento engulle el potaje intentando engañar al paladar con la ayuda del periódico, cuya lectura contribuye a camuflar el sinsabor de la pitanza: «Y es en vano hacerse el indiferente y sonreír después de haber leído —continúa diciendo el artículo—. El veneno queda en nuestro espíritu, y cuando llega el instante en que debemos saber si es cierto lo que la ciencia mágica nos ha anunciado, sentimos una profunda inquietud. Yo no digo que los presagios constituyan una ciencia exacta. Puede que no sean más que una fantasía milenaria, pero puede también que sean una cosa muy digna de tomarse en consideración. Lo que preocupó a un Sócrates bien puede preocuparnos a nosotros. La Historia misma es una interminable lección de ocultismo: si César hubiera querido escuchar el sueño de su mujer, nos decimos, no habría sucumbido bajo el puñal de Bruto. Y poco a poco, en cuanto volvemos la vista hacia atrás, dejamos de sonreír».
El artículo sigue todavía algunos párrafos más, y cuando Pablo termina de leerlo se queda un buen rato pensativo. Se mira las palmas de las manos, recordando a la pitonisa que hace años le predijo que iba a morir dos veces, y se pregunta si ahora tendría el valor suficiente para abrir un Almanaque de los Presagios.
A media tarde, los cuatro procesados reciben una visita, no por anunciada menos desagradable: algunos periodistas, aprovechando la tardanza en las deliberaciones, han pedido permiso al director del penal para visitar a los presos. El primero en aparecer, con su bigotito y su cabello engominado, es el currinche de El Pueblo Navarro, que a Pablo le hace pensar en uno de los redactores de Ex-ilio, aquel que le pidió que fuera a cubrir el mitin de Blasco Ibáñez en la Casa Comunal para poder ir a ver a Raquel Meller:
—Buenas tardes —saluda al entrar en la celda, precedido por un guardián armado—. ¿Un cigarrillo?
Pablo agradece el ofrecimiento en silencio.
—Parece que el consejo se inclina a la benevolencia —intenta animarle el periodista—. Por lo menos eso es lo que se rumorea.
—Los rumores son rumores —contesta Pablo lacónicamente, estirándose en el camastro. Y el pobre reportero ya no conseguirá arrancarle más que algún monosílabo hastiado.
Media hora más tarde llega otro periodista, pero Pablo ni se molesta en mirarle a la cara. Sólo cuando oye su inconfundible voz levanta la cabeza sorprendido:
—Buenas tardes, chaval —dice Ferdinando Fernández, redactor de El Castellano de Salamanca.
—¡Ferdinando! No doy crédito —dice Pablo reconociendo en este hombre avejentado al que fuera su maestro en el oficio de gacetillero.
—Yo sí que no doy crédito.
Y ambos se buscan con los ojos, intentando ver en ellos un hálito de esperanza, mientras a Pablo le asaltan los recuerdos y ve pasar por su cabeza a cámara rápida, como en una sesión acelerada del cinematógrafo Lumière, las imágenes de algunos momentos vividos con este periodista de pupilas eternamente dilatadas: los cadáveres flotando en el río Tormes, los churros que se comieron en el café Pombo, la bomba lanzada por Mateo Morral que a punto estuvo de estallarles en las narices, la vieja gabardina estilo Sherlock Holmes que le regaló Ferdinando tras el atentado, el anuncio que aceptó publicar en El Castellano cuando desapareció Ángela…
—¿Estabas en la sala? —pregunta Pablo, intentando apartar de su cabeza el aluvión de recuerdos.
—No, no he llegado a tiempo. Pero he conseguido hablar con uno de los vocales, el capitán Granados, amigo de un viejo conocido mío.
—¿Y?
—Bueno, parece que la defensa ha sido brillante y hay discrepancia entre los miembros del tribunal. Llevan horas reunidos sin ponerse de acuerdo en el veredicto. Y cuanto más tiempo pase, mejor para vosotros.
—¿Por?
—Porque no habrá unanimidad en la sentencia. Y eso es bueno. Será un motivo más para protestar si os declaran culpables. Las fuerzas vivas, sobre todo aquí en Pamplona, ya han empezado a movilizarse por si hubiera que pedir un indulto, Dios no lo quiera. Y no dudes de que yo voy a hacer todo lo que esté en mis manos para sacarte de este berenjenal en el que te has metido.
—Muchas gracias, Ferdinando.
—No hay de qué, hombre. —Y añade, soltando un suspiro—: Quién me iba a decir a mí cuando te vi entrar por primera vez en la redacción que acabarías siendo portada de todos los periódicos…
—Bueno, cuando escribí la frase de Josiah Warren en la fachada de la catedral, algún que otro periódico se hizo eco de mi hazaña.
—Sí, entonces ya apuntabas maneras —sonríe Ferdinando—. ¿Cómo era la frase que escribiste?
—«Todo hombre debe ser su propio gobierno, su propia ley, su propia iglesia».
—Pues ya ves de qué te ha servido ser tan «tuyo»…
El guardián carraspea desde la puerta, como dando a entender que la visita ha llegado a su fin.
—Gracias de nuevo, Ferdinando.
—Nada. Te mantendré informado… si me dejan.
Y los dos viejos amigos se despiden con un apretón de manos.
A las diez de la noche los cuatro procesados son sacados de sus celdas y llevados al locutorio de abogados, donde les espera don Nicolás Mocholi, con sus ciento noventa centímetros de estatura coronados por un rostro cansado pero tranquilizador:
—Les he hecho llamar para comunicarles extraoficialmente el resultado de las deliberaciones. No quiero hacerles pasar una noche toledana. Deben saber que hace apenas veinte minutos, tras haber estado reunidos durante más de ocho horas, han abandonado la prisión los miembros del tribunal y la sentencia será enviada mañana mismo a Burgos…
—¿Y cuál es el fallo? —pregunta Santillán, impaciente.
Mocholi duda un instante y dice:
—Han sido ustedes absueltos por falta de pruebas.
Los cuatro hombres se miran entre sorprendidos y emocionados.
—Pero —señala Mocholi elevando el dedo índice al cielo, como señalando al Crucificado— la sentencia no servirá de nada si no es aprobada por el capitán general. Si disiente del fallo, la causa será elevada al Consejo Supremo de Guerra y Marina. Si lo aprueba, la sentencia será firme e inapelable, pero seguirán ustedes sujetos a las responsabilidades que se puedan derivar del juicio ordinario.
—Muchas gracias, comandante —dice Santillán, consciente de la gran tarea desempeñada por el defensor.
—No me las dé todavía —le advierte Mocholi—. Para serles sinceros, tengo el presentimiento de que el capitán general va a revocar la sentencia.
Y el presentimiento de don Nicolás tiene su fundamento, porque el veredicto no ha sido unánime: tanto el presidente del tribunal, don Antonio Permuy, como el vocal ponente, el señor Espinosa, han disentido del fallo de sus compañeros, formulando voto particular en contra al considerar que sí existen pruebas suficientes para condenar, como mínimo, a Pablo Martín y a Gil Galar.
—No llame usted al mal tiempo —le pide Santillán, abandonando el locutorio de abogados, pues ya se los llevan de nuevo a las celdas.
Pablo cierra el grupo y, mientras sus pasos resuenan sobre el pavimento de cemento de la tercera galería, le asalta el deseo de encontrar, al llegar a su cubil, un ejemplar del Almanaque de los Presagios. Tal vez allí se diga si los astros van a ser favorables en el despacho del capitán general de la sexta región de Burgos.
El fin de semana transcurre con una lentitud exasperante. Quien nunca ha estado encerrado en una cárcel tiene la falsa impresión, extraída de la lectura de malas novelas, de que se acaba por perder la noción del tiempo. Nada más falso: en prisión uno es consciente de cada hora que pasa, de cada minuto, de cada segundo. Los toques de corneta, infalibles y precisos como un reloj de cuco, anunciando diana, aseo, paseo, fajina, relevo, recuento, retreta o silencio, marcan el ritmo vital de los presos de tal manera que, si un día desaparecieran los trompetazos, se encontrarían completamente perdidos. Incluso los reos incomunicados, a los que no afectan muchos de los toques, acaban dependiendo de ellos para ordenar su vida cotidiana.
Pero aparte de la música de corneta que le hace recordar sus años de servicio militar, la única compañía que tiene Pablo en el calabozo es la del fiel estornino de la ventana, que continúa descansando entre los barrotes oxidados, a pesar del frío y la humedad. Sabe que es siempre el mismo, no por los bellos reflejos verdosos del pecho, ni por las elegantes pintas blancas de la cola, ni por el canto alegre que anuncia su despertar, que al fin y al cabo son casi iguales en todos los de su especie, sino por el velo que nubla sus ojos: es un estornino ciego. Tal vez algún preso desaprensivo le haya pinchado los ojos con un alfiler, y el pobre pajarillo no haya tenido más remedio que quedarse a vivir aquí, de donde todos quieren huir. Desde que ha descubierto que es ciego, Pablo le ha tomado cariño y le da de comer migas de pan, lentejas o algún que otro garbanzo machacado; y como las horas se le hacen interminables durante el fin de semana a la espera de que llegue el veredicto del capitán general de Burgos, se entretiene construyéndole un nido. Total, ya se ha leído dos veces el periódico atrasado, y las comidas y el paseo por el patio chico no son más que distracciones efímeras, que sólo consiguen llenar una mínima parte del tiempo. Ni siquiera el domingo, con su misa obligatoria, su ducha y su cambio de ropa, consigue esquivar del todo la espesa rutina diaria. Así que Pablo, con las briznas de paja del petate deshilachado y las astillas de madera del viejo camastro carcomido, dedica el fin de semana a hilvanar un coqueto nido para su compañero de celda, siguiendo la técnica que le enseñó su padre para construir castillos con mondadientes.
El domingo por la noche el nido ya está acabado. Pablo se sube al urinario y abre el sucio ventanuco, provocando que el pajarillo levante la cabeza esperando su ración; le pone bajo el pico una mano llena de migas de pan y agua, y lo obliga a desplazarse hasta el otro lado de la repisa, para poder colocar el conglomerado de madera y paja en su rincón preferido, entre el muro lateral izquierdo y el primero de los tres barrotes verticales. Pero el estornino parece contrariado cuando al terminar la cena pretende volver a su sitio y descubre que algo lo está ocupando. Picotea el objeto, como intentando calibrar las fuerzas del invasor, con tanta furia que el endeble trenzado empieza a resquebrajarse.
—Eh, eh, no hagas eso —le susurra Pablo, de pie en el urinario.
Pero el estornino ciego no atiende a razones, y en un par de minutos del esforzado nido no queda ni rastro. Pablo cierra el ventanuco y se estira en el catre, tapándose con las mantas. Esconde la cabeza bajo el ala y empieza a llorar, liberando la tensión acumulada durante tantos días, hasta que, acurrucado y entre hipidos, se va quedando dormido poco a poco. Cuando mañana le despierte el toque de diana, podrá levantarse y comprobar que el pajarillo ha recuperado orgullosamente su sitio preferido en la ventana. Y es que a los estorninos no les gustan demasiado los nidos, Pablito, parece mentira que hayas podido olvidar las clases de ornitología que te daba tu padre en los campos de Castilla.
El lunes por la tarde dos guardianes sacan a Pablo de su celda y lo llevan al locutorio de abogados, junto a los otros tres encausados en el juicio sumarísimo. Allí les esperan el juez instructor Castejón y don Nicolás Mocholi, con una expresión en el rostro que no augura buenas noticias:
—El capitán general ha disentido del fallo —les dice Mocholi a bocajarro cuando entran en la sala, evitando mirarles a los ojos—. La causa ha sido elevada al Tribunal Supremo de Guerra y Marina, que deberá dictar sentencia firme y definitiva en un plazo no superior a quince días.
Ni Pablo, ni Julián, ni Enrique, ni José Antonio saben qué decir. Sólo Gil Galar empieza finalmente a murmurar algunas palabras incomprensibles.
—La vista será en Madrid —interviene el juez Castejón—, pero ustedes se quedarán aquí, por lo que los invito a escoger defensor cuanto antes.
Los cuatro hombres levantan las cejas y observan a Mocholi, que desvía la mirada:
—Lo siento, caballeros, pero tendrán que escoger a otro… Problemas de salud me impiden trasladarme a Madrid… Yo les recomiendo que elijan al comandante don Aurelio Matilla, que vive allí y es un experto abogado defensor…
—Díganos la verdad, comandante Mocholi —le interrumpe Santillán—. Se lo ruego.
Don Nicolás duda un instante, carraspea y concluye:
—Es todo cuanto tenía que decir. El comandante Matilla hará una defensa excelente, no lo duden. Si han sido absueltos una vez, no veo por qué no deberían ser absueltos de nuevo.
Pero no hay que ser muy perspicaz para oír en las palabras de Mocholi una honda indignación, disfrazada de falsa esperanza. Y es que a veces incluso los designios de Dios cumplen órdenes superiores.