XXI

(1918-1921)

Varias bombas habían llovido sobre París al comienzo de la guerra y el goteo continuó durante el resto de la contienda. Aviones, zeppelines y cañones de largo alcance consiguieron vomitar su carga sobre la Ciudad de la Luz, a pesar de los esfuerzos del ejército francés por mantener incólume la capital. Pero en una metrópoli de casi tres millones de habitantes y más de diez mil hectáreas de superficie, la probabilidad de que un obús fuese a caer sobre el propio tejado era más bien escasa, así que los parisinos aprendieron a convivir con los raids como el que aprende a sufrir en silencio la dispepsia o las hemorroides.

Una espléndida noche de primavera, con la luna llena protagonizando el cielo, Pablo, Robinsón y Sandrine abandonaron el Cabaret du Père Pelletier y volvieron a casa dando un paseo. Caminaban en silencio, sumidos en sus pensamientos. Sólo Sandrine abría de vez en cuando la boca y suspiraba.

—¿Te ocurre algo? —le preguntó Robinsón al tercer suspiro.

—No, nada. Pensaba.

—¿Y en qué pensabas?

—En la felicidad. Y en la infelicidad. En si se puede ser feliz en medio de una guerra. A veces pienso que sí, otras pienso que no.

—¿Y ahora qué piensas? —le preguntó Robinsón cogiéndola de la cintura.

—Ahora pienso que no sé.

—¿Sabéis qué pienso yo? —intervino Pablo—. Que la felicidad es para el hombre como la casa para el borracho: que aunque no la encuentre, sabe que existe.

Robinsón y Sandrine celebraron la ocurrencia.

—Por eso yo no pruebo el alcohol —concluyó Robinsón apretando contra sí a Sandrine—: Porque es el medio más seguro para no equivocarte de casa.

Los tres amigos quisieron reír, pero el silbido de una sirena les quitó las ganas: era la señal de alarma que avisaba de la proximidad de aviones enemigos y conminaba a los parisinos a refugiarse en sótanos y bodegas. Parecía el lamento de un animal entrando en el matadero.

—Cómo les gusta la luna llena —musitó Pablo.

Y aunque ya estaban acostumbrados, aceleraron el paso al cruzar el Jardín de las Tullerías, mientras los rayos luminosos de los proyectores exploraban la bóveda celeste y empezaba a crepitar el violento fuego de cortina de la artillería antiaérea. Hacía varios días que los Gothas alemanes intentaban sobrevolar París, en un intento desesperado por cambiar el rumbo de la guerra, definitivamente torcido para las potencias centrales desde que Estados Unidos decidiera unirse a las fuerzas aliadas. Pero las baterías de defensa habían conseguido repeler los ataques, obligando a los bombarderos a desovar en los alrededores. Aquella noche, sin embargo, iba a ser diferente.

—¡Escuchad! —dijo Pablo señalando el cielo.

El ronroneo de un aeroplano, como el zumbido de una abeja enorme, parecía aproximarse hacia donde ellos estaban. A los pocos segundos, una tremenda explosión llegó hasta sus oídos.

—¡Esa bomba ha caído en París! —exclamó Robinsón.

Entonces estalló un nuevo artefacto aún más cerca.

—¡Al suelo! —gritó Pablo.

Y la siguiente bomba cayó a pocos metros de distancia, dejándolos sordos y cubiertos de polvo. Aún sonaron otras dos explosiones, mientras el zumbido se iba alejando.

—¿Estáis bien? —preguntó Pablo, escupiendo tierra.

—Sí —respondió Robinsón a su lado.

—¿Y tú, Sandrine?

Sandrine no dijo nada. La vieron levantarse entre la polvareda, con los ojos muy abiertos y la parsimonia propia de un fantasma. No estaba herida, pero al abrir la boca no emitió ningún sonido: se había quedado muda. De la impresión, dirían después los médicos. Del susto, dirían los vecinos. Del miedo, dirían los clientes del cabaret. ¿Y qué hacemos ahora?, preguntaría Robinsón, si ella se gana la vida cantando. Sólo se puede esperar, diagnosticaron los galenos, descansar y esperar a que le vuelva la voz. Y a ser posible, cambiar de escenario. Salir de París si la guerra lo permite. No escuchar más el sonido de las explosiones, ni el silbido de la sirena, ni el ruido de la llavecita de la luz eléctrica al dar la vuelta y no encenderse.

Una semana más tarde, Pablo despedía a sus amigos en la estación de Austerlitz, donde los obreros terminaban de arreglar los destrozos producidos por una de las bombas caídas durante la fatídica noche. Cada quince minutos, de manera regular, se oía una explosión violenta y seca, y Sandrine daba un respingo: era Bertha, el cañón de largo alcance alemán, que desde hacía varios días escupía sus obuses cada mañana, de seis a ocho, con estricta puntualidad germana, a más de cien kilómetros de distancia.

—Regresamos a Lyon —le había dicho Robinsón a Pablo la noche anterior.

Y allí, en la estación de Austerlitz, se abrazaron sin saber que tardarían años en volver a verse.

Pablo se quedó en París hasta el final de la guerra, bien entrado ya el otoño. Sólo entonces decidió que había llegado el momento de volver a España, de regresar junto a su madre, su hermana y la pequeña Teresa. Era de esperar que la policía hubiese dejado de buscarle; al fin y al cabo, habían pasado más de cinco años desde el atentado frustrado contra Alfonso XIII. O vuelvo ahora o ya no vuelvo, se dijo. Pero antes tenía que cumplir una promesa. Del fondo de un cajón sacó una agenda encuadernada en cuero negro, con una fecha grabada sobre el ángulo superior izquierdo: 1916. No la había vuelto a abrir desde que salió de las trincheras de Verdún. No se había atrevido. Pasó la yema de los dedos por el cuero áspero y cuarteado de la cubierta. Al fin se decidió y abrió el diario por la primera página, buscando alguna dirección postal adonde poder enviarlo. Nada. «Aquí se vive fuera del tiempo y del mundo», decía la primera frase. Y ya no pudo dejar de leer lo que el soldado Benjamin Poulain había escrito para que Annabel Beaumont, su prometida, su chérie, su fifille, su petite chouchoute, supiese lo valiente que había sido en el frente de batalla. Cuando llegó a la última página, tenía una piedra en la garganta. Aquella misma noche dejó el trabajo en el Cabaret du Père Pelletier. A la mañana siguiente metió en un morral las pocas cosas que tenía y saldó cuentas con el dueño de la pensión. Se dirigió a la Estación del Norte, compró un billete con destino a Lille y subió al tren inaugurando un trayecto que habría de repetir muchas veces en años venideros.

Cuando llegó a Marly, preguntó en la panadería por Annabel Beaumont. La vieja panadera le explicó que los Beaumont vivían en una finca a las afueras del pueblo, junto a un hermoso estanque en el que se habían bañado las tropas alemanas tras la conquista de Valenciennes.

—¿Por qué busca a Annabel? —quiso saber la mujer.

—Le traigo algo de parte de Benjamin Poulain.

—Ay —suspiró la panadera—, pobre chico.

Y salió de detrás del mostrador para indicarle el camino.

—Espere, joven —le dijo antes de que se fuera, entrando en la despensa y volviendo a salir enseguida—: Lléveles de mi parte esta hogaza.

Pablo caminó unos diez minutos, con el pan caliente bajo el brazo, hasta que llegó a la finca de los señores Beaumont. Se veía que antes de la guerra había sido una casa hermosa, con la solera propia de la vieja burguesía, pero los cuatro años de ocupación alemana le habían pasado factura: el enorme jardín parecía una selva y una parte del alero posterior se había venido abajo. Subido al tejado, un joven con uniforme del ejército francés inspeccionaba los desperfectos, mientras un señor calvo y rechoncho le aguantaba la escalera.

—Buenas tardes —gritó Pablo desde detrás de la verja.

Pero el saludo quedó ahogado por los ladridos de dos cachorros bóxer, excitados con su presencia, y sólo pareció darle la bienvenida uno de esos enanos de terracota puestos de moda antes de la guerra que madame Beaumont se empeñaba en mantener en el jardín, a pesar de que la moda venía de Alemania. Pablo llamó al timbre y salió a abrirle una criada, que le hizo entrar y le dejó plantado en el zaguán mientras se precipitaba hacia la cocina, donde se quemaba algo que no debía quemarse.

—¿Quién es? —preguntó una voz desde el primer piso.

Y entonces hizo su aparición en lo alto de la escalera Annabel Beaumont. Porque aquella joven de piel blanca, pelo rubio y largas pestañas, que calzaba chinelas de terciopelo negro y hacía mohínes con su boca grande y brillante, no podía ser otra que Annabel Beaumont, la nenette, la petite chouchoute que Benjamin Poulain había invocado una y otra vez en su diario.

—¿Annabel? —preguntó Pablo, aunque ya sabía la respuesta.

—Sí —dijo la joven bajando las escaleras, con dos signos de interrogación brillándole en las pupilas.

Pablo sacó del morral el cuaderno de tapas negras y se limitó a decir:

—Esto es para usted. Lo escribió Benjamin Poulain.

Annabel se tapó la boca con ambas manos y se precipitó escaleras abajo, arrebatándole el diario a Pablo.

Ah, mon cher, mon cher! —exclamó cayendo al suelo de rodillas, mientras besaba el cuaderno como si fuera un crucifijo y las lágrimas corrían por sus mofletes de muñeca.

Al oír los gritos, acudió la criada, con una espátula en la mano, y apareció en lo alto de la escalera una mujer empolvada, al tiempo que entraban en la casa el hombre rechoncho y el joven militar, mientras Pablo se quedaba en medio del zaguán con un pan entre las manos, soportando la mirada acusadora de cuatro pares de ojos:

—Esto es para ustedes —es cuanto se le ocurrió decir—: Me lo ha dado la panadera.

Y alargó los brazos haciendo entrega de la hogaza.

Pablo se quedó a dormir aquella noche en Marly, en casa de los señores Beaumont. Cuando explicó que venía expresamente desde París para traer el diario de Benjamin Poulain, le invitaron a compartir con ellos el sabroso hochepot que estaba preparando la criada. Al fin y al cabo, quedaba una silla libre, pues Annabel se había encerrado en su cuarto a llorar y a leer el diario de su malogrado Ben. Tras aclarar que él no había llegado a conocerlo, a Pablo no le quedó más remedio que pasar la velada explicando sus experiencias como reportero de guerra y discutiendo con Joseph Beaumont, teniente aviador del ejército francés. El joven militar había formado parte de la célebre cuadrilla de Las Cigüeñas, junto al recientemente fallecido Roland Garros, que entre partida y partida de tenis había tenido tiempo de inventar un sistema para que los aviones de caza pudieran disparar sus ametralladoras a través de las hélices. Y el joven Beaumont estaba muy orgulloso de ello:

—Roland era un genio —decía—. Temerario, de acuerdo, pero ¿acaso no son temerarios todos los genios?

—Desdichado el país que se queda sin genios por culpa de la guerra —atacaba Pablo.

—Más vale quedarse sin genios que sin patria —contraatacaba Joseph.

—Pero ¿qué patria es esa que manda a sus hijos al matadero? —metía Pablo el dedo en la llaga.

—¿Y qué hijos son esos que dejan que el vecino viole a su madre? —se defendía el teniente Beaumont.

Pero la sangre no llegó al río. Más bien todo lo contrario. A la altura de los postres, cuando Pablo confesó su intención de volver a España, Joseph Beaumont dejó caer este ofrecimiento:

—Mañana voy a Lille, para volar desde allí a Burdeos. Eso queda a tiro de piedra de la frontera española. ¿No querrá el señor corresponsal acompañarme en la travesía?

—Ex corresponsal —corrigió Pablo.

—Como quiera, pero tiene usted un minuto para decidirse —le apremió el aviador, levantándose y cogiendo de una estantería un curioso reloj de arena que él mismo había construido con dos bombillas vacías y desmochadas, conectadas entre sí por una moneda de veinticinco céntimos, cuyo agujero permitía que la arena que Joseph Beaumont había recogido en uno de sus viajes al Sahara pudiera pasar de una bombilla a otra—. Un minuto —repitió, y volteó el reloj de arena.

Pero Pablo no dejó que se agotase el tiempo.

En Lille tuvieron que esperar tres días hasta que las condiciones meteorológicas fueron las idóneas para iniciar el viaje. El avión era un biplano de guerra con una sola hélice, trescientos caballos de potencia y tres plazas en la carlinga: Joseph Beaumont, con su casco de piel, sus guantes de cuero y sus gafas de piloto, ocupó el primer asiento; Pablo se acomodó en el de cola, con el corazón a punto de salírsele por la boca; y el mecánico se dirigió a la parte delantera del avión, ajustándose un pasamontañas de lana negra:

Contact? —preguntó poniéndose de puntillas y agarrando un ala de la hélice.

Contact! —exclamó Joseph tras activar un resorte del motor.

Entonces el mecánico le dio un impulso a la hélice y subió a toda prisa al segundo asiento, mientras el motor empezaba a gruñir y las alas del avión palpitaban como las de un pajarillo recién nacido. Un minuto después, el biplano se elevaba y Pablo no podía reprimir un grito de júbilo:

—¡Uaaaauuuuu!

El viento le azotaba la cara y le cerraba las aletas de la nariz, obligándole a volver la cabeza para poder respirar. Desde el cielo la tierra parecía una moqueta, con sus retales de pasto y sus caminos como nervios de una gran hoja multicolor. El avión ya no temblaba, y si no fuese por el frío y el viento y el rugido del motor —y el agujero en el suelo que recordaba que aquel aparato había sido concebido como máquina de la muerte— casi podría decirse que volar era un regalo de los dioses. Al cabo de un par de horas, el mecánico sacó medio cuerpo del agujero y se inclinó hacia Joseph Beaumont, intentando decirle alguna cosa. Lo probó una, dos, tres veces, pero no hubo manera de hacerse entender. Al final se quitó un guante, rebuscó en sus bolsillos, sacó papel y lápiz y escribió: «Nos queda gasolina para media hora». El teniente volvió la cabeza, sonrió y elevó el pulgar de su mano enguantada. Sólo entonces Pablo se dio cuenta de que le dolían los dedos de agarrarse con tanta fuerza a la carcasa del avión.

Aterrizaron poco después en el primer lugar despejado que avistaron. Era un campo de maniobras militares, a las afueras de una ciudad de provincias, no lejos de un popular merendero. Se acercó un centinela armado con un fusil y se cuadró al ver la cruz de guerra con trece menciones que colgaba de la solapa del teniente Beaumont, pero no pudo evitar que una multitud de curiosos se aproximara al avión y acribillase a preguntas a los héroes que lo pilotaban. Por fin apareció un camión militar, abriéndose paso entre la gente, y llenó el depósito de carburante. El motor volvió a rugir y el avión se perdió en el cielo, dejando atrás un corro de curiosos con las bocas abiertas y un intenso tufo a gasolina quemada.

Aquella misma tarde, Pablo y Joseph se despedían para siempre en el aeródromo de Burdeos: el teniente aviador moriría pocos meses después de la manera más imprevista. Él, que había surcado los cielos a cuatro mil metros de altura; él, que había cruzado las líneas enemigas bajo el fragor de las granadas; él, que había aterrizado en condiciones imposibles, acabó sus días en la tierra fulminado por un rayo durante un picnic. Su hermana Annabel, la chouchoute, la cocotte, la petite mimi de Benjamin Poulain, no podría llorarle: se la había llevado durante el invierno la gripe española, que acabaría enterrando a más gente que la mismísima guerra. Y Pablo no tardaría en comprobarlo.

En Hendaya, mientras esperaba para cruzar la frontera, le escribió una postal a Robinsón, diciéndole que se iba a vivir a Baracaldo. En una de las esquinas dibujó un avión, con tres pasajeros a bordo y una flecha que salía del tercero: «Éste soy yo, ya te contaré», decía, sin sospechar que tardaría varios años en cumplir con su promesa. Luego, ya en España, compró un periódico. Lo abrió al azar y leyó: «La epidemia se extiende de manera rápida y virulenta. En reunión celebrada, la Junta de Sanidad acordó la clausura de los espectáculos y de las escuelas públicas y privadas. La gripe hace grandes estragos en las zonas rurales. En la población ocurren muchas defunciones. Hoy se ha dado el caso de ser conducidos al mismo tiempo al cementerio los cadáveres de un padre y un hijo, víctimas de invasiones fulminantes de gripe». La noticia venía de Jerez, de la otra punta de la Península, pero no dejaba de ser inquietante. Pablo subió al tren que debía llevarlo a Baracaldo con un funesto presentimiento, que se vería confirmado nada más llegar a casa de su madre y ver salir por la puerta al capellán don Ignacio Beláustegui, el mismo que le había bautizado en la iglesia de San Vicente Mártir hacía casi treinta años.

—Ay, hijo —suspiró el párroco, reconociéndole.

Y le dio cuatro malas noticias: la primera, que su madre tenía la gripe; la segunda, que su hermana tenía la gripe; la tercera, que su sobrina tenía la gripe; y la cuarta, que su cuñado acababa de fallecer por culpa de la gripe.

Pero la estirpe de los Sánchez no iba a dar a torcer tan fácilmente su brazo: madre, hija y nieta sobrevivieron a la epidemia. Y Pablo pasó a ocupar, en cierto modo, el vacío dejado por su cuñado. Se instaló en casa de Julia y le hizo de padre a la pequeña Teresa. Cuidó de su madre con el cariño y la atención que no había podido profesarle nunca. Intentó convencerla de que se fuese a vivir con ellos, pero la buena mujer no quiso abandonar la casa que había visto nacer a sus dos hijos. Volvió a trabajar de calderero, como ya hiciera en Barcelona, esta vez en los Altos Hornos de Vizcaya, una de las empresas metalúrgicas más importantes de España. Se afilió al Sindicato Único, casi por inercia. Y llegó incluso a salir con una chica llamada Celeste, amiga de su hermana Julia: se vieron varias veces, pasearon por las céntricas calles de Bilbao, fueron al cine y hasta se dieron algún beso con nocturnidad y sin alevosía. La vida, por fin, empezaba a ajustarse a la normalidad (o al menos a eso que el común de los mortales entiende por normalidad).

Entonces asesinaron al gerente de Altos Hornos y la normalidad se fue al carajo.