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ENTONCES el capitán general de la sexta región, en uso que la facultad del artículo 652 del Código de Justicia Militar confiere, acordó que continuaran las actuaciones en juicio sumarísimo solamente contra los cuatro procesados que estimaba habían sido aprehendidos in fraganti, a saber: Pablo Martín Sánchez, Enrique Gil Galar, Julián Santillán Rodríguez y José Antonio Vázquez Bouzas, dejando para los demás detenidos y presuntos responsables el que fueran oportunamente juzgados en procedimiento militar ordinario.

CARLOS BLANCO,

La Dictadura y los procesos militares

Alguien dijo que la justicia militar es a la justicia lo que la música militar es a la música, y tan funesto aforismo va a ponerse hoy en tela de juicio (y nunca mejor dicho). Desde que se conoció la noticia, en los bares de Pamplona no se habla de otra cosa que no sea la causa por los sucesos de Vera. La dictadura de Miguel Primo de Rivera, dicen algunos bajando la voz, necesita un golpe de efecto que consiga hacer olvidar al pueblo español los desastres de la guerra contra el moro, y nada mejor que unas cuantas cabezas de anarquistas chapuceros para colgarse la medalla de la mano dura y el savoir faire, como le gusta decir a don Miguelito en sus escarceos amorosos con la Caoba. Un consejo de guerra sumarísimo es el escenario ideal, aseguran otros, pero ¿a qué víctimas elegir entre un abanico tan amplio de revolucionarios? No conviene ser excesivamente cruel, parecen decirse los gobernantes, no sea que el pueblo vaya a acusarnos de hybris o de soberbia, como a los antiguos griegos. Seamos magnánimos y dejemos al bueno de Bonifacio Manzanedo en Vera, al cuidado de las monjitas, que es de mal nacidos llevar al cadalso a un recién amputado. Pero a los otros dos heridos hay que tratarlos sin concesiones. ¡Pidamos para ellos la pena capital, ya que Dios los ha señalado con su infalible dedo! Y, ya que estamos, metamos también en el saco al ex guardia civil, por haber mordido la mano de quien le dio de comer, y al borreguito ese de Vázquez Bouzas, que al fin y al cabo es el único al que se detuvo in fraganti en el lugar de los hechos… Hala, pues, que se abra la sesión.

En la Prisión Provincial de Pamplona, el bronco toque de diana suena a las siete de la mañana, pero a ninguno de los cuatro procesados les despierta la corneta: ya hace rato que sus párpados han abierto el telón para no perderse el prólogo de la obra que han de protagonizar. Anoche, después de conocer la infausta noticia, recibieron en sus celdas la visita del ilustrado comandante de Carabineros don Nicolás Mocholi, al que todos eligieron como defensor de su causa, aun a sabiendas de que no era abogado; pero es que tampoco había mucho más donde elegir, y al menos parece buen hombre, este apuesto Mocholi, que ya es mucho, visto lo visto. El defensor ni tan siquiera se molestó en preguntarles si eran inocentes o culpables, sino que se limitó, con una voz que infundía calma, a darles ánimos y a pedirles tranquilidad, aconsejándoles que no dijeran nada durante la vista si no era absolutamente necesario. Esta mañana, desde primeras horas, la cárcel ha experimentado el revuelo propio de tan solemne ocasión, adoptándose las precauciones necesarias, redoblándose las medidas de seguridad en el exterior y reforzando el personal del cuerpo penitenciario con guardias civiles y soldados de la comandancia de Artillería. No son todavía las siete y media cuando les traen a los cuatro encausados el habitual recuelo matutino, pero esta vez acompañado de un bollo dulzón y correoso, como queriéndoles insinuar que más vale que hagan acopio de fuerzas, pues van a necesitarlas. Poco antes de las ocho, varios guardias entran en sus celdas, los cachean de nuevo absurdamente y los conminan a ponerse el gabán, quién sabe si porque en la sala de audiencias hace un frío que pela o para que no se presenten ante el tribunal con sus ridículos pijamas. Sólo entonces se los llevan esposados con las manos por delante hasta la sala de audiencias del propio centro penitenciario, donde a la hora en punto va a dar comienzo la causa instruida contra ellos, en un consejo de guerra sumarísimo en el que no van a ser juzgados como miembros de un movimiento revolucionario sino como autores de un delito de insulto de obra a fuerza armada, con resultado de muerte de dos guardias civiles.

Los pasos de los reos y de los guardianes que les escoltan se escuchan en la tercera galería de la planta baja, donde algunos de los otros presos políticos se atreven a jalearles. «¡Ánimo, che!», se escucha en una de las últimas celdas, y Pablo reconoce al autor del alarido, agradeciéndole el gesto en su fuero interno. Los pasos continúan en el vestíbulo del edificio principal, en el que se encuentra la sala de audiencias, y se detienen en una pequeña y sombría habitación anexa destinada a la entrada de los procesados, donde los espera el capellán de la cárcel, don Alejandro Maisterrena, que se dirige a los guardias con el tono de quien conoce la respuesta:

—Oigan, ¿no podrían quitarles las esposas a estos desgraciados?

—Ya sabe usted que cumplimos órdenes superiores, padre.

—¿Y aflojárselas un poquitín? —dice señalando ostensiblemente las heridas que los presos tienen en las muñecas.

—Es usted demasiado bueno, padre, si por mí fuera se las apretábamos más todavía.

Y don Alejandro prefiere no insistir, no vayan a creer que simpatiza con estos anarquistas impíos. Desde el interior de la sala llegan algunas voces amortiguadas, pues la causa es pública y ya han empezado a entrar los curiosos más impacientes, temerosos de que se ocupen todos los escaños destinados al público. Santillán pregunta si alguien tiene un cigarrillo, pero justo entonces suena el timbre que anuncia el comienzo del consejo y un ordenanza abre la puerta de la habitación anexa, pidiendo a los reos que se coloquen en fila india para ir entrando. El primero, custodiado por una pareja de guardias civiles, es precisamente Santillán, con su pelo y su bigote canos que contrastan con el morado de sus ojeras; tras él aparece José Antonio Vázquez Bouzas, insignificante en comparación con el ex guardia civil, demostrando que no se equivocaron quienes le excluyeron del servicio militar por ser corto de talla; acto seguido entra Pablo, con barba de varios días y mirada inquisidora, y el último en hacerlo es Gil Galar, apoyado en el hombro del capellán de la prisión, lívido, demacrado y con la cabeza vendada a conciencia, quién sabe si para inspirar algo de compasión a los miembros del tribunal. La entrada de los cuatro reclusos levanta los primeros murmullos de la mañana, a pesar del escaso público que hay todavía en la sala, exceptuando a los numerosos periodistas que se han congregado en las mesas habilitadas para ellos.

Los cuatro hombres son conducidos hasta el centro de la sala, donde les obligan a sentarse en el banquillo de los acusados. Hace más frío del que cabría esperar, un frío como de cementerio, pero por suerte los presos llevan el gabán puesto. Preside el tribunal el coronel del Regimiento de Infantería don Antonio Permuy, todavía ausente de la mesa presidencial, situada frente a los acusados, en la que sí están ya el vocal ponente don Manuel Espinosa y otros cinco capitanes que actúan como vocales. A su derecha, en la mesa destinada al fiscal, el teniente don Adriano Coronel se ajusta el uniforme, dando muestras de impaciencia; mientras, al otro lado de la mesa presidencial, sobresale la atlética figura del defensor, don Nicolás Mocholi, que se frota las manos atacadas por el vitíligo y lanza miradas de tranquilidad a sus representados. Tras el banco de los acusados, sobre una tarima, oficia como relator de la vista el juez instructor Castejón, que remueve nerviosamente unos folios, como queriendo encontrar sin éxito algún documento traspapelado; junto a él, en calidad de auxiliar secretario, el sargento Ortega acomoda sobre la mesa el fusil agujereado del cabo De la Fuente y una caja que contiene armas, municiones, dinero francés y otros efectos requisados a los sediciosos que pueden ser usados durante la vista como pruebas judiciales. Completan el reparto varios escribas, ujieres y ordenanzas, así como soldados y guardias de seguridad distribuidos por la sala de audiencias.

A las ocho en punto, mientras suenan las campanadas de una iglesia cercana, el presidente del tribunal, don Antonio Permuy, entra en la sala con toda la pompa de que es capaz, se ajusta las gafas y da los tres golpes de rigor con su mazo de madera:

—Siéntense caballeros, hagan el favor. Queda inaugurada la sesión.

Un escalofrío recorre la espalda de Pablo y, sin previo aviso, una arcada le sube del estómago hasta la garganta, dejándole un regusto amargo en la boca que persistirá durante buena parte del acto. Abre el consejo de guerra el relator de la causa, el juez instructor especial señor Castejón, leyendo a espaldas de los acusados unas diligencias sumariales que ocupan más de cien folios, mientras nuevos espectadores siguen entrando en la sala y van llenando poco a poco las zonas reservadas al público. En primer lugar se explican los hechos ocurridos y las pesquisas realizadas para la detención de los culpables, resaltando la inestimable ayuda prestada por los vecinos de Vera y las fuerzas del orden. Los periodistas toman notas de forma compulsiva, dirigidos por la batuta del taquimecanógrafo, que marca el compás sentado enfrente de ellos, al otro lado de la sala. Algunos murmullos brotan entre el público ocasionalmente, sobre todo cuando se menciona como posibles implicados en el caso a personalidades de la talla de Miguel de Unamuno, Ortega y Gasset, Rodrigo Soriano o Blasco Ibáñez, aunque el juez instructor deja bien claro que su participación en la intentona no será considerada en este consejo sumarísimo, sino en el juicio ordinario que deberá desarrollarse a continuación; pero los mayores murmullos tienen lugar cuando el relato se recrea en la muerte de los dos guardias civiles en la cantera de Argaitza, provocando comentarios de indignación entre los asistentes. Tras la narración de los hechos, se lleva a cabo la lectura de una de las octavillas halladas bajo la puerta de entrada de la fábrica de fundiciones de Vera:

—Juzguen ustedes mismos las intenciones de los sediciosos —se eleva la voz impostada del juez relator Castejón—, que repartieron estas proclamas en su intento por recabar la ayuda de los insobornables habitantes de Vera: «Atraviesa España un momento tan sumamente crítico, ha sido tal el número de crímenes y de injusticias que sufre este pueblo desgraciado bajo el mando de la canalla de levita, de espuelas y de sotana, que está a punto de estallar como la caldera de vapor a la que le suben demasiado la presión…».

Pablo conoce de memoria el texto y su atención se desvía hacia el exterior de la sala, donde unos golpes lejanos, como de martillo, llegan hasta sus oídos. Tal vez provengan de los talleres que hay en la cárcel, donde se hacen muchas de las alpargatas que luego calzarán los obreros de media España, tras haber pasado por el marbete de los Almacenes Ruiz, enriquecidos con la explotación de los presos españoles.

—«… ¡Vamos a salvar a España, compañeros! ¡Viva la libertad!» —termina la lectura de la octavilla el juez instructor, levantando nuevos murmullos en la sala.

—Silencio, por favor —exige el presidente del tribunal, propinando enérgicamente varios golpes con su mazo sobre el plato de madera.

Recobrada la calma, llega el momento de escuchar las declaraciones hechas por los rebeldes durante los interrogatorios, recitadas por el juez Castejón y seguidas desde el banquillo por los cuatro encartados, que no pueden evitar expresiones de sorpresa o incredulidad al oír lo afirmado por algunos de sus compañeros. De pronto, el ex guardia civil Santillán se levanta del banco e intenta protestar, pero Mocholi le hace una seña desde su mesa para que vuelva a sentarse, pues ya habrá tiempo para las alegaciones. También son expuestas las declaraciones de los carabineros Pombart, al que Naveira perforó la capa justo antes de morir, y Prieto, gravemente herido en el monte, así como del cabo de la Benemérita cuyos disparos acabaron con la vida de Abundio Riaño, «el Maño». Se prosigue con la lectura de las diligencias de las autopsias y los enterramientos de los guardias civiles, que provocan un revuelo de santiguos entre el público presente, para desembocar en el acto de procesamiento dictado por el juez contra todos los detenidos, incluido Francisco Lluch, que no ha podido convencer a los instructores de que él nada tiene que ver con la intentona y que si cruzó la frontera fue para ir a ver a su padre moribundo. Por último, entre una gran expectación, son enunciadas las conclusiones provisionales de la fiscalía y de la defensa, seguidas de la lectura de cargos por parte del juez Castejón, tras la cual el presidente del tribunal, don Antonio Permuy, se dispone a ceder la palabra a los acusados, por si consideran oportuno ampliar sus declaraciones.

—Un momento, señor presidente —interviene Mocholi—. Dado que mi defendido Enrique Gil Galar presenta heridas de gravedad en la cabeza, solicito la suspensión temporal de la vista para llevar a cabo un reconocimiento médico que dictamine si se encuentra en plenas facultades físicas e intelectivas para tomar la palabra.

—Queda concedida la petición —acepta don Antonio Permuy, tras intercambiar en voz baja algunas palabras con el vocal ponente—. Se suspende la sesión durante el tiempo necesario para el reconocimiento médico del procesado.

El tiempo necesario van a ser tan sólo veinte minutos, durante los cuales Gil Galar es conducido a la enfermería de la prisión y reconocido por dos médicos militares llegados ex profeso, el comandante don Eduardo Villegas y el capitán don Ángel Bueno. Terminado el examen, vuelven a la sala de audiencias y se reanuda la vista con la declaración de los facultativos, que dictaminan que el reo se encuentra en plenas condiciones mentales y físicas para hacer uso cabal de la palabra.

—Los acusados tienen derecho a ampliar sus declaraciones si lo consideran oportuno —repite el presidente del tribunal tras el dictamen de los peritos.

Pero los cuatro reos tienen poco que añadir y se limitan a matizar algunos puntos. Julián Santillán, por ejemplo, niega haber sido detenido en flagrante delito, pues fue apresado al día siguiente de los hechos y no opuso resistencia alguna. Vázquez Bouzas interviene para asegurar que cuando fue detenido no estaba huyendo, sino que seguía su ruta ajeno a los disturbios. Gil Galar, tambaleándose al ponerse en pie, afirma que al oír el alto de los guardias civiles dio media vuelta y echó a correr, como demuestra el balazo que recibió detrás de la oreja. Por último, Pablo se levanta, abre la boca y no dice nada. Observa al defensor Mocholi y, antes de volver a sentarse, declara:

—No tengo nada más que añadir a lo alegado anteriormente.

Y entonces es el fiscal, don Adriano Coronel, el que pide que vuelva a interrumpirse la sesión:

—Señor presidente: la fiscalía considera que, ya que el Código de Justicia Militar concede especial importancia a las pruebas periciales practicadas ante el consejo, y puesto que contamos con la presencia de los doctores Villegas y Bueno en la sala, sería oportuno someter también al resto de procesados en este juicio sumarísimo a un reconocimiento médico que determinase el origen y la naturaleza de sus heridas.

—¿Acepta la defensa la petición del fiscal? —pregunta don Antonio Permuy de mala gana, dando a entender que podían haberse puesto de acuerdo para pedir al mismo tiempo la intervención de los facultativos.

—Por supuesto, señoría, si no lo he solicitado yo mismo ha sido para no entorpecer en exceso el transcurso de la vista —dice Mocholi.

—Se suspende de nuevo la sesión —sentencia el presidente del tribunal, levantándose de la mesa con aire contrariado.

Esta vez la interrupción va a ser de media hora, y cuando Pablo, Santillán y Vázquez Bouzas vuelven a la sala y se reanuda el acto, los médicos dictaminan que las equimosis que presentan en las muñecas han sido causadas por las cadenas de las esposas. En cuanto a la herida que afecta a Pablo Martín en el muslo derecho, declaran que ha sido producida por arma de fuego, con orificio de entrada en la parte posterior y orificio de salida en la parte anterior, dibujando una trayectoria ascendente. Sin embargo, es calificada de poco grave o leve, pues no hay lesión ósea.

—Dígame sólo una cosa, comandante —interpela el fiscal al médico militar que ha hecho el informe—: ¿Podría usted precisar con qué arma de fuego fue producida la herida que presenta el procesado Martín?

—Todo parece indicar que se trata de una bala de fusil máuser, como los que usa la Guardia Civil.

—Muchas gracias —vuelve a sentarse el fiscal, dejando que un murmullo recorra de nuevo la sala.

—Sin embargo —interviene don Nicolás Mocholi sin perder tiempo—, usted ha afirmado que el orificio de entrada de la bala se produjo por la parte posterior del muslo de mi defendido. ¿Podría usted determinar, tras el análisis pericial, la posición del agredido respecto del agresor al producirse el disparo?

—Protesto, señoría —interrumpe el fiscal—. El objeto del reconocimiento médico era determinar el origen de las heridas, no el de elucubrar la forma en que éstas pudieron producirse.

—Protesta denegada, la pregunta es pertinente. Haga el favor de responder, comandante Villegas.

—Bueno, parece evidente que el agredido debía encontrarse de espaldas al agresor en el momento de recibir el impacto de bala, y situado en un plano superior o inclinado hacia delante.

—¿Quiere eso decir que pudo ser herido por la espalda, mientras huía?

—Es posible, sí.

—Como Gil Galar. Nada más, señorías. Que conste en acta —dice Mocholi regresando a su mesa con aire satisfecho.

El presidente del tribunal vuelve a cuchichear alguna cosa al oído del vocal ponente y cede la palabra al señor fiscal:

—Tiene la palabra el señor fiscal. Le ruego la mayor concisión y claridad en su informe de acusación.

—Muchas gracias, señor presidente —responde don Adriano Coronel, levantándose de la silla—, seré todo lo breve que deba y pueda. Pero antes permítame recordar una vez más a los miembros del tribunal las características esenciales de este juicio, para evitar cualquier tipo de confusión al respecto. Debemos tener en cuenta, señorías, que, dado que se trata de un juicio sumarísimo, es lógico que no puedan sopesarse y examinarse las pruebas con la detención y meticulosidad que emplearíamos si se tratara de un juicio ordinario, pues son precisamente la rapidez del procedimiento y la ejemplaridad del castigo los elementos que caracterizan este tipo de pleitos. Esto se ha tenido aquí en cuenta, señorías, a la par de otras razones de carácter patriótico que exigen sanciones inmediatas…

La melopea del fiscal continúa inalterable y los primeros bostezos emergen en la sala, contagiándose entre los asistentes como la gripe española que hace apenas un lustro devastó media Europa. Pablo pierde el hilo de lo que dice el fiscal y se sorprende al observar la procesión de bocas silenciosas que se abren y se cierran entre el público, reconvertido en una coral de tímidos cantantes que se tapan la boca ante una audiencia de sordos. Sólo cuando les ve ponerse en pie, al cabo de un buen rato, vuelve a dirigir su atención hacia la mesa presidencial y descubre que también se han levantado todos los miembros del consejo para escuchar la petición del fiscal:

—Es por esto, señorías, con la conciencia puesta en Dios justiciero, que la fiscalía pide para los encartados Pablo Martín Sánchez, Enrique Gil Galar y Julián Santillán Rodríguez, en motivo del delito cometido de agresión a fuerza armada sin circunstancias modificativas de responsabilidad, la pena capital y, en caso de indulto, la cadena perpetua, así como la indemnización correspondiente a las familias de las víctimas, que no será inferior a diez mil pesetas.

Los tres aludidos se limitan a mirar a su defensor, intentando controlar sus emociones, pero un intenso rumor se extiende entre los escaños destinados al público, que en estos momentos ya abarrota la sala, lo que obliga al presidente a pedir de nuevo silencio:

—¡Hagan el favor de guardar silencio o me veré obligado a desalojar la sala! —intenta hacerse oír entre el rumor y el pum, pum, pum de su propio mazo repicando sobre el plato.

—En el caso del procesado José Antonio Vázquez Bouzas —continúa el fiscal cuando se apagan los murmullos—, esta fiscalía no tiene inconveniente en modificar de palabra su petición inicial y se limita a pedir para él una condena de seis años de prisión correccional, como responsable del delito de ejecutar actos con tendencia a ofender de obra a fuerza armada, sin que esté probada su participación directa en la agresión a los guardias civiles. Esto es todo, señorías.

El currinche de El Pueblo Navarro, el mismo que hace una semana intentaba que el famoso futbolista Patricio Arabolaza confesara su participación en el descubrimiento del cadáver del guardia De la Fuente, garabatea desde la mesa de periodistas estas líneas apresuradas: «Los procesados han escuchado la petición con aparente impasibilidad. Acaso se ha acentuado la palidez de Pablo Martín y se ha hecho más cadavérico el aspecto de Gil Galar, el herido de rostro achatado y exangüe, que permanece constantemente con los ojos cerrados, como un muñeco trágico, roto y vacilante sobre el banquillo…». Cuando mañana vea publicadas sus palabras, sonreirá satisfecho de la vena poética que le embarga cuando menos se lo espera.

—Muchas gracias, señor fiscal —concede don Antonio Permuy, presidente del consejo—. Tiene la palabra la defensa.

Don Nicolás Mocholi, que apenas ha dormido esta noche preparando su alegato, no lee ningún escrito, sino que se limita a ofrecer un informe oral, haciendo gala de una habilidad retórica aprendida en los manuales de Quintiliano, que comienza con la prescriptiva captatio benevolentiae:

—Señores de la presidencia y público en general: representada la fiscalía por un oficial del prestigioso cuerpo jurídico del Ejército y la defensa por quien no tiene la suerte de ostentar siquiera el título de letrado, natural es que los inevitables prejuicios que hayan podido ustedes formarse produzcan un ambiente favorable a las opiniones del primero. Mas no por ello me desanimo, ni considero fracasada mi gestión. Que si de un lado están la suficiencia y el talento, del otro, desde esta defensa, están las acertadas orientaciones que han de servir de norte a este respetable consejo cuando le llegue el momento de entrar en deliberación para pronunciar su veredicto…

No será letrado don Nicolás Mocholi, pero sus palabras ejercen entre los asistentes un efecto hipnotizante como no se ha visto en la intervención del fiscal, ni tampoco en la del juez relator. El afable comandante de Carabineros sabe cómo sugestionar a la audiencia, apuntando con sus dardos verbales directamente a la fibra sensible de los presentes:

—A vosotros —dice dirigiéndose a Pablo y sus tres acompañantes de banquillo —os pido que no aumentéis mi aflicción, que es mucha, sintiendo rencor por mi ineptitud para defenderos. Mucho os he visto llorar durante la pasada noche: seguid llorando, hijos míos, y que vuestras lágrimas me presten los bríos necesarios para dar cima a la espinosa misión que se me ha confiado…

Pablo escucha con atención las palabras del defensor, especialmente cuando entra por fin en materia, y hace un esfuerzo por desentrañar la rebuscada jerga que utiliza:

—Señorías, estamos ante un caso de delincuencia colectiva, pero no de codelincuencia, que no es lo mismo. Porque para la primera basta el conjunto o concurso, en tanto que para la segunda se requiere comunicación de voluntades o de intenciones para realizar el común designio…

Una corriente de aire frío distrae momentáneamente a Pablo del discurso de don Nicolás Mocholi. Se ajusta el gabán y mira en la dirección de la que proviene el soplo: uno de los altos ventanucos de la sala tiene un cristal roto. Al bajar la vista, su mirada se cruza con la de una niña sentada en la primera fila de los asientos reservados al público, una de las pocas personas que no atienden absortas al discurso de la defensa. La muchacha tiene los ojos fijos en él, con una extraña mezcla de aprensión y de embeleso, como si dos fuerzas interiores librasen una ardua batalla entre su corazón y su cabeza. Sólo entonces Pablo reconoce en esa mirada la de la niña que salió al balcón de Vera, hace ahora justo una semana, cuando llegó al pintoresco pueblo por la carretera de Francia, herido y amarrado con alambres. La señora que está sentada junto a ella le tira de la manga y la obliga a atender a las palabras del señor Mocholi, que sigue con su complicada perorata:

—… la resultancia de autos los convencerá, señorías, de que mis defendidos no son cómplices en el referido hecho, pues es de advertir que merecen tal calificativo aquellos que cooperan a la ejecución de un acto con otros anteriores o simultáneos, y es principio elemental de derecho penal que el que lo es por actos anteriores responde solamente por los que conoce, y cuando es cómplice porque coadyuva por actos simultáneos, sólo responde de aquello a que con su decidida y exteriorizada acción ayuda…

Pablo vuelve a perder el hilo del discurso, incapaz de encontrar relación alguna entre las palabras de la defensa y lo ocurrido en su vida desde que Robinsón apareciera en la puerta de La Fraternelle. Aislado de lo que le rodea, como si no fuera a él al que están juzgando, Pablo desliza su mirada sobre las baldosas arlequinadas del suelo y se frota las manos distraídamente, haciéndose un leve masaje en las rozaduras producidas por las esposas. Sólo cuando escucha su nombre masticado tras los bigotes del comandante Mocholi, vuelve a prestar atención:

—… entonces se forma juicio sumarísimo contra estos cuatro desgraciados y resulta que ninguno de ellos ha sido sorprendido en «flagrante delito», como requiere el artículo 650 del Código Penal: José Antonio Vázquez marchaba solo por la carretera, sin huir cuando fue aprehendido; Pablo Martín ni siquiera llevaba armas; Julián Santillán fue detenido en el monte al día siguiente de los sucesos, sin oponer resistencia; y del procesado Enrique Gil no puede afirmarse en qué momento cayó herido, ni se explica en toda la causa qué individuo de la fuerza pública le hirió, lo cual prueba que la grave lesión que sufre fue obra de un proyectil perdido, como vulgarmente se dice.

Las palabras de don Nicolás parecen surtir efecto y un leve murmullo recorre la sala.

—Además, por si fuera poco, las diligencias de reconocimiento en rueda de presos se han realizado de forma contraria a lo que prescribe la ley, por lo que, conociéndose todos los detenidos una vez pasada la frontera y casi todos antes de cruzarla, no ha sido difícil para los acusadores señalar a los que han querido, descargándose de culpas o alejando de sí las sospechas que sobre ellos pudieran recaer…

—¡Eso, eso! —interrumpe Gil Galar desde el banquillo de los acusados, despertando súbitamente de su letargo, y recibe como reprimenda una mirada de censura por parte de Mocholi, que continúa su defensa.

—Resulta, pues, que ninguno de mis patrocinados tomó parte en la agresión a la fuerza armada o, por lo menos, no está demostrado, y por simple presunción no se puede imponer pena tan grave sin detrimento de la conciencia. Díganme, señorías, ¿cómo podrán redactar su sentencia si ha de encabezarse con una declaración de «hechos probados»? ¿Podrán afirmar de modo concluyente en uno de sus resultandos que mis defendidos han causado la muerte de los guardias o las lesiones del carabinero? No, rotundamente no, si me permiten responder por ustedes. Es por ello, señores del consejo, y dado que no existen pruebas suficientes de la responsabilidad criminal que se les imputa, que pido que a mis defendidos Pablo Martín Sánchez, Enrique Gil Galar y Julián Santillán Rodríguez les sea aplicada la pena de prisión mayor en su grado medio, según la regla primera del artículo 82, como meros participantes en un delito de rebeldía contra la forma de Gobierno y no como cabecillas o autores materiales de los sangrantes hechos aquí juzgados: de diez años y un día a doce años de prisión mayor. En cuanto al procesado que he excluido, José Antonio Vázquez Bouzas, esta defensa solicita su absolución, por entender que no formaba parte del grupo alzado en armas.

Nuevos cuchicheos emergen entre los asistentes y don Nicolás Mocholi aprovecha la interrupción para beber agua, reforzando el efecto de sus palabras con una estudiada pausa dramática, sólo interrumpida para dar la estocada final:

—Y ahora, señores del consejo, permítanme una digresión, que sería ridícula si se pidiera otra pena, pero que, dada la gravedad de la que el fiscal solicita, encaja adecuadamente como terminación de mi alegato. No lo duden, señorías, Pamplona entera derramará lágrimas al ver que se alza el cadalso en tierra navarra. Este pueblo tan piadoso sentirá una honda conmiseración hacia estos hombres que no son profesionales del delito. Acérquense, señores del tribunal, a la piedad que irradia del Dios del Calvario y aléjense de la implacable justicia que rodea al Dios del Sinaí. Recuerden el principio del in dubio pro reo: cuando faltan pruebas seguras, más vale absolver a un culpable que condenar a un inocente. Y si aún no están convencidos, piensen por último que es insensato castigar a la piedra que hiere, ha de buscarse la mano que la arroja. ¡Quién sabe si, pasado algún tiempo, manos honradas estrecharán sin saberlo esa mano criminal!

Dicho lo cual, don Nicolás Mocholi vuelve a sentarse, lanzando una mirada tranquilizadora a sus defendidos, mientras la sala entera entra en efervescencia y se desatan las pasiones.