(1916-1918)
Hemingway definió la Gran Guerra como «la escabechina más colosal, criminal y disparatada que se haya producido sobre la Tierra». Y añadió, con conocimiento de causa: «Todo escritor que dijese otra cosa mentía. Así, los escritores, o escribieron propaganda, o lucharon, o se callaron». Pablo, como corresponsal de guerra, lo entendió perfectamente y poco a poco fue quedándose sin párrafos, sin frases, sin palabras, sin letras. Hasta que enmudeció. Sobre todo a partir de la batalla de Verdún, la célebre batalla de Verdún, que se prolongaría durante diez interminables meses y acabaría convirtiéndose en uno de los enfrentamientos más inhumanos e inútiles de la historia. El «infierno de Verdún» o la «máquina de picar carne de Verdún» fueron algunas de las expresiones con que los periodistas acabaron designando aquel episodio, pero para Pablo siempre fue el «sinsentido de Verdún», pues no sólo causó cientos de miles de muertos en ambos bandos, sino que acabó dejando las cosas (militarmente hablando) tal como estaban al principio.
La batalla había comenzado en febrero, cuando las tropas del general Falkenhayn, jefe del Estado Mayor alemán, lanzaron una colosal ofensiva sobre Verdún, bombardeando la ciudad y las líneas enemigas durante casi diez horas de manera ininterrumpida, convirtiendo el frente de batalla en un atroz espectáculo de fuego y metralla, donde los gritos desgarrados de los soldados apenas podían oírse bajo el ruido ensordecedor de las explosiones. No, aquello no fue una lluvia de obuses: aquello fue un diluvio de mil quinientas bombas por minuto, un eterno redoble que los alemanes calificaron —en un ataque de lirismo exacerbado— como Trommelfeuer, tambor de fuego. Tras la tormenta, sin embargo, no llegó la calma, sino un nuevo chaparrón de infantería germana que pretendía achicharrar con sus infernales lanzallamas a los maltrechos supervivientes, olvidando que el león herido es aún más peligroso: los franceses defendieron Verdún con uñas y dientes, a la espera de refuerzos, y la batalla acabó convirtiéndose en la más larga de la contienda.
Pero Pablo no llegaría a ver con sus propios ojos la magnitud de la tragedia hasta finales de año, cuando los capitostes del ejército francés comprendieron que tras nueve largos meses de embarazo la batalla de Verdún había salido ya de cuentas, y abrieron cordialmente las trincheras a los corresponsales extranjeros, como queriéndose ufanar de la inminente y pírrica victoria: para entonces, hasta catorce naciones tenían desenterrada el hacha de guerra y la conflagración tomaba tintes apocalípticos.
La mañana en que salieron de París amaneció gélida y desapacible, una de esas mañanas que parecen estar hechas para quedarse en casa junto al fuego y no para ir a buscarlo a las trincheras. Los periodistas subieron al vehículo militar con las primeras claridades del alba y, a pesar de la excitación del momento, apenas abrieron la boca hasta que enfilaron la Vía Sacra:
—Ésta es la famosa carretera que algunos llaman Vía Sacra —les informó el oficial que conducía el vehículo.
—¿Por qué? —preguntó el corresponsal sueco del Rockbalius Triduojer, más por deferencia que por otra cosa, pues conocía perfectamente la respuesta.
—Porque es la ruta que nos ha permitido abastecer a nuestro ejército de armas y alimentos, e impedir que Verdún sea tomada por los alemanes.
A ambos lados de la carretera se alzaban cobertizos, caballerizas y hangares para la aviación, mientras por la calzada circulaban vehículos del Estado Mayor, convoyes de artillería e incluso bicicletas conducidas por soldados de uniforme. Una vía férrea construida para la ocasión correteaba en paralelo a la ruta principal, indiferente a los numerosos cementerios que jalonaban el camino, con sus cruces y sus flores y sus montículos de tierra todavía fresca. Al poco rato se cruzaron con un camión proveniente del frente que transportaba varios prisioneros alemanes, rubicundos y temblorosos como pétalos de rosa.
—Qué jóvenes son —musitó el reportero ruso del Novoie Vremia.
Y todos asintieron con el más explícito de los silencios.
—No acabo de entender —dijo Pablo al cabo de unos minutos, tras cruzarse con un camión de la Cruz Roja rebosante de soldados heridos— qué sentido tiene defender Verdún.
El oficial dio un respingo al volante y a punto estuvo de salirse de la carretera.
—Quiero decir —matizó Pablo enseguida —que no es un lugar tan estratégico como pudiera parecer. Al estar rodeado de fuerzas alemanas, obliga al ejército francés a mantener una línea de frente más amplia, mientras que si se cortara por lo sano y se entregara Verdún, el frente de batalla se reduciría y se ahorrarían muchas vidas, ¿no creen?
Ningún reportero se atrevió a abrir la boca, por mucho que supieran que el corresponsal español tenía más razón que un santo. De hecho, la prueba evidente de que Verdún no poseía verdadero valor militar (aunque fuese un símbolo histórico del orgullo galo) estaba en que cuando fue atacada por el ejército alemán apenas contaba con cañones para defenderse, pues habían sido destinados a unidades más relevantes. Pero una cosa era ser consciente de ello y otra decírselo a un oficial que te está llevando a la primera línea de frente tras varios meses de batalla y cientos de miles de muertos.
—La gente —dijo el oficial, intentando mantener la compostura— ve lo que quiere ver. Y a menudo lo que la gente quiere ver no se corresponde con la realidad.
—Pero ¿no es cierto —insistió Pablo, temerario— que el general Joffre es de la misma opinión, y que si ha aceptado la situación ha sido por presiones políticas?
La cara del oficial manifestó un miedo súbito que duró lo que dura el aleteo de una mariposa:
—Caballeros —dijo frenando con brusquedad el vehículo—, hemos llegado a Souilly. Tendrán ustedes el honor de ser recibidos por el general Nivelle.
Y bajó del coche dando un portazo.
El general Nivelle, a pesar del frío, salió a recibirles en mangas de camisa, como un señor feudal sale a caballo a contemplar la magnitud de sus territorios. Llevaba botas altas y espuelas, y en su mirada se adivinaba esa determinación propia de los locos o los elegidos. Saludó a los periodistas amablemente, aunque con cierta premura, y les mostró en un mapa las trincheras y los lugares que podrían visitar durante el recorrido. Terminó recordándoles la prohibición de hablar con los «peludos» (los soldados, en la jerga militar) y les estrechó la mano uno a uno, antes de retirarse a descansar al cuartel general.
—Prosigamos, caballeros —ordenó el oficial que conducía el vehículo militar.
A partir de entonces aumentaron las medidas de seguridad: desde Souilly hasta Verdún tuvieron que detenerse media docena de veces, interceptados por centinelas que salían de sus garitas, se plantaban en mitad del camino, levantaban los brazos en forma de Y sosteniendo un fusil y les pedían el salvoconducto o el santo y seña. «Racine», decía el oficial, o «Rívoli» o «Argona», y sólo entonces podían seguir adelante. Al fin, a lo lejos, divisaron una mancha pardusca en medio del valle.
—Allí está Verdún —les informó el oficial, y los corresponsales tardaron en cerrar la boca.
Verdún. Pablo llevaba meses oyendo hablar de Verdún. Había escrito la palabra cientos de veces y ahora por fin aquellas seis letras se hacían carne, carne en ruinas. Entraron por la Puerta de Francia y aparcaron el vehículo para poder contemplar mejor el atroz espectáculo. La ciudad había sido arrasada por las bombas alemanas y parecía salida de un cuento de terror o de una pesadilla, con sus casas derruidas y sus calles destrozadas. De un balcón aún colgaba una sábana hecha jirones, como si los edificios abandonados fueran los únicos capaces de enarbolar la bandera blanca de la paz. Un poco más adelante, en la puerta de un café, se podía leer todavía el anuncio desgastado del último espectáculo que había pasado por allí, antes de que las bombas propiciaran un cambio imprevisto en la programación: «Esta noche —decía—, a las once, debut de la bella Paquita con sus célebres danzas españolas». Menuda forma de debutar tuvo mi compatriota, pensó Pablo, pero varias explosiones lejanas le devolvieron de inmediato a la realidad.
—Eso no son explosiones —les informó el oficial—, son estampidos.
—¿Y cuál es la diferencia? —preguntó el reportero holandés del Nieuws Van Den Dag, todavía verde en la materia.
—Casi la misma que entre la vida y la muerte —respondió con delectación el oficial—: El estampido es el ruido que hacen nuestros cañones al disparar, la explosión es el ruido que hacen las bombas alemanas al caer. Aprenderán ustedes enseguida a distinguirlos, no se preocupen.
Poco después, el grupito de reporteros abandonaba la población con el corazón en un puño y salía a campo abierto, en dirección a las trincheras. Los incontables cráteres dejados por los obuses alcanzaban una profundidad de hasta cinco metros, dándole al paisaje un aspecto irreal, lunar, fantasmagórico. Se encontraban a escasos kilómetros del enemigo, pero las tropas de retaguardia parecían inmunes a los silbidos de las granadas alemanas que rasgaban el aire tan cerca de allí: algunos hombres lavaban ropa en un riachuelo, otros cocinaban el rancho, cepillaban a los caballos, transportaban sacos, serraban tablas, comían, bebían, dormían o hacían ejercicios gimnásticos colgados de una barra horizontal sujeta por dos grandes estacas clavadas en el suelo. De pronto, vieron aparecer una veintena de borriquillos procedentes del frente: su escasa estatura les permitía llevar pan, arroz y carne a los soldados sin ser alcanzados por los tiros de la artillería germana, aunque más de uno había caído en el intento. Cuando por fin llegaron a la entrada de las trincheras, reinaba una calma tensa, perturbada tan sólo por los estampidos de la primera línea de batalla. Salió a recibirles el coronel comandante de la zona, uno de esos viejos militares franceses con bigote y mosca, enérgico y campechano, amante del vino, de las mujeres y de las bromas pesadas. Los saludó con efusiva impaciencia al verlos llegar:
—Venga, señores: cojan un casco y una careta, que hay que tomar precauciones. Iremos hasta la trinchera más avanzada, a veinte metros del enemigo. Espero que ninguno de ustedes sufra del corazón.
En el suelo había un montón de cascos, pesados y sucios, que los reporteros fueron probándose hasta dar con la talla adecuada; luego se pusieron las máscaras antigás, una bolsa de tela que cubría el rostro al completo dotada de oscuras lunetas de mica que apenas coincidían con la posición de los ojos. Por último, el coronel les hizo encasquetarse un capacete metálico que acabó por darles el aspecto de buzos desubicados. Sólo entonces el viejo militar dejó escapar una risotada que quedó flotando en el aire hasta que la apagó un redoble de explosiones.
—Venga, venga, quítense los disfraces, señoritas —dijo celebrando la novatada—. Sólo quería que supieran cómo se siente un peludo cuando tiene que entrar en combate. Espero que les sirva para sus crónicas. Y ahora síganme, hagan el favor, que quiero enseñarles muchas cosas —les apremió con el tono de quien organiza una excursión campestre.
Algo contrariados por la tomadura de pelo, los reporteros se pusieron en marcha a través de un laberinto de trincheras en dirección a la primera línea del frente. Avanzaban agachados y encogidos, a pesar de la profundidad de las zanjas, sin saber que la probabilidad de que una granada alemana fuese a parar allí era la misma que tiene una flecha enemiga de colarse por la aspillera de una fortaleza. Pero lo que más sobrecogió a Pablo no fue el fragor del cañoneo que se escuchaba en lontananza, sino el fulgor que advirtió en las miradas de los soldados que encontró por el camino. Porque lo que vio en sus ojos no fue temor, ni miedo, ni esperanza, ni locura. Lo que vio fue algo que nace de lo más profundo de los corazones y se enquista en la mirada de los hombres: odio. No odio hacia el alemán, ni odio hacia la guerra, ni siquiera odio hacia sus superiores, no: en el momento en que el grupo de periodistas hizo su aparición en las trincheras, en las miradas de los soldados sólo había odio hacia los reporteros. Y el motivo, en el fondo, era muy simple: hacía más de dos años que había comenzado la guerra y las crónicas de los diarios seguían empeñadas en describir con benevolencia (incluso con simpatía) la vida en las trincheras. Y no. La vida en las trincheras era un infierno, a pesar de las bromas del oficial de turno. A ver cuándo alguien se atrevía por fin a publicar la verdad.
—A veure quan us atreviu a publicar la veritat, colla de cretins —murmuró un soldado en catalán al ver pasar a los periodistas. Pablo fue el único que lo entendió y, con la excusa de atarse un zapato, se quedó algo rezagado. Como no tenía permiso para hablar con ellos, esperó hasta ver desaparecer al coronel y preguntó en castellano:
—¿Hay aquí algún español?
Recostados en el talud de la trinchera, cuatro peludos le miraron con cara de pocos amigos, calentándose las manos con su propio aliento.
—Sí —dijo finalmente uno de ellos, tocándose la visera del quepis, llena de lodo—. Ramón Tàrrech, para servirle a usted y a Dios.
—Pablo Martín —se presentó Pablo, pasando por alto la sorna del soldado—. Así que hay voluntarios catalanes en Verdún.
—Desde luego. De mi pueblo vinimos cinco y yo soy el único que queda. El otro día estuvo aquí un periodista de Barcelona y dijo que habían muerto ya varios miles de catalanes en esta maldita guerra. Con eso de que el general Joffre es de Rivesaltes nos hemos dejado engañar como conejos. Puedes escribirlo en tu crónica y dar mi nombre, si quieres.
—¿Y por qué no vuelves a casa, tú que puedes?
El joven meditó la respuesta mientras se hurgaba las uñas con la punta de la bayoneta.
—Porque la muerte se hace rutina, como el hambre y el frío —dijo al fin—. Y porque cuando uno ha visto ciertas cosas, no puede volver a casa tan tranquilo. ¿Quieres saber cómo se muere en las trincheras? ¿Quieres que te cuente cómo murieron ayer dos de mis camaradas? ¿Quieres conocer la verdad de esta jodida guerra? A ver si así dejáis de contar de una puñetera vez que aquí nos pasamos el día jugando a las cartas y haciéndonos bromas mientras silbamos La Marsellesa…
Pablo echó un vistazo hacia el lugar por donde habían desaparecido los periodistas. Al parecer, nadie se había dado cuenta de su ausencia.
—Sí, claro que quiero saberlo, para eso he venido —dijo mirando de nuevo a su compatriota—. Pero no toda la culpa es nuestra. La censura…
—¿La censura? La censura es la excusa de los cobardes. Uno siempre puede escoger guardar silencio.
Los otros tres asintieron con la cabeza, aunque no entendieran ni jota de español.
—A las seis de la mañana salí con dos compañeros a inspeccionar el terreno —empezó a relatar, intentando contener la emoción—. En las trincheras alemanas reinaba una calma total. Tanta tranquilidad debería habernos hecho desconfiar, pero estábamos demasiado cansados para darnos cuenta. El caso es que alguien nos había visto salir, o nos descubrieron mientras nos acercábamos, porque cuando nos tuvieron a tiro empezaron a disparar. Nos lanzamos de cabeza a un hoyo de obús, revolcándonos en el fango. Entonces empezaron a explotar varias granadas. Una a nuestra izquierda, otra a nuestra derecha y la tercera exactamente donde estábamos nosotros. Tras la explosión, abrí los ojos, pero todo era oscuridad y polvo y humo, y el olor acre de la pólvora que me asfixiaba. ¿Estoy herido?, pensé. Y luego: ¿estaré muerto? Moví los brazos y las piernas, me toqué la cara y el pecho. Nada. Todo en orden. Pero entonces vi a mis dos compañeros, uno encima del otro, desangrándose. Philippe tenía las entrañas fuera, como si estuviese pariendo sus propias vísceras, con los ojos ya sin vida. A Benjamin la explosión le había arrancado una pierna y una mancha roja se extendía sobre su pecho, mientras me miraba aterrado, suplicándome ayuda. Me acerqué hasta él, arrastrándome, y le cogí la mano. Estaba muy fría. Intentó hablarme, pero no le salió la voz. Entonces, sin saber qué hacía, se desabrochó los pantalones y murió meando sobre la herida abierta de Philippe.
La voz de Ramón se quebró y una guillotina de silencio cayó sobre la trinchera. Uno de los soldados franceses se persignó y otro se sonó los mocos con un pañuelo sucio y acartonado, tal vez para disimular un amago de llanto. Sólo habían entendido dos palabras del relato, pero habían sido suficientes: Philippe y Benjamin.
—Hasta esta noche no hemos podido recuperar los cuerpos —añadió Ramón.
Y Pablo sólo atinó a decir:
—Lo siento.
—Si de verdad lo sientes, hazme un favor… —fue la réplica del soldado.
—No creo que nadie se atreva a publicarlo —le cortó Pablo.
—No me refiero a eso.
—¿Entonces?
—Benjamin escribía un diario desde que llegó aquí. Decía que lo escribía para su novia, para que supiera lo valiente que había sido durante la guerra si él moría. Pero ella vive en Marly, cerca de Valenciennes, en territorio ocupado. Así que no podemos enviárselo por correo.
—¿Y qué queréis que haga?
—Que lo guardes hasta que termine esta desgraciada guerra de topos. Y luego se lo envíes a su novia. Nosotros no sabemos si saldremos de aquí con vida…
—Está bien —dijo Pablo—. No tenéis más que dármelo.
Ramón intercambió algunas frases en francés con sus compañeros y todos asintieron con la cabeza.
—Acompáñame —le dijo a Pablo, y se internaron por una zanja que unía las diversas trincheras entre sí. Poco después, al volver de un recodo, se encontraron en un espacio más amplio, cerrado y techado, donde varios soldados estaban terminando de almorzar bajo la tenue luz de unos candiles de aceite. Ramón se acercó a una esquina y metió la mano entre dos maderos.
—Aquí está —le dijo a Pablo, dándole un pequeño cuaderno con tapas agrietadas y restos de barro—. Léelo si quieres. Nosotros lo hemos hecho. Quizá te ayude a entender mejor esta maldita guerra.
Pablo abrió el diario y observó la letra menuda y apretada, como un reflejo de la vida en las trincheras: «Aquí se vive fuera del tiempo y del mundo», decía la primera frase. Pero aquello fue lo último que pudo leer, porque justo entonces se oyó una voz que tronaba:
—¡Monsieur Martín! ¡Monsieur Martín!
Apenas tuvo tiempo de guardar el cuaderno en el bolsillo de su chaqueta antes de ver aparecer al oficial que les había llevado hasta las trincheras, señalándole con el dedo como el que apunta con una pistola:
—Ha cometido usted una gravísima infracción —le escupió en la cara—. Acompáñeme inmediatamente.
Y Pablo sólo alcanzó a despedirse de Ramón con una mirada fugaz pero inequívoca.
Tras recuperar al corresponsal descarriado, la expedición siguió el recorrido previsto: llegaron a las trincheras más avanzadas, con sus cañones vomitando fuego, sus periscopios y sus temblores de tierra, para volver luego a la retaguardia a visitar un campo de aviación, con sus aparatos de caza, de reconocimiento y de bombardeo. Pero fue curiosamente durante el viaje de regreso a París cuando Pablo pudo ver el verdadero rostro de Marte. No habrían pasado más de quince minutos desde que subieran al vehículo que debía devolverlos a la capital, cuando descubrieron al borde del camino tres camiones militares. A pocos metros de distancia, en el interior del bosque, un pelotón de soldados cabizbajos parecía haberse quedado petrificado, con los quepis en las manos y la respiración contenida. El oficial detuvo el vehículo y permitió bajar a los reporteros, que se acercaron sin hacer ruido hasta el corro de peludos. Y Pablo tuvo entonces la sensación de poder oler por primera vez en su vida: al respirar, el aire le oprimió la garganta, le amargó la boca y le revolvió el estómago, produciéndole una angustia física que nunca antes había sentido. Duró tan sólo un instante, pero no iba a olvidarlo nunca: era el olor de la muerte, agrio y pegajoso, casi tangible, palpable, incluso para alguien que es incapaz de distinguir un cuesco de una rosa, un huevo podrido de la hierba recién cortada, una letrina infecta del aseo de la reina de Inglaterra.
—¿Se encuentra usted bien? —le preguntó en un susurro el corresponsal del Novoie Vremia.
—Sí, sí, gracias —le respondió Pablo—. Ha sido sólo un mareo.
A los pies del corro de soldados se abría una profunda fosa en la que se amontonaban decenas de cadáveres, cuerpos despedazados e incompletos, ensangrentados y tumefactos, con los uniformes desgarrados, en un revoltijo de piernas, brazos y rostros contraídos por espasmos macabros. Afortunadamente, al llegar los periodistas empezaron a caer las primeras paletadas de tierra, como un telón que se cierra para esconder la mayor de las ignominias. Sin embargo, lo peor estaba aún por llegar. Porque la muerte, el olor a muerte, el sabor a muerte es algo inevitable en una guerra, y más tratándose de una carnicería como aquélla. Pero, del mismo modo que hay algo peor que encontrarse un gusano en una manzana (encontrarse medio), hay algo peor que los cuerpos sin vida descuartizados: los cuerpos con vida descuartizados.
Ya de nuevo en la carretera que conducía de Verdún a Chalons, divisaron un edificio sombrío, con la bandera de la Cruz Roja ondeando en el tejado. Se trataba de un antiguo convento convertido en hospital, última parada de aquella excursión de los horrores. Salió a recibirlos un médico militar y les hizo pasar casi a la fuerza, con el sadismo propio de los carniceros o los cirujanos. Al entrar en el edificio, al eco lejano de las bombas se sobrepuso el desgarrador alarido de uno de los pacientes, que consiguió ponerles a todos (excepto al médico) los pelos de punta. En la gran sala del antiguo refectorio, sumida en una inquietante penumbra, se distinguían los bultos de montones de camas y se escuchaban los jadeos y lamentos de sus circunstanciales moradores.
—A veces no es tan fácil saber si un soldado está muerto —les iba diciendo el médico anfitrión en un tono de voz desagradablemente alto—, ya que el estallido de los obuses puede matar por dentro, sin heridas aparentes. Entonces, o esperamos a que aparezcan los signos evidentes de la muerte (la rigidez y la putrefacción), o les hacemos la cardiopuntura. ¿Que qué es la cardiopuntura? Es la prueba definitiva: se clava en la zona del corazón una aguja finísima hasta que pinche el músculo cardíaco. Si la aguja se mueve, es que el hombre está vivo; si no, es que ha expirado.
Pues a mí me darían por muerto, pensó Pablo, y el corazón se le aceleró en el costado derecho. Pero poco le duró el susto, o más bien mudó de forma, porque de repente alguien abrió una de las persianas de la sala y la luz entró en tromba, dejando al descubierto el espectáculo más monstruoso y aterrador que pueda uno imaginarse: algunos de los cuerpos que yacían sobre las camas no tenían ni forma humana, eran fragmentos, pedazos, trozos de cuerpos incomprensiblemente aún con vida. Pablo tuvo que hacer un esfuerzo enorme para no apartar la vista: a su lado había un hombre con la mandíbula inferior arrancada, la cara convertida en una bola de trapo donde relucían dos ojillos asustados que parecían querer salir de sus órbitas; un poco más allá agonizaba un hombre con un solo brazo y una sola pierna, de lados opuestos, lo que le daba el aspecto de un puzzle a medio construir; y en la cama contigua, un hombre sin piernas clamaba al cielo alargando el cuello, como uno de esos muñecos de resorte que saltan de improviso al abrir una caja de sorpresas. Los periodistas salieron de allí como alma que lleva el diablo. Algunos, incluso, consiguieron no vomitar.
A los pocos días, el diario sueco Rockbalius Triduojer titulaba así su artículo consagrado a la contienda: «Quien no ha visto Verdún no ha visto la guerra».
Tras la «gravísima infracción» cometida en las trincheras, a Pablo Martín le fue retirada la credencial de reportero, lo que impedía que pudiera volver a ejercer la profesión durante el resto de la contienda. Y si no le expulsaron del país ni le armaron un consejo de guerra fue porque los militares tenían otros asuntos más urgentes que atender. De todos modos, la medida era innecesaria, ya que al llegar a París Pablo tomó la determinación de no volver a ejercer de periodista mientras la censura fuese la medida de todas las cosas, y se dispuso a buscar un trabajo que le permitiese sobrevivir hasta el final del conflicto. De lo que fuera. De lo que encontrara. De lo que hiciera falta.
—Hasta de cantante de cabaret, si me apuras —le dijo a Robinsón nada más volver de Verdún.
La Ciudad de la Luz se había convertido en un asombroso y paradójico espectáculo, como si las penurias de los soldados en el frente de batalla hubiesen espoleado el espíritu epicúreo de los que habían tenido la suerte de quedarse en la retaguardia. Los teatros, los cafés y los casinos, que al comenzar la guerra habían sido clausurados, ahora estaban más llenos que nunca, y la absenta, prohibida por el Gobierno francés para luchar contra el alcoholismo y evitar la degradación de la raza (palabras textuales de la ordenanza), volvía a regar los gargueros de los que sabían dónde buscarla. Por si fuera poco, la célebre pitonisa Madame de Thèbes —en un alarde de optimismo y de invidencia— acababa de predecir que la guerra terminaría en primavera, y en las calles de París se respiraban aires triunfales:
—He intentado alquilar un balcón en los Campos Elíseos —oyó Pablo que le decía un hombre a otro en plena calle— para poder ver el desfile de las tropas cuando celebremos la victoria.
—¿Y? —quiso saber el otro.
—Demasiado tarde, ya no quedan plazas.
Así las cosas, a Pablo no le costó demasiado encontrar trabajo en París: a los pocos días vaciaba los ceniceros y recogía las copas del Cabaret du Père Pelletier, el mismo en el que cada noche una artista llamada Sanhédrine deleitaba a los clientes con su voz aterciopelada y sus formas sinuosas, mientras al fondo de la sala un joven con bombín y abigarradas barbas no le quitaba ni un instante el ojo de encima.
—¿Cómo era aquello que decías del amor libre, Robin? —le susurraba Pablo cada vez que pasaba por su lado.
—Va te faire foutre —le respondía por lo bajinis su amigo de infancia, sin dejar de admirar a su «compañera sentimental» hasta que era reemplazada por el increíble, el fascinante, el con todos ustedes gran hipnotizador Sergio Antunes. Entonces, Robinsón salía del local y esperaba a la artista en el Café du Croissant, el mismo en el que pocos años atrás Raoul el Villano había acabado de un tiro con la vida de Jean Jaurès y borrado de un plumazo los ideales pacifistas de preguerra.
Y así pasaron los días, las semanas y los meses, los Estados Unidos se sumaron a la fiesta y en Rusia estalló la revolución bolchevique. Y cuando ya se avistaba el fin de la contienda, París fue bombardeada y Sandrine se quedó sin voz y sin trabajo.