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A primera hora de la madrugada del domingo, en dos camiones automóviles al efecto enviados a Vera y debidamente custodiados por fuerzas de la Guardia Civil, llegaron a la prisión de esta ciudad los detenidos. Los presos ocuparon celdas en la tercera galería de la planta baja de la prisión, y fueron visitados por el capellán de ésta, don Alejandro Maisterrena, ante el cual dijeron diez de ellos que profesaban la fe católica y cuatro que no profesan ninguna religión.

El Pueblo Navarro, 11 de noviembre de 1924.

Cuando Pablo y sus trece compañeros ingresan en la Prisión Provincial de Pamplona, conocida popularmente como «la cárcel de las tres pes», el sistema penitenciario imperante en España es el llamado sistema progresivo, probado por primera vez en el penal de Ceuta en 1889, generalizado en todo el territorio nacional con la llegada del nuevo siglo y consagrado tras el reciente decreto de 1923. Dicho sistema se basa en una mejora gradual de la situación de los reclusos conforme se acerca el fin de la condena, teniendo en cuenta su comportamiento y la gravedad del delito cometido, y consta de cuatro fases o períodos: en primer lugar, la fase de aislamiento celular, en la que se mantiene al recluso bajo estricto control, observación y vigilancia; a continuación, la fase de vida en común con los demás presos, en la que se inician actividades educativas y laborales orientadas a la reinserción; seguidamente, la fase de prelibertad, en la que el reo empieza a gozar de los primeros permisos de salida; y, por último, la fase de libertad condicional o bajo palabra. Así, como es de rigor, a todos los detenidos procedentes de Vera se les va a aplicar en la cárcel provincial de Pamplona el primer grado penitenciario, incomunicándolos en celdas individuales a la espera de ser juzgados. Aunque algunos no llegarán a pasar nunca de la primera fase.

Es todavía de noche cuando los dos furgones celulares llegan a Pamplona y reducen su velocidad a veinticuatro kilómetros por hora, la máxima permitida para el tránsito de automóviles en la ciudad. Cinco minutos después, los camiones cruzan las puertas de acero negro de la prisión y entran en el patio grande, despertando a los reclusos que duermen en el ala sur del edificio. La guardia ha sido reforzada con quince soldados y se ha aumentado la vigilancia de las carreteras y los caminos que llevan hasta la cárcel. Varios guardias civiles, envueltos en sus capotes negros y con los barboquejos tiritando bajo las papadas, ayudan a los soldados y a los carceleros a sacar de los camiones a los catorce hombres llegados desde Vera con los brazos acalambrados y las muñecas magulladas. Luego los conducen en silencio, encañonados y esposados de pies y manos, hasta la oficina de ingreso que hay en la planta baja de la prisión, donde los está esperando para darles la bienvenida el amanerado director del centro penitenciario, don Daniel Gómez Estrada, apoyado en su bastón. Una bienvenida en la que empieza aludiendo a su homólogo del penal de Burgos:

—Yo no diré, como hacen otros colegas, que un preso es una mierda, dos presos son dos mierdas y más de dos presos es un estercolero, aunque en algunos casos no les falte razón. Pero tened en cuenta —les tutea abiertamente— que este centro se rige de acuerdo con tres ideas fundamentales: la disciplina de un cuartel, la seriedad de un banco y la austeridad de un convento. Si os adaptáis a estas premisas, nos llevaremos bien, no lo dudéis.

Los catorce recién llegados le escuchan en silencio, maldiciendo para sus adentros la altanería del director.

—Si tenéis dinero, podréis comprar alimentos y ropa en el economato. Si no, deberéis conformaros con el rancho y con el uniforme penitenciario.

Dicho lo cual, sale de la oficina con un gesto altivo, como de primer cantante de ópera, sin poder ocultar la cojera de su pierna ortopédica, y deja a los revolucionarios en manos de los ordenanzas, que proceden a efectuar el registro de entrada. Antes de que suene el toque de diana, los reos son conducidos al servicio de duchas, donde les obligan a desvestirse y asearse, no sin antes hacerles pasar por un cuarto adyacente en el que el «esquilador», como aquí se le conoce, les afeita la cabeza. Una vez aseados y esquilados es el momento de darles la puntilla con el uniforme penitenciario, que más bien parece un cilicio sobre la piel despojada de ropa interior. A los menos desafortunados les tocan los uniformes nuevos, de paño grueso, pero otros tienen que conformarse con los viejos trajes de dril blanco con rayas grises, que apenas abrigan más que un papelillo de fumar. Pero a ver quién se atreve a protestar, arriesgándose a que le den un pijama de pino, esa indumentaria de madera que sólo se pone una vez y nunca más se quita…

—El gabán puedes llevártelo a la celda, pero el resto de la ropa queda en depósito hasta que salgas o venga alguien a buscarla —le dice uno de los carceleros a Pablo cuando le toca el turno—. Aunque te advierto que si no va a venir nadie a por ella, cuando salgas de aquí las polillas se habrán dado un buen banquete con tus trapos. Eso si sales, claro…

—No creo que mi ropa vieja le interese a nadie, como no sea a los cocineros para darle gusto al rancho —responde Pablo con descaro—. Así que por mí podéis hacer con ella lo que os venga en gana.

Una vez uniformados, a los presos les entregan dos mantas raídas (pero nada de sábanas, no vayan a tener la ocurrencia de rasgarlas, hacer dogales y ahorcarse), una escudilla, una cuchara de latón y el inevitable periódico atrasado. Sólo entonces les asignan un número de tres cifras que los despoja de cualquier ínfula de personalidad que pudiera quedarles todavía y los conducen a las celdas individuales que hay en la tercera galería de la planta baja de la cárcel, destinadas a los criminales más peligrosos. Y es que la Prisión Provincial de Pamplona está construida según el modelo de los nuevos presidios españoles, con una estructura panóptica de cuatro galerías radiadas en forma de cruz cristiana, como explica ufanamente don Daniel Gómez Estrada cada vez que una autoridad se digna visitar el edificio. Con tal disposición, tanto las salas comunes como las celdas individuales tienen luz natural, y la que le ha tocado a Pablo, la número 31, no es una excepción, pues da al patio grande, donde los presos se entretienen jugando a la pelota o apostando cigarrillos en imposibles carreras de piojos. Es un poco más espaciosa que la del cuartel de Carabineros de Vera, y aunque tampoco sea para tirar cohetes (tendrá unos dos metros de ancho por tres de largo), al menos consta de un catre de madera, medio camuflado por un sucio petate de paja molida, y de un evacuatorio situado justo debajo de un ventanuco por el que se filtra la luz mortecina del patio. No hay agua corriente, desde luego, pero un pozal rebosante en un rincón sirve tanto para el aseo matutino como para ayudar a los detritos a despedirse del urinario, lo cual no impide que la estancia huela a moho y a orín, aunque Pablo no lo note. En las húmedas paredes hay frases escritas con lápiz o tiza, y dibujos obscenos raspados con el mango de las cucharas.

—Ve haciendo examen de conciencia —le dice el carcelero mientras le quita las esposas—, que hoy es domingo y vendrá el padre Alejandro a confesaros.

Y sin añadir nada más, cierra de un golpe seco la puerta de hierro y hace chirriar la aldaba, dejando a Pablo solo con sus pensamientos, mientras en el corredor de la tercera galería varios soldados caminan arriba y abajo, marcando con el metrónomo de sus pasos el lento transcurrir del tiempo.

Lo primero que hace Pablo es inspeccionar su nueva morada. Quién sabe cuánto tiempo habrá de cobijarle. La ventana de la celda tiene un vidrio tan sucio que casi resulta opaco y está situada en lo alto de la pared, pero si el preso se sube al evacuatorio puede abrirla y disfrutar de un trozo de cielo; e incluso, si se encarama agarrándose a los barrotes, alcanza a ver el patio grande adoquinado. Pablo sube al urinario y abre el ventanuco, sorprendiéndose al encontrar en el alféizar un estornino tembloroso que no se decide a levantar el vuelo. La débil luz del amanecer entra en el cubil e ilumina los muros repletos de inscripciones. Pablo se agarra a los barrotes y echa una ojeada al patio contiguo, vacío a estas horas de la mañana. Luego desciende de su atalaya y se entretiene descifrando las temblorosas caligrafías de los antiguos inquilinos. Hay frases y sentencias para todos los gustos y de todos los colores, desde «Tened piedad de mí, Señor, os lo ruego» hasta «Idos todos a la mierda», pasando por otras de corte más político, como esa que hay junto al evacuatorio: «Podréis esposarnos las manos, pero nunca las ideas». Sobre la cabecera del camastro alguien ha escrito: «Existen dos tipos de hombres: los que optan por la vida y los que optan por la muerte», y, junto a la puerta, otro recluso (o tal vez el mismo, quién sabe) garabateó sus últimas palabras: «Dentro de poco me vendrán a buscar para darme garrote. Muero inocente y sólo me llevo a la tumba el recuerdo de tu mirada: 31 de octubre de 1921». Un escalofrío recorre el espinazo de Pablo, que da por terminada la lectura, cierra el ventanuco y se estira en el catre, con las manos entrelazadas bajo la nuca. La penumbra convierte las manchas de humedad del techo en monstruos mitológicos, en continentes de mundos perdidos, en rostros de personas desconocidas u olvidadas, y Pablo se traslada hasta su infancia, cuando se estiraba en la hierba de los campos de Castilla a mirar las nubes y su padre le hablaba de Leonardo da Vinci y de su teoría de las invenciones maravillosas que surgen de la imaginación de las mentes abiertas cuando miran durante un buen rato las nubes o los fangos o las manchas de las paredes o las cenizas de los fuegos. Y así, viendo desfilar por el techo las manchas de humedad animadas por su fantasía, Pablo acaba quedándose dormido. Y sueña, sueña como hace días que no soñaba. Sueña que las manchas se convierten en capotes negros, y los capotes negros en guardias civiles, y los guardias civiles en fiscales, y los fiscales en curas que dan los santos sacramentos, y los curas en verdugos, y los verdugos en ataúdes, y los ataúdes en fosas, fosas sin fondo en las que caer eternamente, por los días de los días, amén.

Pablo se despierta al caer del catre y darse un porrazo contra el suelo de cemento. Dentro de un rato vendrá el capellán de la cárcel, don Alejandro Maisterrena, a intentar confesarle, aunque sin éxito: «No desesperes, hijo mío, Jesucristo y los apóstoles también estuvieron presos». Pero ante la negativa del reo no le va a quedar más remedio que abandonar la celda 31 con un último consejo: «Procura no masturbarte —dirá con mirada reprobatoria—, porque eso debilita y el semen va al suelo, convirtiéndose en polvo…, y el polvo quién sabe adónde irá a parar…». Y, así, desde que el cura desaparezca por la puerta y hasta el próximo miércoles, en que darán comienzo los interrogatorios y demás diligencias sumariales, la única compañía que va a tener Pablo será la del estornino de la ventana, que sigue incomprensiblemente en el alféizar, tiritando de frío o de miedo o de nostalgia, y el único contacto con el exterior va a ser el paseo diario de media hora por el patio pequeño, destinado a los presos incomunicados. Pero entre hoy y el miércoles van a seguir ocurriendo muchas cosas fuera del centro penitenciario, algunas de las cuales llegarán a oídos de los reos a pesar de su aislamiento, porque las noticias traspasan los muros de la cárcel como ondas hertzianas o fantasmas entrometidos. Gil Galar, por ejemplo, va a iniciar esta noche una huelga de hambre en el Hospital de la Misericordia de Vera, por desavenencias con los médicos, que aseguran que su herida en el temporal ha sido causada por bala de pistola y no de fusil, dando a entender que fueron sus propios compañeros los que le dispararon. Mañana, lunes, aparecerán en el diario francés Le Matin unas declaraciones de Blasco Ibáñez en las que desmiente a quienes lo acusan de ser uno de los organizadores de la intentona y califica el movimiento revolucionario de absurdo y criminal. El martes llegarán rumores de que Bonifacio Manzanedo se ha dejado desangrar en Vera durante la noche, quitándose las vendas de la pierna amputada, rumor que va a aparecer incluso en algunos diarios de la capital navarra, pero que será desmentido en ediciones posteriores: lo único cierto es que se le está gangrenando el muñón y no va a quedar más remedio que operar de nuevo. Y el miércoles por la mañana Enrique Gil Galar, abandonada ya su huelga de hambre, llegará a la cárcel provincial de Pamplona para ingresar directamente en la enfermería del centro penitenciario, donde será examinado por los médicos antes de ser recluido en una celda de la tercera galería de la planta baja, en situación de prisión preventiva e incomunicación, como el resto de sus compañeros. Casi a la misma hora, procedentes de San Sebastián, ingresarán tres nuevos detenidos acusados de participar en los sucesos de Vera, y será entonces cuando den comienzo las diligencias sumariales, una vez constituido en la propia cárcel el tribunal militar, presidido por el comandante de Infantería don Manuel González de Castejón, que proseguirá en calidad de juez instructor especial las diligencias iniciadas en Vera de Bidasoa por don Feliciano Suárez, actuando como secretario el señor Ortega, sargento del regimiento de Sicilia.

A las seis de la tarde del miércoles 12 de noviembre de 1924, Pablo es conducido por tercera vez en lo que va de día a la sala de interrogatorios, situada en la primera planta del edificio central de la prisión, desde el que parten las cuatro galerías radiadas como brazos de un pulpo de piedra y cemento. No se han abierto las ventanas de la sala y el ambiente está cargado de un humo espeso y remolón, tras el que emerge el juez instructor. A su lado, permanece de pie el director del centro penitenciario, don Daniel Gómez Estrada, pulcramente tocado con librea y adornado con la más falsa de las sonrisas, aprendida en la Escuela de Criminología de don Rafael Salillas. En un rincón, parapetado tras una vieja Underwood n. º 5, el secretario limpia por enésima vez sus gafas con el faldón de la chaqueta, dispuesto a no perderse ni una coma de la declaración del preso.

—Siéntese, haga el favor —le indica a Pablo el juez instructor, sin permitir que le quiten las esposas, mientras se despide con un apretón de manos del director de la cárcel—. ¿Seguro que no desea quedarse, don Daniel?

—No, no, muchas gracias, los dejo haciendo su trabajo —se disculpa, y sale arrastrando la pierna ortopédica y mirando a Pablo como quien reprende a un hijo que ha hecho una trastada.

—¿Nombre? —pregunta Castejón acto seguido.

—Pablo, ya se lo he dicho.

—¿Apellidos?

—Martín Sánchez otra vez.

—¡Oiga, no se ponga estupendo! —ladra el juez instructor, trocando la amabilidad inicial por una sequedad amenazante—. Limítese a responder lo que le pregunto, sin más comentarios.

Pero es que se trata del tercer interrogatorio al que Pablo ha sido sometido en apenas diez horas, y empieza a sacarle de sus casillas oír siempre la misma cantinela y ver que cuanto más sinceras son sus respuestas, más inverosímiles le parecen al juez instructor. Ésa es la auténtica tortura, la de preguntar una y otra vez lo mismo, durante horas y horas, hasta que al preso se le seca la boca y se le embota el cerebro, y acaba declarando lo que haga falta para poder volver a su celda y beber un trago de agua y expulsar de su cabeza el machacón martilleo de preguntas repetidas. Quizá fueran más efectivos los antiguos métodos, como el de arrancar las uñas con tenazas o propinar descargas eléctricas en el escroto, pero dejaban marcas y resultaban muy desagradables. Y además, con lo fácil que es falsificar la firma vacilante de uno de estos miserables, quién va a querer mancharse de sangre por unas declaraciones. De modo que Pablo ha acabado reconociendo que participó en la reyerta junto a la cantera de Argaitza, pues la herida de máuser es una prueba indiscutible, pero insiste en que él no disparó ningún tiro ni era el cabecilla de ningún grupo. Sin embargo, el juez instructor Castejón sigue con la misma letanía:

—¿Con qué intención entró usted en España?

—Con la intención de ver con mis propios ojos que la revolución había estallado, según nos aseguraron en Francia antes de cruzar la frontera.

—¿Disparó usted contra los guardias civiles en la cantera?

—No, todo lo contrario: intenté evitar el tiroteo, lanzándome sobre uno de los nuestros que sacó su pistola.

—Eso no es necesario que lo anote —le dice Castejón al secretario, que aporrea la máquina de escribir desde el rincón de la sala; y antes de que Pablo pueda protestar pregunta—: ¿Era usted uno de los cabecillas?

—No, ya se lo he dicho mil veces.

—¡Pues me lo dirá dos mil si hace falta! —grita violentamente el juez instructor, asustando incluso al secretario, que da un respingo en su silla—. ¿Quién comandaba la expedición?

—Nadie, no había jefes entre nosotros.

—Pero alguien sería el cerebro de la operación, digo yo…

—Imagino que sí, pero lo desconozco. Sólo sé que en París los señores Blasco Ibáñez, Unamuno y Soriano fueron los que difundieron la idea de que la revolución estaba a punto de estallar en España —declara Pablo, sabedor de que ninguno de los tres tiene nada que ver realmente con la intentona.

—Muy bien, ¿ve como a base de insistir uno acaba acordándose de cosas? Y si viera a sus compañeros de aventura, ¿podría usted reconocerlos?

—Es posible —concede el ex cajista de La Fraternelle.

—Hágalos pasar de uno en uno —le ordena Castejón a uno de los dos soldados que custodian al reo, con la intención de iniciar una rueda de reconocimiento. Pero Pablo va a negar obstinadamente con la cabeza al ver pasar a Leandro, a Julián, a Julianín y a todos los demás detenidos, incluidos Casiano Veloso y Anastasio Duarte, a los que tiene especial inquina desde el episodio del burdel. Lo malo es que no todos los interrogados van a ser tan valientes, ni van a tener el mismo sentido del compañerismo. Sin ir más lejos, Casiano ha declarado esta mañana haber visto caer herido en la refriega a Pablo, al que considera uno de los principales cabecillas de la partida, y Anastasio ha llegado a afirmar que el herido en el muslo es uno de los que más se ensañó en la muerte de los guardias.

—¿Tiene algo que añadir a todo lo declarado?

—No.

—Está bien, lea su declaración y firme aquí abajo.

—Esto no es exactamente lo que yo he dicho —replica Pablo tras echar una ojeada, con la desgana de quien está acostumbrado a que tergiversen y deformen sus declaraciones.

—Si no quiere firmar, lo hacemos nosotros por usted, no se preocupe —dice con cinismo el secretario, levantándose de la silla con la pluma estilográfica entre las manos.

Sólo entonces le permiten beber agua y volver a su madriguera, donde dormirá por última vez como preso incomunicado, pues mañana por la noche, poco después del toque de retreta que anuncia la hora de acostarse, volverán a llevarlo a la sala de interrogatorios.

Pablo se sorprende al encontrar allí también al ex guardia civil Santillán, al lunático Gil Galar y al apocado Vázquez Bouzas, custodiados por varios guardias civiles. El juez instructor especial don Manuel González de Castejón, acompañado de su secretario, del fiscal y del vocal ponente, les da la peor de las noticias: una vez concluido el sumario de los hechos y habiendo sido aprobado en Burgos por el excelentísimo señor capitán general de la sexta región, señor Burguete, los cuatro van a ser sometidos a un consejo de guerra sumarísimo que deberá celebrarse de forma irrevocable mañana mismo, viernes 14 de noviembre de 1924. Al resto de los detenidos se les abrirá un proceso ordinario una vez concluido el consejo de guerra. El secretario procede entonces a leerles íntegramente el pliego de cargos de la acusación, en los que Pablo figura como uno de los principales cabecillas de la intentona revolucionaria y como autor de los disparos que provocaron la muerte de los guardias civiles, pues así lo demuestra la herida de bala que recibió en el muslo y lo corroboran las acusaciones de varios de los detenidos. El fiscal pide para los cuatro encausados la pena capital, por lo que se les insta a elegir defensor entre un comandante de Carabineros, un capitán de Artillería y un sargento de la Benemérita, y se les notifica el inmediato levantamiento de su régimen de incomunicación, tal como dicta la ley: aunque deberán permanecer en sus celdas de aislamiento, a partir de ahora tendrán derecho a mantener contacto escrito con el exterior y a recibir visitas de padres, hijos o esposa, si así lo desean. Es posible, incluso, que aparezcan periodistas por la prisión para hacerles algunas preguntas. Que duerman bien y que Dios los coja confesados.