XIX

(1914-1916)

Cuando Pablo desembarcó en El Havre, no se hablaba de otra cosa: Jean Jaurès había sido asesinado en París. Un estudiante nacionalista llamado Raoul Villain (como para demostrar que somos esclavos de nuestros nombres) le descerrajó tres tiros en el Café du Croissant, eliminando así a uno de los máximos exponentes del pacifismo francés. Pero la noticia iba a durar bien poco como tema estrella en las tertulias, pues al día siguiente el gobierno de Poincaré decretaba la movilización general y se liaba la de Dios es Cristo. Afortunadamente, el König Wilhelm II, de bandera alemana, había zarpado aquella misma mañana de El Havre y se dirigía ya hacia el puerto de Hamburgo. Por los pelos, pensó Pablo al conocer la noticia. Y es que desde que salieron de Buenos Aires, muchos pasajeros (sobre todo los franceses) temían que el conflicto bélico estallara durante la travesía y no pudieran llegar a su destino. De hecho, el Imperio austrohúngaro había declarado la guerra a Serbia el mismo día en que el transatlántico de la Hamburg American Line atracaba en el puerto de Lisboa, provocando un devastador efecto dominó de alianzas internacionales que llevaría a Rusia a movilizar sus tropas, a Alemania a declararle la guerra y a Francia y Gran Bretaña a responder con la misma moneda. Y pensar que todo había comenzado cuando Gavrilo Princip, otro joven nacionalista (serbio, esta vez), había mandado al más allá al heredero del trono austrohúngaro, el archiduque Francisco Fernando, y a su controvertida esposa, Sofía Chotek, mientras a bordo de un flamante automóvil Gräf & Stift se daban un baño de multitudes en Sarajevo que acabaría en un baño de sangre.

Pero si en el terreno de lo general todo era violencia y guerra y destrucción, en la esfera de lo particular asomaba por fin la alegría: cuando el König Wilhelm II hizo escala en Bilbao, Pablo descubrió que se había convertido en tío. Se acercó a Baracaldo con la imprudencia de quien intuye que la felicidad que le espera bien vale el riesgo que corre y tuvo la recompensa de encontrar a Julia en casa de su madre, dándole el pecho a una preciosa niña llamada Teresa. Cuando pudo cogerla en brazos, la agarró por las axilas y frotó su nariz con la de la criatura, tal como le había explicado Rocafú que se besaban los esquimales. Y cuando la niña rompió a llorar, Pablo desenfundó el regalo que le había traído de Argentina, como el mago que saca un conejo de la chistera: un sonajero de lata que consiguió dormirla con su rítmico tintineo. Sólo entonces conversó un rato con su madre y con su hermana.

—¿Y mi cuñado dónde está? —preguntó Pablo—. ¿Acaso no tengo derecho a conocer al padre de esta preciosa criatura?

—Ay —respondió Julia—, se pasa el día trabajando en el bufete…, ¡a ver si así nos saca de pobres!

—Avisadme entonces cuando seamos ricos, que volveré a pasar por aquí —bromeó Pablo.

—¿Por qué no te quedas en Baracaldo, hijo? —intervino María—. Dicen que Francia va a entrar en guerra…

—No puedo quedarme, madre.

—¿Por qué? ¿Aún te persigue la policía? Nunca más volvieron a preguntar por ti.

—Eso es buena señal, pero nunca se sabe. Pueden volver en cualquier momento. Y no quiero haceros sufrir inútilmente.

—¿Te parece poco sufrimiento saber que te vas a vivir a un país en guerra? —saltó Julia.

—Francia aún no ha entrado en guerra —matizó Pablo—. Y si lo hace, a los españoles no va a ocurrirnos nada: no nos pueden obligar a combatir en sus filas. A no ser que España tome partido por uno u otro bando, claro. Pero en ese caso, también aquí las pasaréis moradas…

—No creo —dijo Julia, que desde que supo que traía un nuevo ser al mundo había empezado a interesarse por la política—: Dato ha insinuado que en caso de conflicto España se mantendrá neutral.

—Pues mejor para todos —replicó Pablo con cierta vehemencia—. Las guerras sólo sirven para que los ricos sigan siendo ricos y los pobres, pobres. Y para distraer a los trabajadores de la verdadera lucha, claro.

—Chssst —pidió silencio la recién estrenada abuela—, que despertarás a la niña.

Pero la niña ya había roto a llorar otra vez.

Pocas horas después, Pablo estaba en alta mar, camino de El Havre.

Tras el asesinato de Jaurès y la entrada de Francia en la contienda, las hostilidades tomaron una dimensión extraordinaria: media Europa estaba implicada y la otra media asistía atónita a un conflicto que iba a dejar diez millones de muertos. Pero aún faltaban cuatro largos años para poder hacer el recuento. España, tal como había pronosticado Julia, prefirió mantenerse al margen y proclamó de buenas a primeras su neutralidad: el mismo día que Francia movilizaba sus tropas, La Época (uno de los diarios más cercanos al gobierno del presidente Dato) titulaba su editorial «Neutrales» y hacía una acérrima defensa de la no implicación en la contienda, pidiendo a la opinión pública que secundase su postura. Por si no fuera suficiente, incluso el ex presidente Maura decidió apoyar la neutralidad con estas palabras: «España ni puede, ni quiere, ni debe ir a la guerra». Y no es de extrañar, pues menudo berenjenal para Alfonso XIII, siendo su esposa británica y austríaca su señora madre.

Recién desembarcado, Pablo asistió al inicio de la conflagración con una mezcla de rabia y de estupor. Francia, un país que había visto nacer a hombres como Proudhon o diarios como La Révolte, había sido siempre para los anarquistas un modelo de lucha, un ejemplo a seguir para la clase obrera. Su participación en una guerra capitalista no podía verse sino como el fracaso de los ideales revolucionarios de herencia jacobina y como la muestra fehaciente de que el nacionalismo chovinista le había ganado la batalla al internacionalismo proletario. Así que Pablo decidió que lo mejor que podía hacer era quedarse en el país e intentar divulgar las ideas pacifistas del vilmente asesinado Jean Jaurès, aunque fuese a costa de poner en peligro su propia vida. Y no se le ocurrió nada mejor que dirigirse a París, la ciudad donde había sido engendrado, pensando que allí los anarquistas estarían mejor organizados que en El Havre. Lo primero que hizo fue ponerse en contacto con dos viejos amigos: Robinsón, que seguía viviendo en su comuna de Lyon, y Ferdinando Fernández, el antiguo redactor de El Castellano. Al primero quería convencerlo para que se uniese a él en su cruzada antibelicista; al segundo quería ofrecerle sus servicios como corresponsal del diario salmantino, una figura que por entonces empezaba a ponerse de moda y que la gran contienda contribuiría a consolidar. Al fin y al cabo, aquélla podía ser una manera de ganarse la vida y una palestra perfecta para denunciar los horrores de la guerra. Además, la idea no era tan disparatada como pudiera parecer a primera vista, pues por aquellas fechas empezaron a publicarse en los principales diarios europeos anuncios de jóvenes que se ofrecían para cubrir la información del conflicto desde el mismo lugar de los hechos, y los españoles no fueron una excepción: «Joven inteligente y culto —se podía leer a principios de agosto en La Vanguardia—, hablando francés, inglés e italiano y que ha viajado por Europa, se ofrece como redactor en la guerra a periódico de importancia». El diario barcelonés fue, precisamente, el primero en España que envió corresponsales a las capitales de los países beligerantes.

Sin embargo, desde que estalló la guerra, los servicios postales y telegráficos estaban intervenidos, por lo que las cartas que envió Pablo a sus amigos tardaron en ser contestadas. Cuando por fin llegaron, al menos trajeron buenas noticias. La primera fue la de Robinsón y terminaba diciendo: «¿Sabes qué? Que en cuanto pueda voy para allá. Esto se ha puesto insoportable en los últimos tiempos». La de Ferdinando se demoró aún más, aunque por motivos justificados: El Castellano llevaba varios años editándose únicamente como semanario y ya no lo dirigía don Cándido, el viejo poeta ciego; pero con el estallido de la guerra se abría la posibilidad de recuperar la tirada diaria, pues los lectores estaban ávidos de noticias frescas. Ferdinando trasladó la propuesta de Pablo a los nuevos dueños del rotativo y esperó a que tomasen una decisión definitiva, que no se produjo hasta la batalla del Marne, cuando las tropas francesas repelieron la ofensiva alemana sobre París e hicieron fracasar el Plan Schlieffen, demostrando que la campaña militar iba a ser bastante más larga de lo esperado. Finalmente, El Castellano volvió a salir a diario a partir del primero de octubre y fue el propio Ferdinando el que redactó el editorial, con su habitual estilo inflamado y enfático: «Por espacio de algún tiempo —comenzaba diciendo— estuvo germinando en nuestra mente la idea de hacer de El Castellano un diario digno de nuestra querida Salamanca. Al fin hoy, primero de octubre, vemos cumplidos estos constantes y vehementes anhelos, poniéndonos en comunicación diaria con nuestros queridos abonados, a los que nos debemos y hemos de defender y servir en sus legítimas aspiraciones, cuéstenos lo que nos cueste». Y concluía con una exaltada proclama, en sintonía con los belicosos tiempos que corrían: «En sus columnas tendrá cabida cuanto tienda al bien de nuestra olvidada Salamanca y de sus habitantes todos, siguiendo el lema que al comenzar a publicarse El Castellano lanzamos a los cuatro vientos y que es: Independencia, Orden, Progreso, Moralidad y Justicia. Y ahora a luchar por este lema, que lucha hay para rato».

Por entonces, Pablo ya había obtenido en el Quay d’Orsay su credencial como corresponsal de guerra en el frente occidental, aunque las condiciones que había impuesto El Castellano fuesen más que espartanas: la paga sería la misma que si trabajase en Salamanca, los gastos de alojamiento correrían por su cuenta y ni siquiera podría firmar los artículos, sino que se limitaría a mandar la información para que fuesen otros los que le diesen forma. «Es todo cuanto podemos ofrecerte —le había telegrafiado Claudio Gambotti y Ragazzi, el nuevo director del rotativo—. O lo tomas o lo dejas». Y lo tomó, qué remedio, pues ni él era Edwin Weigle, ni El Castellano el Chicago Tribune. En España, la gloria se la iban a repartir unos pocos, los Gaziel, Salvador de Madariaga, Ramiro de Maeztu, Julio Camba, Corpus Barga o Armando Guerra, el cínico seudónimo de Francisco Martín Llorente, teniente coronel y cronista germanófilo. La gran mayoría, sin embargo, se tendría que conformar con intentar dignificar el oficio de periodista desde la abnegación y el anonimato.

De todos modos, a Pablo nunca le gustó alardear de lo vivido durante la Gran Guerra, ni hablar de sus experiencias como corresponsal. De hecho, cuando años después entusiasmara a la pequeña Teresa contándole las aventuras de su ajetreada vida, haría muy pocas alusiones a aquel período infausto. «Yo apenas logré divisar el rostro de Marte», diría con cierta ironía poética, intentando quitarle importancia al asunto. Pero leyendo los artículos de El Castellano puede uno imaginarse perfectamente los horrores que debió de presenciar. Por suerte, tuvo cerca a su amigo del alma, Roberto Olaya, que se había dejado crecer más aún la barba y el cabello, con lo que el apodo robinsoniano le venía que ni pintado: a finales de octubre llegó a París y entre los dos consiguieron mantener los pies en el suelo y la cabeza sobre los hombros. Bueno, entre los tres, y no porque Robinsón llegara acompañado de Darwin, el fiel perro de aguas que había pasado a mejor vida, sino porque apareció de la mano de su «compañera sentimental», como él mismo la llamó:

—Pablo —le dijo después del ritual abrazo de boxeador—, te presento a Sandrine, mi compañera sentimental.

Enchantée —dijo la joven, alargando la mano y haciendo una leve genuflexión, muy teatral. Tenía los ojos de ese azul desganado que los ingleses llaman gris, el pelo del color del fuego y una curiosa voz grave, afelpada, debida probablemente a que había nacido con dos úvulas, o más bien con una sola que se dividía en dos cuando pasaba el aire. Pero eso Pablo aún no lo sabía.

—Entrad, entrad, no os quedéis ahí fuera.

Pablo había alquilado un cuartucho en una pensión cercana al hotel Victoria Palace, centro de operaciones de los periodistas extranjeros que habían llegado a París para cubrir la contienda. Les ofreció asiento en las dos sillas desparejas que había en la estancia y él se acomodó sobre la cama de hierro, flanqueada por un alto ropero de pino y un estante con algunos libros. Completaban el cuadro una mesa y un lavatorio con su palangana, su jarra y su jabonera.

—¿Habéis tenido problemas para llegar? —preguntó Pablo en francés.

—Puedes hablar en español —dijo Robinsón.

—Sí, mi abuelo era gallego, de O Grove —dijo Sandrine con un acento más que aceptable.

—Ah, muy bien —se alegró Pablo, pues su francés todavía no era tan fluido como hubiera deseado.

—Hombre, problemas, lo que se dice problemas —respondió Robinsón a la pregunta—, no hemos tenido. Aunque como no somos franceses, nos han registrado varias veces las maletas: parece ser que hay mucho espía suelto entre los ciudadanos de los países neutrales…

—Ah, entonces ¿no eres francesa? —le preguntó Pablo a Sandrine.

—No, suiza.

La historia de Sandrine tenía miga. Hija de un rabino de Ginebra, se fugó de casa siendo todavía adolescente y, tras recorrer medio mundo, acabó llegando a Lyon. Sin un franco en el bolsillo y con más hambre que esperanza, una noche decidió poner fin a su vida lanzándose desde el puente de la Guillotière a las negras aguas del Ródano. Pero Robinsón, que por entonces se ganaba el pan como retratista en la ciudad alpina, la agarró por la cintura en el último instante: aquella misma noche, Sandrine se iba con él a la comuna vegetariana en la que vivía desde que abandonara Barcelona. Pero el estallido de la guerra había acabado por disgregar al grupo de naturistas: algunos huyeron de Francia, otros se escondieron en los Alpes, y hubo quien llegó a enrolarse en el Ejército, argumentando que sólo en un país libre se puede vivir libremente. Incluso Robinsón, a pesar de su ostensible cojera, había recibido presiones para inscribirse como voluntario extranjero en las oficinas de las Amitiés Françaises, que tuvieron un alud de alistamientos durante los primeros días de la guerra. Así que cuando recibió la carta de Pablo, no se lo pensó dos veces: habló con Sandrine, hicieron las maletas y tomaron el tren con destino a París.

—¿Y sabes algo de Ángela? —inquirió Robinsón.

Pablo esperaba aquella pregunta, pues en las cartas que le había escrito a su amigo desde Argentina nunca le había hablado del asunto. Pero en algún momento tendría que hacerlo. Le contó sin muchos detalles la escena de la calle Alcalá y no volvió a sacar más el tema: Ángela se había convertido en un recuerdo peligroso.

Aquel mismo día, Robinsón y Sandrine alquilaron una habitación en la pensión en la que vivía Pablo y no tardaron en encontrar el modo de ganarse la vida: Robin siguió explotando su habilidad para el dibujo en las estaciones de tren y en las puertas de las oficinas de reclutamiento, donde los jóvenes soldados se dejaban retratar por unos pocos francos, inmortalizándose junto a novias, madres o hermanas antes de dirigirse al matadero, y Sandrine empezó sirviendo copas en un cabaret de la rue de Montmartre, hasta que un día la escucharon cantar mientras fregaba los suelos y acabó convertida en una auténtica vedette, con el muy judío y provocativo nombre artístico de Sanhédrine.

Durante los primeros meses del conflicto, Pablo aprendió a marchas forzadas su nuevo oficio: las batallas del Somme y del Yser, que tuvo que cubrir sin poder salir de París, le hicieron comprender que el principal enemigo del corresponsal de guerra no es el miedo, ni la impotencia, ni el cansancio, sino la censura que llevan a cabo los países contendientes. Para que la guerra pudiese continuar su curso, había que mantener inflamado el espíritu patriótico de los ciudadanos, y eso sólo podía hacerse ocultando la verdad de lo que ocurría en los campos de batalla, especialmente en el frente occidental, que más bien parecía un campo de exterminio. Los periódicos de los países neutrales entendieron pronto la jugada y muchos llegaron a aceptar dinero de los servicios de propaganda de uno u otro bando. A pesar de todo, se prohibió a los periodistas extranjeros acercarse al frente, concediéndoles a cambio la gracia especial de poder usar los servicios telegráficos que habían sido intervenidos, siempre y cuando redactasen sus despachos en francés para poder pasar el visto bueno de los censores. De modo que a Pablo no le quedó otra opción que ejercitarse en la lengua de Rabelais y aceptar que poco podría hacer a favor del pacifismo con los comunicados oficiales que los periodistas recibían dos veces al día y la estricta ley de prensa del Gobierno francés, que prohibía «toda información o artículo cuya esencia pueda favorecer al enemigo y ejercer una influencia nociva en el espíritu del Ejército y de las poblaciones», con penas en metálico y hasta de cárcel para los infractores. Y puesto que la defensa de posturas antibelicistas sólo podía interpretarse como un signo inequívoco de influencia nociva, Pablo tuvo que aprender a escribir entre líneas.

No fue hasta mediados de noviembre cuando pudo participar en su primera «excursión» al campo de batalla, organizada expresamente para un grupo de periodistas internacionales por el ministro de Negocios Extranjeros, Théophile Delcassé, uno de los principales artífices de los pactos que habían concluido en la Triple Entente, la alianza entre franceses, rusos y británicos. Pero la oferta tenía truco: no se trataba de ir a cubrir los enfrentamientos, sino de pasearse por los escenarios donde había tenido lugar la batalla del Marne, territorio que se encontraba ya en poder del ejército aliado. Las puertas de París estaban adornadas aún con alambres de espino y parapetos de acero, recordatorio de los días en que el ejército alemán había estado a punto de llegar a la capital de Francia. Varios centinelas examinaron con atención los papeles de los reporteros antes de dejarlos subir al automóvil militar que debía trasladarlos al escenario del crimen (pues una guerra no es más que un crimen generalizado). Los primeros kilómetros fueron extrañamente apacibles, con esa falsa calma que antecede a la tormenta, pero al llegar a las inmediaciones del Marne el decorado cambió por completo: los bonitos y pintorescos pueblos que habían atravesado hasta entonces dieron paso a las primeras casas en ruinas, los primeros hogares saqueados, los primeros techos incendiados. Como a los habitantes de Pompeya, la devastadora lava de la invasión alemana había sorprendido a los vecinos, que dejaron a medio hacer todo lo que tenían entre manos: la comida en el hornillo, la ropa en el tendal, la muñeca de trapo junto al abrevadero… Personas, al principio, encontraron más bien pocas: a lo sumo alguna que otra viejecita con la expresión adusta y desnortada de quien lo ha perdido todo de la noche a la mañana. Sólo al llegar a poblaciones más populosas, como Meaux o Montmirail, pudieron hablar por fin con testigos de los acontecimientos, que se mostraron encantados de explicar a los periodistas lo ocurrido durante los días que duró la ocupación alemana, probablemente para exorcizar sus demonios. Y fue entonces, al escuchar los crudos relatos de aquellas pobres gentes, cuando Pablo comprendió que la guerra es el mayor veneno que ha inventado el hombre:

—Doy gracias a Dios —les aseguró un anciano maestro de Meaux, que se había quedado ciego años atrás— por no haberme dejado ver con mis propios ojos los horrores de esta guerra. Si no, me los habría arrancado yo mismo, como Edipo. —Dos lágrimas enormes y espesas surcaron sus mejillas al añadir—: Ojalá me hubiese arrebatado todos los sentidos, porque el vino me sabe a sangre, el pan me huele a muerto y el canto de los gallos se me antoja el grito de las muchachas violadas. —Sacó del bolsillo un pañuelo arrugado, se sonó la nariz ruidosamente y despidió a los reporteros con voz quebrada y palabras amargas—: Cuando era joven, Montaigne creía que la filosofía debía enseñar a morir. Pero al hacerse mayor, descubrió que no, que era todo lo contrario, que la filosofía debe enseñar a los hombres a vivir y a dejar vivir. Ojalá los que gobiernan hubiesen leído más a Montaigne y menos a Napoleón.

Pablo no pudo quitarse de la cabeza aquellas palabras durante el resto de la excursión, ni siquiera al contemplar los valles agujereados como quesos de Gruyère por el impacto de los obuses, o al contar las innumerables banderitas tricolores que ondeaban señalando los muertos sepultados bajo la tierra húmeda de las trincheras. En aquel momento, más que nunca, tuvo la certeza de que la bandera negra de los anarquistas, la bandera que es la negación de todas las banderas, es la única que merece la pena izarse en esta vida. Y a partir de aquel día, durante casi dos años, se despertó cada mañana con las palabras del viejo maestro ciego resonando en sus oídos. Hasta que tuvo lugar la batalla de Verdún.

Las palabras, entonces, dejaron de servir.