LA expedición encargada de irrumpir por Cataluña no tuvo mejor suerte: al llegar a Perpiñán los anarquistas se reunieron en los alrededores de la ciudad, y algunos pasaron la frontera. Fue en ese momento cuando la Gendarmerie, también al corriente de la trama gracias a las confidencias de la policía española, decidió actuar: detuvo a 22 hombres de una partida de 38 expedicionarios armados con pistolas, mientras que el resto optaba por dispersarse en desorden, y medio centenar lograba llegar al Pirineo, donde hubieron de dar marcha atrás por la presencia de varios regimientos, escalonados a lo largo de la frontera con ametralladoras y artillería.
EDUARDO GONZÁLEZ CALLEJA,
El máuser y el sufragio
Todavía es noche cerrada en la pintoresca villa de Vera cuando, en la fría madrugada del domingo 9 de noviembre de 1924, los gritos de Caracortada despiertan a los prisioneros que han podido conciliar el sueño. Hoy van a ser enterrados en las fosas 19 y 20 de la primera parcela del cementerio de Vera los dos guardias civiles muertos en la refriega, Aureliano Ortiz Madrazo y Julio de la Fuente Sanz, pero ni Pablo ni sus trece compañeros de cautiverio van a estar aquí para escuchar cómo las campanas de la iglesia de San Esteban tocan a muerto, pues los gritos de Caracortada anuncian un traslado inminente. Y decimos bien al anotar que son catorce los rebeldes, ya que aparte de los que asistieron a la sesión de fotos del viernes por la tarde, hay que sumar a otros dos detenidos ayer: Gregorio Izaguirre, un carpintero de Santurce domiciliado en París, con barba y mirada adusta, y Anastasio Duarte, al que conocemos por haber participado en la juerga en casa de madame Alix y haberse vendido por una mísera dosis de cocaína. De modo que sólo los heridos más graves (Bonifacio Manzanedo y Enrique Gil Galar, debidamente custodiados en sus camas del Hospital de la Misericordia) van a oír las campanadas de un entierro al que asistirá casi todo el pueblo de Vera. Una vez terminado el sepelio, se acercará hasta el hospital el obispo de Pamplona, monseñor Múgica, todavía con la mitra puesta, para dar los sagrados sacramentos al burgalés, cuyo estado es crítico tras haberle sido amputada la pierna. Sin embargo, ni Bonifacio ni Enrique escucharán campanada alguna cuando sean sepultados sus compañeros Luis Naveira y Abundio Riaño, que seguirán aún dos días más en el depósito municipal durmiendo el sueño eterno sobre bloques de hielo vivo, hasta que los enterradores se dignen darles sepultura. Por ellos nadie va a tocar a muerto, pues el corazón del Señor no tintinea para los suicidas, los asesinos y los niños sin bautizar: su clemencia sólo llega a darles el bochornoso cobijo de la más común de las fosas.
La muerte de Abundio Riaño ha sido especialmente controvertida. Tras huir al monte en solitario después de la refriega, el Maño deambuló desorientado toda la noche y parte de la mañana buscando refugio en los caseríos que encontraba en su camino, donde ofrecía dinero a quienes lo albergaran y ocultaran. Pero nadie se prestó a ello, y algunos incluso se negaron a indicarle el camino a seguir para llegar a Francia. A las doce del mediodía fue descubierto a la altura del mojón número 10 por el cabo de la Guardia Civil de Sunbilla, Trinidad Gastériz. Riaño intentó ocultarse entre unos helechos, pero al oír el «¡Alto!» no tuvo más remedio que levantar las manos a modo de rendición. Sin embargo, el cabo desconfió y, creyendo que se trataba de una estratagema (o tal vez vengando la muerte de sus compañeros), disparó varias veces su fusil máuser, con tan buena puntería que una de las balas le atravesó el corazón al indefenso revolucionario. Lo cual no explica por qué, para sorpresa de los forenses, el muerto presentaba también diversas heridas producidas por perdigones de caza. Sea como fuere, la bala que se incrustó en su corazón atravesó por el camino una carta que Abundio llevaba en el bolsillo de la camisa, una breve carta dirigida a su madre y que nunca llegó a enviar. Decía así:
Querida madre, ¿cómo está? Yo estoy bien, no se preocupe por mí. Si Dios quiere podremos volver a reunirnos bien pronto, en una España nueva, diferente, más libre. Cuídese y cuide de mis hermanos, dígales que cuando vaya a Zaragoza les llevaré muchos regalos. La quiere con devoción, su hijo Abundio.
La carta estaba escrita en el reverso de un folleto que anunciaba crecepelos.
Por su parte, Pablo fue devuelto a los calabozos ayer por la mañana, después de una noche en el hospital bastante más tranquila de lo que había augurado el doctor Gamallo, y volvió a ocupar la celda número 6 junto a Julián Santillán. El día transcurrió sin sobresaltos hasta la llegada de los dos nuevos detenidos, a quienes Carapartida trató con el mismo desdén que a los demás. Primero llegó el carpintero Izaguirre, que pasó a compartir cubículo con Vázquez Bouzas, y luego Anastasio hizo lo propio con Francisco Lluch, al que a media tarde se le fue la cabeza y empezó a gritar que era inocente, que él no había hecho nada, que él estaba allí encerrado por error. Carapartida lo solucionó a su manera, sacándolo del cubil y propinándole una somanta que le quitó las ganas de volver a abrir la boca, demostrando con un ejemplo irreprochable cómo se arreglan los problemas en esta España de Primo de Rivera:
—¡También Jesucristo era inocente, hijo de perra, y acabó en la cruz dando patadas!
Lo triste es que si hay algún inocente entre los detenidos, ése es precisamente Francisco Lluch, el desertor que se unió al grupo revolucionario con el único objetivo de conseguir cruzar la frontera para llegar a tiempo de ver a su padre exhalar el último suspiro.
Tras el refrigerio nocturno y el vaciado de zambullos, los catorce presos intentan conciliar el sueño, pero en mitad de la oscura y fría noche, sorprendiendo incluso a los gallos que aún duermen, son sacados de sus mazmorras y llevados por parejas hasta los arcos de la plaza del Ayuntamiento, donde aguardan dos camiones de la Guardia Civil para trasladarlos a la Prisión Provincial de Pamplona. Es entonces cuando Leandro y Julianín descubren que Pablo también está entre los detenidos. Según van llegando a la plaza, los reparten entre los dos vehículos como cerdos destinados al matadero, esposándoles los pies a las banquetas y las manos a las barras metálicas que sostienen el techo de lona del furgón celular. A la cabina del primer camión suben tres guardias civiles, mientras sólo dos montan en el segundo, pues transportan también una caja con las armas requisadas a los sediciosos y el fusil destrozado del guardia Ortiz, como pruebas judiciales para la vista que deberá celebrarse en breve. Un automóvil de Carabineros cierra la expedición, que pone rumbo a Pamplona entre tinieblas, dejando que los prisioneros puedan conversar por primera vez desde que fueron arrestados, con sus voces medio ahogadas por el rugido de los motores. Al primer camión han subido los que estaban en las celdas impares y al segundo los de las pares, aunque en el último momento, para compensar los grupos, Julianín ha sido trasladado al segundo furgón, donde se ha encontrado con sus amigos Pablo y Leandro, además de con el ex guardia Santillán, el desertor Francisco Lluch, el enjuto Justo Val y Anastasio Duarte, que en cuanto la comitiva se pone en marcha empieza a blasfemar y a intentar doblegar la barra metálica a la que está esposado.
—No te esfuerces —le advierte Santillán, que conoce bien estos camiones—. Necesitarías la fuerza de cincuenta hombres para poder romperla.
Pablo y Leandro se buscan los ojos en la oscuridad, pero son sus voces las que se encuentran, sólo separadas por el escuchimizado cuerpo de Justo Val:
—Che, Pablo, tenía la esperanza de que por lo menos vos… —empieza el argentino, dejando la frase a medias—. ¿Y Robinsón?
—No sé, creo que consiguió escapar, estábamos muy cerca de la frontera cuando me atraparon.
—Sí, nosotros también estuvimos a punto de conseguirlo. ¿Qué tal tu herida?
—Bueno, podría haber sido peor. ¿Y tú cómo estás, Julianín? —quiere saber Pablo, que no puede evitar sentirse responsable del muchacho que tiene enfrente.
—Bien —es todo lo que atina a responder su antiguo ayudante, sin molestarse ya por el diminutivo.
—¿Alguien sabe adónde nos llevan? —interviene Justo Val, que de tan escuálido parece un espectro llegado de un mundo de dos dimensiones.
—Yo le he oído decir a uno de los guardias que vamos a Pamplona —asegura Lluch.
—Entonces nos llevarán a la Prisión Provincial —deduce Santillán—. Y de allí no se escapa ni Dios.
El silencio cae de nuevo como una losa sobre los presos, con la música de fondo del motor de los camiones. Por las rendijas se filtra un aire gélido que hace castañetear los dientes a más de uno. Inesperadamente, es Julianín el que rompe el silencio:
—Si nos trasladan a Pamplona es porque tienen miedo de que vengan a rescatarnos —balbucea el ex cazador de erratas, que desde que disparó contra los guardias en la cantera de Argaitza no ha conseguido recobrar el valor que le hizo abandonar París.
—No, si nos trasladan a Pamplona es porque ya no cabíamos en ese estercolero —opina Leandro, siempre más pragmático.
—Si nos trasladan a Pamplona —sentencia cabalmente Santillán —es porque quieren juzgarnos lo antes posible. Y la única esperanza que nos queda es que la revolución haya triunfado en Cataluña y se extienda por toda España.
—Ah, pero ¿no os habéis enterado? —interviene Anastasio Duarte, que ha sido el último detenido en llegar al cuartel de Carabineros—. Los de Perpiñán ni siquiera consiguieron cruzar la frontera y en San Juan de Luz han detenido a varios de los nuestros, entre ellos a Durruti.
—Pero ¡qué carajo decís! —se exalta Leandro, que de no haber estado atado de pies y manos lo más probable es que se hubiera abalanzado sobre Anastasio, como hacía de chico en su barriada de General Rodríguez cuando alguno de sus compañeros le mentaba la madre.
—¿Estás seguro de eso? —pregunta Santillán.
—Es lo que le oí decir a uno de los que me atrapó ayer en el monte.
—Entonces estamos jodidos.
Como una guillotina, el desánimo se desploma sobre los prisioneros, cortándoles las ganas de hablar durante el resto del trayecto, ya que lo apuntado por Anastasio no se aleja demasiado de la verdad, tanto en lo referente a Perpiñán como en lo relativo a las detenciones de San Juan de Luz. El hombre no conoce más detalles, pero lo cierto es que la intentona revolucionaria ha fracasado rotundamente. Para empezar, cuando Durruti, Vivancos y otros ocho anarquistas descendieron del tren el viernes de madrugada, la noticia de que algo grave acababa de ocurrir en Vera ya había traspasado la frontera y la policía de San Juan de Luz estaba al acecho, por lo que tuvieron que abandonar la caja con rifles que traían facturada desde París. Durruti montó en cólera cuando Juan Riesgo le informó de lo sucedido, pues la precipitación lo había echado todo a perder al no haberse respetado la más sagrada y elemental de las reglas: la máxima coordinación entre los distintos grupos rebeldes. Pero tampoco tuvo demasiado tiempo para lamentarse, porque mientras discutía con Juan Riesgo y los demás compañeros llegados de París, fueron descubiertos y detenidos por la policía francesa, sin que pudieran oponer ninguna resistencia. El mismo viernes, muchos de los rebeldes que huyeron tras la refriega y consiguieron cruzar la frontera antes del alba fueron detenidos en los alrededores de San Juan de Luz y otras poblaciones vecinas, como Sarre, Ascain o Hendaya. En total, más de veinte facciosos han caído desde entonces en manos de los gendarmes y están a la espera de ser repatriados, aunque con un poco de suerte conseguirán que las autoridades francesas los deporten a Bélgica antes de que el Gobierno español tramite la solicitud de extradición. Entre ellos está Robinsón, que fue detenido cerca de Ascain mientras se curaba en una fuente las llagas de los pies, aunque lo que más le dolió fue que le obligaran a separarse de su fiel Kropotkin, con quien ya planeaba una nueva incursión en territorio español para intentar liberar a Pablo. Sin embargo, no está entre los detenidos el Maestro, que aunque consiguió cruzar la frontera con su balazo a cuestas fue descubierto por la policía junto a un paso a nivel entre las estaciones de Urruña y San Juan de Luz, perdió los nervios y acabó comprando su último boleto bajo las ruedas chirriantes del tren rápido procedente de París.
Mientras tanto, al otro lado de los Pirineos, en Perpiñán, la noticia de lo ocurrido en Vera cogió por sorpresa a Francisco Ascaso y a los casi doscientos hombres (y mujeres) que esperaban la señal definitiva para cruzar la frontera y liberar a los anarquistas presos en el penal de Figueras. Aunque es probable que fueran ellos los que actuaron con retraso, porque la misma mañana del viernes, mientras Pablo era conducido al calabozo de Vera, se produjo un intento frustrado de asaltar el cuartel de Atarazanas de Barcelona, perpetrado por los anarquistas catalanes, entre quienes se encontraba Gregorio Jover, «el Chino». Varios grupos de revolucionarios se congregaron alrededor de la fortaleza, esperando que algunos militares del interior —supuestamente comprometidos con la intentona— les abrieran las puertas. Pero allí nadie abrió puerta alguna y los rebeldes empezaron a levantar sospechas, hasta que apareció la policía y tuvo lugar un intenso tiroteo. En el enfrentamiento cayó abatido el guardia de seguridad Bruno López y fueron capturados los anarquistas Josep Llàcer y Juan Montejo, que ahora esperan en la cárcel Modelo de Barcelona el juicio sumarísimo que debe celebrarse mañana lunes, 10 de noviembre, aunque ya podemos adelantar que terminará con el cuello agarrotado de Llàcer y Montejo en el patio de la propia cárcel, el primero escupiendo a su verdugo y dando vivas a la revolución, y el segundo abrazado a un crucifijo.
Así las cosas, con la policía francesa y la española alertadas por lo ocurrido en Vera y en Barcelona, los cientos de revolucionarios llegados a Perpiñán tuvieron que dispersarse para no llamar la atención. La mayoría decidió quedarse en Francia, donde varias decenas de anarquistas y sindicalistas fueron detenidos por los gendarmes, acusados de tenencia ilícita de armas y falsificación de documentos personales. Sin embargo, medio centenar de valientes se acercaron a la frontera y esperaron en la falda pirenaica la llegada del contacto que debía guiarles para entrar en España. Pero el compañero les trajo malas noticias: varios regimientos del Ejército, con ametralladoras y artillería, les estaban esperando escalonados a lo largo de la frontera, en un alarde de coordinación y rapidez nunca visto en las fuerzas armadas españolas. A no ser que ya estuvieran sobre aviso, claro. Además de Francisco Ascaso, entre los cincuenta valientes que debieron dar marcha atrás con el rabo entre las piernas se encontraba Valeriano Orobón, quien aparte de traducir al español la letra de A las barricadas, también dejará escritas para la posteridad estas sentidas palabras: «Aquel día, en plena montaña, a mil metros sobre el nivel del mar, vi llorar a muchos de esos cincuenta hombres que lamentaban no poder ofrendar sus vidas a la revolución. Ascaso estaba entre ellos. Durruti entre los de Vera. Jover entre los que atacaban el cuartel de Atarazanas en Barcelona. Fue una tentativa ingenua, torpe, todo lo que queráis; pero había en esos hombres una gran pasión revolucionaria. Merecen por ello el respeto de todos. Fracasaron, eso es todo. ¡Hemos fracasado tantas veces! Pero, al fin, triunfaremos». Unas veces se gana y otras se pierde, Valeriano, y tras la dictadura de Primo vendrá la República, y luego la dictadura de Franco, que tú ya no verás, y más tarde la democracia, que ni siquiera llegarás a imaginar, aunque la letra de tu canción conseguirá sobrevivirte.