(1913-1914)
Tras la parada neoyorquina, el Victoria continuó rumbo al sur, con Pablo y Vicente haciendo planes de futuro. A los dos les hubiese gustado quedarse en Nueva York, pero el servicio de inmigración no se lo habría puesto nada fácil. Así que se consolaron pensando que Argentina era un país lleno de oportunidades:
—En Buenos Aires están los compañeros de la FORA —dijo Vicente nada más zarpar, demostrando que en su cabeza tenía un mapamundi marcado con banderas negras.
—¿Y qué es la FORA? —preguntó Pablo, menos versado en anarquismo internacional.
—La Federación Obrera Regional Argentina —recitó Vicente—. Me ha dicho Pepín que vayamos allí y preguntemos por un español al que llaman Rocafú, que él nos podrá introducir en el movimiento y conseguirnos algún trabajo.
La primera escala la hicieron en La Habana, la segunda en Puerto Cabello y poco después cruzaron el ecuador, excusa que propició una sonada fiesta entre los pasajeros de primera, con baile y mascarada, que a punto estuvo de terminar en tragedia: Vicente Holgado sedujo a la hija de un rico ganadero de Rosario y no se le ocurrió nada mejor, al terminar la fiesta, que concretar sus escarceos en el interior de uno de los botes de salvamento. Pero la argolla que sujetaba el extremo posterior de la barca acabó por soltarse con tanto ajetreo y estuvieron a punto de caerse al mar y ser tragados por las olas. Los gritos de la joven alertaron a los pocos pasajeros que aún quedaban en cubierta y los temerarios amantes pudieron ser rescatados, pero no se libraron de pagar por la osadía de sus actos: la chica no volvió a salir del camarote durante el resto del viaje, alegando una terrible cefalea, y Vicente fue retirado del servicio de primera clase para dedicarse a limpiar las letrinas de tercera hasta el final del trayecto.
Antes de llegar a Buenos Aires, hicieron paradas en Recife y en Río de Janeiro, donde Pablo intentó saber si era verdad lo que le decía su padre: que en el hemisferio sur el agua se cuela en el sumidero dando vueltas en sentido contrario a como lo hace en el hemisferio norte; pero le resultó imposible comprobarlo… ¡porque había olvidado en qué sentido giraba el agua en España! Luego, a medida que se acercaban al Río de la Plata, empezaron a notar la proximidad del invierno austral. Y cuando los remolcadores arrastraban al Victoria hacia los muelles de Puerto Madero, Pablo y Vicente subieron al puente de mando para decirle al capitán que se quedaban en Argentina. El hombre dio varias caladas rápidas a su puro habano, mientras se frotaba las manos para entrar en calor y se balanceaba sobre las piernas:
—Ya lo sabía —rezongó—. Los españolitos siempre me hacéis lo mismo.
Les pagó lo que les debía y les deseó buena suerte.
No fue fácil ganarse la confianza de los anarquistas de Buenos Aires. El Gobierno argentino había llevado a cabo una dura represión tres años atrás, con motivo del asesinato del jefe de policía, Ramón Lorenzo Falcón, a manos del joven ruso Simón Radowitzky, que pretendió vengar la sangrienta represión de la llamada Semana Roja; pero ahora, tras un período de clandestinidad, los anarquistas argentinos que no habían acabado con sus huesos en el penal de Ushuaia volvían a salir poco a poco a la superficie y no querían tener que ocultarse de nuevo por la llegada de emigrantes europeos con demasiada facilidad para apretar el gatillo. Lo curioso es que si Pablo había acabado desembarcando en Buenos Aires era por el efecto en cadena producido tras la bomba lanzada contra el jefe de policía: 1) decreto urgente de expulsión de casi trescientos extranjeros bajo el amparo de la Ley de Residencia; 2) entre los deportados se encuentra el español Manuel Pardinas; 3) Pardinas vuelve a España; 4) el presidente Canalejas es asesinado por Pardinas en la Puerta del Sol; 5) Pardinas se convierte en noticia de todos los periódicos e inspira la película protagonizada por Pepe Isbert; 6) Pablo descubre la manera de llamar la atención de Ángela y decide viajar a Madrid; 7) Pablo ve a Ángela, con hija y marido, en la calle Alcalá, visión que acaba frustrando su intento de regicidio; 8) Pablo huye de la capital junto a un viejo conocido, Vicente Holgado; 9) tras cruzar la frontera francesa, deciden viajar a América; y 10) llegan a Buenos Aires y los anarquistas de la FORA los reciben con suspicacia, pues aún está muy reciente el petardazo de Radowitzky y nadie ignora que en España han intentado (una vez más) acabar con la vida de Alfonso XIII.
No obstante, cuando Pablo y Vicente desembarcaron en Puerto Madero llevaban consigo un as en la manga que acabaría abriéndoles las puertas del anarquismo argentino: una carta firmada por Pepín Gómez y dirigida a la atención de Ataúlfo Fernández, alias «Rocafú».
Rocafú había nacido en una masía del litoral catalán perteneciente al municipio de Premiá, aunque muy próxima a Teiá, en cuyo instituto compartió pupitre con el mismísimo Ferrer Guardia, en una de esas casualidades de la vida que al final no lo son tanto. A los dieciocho años, huyendo de una orden de arresto dictada contra él en Barcelona, llenó la maleta con menos ropa que ideales y consiguió atravesar el Atlántico como polizón en un buque de carga. Y aunque ahora vivía retirado en General Rodríguez, junto a su mujer y el pequeño de sus cinco hijos, todavía conservaba entre los ácratas argentinos el prestigio que le había dado ser uno de los fundadores del primer diario anarquista del país, El Descamisado, y haber pertenecido al grupo del mítico Errico Malatesta, quien un cuarto de siglo antes, durante su exilio americano, había organizado una expedición al sur de la Patagonia para encontrar oro y sufragar el movimiento libertario. La empresa resultó un fiasco, pero al menos sirvió para propagar los ideales ácratas y crear el caldo de cultivo necesario para el nacimiento de la FORA, la federación de sindicatos obreros más importante de Argentina, dominada por los anarquistas y cuyo secretario general miraba ahora a los dos españoles que habían entrado en su despacho preguntando por Rocafú. De las paredes colgaban numerosos recortes de prensa y Pablo no pudo dejar de sonreír al fijarse en uno de los más amarillentos, que se hacía eco de la llegada de Malatesta a Buenos Aires: subrayada en carboncillo, resaltaba una frase que el italiano había tomado prestada de Josiah Warren, la misma que Pablo pintó en la catedral de Salamanca y que le valió su primer arresto: «Todo hombre debe ser su propio gobierno, su propia ley, su propia iglesia».
—De modo que traen una carta para don Ataúlfo —dijo el secretario de la FORA mirando el sobre que sostenía Vicente entre las manos—. No suele venir mucho por acá, anda un poco delicado de salud últimamente. Pero si me dejan la carta, yo mismo se la haré llegar.
—Preferiríamos entregársela en persona —rechazó Vicente la oferta.
—Como quieran, pero en ese caso tendrán que ir a Once y tomar el tren hasta General Rodríguez.
—¿Y eso queda muy lejos? —quiso saber Pablo.
—A unos cincuenta kilómetros.
La estación de Once era un edificio neorrenacentista, nuevo e imponente, de una opulencia que contrastaba con la cohorte de «canillitas» que pululaban por sus alrededores, esos chiquillos descalzos, medio desnudos, que olían a orfanato y vendían la prensa a voz en grito. Vicente, al verlos, recordó su infancia como voceador en las calles madrileñas y meneó la cabeza con amargura. Subieron al tren y atravesaron los suburbios de Buenos Aires, hasta salir a campo abierto. Cuando llegaron a General Rodríguez, preguntaron por la casa de don Ataúlfo. Les abrió su mujer, Graciela, y les hizo pasar al dormitorio, donde encontraron a Rocafú fumando en la cama, enfundado en un gorro de lana que usaba para no constiparse, aunque el punto era tan gordo que sobresalían mechones de pelo blanco por todos lados. Usaba gafas sin montura y lucía una barba a lo Proudhon, abigarrada y revoltosa como un enjambre de abejas. Al verlos entrar, los recibió con unos versos revolucionarios:
—«Grato auditorio que escuchas | al payador anarquista | que hace a un lado la vista | con cierta expresión de horror. | Si al decirte quiénes somos | vuelve a tu faz la alegría | en nombre de la anarquía | te saluda con amor» —recitó con voz ronca y un peculiar acento español, levantándose de la cama para estrecharles una mano reseca y agrietada como piel de elefante—. ¿Conocían estos versos?
Pablo y Vicente negaron con la cabeza, pero fue Graciela la que habló:
—Estos muchachos son españoles, Ataúlfo. Vinieron a verte.
—¡Oh, qué gran honor! Entonces querrán saber cómo termina el poema: «Somos esos anarquistas | que nos llaman asesinos | porque al obrero inducimos | a buscar la libertad. | Porque cuando nos oprimen | volteamos a los tiranos | y siempre nos rebelamos | contra toda autoridad». A ver, a ver, ¿qué noticias me traéis de mi querida España?
Sobre la cabecera de la cama había dos fotografías: en la primera, un joven Rocafú abrazaba a Errico Malatesta, que sostenía con la mano libre un enorme témpano de hielo; en la segunda, aparecía orgulloso junto a Graciela el día de su boda, en uno de los primeros matrimonios civiles que se habían celebrado en el país. Aunque seguro que Emma Goldman habría hecho un mohín reprobatorio.
—De España más bien pocas —dijo Vicente—, pero de Nueva York le traemos una carta.
—¿Una carta? ¿De Nueva York? A ver, a ver… Hombre, ¡del bueno de Pepín! Su padre y yo fuimos grandes amigos… Vaya, de modo que queréis instalaros en la Argentina. Veré lo que puedo hacer. Pero primero habrá que celebrar este encuentro, digo yo.
Se acercó hasta la ventana, asomó la cabeza y gritó:
—¡Leandro, ven acá un momento!
Enseguida entró un chico que no tendría más de quince años, pero era alto y fornido como un menhir.
—Anda, trae leña y aviva el fuego, que prepararemos un mate bien amargo para estos amigos españoles.
Y así fue como Pablo y Vicente conocieron al mítico Rocafú, que no tardó en conseguirles trabajo: Pablo se afilió al sindicato de linotipistas y a las pocas semanas entraba a trabajar en La Belladona, una imprenta de tendencia anarquista regentada por el catalán Xavier Nicolau; Vicente, por su parte, encontró empleo en el puerto como estibador y pronto se convirtió en uno de los líderes del gremio. Alquilaron juntos un departamento en la calle Cayena, esquina San Martín, y durante todo un año participaron activamente en los debates suscitados en el seno de la FORA, en la huelga general del mes de octubre o en los mítines de protesta por la nueva ley del voto obligatorio, pero no dejaron nunca de subir a General Rodríguez a visitar a Rocafú y a su familia. Bueno, por lo menos Pablo, porque al llegar la primavera Vicente quedó prendado de una bailarina de tango y empezó a dedicar los domingos a menesteres más rijosos.
—¿Por qué te llaman Rocafú? —le preguntó Pablo a Ataúlfo en una de sus visitas, cuando ya tenía confianza para tutearle.
Rocafú lo miró desconcertado, como si no recordara el origen de su mote. Pero enseguida recuperó la sonrisa:
—Hacía tanto tiempo que nadie me lo preguntaba, que casi lo había olvidado… ¿Ves a mi hijo Leandro? Pues cuando yo llegué a Argentina era como él: fuerte como una roca y ardiente como el fuego. Por eso empezaron a llamarme Ataúlfo Rocafuego; pero estos argentinos son unos vagos y pronto lo dejaron en Rocafú.
—Cuéntame lo de la expedición a la Patagonia —le pidió Pablo en otra ocasión.
—¿Seguro que no te lo he contado ya? —se extrañó Ataúlfo, que empezaba a dudar de sus propios recuerdos.
—Sí, pero me gusta esa historia.
Y entonces Rocafú le contaba por enésima vez aquella aventura que parecía sacada de una novela de Emilio Salgari, las peripecias de la estrafalaria expedición capitaneada por Malatesta que terminó en el Cabo de las Vírgenes, construyendo una cabaña y alimentándose durante varias semanas de nutrias marinas, para volver a Buenos Aires con el rabo entre las piernas y una historia que contar hasta el final de sus días.
—¿Y lo del Quico ya te lo he explicado? —le preguntaba a menudo.
Quico era Francisco Ferrer Guardia, su ex compañero de colegio, cuya muerte motivó una de las últimas grandes gestas de Rocafú: la propuesta de declarar una huelga general en Argentina como protesta por el asesinato de Ferrer. Y vaya si lo consiguió: la FORA convocó una reunión el mismo día del fusilamiento, a la que acudieron unas veinte mil personas, y a la mañana siguiente comenzaba una huelga general que duraría cuatro días.
—Es lo menos que podía hacer por un compañero de clase —bromeaba Rocafú, antes de pedirle a Pablo que le narrara los últimos momentos del famoso pedagogo.
En ocasiones, si se encontraba animado, sacaba su baúl de los tesoros: un viejo cofre de madera repleto de recortes de prensa, con artículos que él mismo había publicado en El Descamisado o en La Protesta Humana, bajo distintos seudónimos. Los ponía encima de la mesa y los miraba como quien mira a un niño recién nacido, antes de soltar un suspiro que sonaba a nostalgia, seguido de una de aquellas preguntas suyas que llevaban implícitas su propia respuesta:
—¿Acaso el anarquismo no es una teoría filosófica, Pablo? ¿Acaso el anarquista no es simplemente aquel que cree que es posible vivir sin el principio de autoridad?
Pero también podía ocurrir que Pablo llegara a General Rodríguez y Rocafú estuviera indispuesto o dormitara todavía, y entonces se dedicaba a charlar con Graciela, que había sido una de las primeras maestras de Argentina en introducir en sus clases nociones de anatomía y de sexualidad, o jugaba al fútbol con Leandro en el patio, un deporte que ya despertaba grandes pasiones en Argentina y que ellos practicaban haciendo balones con calzones viejos y tirando al suelo sus jerséis para marcar las porterías.
Y así llegó el verano, y luego el otoño, y poco a poco Pablo fue haciéndose suya a aquella familia que lo había acogido como a un hijo, mientras intentaba, si no olvidar a Ángela, al menos evitar que se le hiciese un nudo en el estómago cada vez que pensaba en ella. De vez en cuando le llegaban de España noticias felices, que le dejaban sin embargo mal sabor de boca: como el día en que recibió una carta de su hermana anunciándole que el estudiante de Derecho había cumplido su promesa y ya era una mujer casada. No es que no se alegrase, pero lamentaba no haber compartido con ella aquellos momentos de felicidad. En ocasiones así se sentía como lo que era: un exiliado, un prófugo, un fugitivo. Y cuando le llegó la noticia de que Julia estaba embarazada, empezó a pensar en su regreso. Quizá fuera demasiado pronto para poder vivir en España sin riesgo de ser detenido por la policía, pero podía establecerse en Francia y hacer alguna escapada para ver a su familia. Seguro que Robinsón le acogería con los brazos abiertos en su comuna de Lyon. Además, ya tenía ganas de verle a él también, qué demonios.
No obstante, fue la muerte de Rocafú la que le hizo tomar definitivamente la decisión de volver a Europa. El estado de salud del viejo anarquista había empeorado en los últimos tiempos, sobre todo con la llegada del invierno: le costaba respirar y tenía preocupantes pérdidas de memoria. Una mañana de principios de julio, Pablo subió a General Rodríguez y encontró a Graciela desesperada: su marido había salido a dar un paseo la tarde anterior y aún no había vuelto a casa. Cuando se disponían a ir a comisaría a denunciar su desaparición, fue la policía la que llamó a la puerta, trayendo (como siempre en aquella casa) malas noticias: Rocafú había aparecido muerto en un hotel de Buenos Aires, con un disparo en la sien. Sobre la mesita de noche había dejado un billete de cincuenta pesos y una nota que decía: «Para el gerente, por si el tiro me atraviesa el cráneo y le estropea la pared». Y en el bolsillo de su americana, del lado del corazón, encontraron una larga carta dirigida a su mujer y a sus hijos, en la que les pedía perdón por todo lo malo que hubiera podido hacerles en vida y por este último acto de libertad, que esperaba comprendieran:
Alguien dijo alguna vez que lo único que necesita el mal para triunfar es que los hombres buenos no hagan nada —terminaba diciendo la carta—. Y como yo ya no puedo hacer nada y no soy más que un estorbo, dejo paso a los jóvenes que quieran coger las riendas de esta lucha, que es la mía y la de toda la humanidad. Os quiere, como nunca ha querido a nadie, vuestro marido y padre y amigo:
ATAÚLFO FERNÁNDEZ, «ROCAFÚ»
El mismo día del entierro, Pablo habló con Vicente y le dijo que volvía a Europa. Una semana después subía a bordo de un vapor de la Hamburg American Line, el König Wilhelm II, no sin antes haber ido a General Rodríguez a despedirse de la desconsolada Graciela y de su hijo Leandro, que tras la muerte del padre parecía haberse hecho un hombre de repente:
—Che, no dejes de escribirnos —le dijo el chaval en un aparte—. Ahora tengo que cuidar a mamá, pero algún día iré a buscarte a Europa.
Pablo sonrió y le revolvió el pelo, sin imaginar que Leandro acabaría cumpliendo su palabra. Luego se sacó del bolsillo un sobre con el símbolo de la FORA (dos manos estrechándose) y se lo dio al chico.
—¿Qué es?
—Míralo tú mismo.
Al abrir el sobre, a Leandro le brillaron los ojos: era una fotografía de su equipo de fútbol favorito, el Argentinos Juniors, firmada por varios de sus jugadores. El club no militaba aún en primera división, pero tenía numerosos seguidores entre los anarquistas, pues había sido fundado diez años atrás por militantes socialistas y libertarios que le pusieron el significativo nombre de Mártires de Chicago en homenaje a los cinco obreros ejecutados tras las manifestaciones del primero de mayo de 1886 en las que reclamaban la jornada laboral de ocho horas. Cuando el chico levantó la vista de la fotografía, Pablo había desaparecido.
Ya en el muelle, se despidió de Vicente, y ninguno de los dos supo muy bien qué decir.
—Buen viaje —dijo Vicente.
—Cuídate —dijo Pablo.
Se abrazaron sin más palabras, con un nudo en la garganta, intuyendo quizá que ya no se verían nunca más en la vida. Y no se equivocaban.