UNO de los detenidos fue conducido al cuartel de Carabineros. Nada dijo de que estaba herido, pero al avanzar la tarde se descubrió que tenía un balazo en una pierna. Se le llevó al hospital, donde se le reconoció. Tenía un muslo atravesado de un balazo.
El Pueblo Navarro, 11 de noviembre de 1924.
Los ojos grises de Julián Santillán, el ex guardia civil de pelo cano y mirada inteligente, tardan en acostumbrarse a la oscuridad de la celda. Cuando lo hacen, reconoce inmediatamente a su compañero de cautiverio. Se saludan en silencio y Pablo le cede su sitio en el petate para que pueda descansar un rato, pero Santillán lo rechaza con un gesto de la cabeza.
—¿No te han llevado al hospital estos hijos de puta? —pregunta, recordando el balazo recibido por Pablo en la refriega. Pero el que responde es Carapartida:
—¡Silencio ahí dentro, me cago en diez! ¡Al próximo que abra la boca se la cierro para siempre!
Y los dos hombres tienen que esperar hasta la hora de comer para poder intercambiar algunas frases, a pesar de que el silencio en compañía se hace doblemente insoportable. Serán las dos de la tarde cuando se oye en la escalera ruido de pasos, seguido de un olor a rancho quemado que consigue sobreponerse a la fetidez reinante, colándose por las rendijas de las puertas.
—Comida de reyes para estas ratas —protesta el centinela al ver entrar a dos de sus compañeros con una gran cacerola humeante, precedidos por otros dos armados con fusiles—. A pan y agua los dejaba yo para que aprendieran.
Los carabineros conversan entre ellos mientras sirven el rancho en unos platos de hierro descascarillados, en los que el óxido se mezcla con la comida allí donde se ha desprendido la capa de estaño original. Pablo y Santillán aprovechan el ruido y la cháchara para intercambiar algunas frases en voz baja:
—Menudo desastre —musita Pablo.
—No desesperes —intenta consolarle Julián—. En cuanto triunfe la revolución, vendrán a sacarnos de aquí, ya verás. ¿Sabes si hay más detenidos?
Pablo afirma con la cabeza en la oscuridad:
—Ya había gente en las celdas cuando yo he llegado, supongo que serán de los nuestros. Y me ha parecido ver arriba a Casiano. Además, si han empezado a meternos de dos en dos por algo será…
—Claro.
—Eso sin contar que a lo mejor a otros los han llevado al cuartel de la Guardia Civil.
—Esperemos que no —susurra Santillán con conocimiento de causa, pues sabe cómo se las gastan sus antiguos compañeros, capaces de usar grilletes para amarrar en blanca a los detenidos, esa práctica despiadada que consiste en unir al preso a la pared con una cadena de pocos eslabones, de manera que no pueda estirarse en el suelo ni cambiar apenas de posición.
De pronto se oye el ruido seco de una trampilla al abrirse y la voz del carcelero ordenando al detenido de la primera celda que se aleje de la puerta. Parece que empiezan a repartir la comida.
—Oye, eran Leandro y Julián los que venían contigo, ¿verdad? —pregunta Pablo retóricamente.
—El argentino y el chaval, sí —asiente Santillán.
—¿Os han cogido a los tres juntos?
—Sí, estábamos a punto de cruzar la frontera cuando han aparecido dos parejas de carabineros. Nos hemos escondido en una mina abandonada, pero los muy cabrones nos han visto entrar y se han esperado fuera para cazarnos como conejos…
—¡Silencio, he dicho! —brama Carapartida, mientras se abre la trampilla de la celda número 6—. ¡Alejaos de la puerta!
Dos platos entran en procesión, empujados por el caño de un fusil y acompañados de mendrugos de pan y cucharas oxidadas. En su interior todavía humea un caldo de color indefinido en el que se bañan diversos tropezones con un vago parecido a la col y a la patata, que los detenidos engullen con una voracidad sin paliativos.
—Los platos y los cubiertos los dejaréis en las celdas, para que os hagan compañía —les informa el centinela, que empieza a quedarse afónico de tanto berrido—. A ver si os vais a pensar que somos vuestras menegildas. Ah, y os recomiendo que os aguantéis los vientres hasta la noche, que aquí sólo vaciamos los zambullos una vez al día. A ver si os vais a pensar que esto es el Ritz.
Los detenidos apuran en silencio sus platos, rebañando hasta la última migaja de pan. Pero aunque muchos se quedan con hambre, nadie se atreve a protestar, ni siquiera Leandro o Santillán, que no tienen pelos en la lengua, quién sabe si porque piensan que de nada serviría o porque aún sienten los culatazos en el lomo y no quieren doble ración de riñonada. Algunos intentan dormir y reponer fuerzas, pero a pesar de la fatiga, la digestión y la penumbra, pocos son los que lo consiguen: sabido es que Morfeo no acepta en sus brazos a quien tiene la conciencia intranquila.
No habrá pasado ni media hora cuando llega un nuevo detenido, custodiado por los mismos dos jóvenes carabineros que han traído a Pablo esta mañana.
—Te quedaste sin comer, por remolón —le espeta Carapartida, al que le cuesta disimular lo que disfruta atormentando a los presos.
Se trata de uno de los que ha atravesado la frontera con el grupo capitaneado por Bonifacio Manzanedo, Juan José Anaya, un panadero madrileño con cierto parecido al actor Douglas Fairbanks, ese que acaba de estrenar en América El ladrón de Bagdad y es ya una celebridad, sobre todo tras casarse con Mary Pickford.
—Deposita sobre la mesa todo lo que tengas en los bolsillos —recita con desgana o malhumor el centinela, harto de repetir otra vez lo mismo y molesto porque nadie viene a relevarle—. Vaya con el señorito revolucionario —parece animarse al ver que el detenido pone sobre la mesa una pitillera de plata—, a saber a quién se la habrás afanado. ¿Y esto qué es? A ver… Oh là là! —exclama a la francesa cuando Anaya saca del bolsillo un recorte de periódico en el que aparece una fotografía del anarquista italiano Mario Castagna con un parche en el ojo. Pero las ganas de bromear se le van de golpe cuando al cachear al madrileño los carabineros encuentran en el forro de su abrigo una receta para confeccionar explosivos—. ¡La madre que te parió! ¿Dónde metemos a este hijo de perra?
—En la celda número 3, junto al detenido Tomás García —le informa el imberbe carabinero, tras consultar unos papeles recogidos en la sala de interrogatorios.
—¡Pues al agujero con él!
Pero la inesperada voz del teniente don Feliciano Suárez, juez instructor de los hechos, los deja a todos petrificados:
—¡Un momento! —dice entrando en el departamento de calabozos, cuyo hediondo olor le dibuja una mueca de disgusto en el rostro, seguido del secretario mecanógrafo y de un hombre bajito y rechoncho, medio sepultado por un trípode y diversos utensilios fotográficos—. Vamos a proceder a efectuar las fichas antropométricas —explica de forma algo alambicada— y, dadas las circunstancias, hemos considerado que lo mejor es hacer las fotografías aquí mismo, para no andar subiendo y bajando a los detenidos. ¿Alguna objeción?
—No, señor —farfulla Caracortada—, lo que usted mande.
—Entendido, entonces. ¿Y usted? —le pregunta al hombrecito rechoncho, que ya ha empezado a descargar sus bártulos—. ¿Podrá apañárselas en estas condiciones?
—Hombre, si no hay más remedio…
—Pues hala, a trabajar. Empiecen por éste —dice señalando al recién llegado— y continúen con todos los demás. Y usted, Gutiérrez —se dirige por último al secretario mecanógrafo, al que deja supervisando la operación—, suba a avisarme cuando hayan terminado. Si llega algún otro preso mientras tanto, lo mandaré a buscar.
Dicho lo cual, abandona a toda prisa la mazmorra como el buscador de perlas que sale a la superficie tras varios minutos de apnea bajo el agua, confiando en que las fotografías, una vez reveladas, sean el colofón de las flamantes fichas antropométricas, en las que tras consignar el nombre de los detenidos y de sus progenitores, la fecha y el lugar de nacimiento, la profesión y el domicilio actual, don Feliciano anotará el epíteto que a su parecer mejor define a estos hombres: «Pistoleros».
El tipo bajito y rechoncho se quita la boina y la deposita sobre la mesa. Tiene quemaduras en los dedos por culpa del polvo de magnesio, y con una habilidad inesperada monta el trípode y encaja la cámara fotográfica, una Voigtländer alemana de la Gran Guerra. Luego saca una bolsita de piel y vierte los inflamables polvos blancos sobre una bandeja metálica, que lleva incorporado un mango con un encendedor de yesca.
—Póngase de espaldas contra la pared —le indica a Juan José Anaya, que con su aspecto de galán de Hollywood es el más apropiado para iniciar la sesión fotográfica, aunque sea encañonado por dos carabineros que parecen querer fusilarlo—. Muy bien, no se mueva.
Y entonces, al tiempo que pulsa con la mano derecha el botón disparador de su Voigtländer, activa con la izquierda el yesquero que prende el polvo de magnesio y produce un intenso resplandor, que se filtra por las rendijas de las celdas, seguido de una nube de humo y de un fuerte olor a magnesio chamuscado. Algunas cenizas se esparcen por el aire, cayendo lentamente como copos de nieve negra.
—Muy bien, póngase ahora de perfil —dice sin inmutarse el hombrecito rechoncho, con una profesionalidad incuestionable, mientras rellena de nuevo la bandeja. Y casi sin darle tiempo a Douglas Fairbanks a adoptar la pose de preso, vuelve a disparar su cámara. Las placas lo recordarán con el pelo liso y corto en las sienes, los labios carnosos, la nariz regia y el mentón afilado, vestido con un grueso abrigo bajo el que despunta una camisa ensangrentada.
Todavía caen cenizas cuando meten a Anaya en la celda número 3, sin petate ni manta que lo acompañe, y aprovechan para sacar a su compañero de cubil, el zaragozano Tomás García, que aparece con el pelo revuelto y los labios fruncidos, enfundado en una chaqueta y con un pañuelo al cuello. Dos destellos más lo inmortalizan y es devuelto a la madriguera. Tras él, empezando por la celda 1, sigue la ronda: Vázquez Bouzas, que pasará a la posteridad cabizbajo y con la mirada perdida, con su bigote de lápiz y una calvicie incipiente, vestido con traje claro, chaleco y corbata; Francisco Lluch, el asturiano desertor, mandíbula y nariz prominentes, ceño fruncido, traje oscuro y corbata; Justo Val, un esmirriado labrador de Huesca de mirada estrábica, que lleva gabán y jersey de punto, con el que le ha tocado compartir celda a Leandro Fernández, nuestro fornido argentino, que no puede evitar provocar a Carapartida cuando lo sacan de la cochiquera, haciendo gala de su connatural socarronería:
—Si salgo bien, me mandás una copia a casa —le dice al fotógrafo, consciente tal vez de que el centinela guardará un poco más las formas con el secretario de don Feliciano presente.
Tras él es el turno del joven soriano Eustaquio García, que ha contagiado la tristeza y aflicción a su compañero de cautiverio, el aún más joven Julián Fernández Revert, Julianín para los amigos, a quien el obturador capta en la foto frontal con la cabeza ladeada, quién sabe si por el peso de la pena que lo aflige. Luego le toca a Pablo, más pálido de lo normal, y tras él vendrán Julián Santillán y los dos de Villalpando: Casiano Veloso, con su melena de mosquetero, su perilla y sus ojeras cada vez más pronunciadas, y Ángel Fernández, que va a regalar al fotógrafo unos ojos claros, una nariz aguileña y un inverosímil tupé que parece querer escapársele de la cabeza. Pero cuando esto ocurra, Pablo ya no estará en los calabozos, pues va a caer de bruces al suelo tras el segundo destello de polvos de magnesio:
—¿Y ahora a éste qué le pasa? —pregunta malhumorado Caracortada, acercándose con recelo—. A ver, tú —le dice al carabinero imberbe—, tráeme una palangana con agua fría, que creo que le ha dado un soponcio.
—Ya decía yo que debería verle un médico… —se atreve el joven.
—¡Cállate y tráeme el agua! —le espeta el centinela.
Y es así como descubren el balazo que atraviesa el muslo derecho de Pablo, que aunque va a permitirle salir de la pocilga y ser trasladado al Hospital de la Misericordia, se acabará convirtiendo en la línea recta que una de la manera más corta posible su destino con el patíbulo.
El Hospital de la Misericordia es un antiguo y destartalado edificio, situado justo al lado del cuartel de la Guardia Civil y regentado por abnegadas monjas que ofician de enfermeras. No es que tenga grandes recursos, ni modernas instalaciones, pero al menos las habitaciones dan a un pequeño jardín en el que los estorninos cantan y llenan de esperanza los corazones de los convalecientes. Son casi las cinco de la tarde cuando Pablo llega al hospital, ya repuesto de su desmayo, aunque cojeando ostensiblemente, esposado y custodiado por dos carabineros. Y lo primero que oye, nada más traspasar la puerta principal, son los gritos desgarrados de una voz que reconoce, procedentes del ala contraria del edificio, como un eco retardado de la cantera de Argaitza:
—¡Dadme una pistola para volarme los sesos! —grita una y otra vez Bonifacio Manzanedo, al que las dulces monjas no consiguen calmar ni con morfina ni con sonrisas.
A Pablo lo conducen a través del edificio hacia el lugar de donde parten los alaridos. En el camino se cruza con varios carabineros y uno de ellos intenta tirársele al cuello, tomándose la justicia por su cuenta: es el hermano de Pedro Prieto, el carabinero herido esta mañana entre los mojones 40 y 41 cuando daba el alto a cuatro de los revolucionarios que han conseguido cruzar finalmente la frontera. El hombre ha salvado la vida por los pelos, ya que tres balas han impactado contra su cuerpo: una en el muslo, otra en el vientre y una tercera en la tetilla izquierda, que al entrar oblicuamente no ha llegado a atravesar de milagro la petaca de tabaco que llevaba en el bolsillo de la guerrera, tras haber perforado el uniforme. Los carabineros se llevan al exaltado hermano y Pablo continúa su camino hacia la espaciosa habitación en la que Bonifacio Manzanedo se desgañita pidiendo una pistola. Parece que tienen intención de poner juntos a todos los rebeldes heridos, para poder controlarlos mejor o para que se hundan unidos en su infortunio.
Cuando el ex cajista de La Fraternelle entra en la estancia, los gritos de Bonifacio se interrumpen de improviso, pero sólo durante una fracción de segundo. Sus miradas se cruzan con el tiempo justo de reconocerse y aceptar tácitamente que es mejor no decirse nada. Aunque a estas alturas, heridos ambos por balas de fusil con denominación de origen de la Benemérita, tampoco es que haya mucho que ocultar.
A Pablo lo acuestan en una cama de sábanas tan blancas que casi le sabe mal ensuciarlas de sangre y de barro y de roña y de sudor. Le liberan una mano del yugo de las esposas, pero sólo para amarrar la otra a la cabecera de la cama, y un centinela de vista se queda custodiándole. El contacto del cuerpo con el colchón, por muy sobado que esté, parece aliviarle el dolor mientras espera la llegada del doctor Gamallo, con la música de fondo de los quejidos y lamentos de Bonifacio Manzanedo. En la pared contra la que se apoya el lecho, un Cristo vigilante le hace la competencia al centinela, inclinándose sobre Pablo como si pretendiera desprenderse de la cruz y curar con su abrazo todos los males que le embargan.
—Buenas tardes —saluda el doctor Gamallo cuando entra en la sala, seguido por dos monjas enfermeras que arrastran los pies en sus cortos pasitos. Pero antes de examinar a Pablo, se dirige hacia la cama que ocupa Bonifacio, y sin más preámbulo le anuncia la terrible noticia—. Escúcheme bien, Manzanedo: no nos queda más remedio que amputarle la pierna derecha. La bala ha destrozado el hueso y corre el riesgo de gangrenarse, poniendo en peligro su vida.
Al revés de lo que podría pensarse, las palabras del médico enmudecen al burgalés, como si la noticia fuese una anestesia. Aunque la anestesia de verdad está en las manos de una de las monjas enfermeras, en forma de jeringuilla hipodérmica a punto de ser inoculada.
—Piense que es lo mejor para usted —continúa el doctor Gamallo, poniéndole al herido una mano en el hombro afectuosamente a modo de despedida, como en él es costumbre—. Además, agradezca al cielo que vamos a poder salvarle la otra pierna.
A Bonifacio se le escapa una lágrima, justo en el momento en que siente en el muslo el pinchazo de la enfermera. El doctor Gamallo se dirige entonces hacia la cama que ocupa Pablo. Es un hombre elegante, de aspecto afable e inteligente, con abundante pelo blanco y una barba que amarillea. Se nota en su rostro el cansancio de todo un día de intenso trabajo, desde que a primeras horas de la noche el alcalde de Vera lo ha sacado de la cama para anunciarle que una partida de revolucionarios había entrado en el pueblo y se había enfrentado con la Guardia Civil.
—A ver, veamos qué tenemos por aquí —dice a modo de saludo, haciendo un gesto a las monjas para que le bajen al paciente el pantalón y los calzones—. Vaya, veo que ya ha sido usted curado.
A juzgar por la mueca del doctor Gamallo, un desagradable olor emana de la herida cuando retiran las compresas que envuelven el muslo de Pablo.
—Mmm, le han hecho un emplasto con cola de caballo, ¿verdad? No crea, sus compañeros sabían lo que hacían, es una planta estupenda para cortar las hemorragias. Pero no ha sido suficiente, la herida está infectada —dice el doctor chasqueando la lengua—. A ver, doble la rodilla. Eso es. Ajá. Bueno, bueno, parece que ha tenido usted suerte, la bala le ha atravesado el muslo sin tocar el hueso, si no ahora estaría cantando a dúo con Manzanedo. ¿Por qué no ha venido usted antes, hombre?
Pero Pablo no responde.
—Límpienle bien la herida y pongan especial esmero en el orificio de salida, aquí, en la región inguinal, que es el que está más infectado —les dice el doctor Gamallo a las monjas—. Cámbienle las gasas cada dos horas y suminístrenle morfina si es necesario. Pasaré después de cenar para ver si podemos darle el alta. Ah, y aprovechen también para curarle las heridas que le han dejado los alambres en las muñecas.
Las dos mujeres asienten solícitamente y el médico se despide de Pablo poniéndole la mano en el hombro, con la intención de dirigirse al quirófano a preparar la amputación de la pierna de Bonifacio. Pero antes de que pueda salir por la puerta se oyen gritos en el jardín, y acto seguido entran en la sala dos carabineros arrastrando a un hombre con un vendaje sucio y ensangrentado en la cabeza que no consigue tapar del todo las inconfundibles melenas románticas del cadavérico Gil Galar:
—Ne me touchez pas! Ne me touchez pas! —desvaría en francés—. Je suis un citoyen de la France, moi!
—Venga, tira palante, farsante —le empuja uno de los carabineros, casi tan bruto como bizco—. Canalla, que eres un canalla —le dice propinándole un pescozón.
—Bueno, bueno, tranquilidad —interviene el doctor Gamallo—. ¿Qué le pasa a este hombre?
—Es otro de los revoltosos, doctor —explica el bizco—. Lo traemos de Echalar, donde se había refugiado en una borda. Parece que el muy zoquete consiguió cruzar la frontera, pero como no conoce el terreno ha vuelto a entrar en España y ahora quiere hacerse pasar por francés, el muy canalla…
—Está bien, está bien —le corta Gamallo—, pónganlo en esa cama de ahí, que ahora mismo vengo a examinarlo. Y trátenlo bien, por Dios, que no es una bestia.
El doctor sale y vuelve al cabo de un par de minutos, acompañado por dos hombres que traen una camilla y se llevan a Bonifacio Manzanedo, aferrado a la mano de una de las monjas a la que implora que no le deje solo mientras le sierran la pierna. Por su parte, Gil Galar sigue desvariando en francés, intentando explicar al carabinero bizco que él no tiene nada que ver con la intentona, que él ha venido de Francia a buscar trabajo y que ni siquiera conoce a esos dos heridos que están ahí a su lado. En medio de tal guirigay, sólo Pablo guarda silencio, mientras una monja le cura la herida y el Cristo de la cruz le sigue mirando como preguntándose que quién le mandaría meterse en estos berenjenales.
Después de cenar, con Gil Galar sedado en la cama (le han tenido que extraer, no sin dificultades, la bala incrustada detrás de la oreja) y Bonifacio Manzanedo recuperándose en el quirófano, el doctor Gamallo se acerca hasta donde reposa Pablo, dispuesto a darle el alta.
—¿Cómo van esas heridas? —le pregunta en voz baja a modo de saludo. El interpelado responde con otra pregunta:
—Bien, gracias, pero ¿podría pasar aquí la noche, doctor?
Y aunque don Agustín Gamallo ha recibido órdenes precisas de no mantener en el hospital a los heridos si no es absolutamente necesario, la humanidad o el código deontológico acaban imponiéndose a cualquier prescripción militar:
—Está bien, puede usted quedarse, haré un informe pidiendo permiso para mantenerlo esta noche en observación. Pero le advierto que enseguida traeremos a Manzanedo y que a Gil pronto se le van a pasar los efectos de la sedación, por lo que no sé si podrá conciliar el sueño con compañeros tan vocingleros. Aproveche en cualquier caso para descansar, que mucho me temo que le esperan días difíciles.
Pablo se lo agradece esbozando una sonrisa sincera, y piensa que quizá con hombres así no todo esté perdido en esta España infausta. Luego observa a las abnegadas monjas y se acuerda de fray Toribio, el franciscano que hace años le curó otras heridas. Ironías de la vida, se dice, que deja en manos de religiosos la salvación de un ateo. Y antes de dormirse, piensa en los últimos lugares donde ha conciliado el sueño: un cementerio, un prostíbulo, un calabozo y un hospital.