XVII

(1913)

Existen diversos mecanismos para desarrollar la memoria, pero aún no se conocen técnicas para cultivar el olvido. El tiempo todo lo cura, dicen algunos. Incluido el desamor. Ya, ¿y mientras tanto? Mientras tanto, se dijo Pablo, lo mejor es poner tierra de por medio. Sobre todo si encima te persigue la policía.

En Madrid, Sancho Alegre iba a ser interrogado, encarcelado, juzgado, condenado a muerte e indultado por Alfonso XIII, pero para cuando esto ocurriera Pablo Martín y Vicente Holgado estarían ya a diez mil kilómetros de distancia. Tras el fallido intento de regicidio y el casual encuentro a las puertas de la pensión Amelia, un acuerdo tácito pareció establecerse entre ellos: si el destino se empeñaba en unirlos, lo más sensato sería acatar sus designios. En la Estación del Norte tomaron el tren de Irún, adonde llegaron casi al alba, con el tiempo justo para contratar a un contrabandista que les ayudara a cruzar la frontera. Una vez en Francia, no tuvieron problemas para llegar a Burdeos, de cuyo puerto salían numerosos navíos, buques mercantes y transatlánticos.

—Yo me voy a América —dijo Vicente oteando el mar—. ¿Y tú?

Pablo tardó unos segundos en contestar. Se habían sentado en un extremo del malecón y empezaba a anochecer. A él también se le había pasado aquella idea por la cabeza, pero le parecía descabellada. Una cosa era olvidar y otra viajar al fin del mundo. Intentó imaginarse qué tipo de vida podría llevar en América, pero no lo consiguió. Tal vez bastase con quedarse en Francia, con ir a buscar a Robinsón y hacerse naturista, o vegetariano, o lo que hiciese falta; o con instalarse allí mismo, en Burdeos, por qué no, a la espera de tiempos mejores para volver a casa, junto a su madre y su hermana. Pero entonces, sin previo aviso, se le apareció la imagen de Ángela en brazos de otro hombre y una arcada le subió hasta la garganta. Definitivamente, Madrid quedaba demasiado cerca: necesitaba tomar distancia para vaciarse por completo. Entre la neblina que había empezado a levantarse, Pablo miró a Vicente, que seguía oteando el horizonte, y recordó aquella vieja máxima que solía repetir su padre: que ante la duda siempre es mejor el movimiento que el reposo, porque quien reposa puede estar sin saberlo en una balanza y ser pesado con sus pecados. Se levantó exhalando un suspiro, empuñó el cachorrillo Velodog con el que había querido matar al rey de España y lo lanzó al agua lo más lejos que pudo.

—Yo también voy —dijo al fin, decidido a empezar una nueva vida.

A los pocos días conseguían enrolarse como camareros de a bordo en un transatlántico de nombre prometedor, el Victoria, de la Transamerikanische Linie, que transportaba pasajeros de primera y de segunda, pero también de tercera clase, reservada a los emigrantes más pobres que pretendían encontrar una vida mejor en la tierra de las oportunidades. El imponente vapor de dos chimeneas había zarpado de Hamburgo, pesaba quince mil toneladas, navegaba a una velocidad de veintiún nudos y contaba con una tripulación inicial de ochenta hombres, que iría aumentando a medida que embarcaran nuevos pasajeros en las distintas escalas: Ámsterdam, El Havre, Burdeos, Bilbao, La Coruña y Lisboa, para poner luego rumbo a Nueva York y terminar el viaje en Buenos Aires. Y aunque ni Pablo ni Vicente se habían subido jamás a un transatlántico, su obstinación y desparpajo acabó por convencer al capitán, un viejo lobo de mar que parecía salido de una novela de Conrad o de Melville:

—¿Qué idiomas habláis? —les preguntó en un español macarrónico, con la cabeza inclinada y dando chupadas breves y rápidas a un puro que olía a ultramar.

—Los que haga falta —respondió audazmente Vicente Holgado.

—¿Habéis trabajado antes de camareros?

—Desde la cuna —aseguró de nuevo Vicente.

—De acuerdo —concedió el capitán, entrecerrando los ojos y mesándose una intrincada sotabarba, fiel espejo de su alma—. Os pondré a prueba. Pero si no trabajáis bien, vuestro viaje se acaba en Bilbao. ¿Entendido?

—Entendido —dijeron ambos al unísono.

Y así fue como se convirtieron en tripulantes del Victoria.

Los primeros días fueron plácidos, si descontamos las horas iniciales, en las que Pablo se tambaleaba más que andaba, con el pañuelo apretado continuamente contra la boca. Pero una vez se hubo adaptado al suave vaivén de las olas, una extraña calma se apoderó de él, como si todos los sinsabores que había vivido en los últimos tiempos fuesen diluyéndose mecidos por Neptuno. El traje de camarero le producía, además, la sensación de estar interpretando una comedia y se dispuso a desempeñar su papel lo mejor posible. Al llegar a Bilbao, el capitán les confirmó que seguirían hasta el final del viaje y Pablo aprovechó las horas de permiso para acercarse hasta Baracaldo a ver a su madre y a su hermana, a pesar de las objeciones de Vicente, que prefirió quedarse en el buque para evitar encuentros indeseados con la policía. Cuando le vieron entrar por la puerta, se lo comieron a besos. Luego su madre le dijo, con lágrimas en los ojos:

—Pasó la Guardia Civil preguntando por ti. ¿Se puede saber qué has hecho, hijo?

—Nada, madre, no se preocupe —intentó tranquilizarla Pablo—. Si vuelven a venir, les dice que estoy de vacaciones en América.

Pero el chiste sólo le hizo gracia a Julia, que sonrió con una dulzura que a Pablo le recordó tiempos lejanos. Sin embargo, ya no era una niña: se había convertido en una mujer hecha y derecha, a la que no debían de faltarle pretendientes. Por eso a Pablo no le extrañó el silencio de las dos mujeres cuando les sugirió que, en cuanto pudieran, fueran a reunirse con él a América. Se miraron entre ellas y a Julia se le escapó una sonrisa, esta vez más pícara que dulce.

—¿Me he perdido algo? —preguntó Pablo, haciéndose el ofendido.

—¿Acaso te crees, hermanito, que nosotras no tenemos vida propia? —le contestó Julia con cierta sorna—. ¿Que mientras tú recorres el mundo nosotras nos quedamos en casa cosiendo y esperando tu regreso?

—No me digas que os habéis echado novio las dos…

—¡No, yo no, por Dios! —exclamó María, sonriendo por primera vez—. Pero tu hermana… Anda, díselo tú, hija.

Resultó que Julia se había prometido con un joven de Bilbao, estudiante de último curso de Derecho, que pensaba llevarla al altar en cuanto acabase la carrera, pues tenía asegurado un puesto de abogado en el bufete de un tío suyo.

—Vaya con la niña —dijo Pablo—. No, si al final nos sacará de pobres a todos.

Los tres rieron a gusto y, por primera vez en mucho tiempo, Pablo sintió un atisbo de alegría. Ni siquiera pensó en Ángela, sino en Julián, el padre ausente, la cuarta pata de aquella mesa que cojeaba desde su muerte: cómo le habría gustado al malogrado inspector poder compartir estos instantes de efímera felicidad familiar.

—Guapa, guapa, guapa —dijo Pablo al fin, alborotándole el pelo a su hermana y citándose a sí mismo.

Luego las abrazó por última vez y volvió corriendo al Victoria, no fuese a quedarse en tierra, compuesto y sin novia. La travesía duró veintiún días, y aparte de rendir cuentas con su propia vida y admirarse de la infinidad oceánica, a Pablo le sirvió para conocer a un personaje fascinante: un joven ruso que se hacía llamar Meister Savielly y que viajaba en primera clase con su mujer. Era un tipo delgado pero de complexión robusta, y solía llevar un traje negro ajustado, provisto de diversos pliegues, bolsillos, hebillas y botones. Pero no era un aventurero, ni un músico excéntrico, ni un político intentando pasar desapercibido, sino un afamado ajedrecista que iba a participar en el Torneo Internacional de Nueva York. Todas las noches, después de cenar, se sentaba en una mesa del salón de juego y se hacía traer un magnífico tablero de alabastro sobre el que colocaba, con la firme delicadeza de un relojero, los trebejos de marfil, blancos y negros, hermosamente tallados. Enseguida se formaba una cola de caballeros dispuestos a apostar algún dinero por enfrentarse al maestro, sabedores de que cuanto mayor fuese la suma, mayor sería el tiempo que les dedicaría. En todo el viaje no llegó a conceder más que un puñado de tablas, y si lo hizo fue para no descorazonar a sus rivales y quedarse sin clientela. También ofreció partidas simultáneas, e incluso algunas a ciegas, dejando a todos boquiabiertos. Y, por si fuera poco, hacía gala de un donaire que enamoraba al más pintado, regalando boutades y frases ingeniosas como el galán que reparte piropos, en un francés exquisito: «Siempre gana el que comete el penúltimo error», advertía a uno de sus rivales antes de comenzar la partida. «Si prohibieran el ajedrez, me haría contrabandista», le decía a otro con vehemencia. «No se puede vivir del ajedrez, pero se puede morir», suspiraba de vez en cuando. «El enroque es el mejor camino hacia una vida ordenada», sentenciaba a menudo antes de dar las buenas noches y retirarse a dormir. Durante el día, se encerraba en su camarote con un tablero de viaje y se dedicaba a analizar unos papeles atiborrados de signos, mientras su mujer se distraía en la cubierta de primera o en el salón de fiestas conversando con los demás pasajeros y con algunos miembros de la tripulación, especialmente con Vicente Holgado, que con sus treinta años y su garbo acanallado provocaba grandes suspiros entre las jóvenes (y no tan jóvenes) damas de a bordo.

—Vigila a tu amiguito —le dijo un día Savielly a Pablo, tras hacerse llevar al camarote su enésimo vodka—, que mi mujer es muy peligrosa.

Savielly le había elegido como su camarero particular desde la noche en que un vaivén más violento de lo habitual derribó las piezas del tablero mientras libraba una interesante partida contra un viejito de barba blanca con cierto parecido a Sigmund Freud. Pablo acababa de servirle un vodka y se había quedado absorto mirando el juego, cuando el barco dio un inesperado tumbo, derribando licores y piezas. Savielly se puso perdidos los pantalones y se retiró a su camarote para cambiarse y poder continuar la partida. Cuando volvió al salón, se sorprendió al ver que las piezas estaban colocadas exactamente en la misma posición en que se encontraban antes del percance:

—Veo que tiene usted buena memoria —le dijo al anciano de la barba blanca.

—No he sido yo —confesó el hombre, señalando a Pablo—: Ha sido el joven.

En efecto, Pablo había recogido los vasos y los ceniceros derribados, pero también las piezas de ajedrez, colocándolas de nuevo en su sitio sobre el tablero.

—Lo felicito —le espetó el maestro, mirándole con curiosidad—: ¿Sabe usted jugar al ajedrez o tiene memoria fotográfica?

Pablo no entendió muy bien la pregunta, por lo que se limitó a responder:

—Aprendí a jugar de niño, con mi padre.

A partir de aquel día, Savielly pidió que fuese Pablo el que le llevara los vodkas al camarote y, además de buenas propinas, le obsequió con varias lecciones magistrales de ajedrez, aderezadas con algún que otro aforismo memorable. Y cuando por fin avistaron Long Island y la estatua de la Libertad les dio la bienvenida agitando la antorcha, Savielly le regaló su tablero de viaje, con una dedicatoria garabateada en el reverso: «Si algún día llego a ser campeón del mundo, este tablero valdrá su peso en oro. Afectuosamente, S. T.». Bajo la firma había estampado su particular ex libris, un molinillo de café, con el que venía a insinuar que pensaba triturar a todos sus rivales.

El Victoria estuvo amarrado tres días en el muelle del East River neoyorquino, para remozarlo antes de continuar camino hacia Buenos Aires. Nueva York era por entonces una ciudad en plena efervescencia, a la que llegaban continuamente barcos atiborrados de inmigrantes italianos, judíos y del Este de Europa que eran conducidos a Ellis Island, donde, tras un miserable proceso de selección que parecía querer darle la razón a Darwin, se decidía su suerte: sólo los más fuertes podían quedarse, mientras a los ancianos, los tullidos o los cortos de vista se les marcaba con tiza las vergonzosas iniciales L. P. C. («Liable to become a Public Charge»), para ser devueltos lo más pronto posible a sus casas. Y es que sólo faltaba que el Gobierno se gastara los cuartos en campañas contra los escupitajos para que luego se le llenara el país de andrajosos y pordioseros. Así, los pasajeros de tercera clase del Victoria fueron embarcados en pontones rumbo a Ellis Island, mientras los de segunda eran interrogados por oficiales del servicio de inmigración e inspeccionados por médicos que certificaran su buena salud antes de poder desembarcar; a los viajeros de primera clase les bastó, en cambio, con dar su palabra de honor de que reunían los requisitos exigidos por las leyes. Por último, a la tripulación del Victoria que deseaba bajar del barco se le confiscó la documentación, por si a alguno se le pasaba por la cabeza la idea de quedarse en Nueva York, haciendo bueno aquel viejo refrán que dice que hace al ladrón la ocasión.

Cuando Pablo y Vicente pisaron al fin tierra firme sintieron algo así como un mareo inverso: el impresionante equilibrio de los bloques de hormigón que sustentaban la escollera estuvo a punto de hacerles caer al suelo. Luego, poco a poco, se fueron acostumbrando y se dirigieron al centro de Manhattan. Los imponentes rascacielos de Wall Street, las peligrosas calles de Chinatown o la inmensidad de Central Park los dejaron impresionados. Pero Vicente Holgado no había ido a América a hacer turismo y no tardó en ponerse en contacto con lo más granado del movimiento anarquista estadounidense, que había aumentado notablemente desde los años noventa, tras la llegada de numerosos inmigrantes europeos de tendencia libertaria a los que el presidente Theodore Roosevelt había calificado de «enemigos de la Humanidad», prohibiéndoles la entrada al país poco antes de dejar el cargo. Aquella misma tarde, tras descender a las profundidades de la isla y sentirse por primera vez gusanos a bordo de un subway, se dirigieron a Greenwich Village, donde vivía un viejo amigo de Vicente que había huido de Madrid tras el atentado de Mateo Morral. Al abrirles la puerta, Pablo reconoció en aquel tipo al periodista enclenque y descolorido del café Pombo, al antiguo redactor de Tierra y Libertad que había conocido en vísperas de la boda real:

—¡Mi querido Vicente Holgado! —exclamó el hombre, alargando el cuello como un pavo desplumado.

—¡Mi querido Pepín Gómez! —le replicó Vicente.

Y se fundieron en un abrazo. Luego tomaron un vino para celebrar el reencuentro y se dirigieron al Cafe Boulevard, en el East Village, donde aquella noche el Sunrise Club había invitado a dar una charla a la célebre activista Emma Goldman, ex compañera sentimental del no menos célebre Alexander Berkman, el mismo que años atrás despertara la conciencia ácrata de un adolescente llamado Pablo Martín Sánchez. Cuando llegaron, ya había comenzado su discurso, y a Pablo le sorprendió la vitalidad de aquella mujer bajita y con gafas que hablaba con la misma pasión de los dramas de Ibsen, del compromiso anarquista y de la hipocresía del puritanismo, enarbolando la bandera de la libertad sexual como ariete del movimiento feminista.

—El matrimonio y el amor no tienen nada en común: están tan alejados el uno del otro como los polos —decía en aquel momento, y Pepín Gómez traducía para sus amigos—. La amistad, y no el matrimonio, es lo que debe regir las relaciones humanas. Han venido hoy dos de mis antiguos amantes, ¿y qué es lo que nos une todavía? El amor por el ser humano, el ideal de un futuro mejor en que los hombres y las mujeres no establezcan relaciones de servidumbre. Sí, sí, he dicho de servidumbre: ¡la prostituta que pone precio a sus servicios es más libre que la esposa abnegada que se casa para servir a su marido toda la vida!

Del silencio del café brotó un zumbido más excitante que el mayor de los aplausos.

—¿Por qué no podéis aceptar vuestra propia libertad? —prosiguió—. ¿Por qué tenéis que aferraros a otra persona para sobrevivir?

Pero aquello fue lo último que pudo traducir el antiguo colaborador de Tierra y Libertad, porque la gente de alrededor empezó a pedirle que se callara. De todos modos, Pablo no le habría seguido escuchando, pues las últimas palabras le habían traído a la memoria dos recuerdos lejanos: por un lado, las ideas de Robinsón sobre el amor libre, y, por otro, lo que le dijo un día Ferdinando Fernández en la redacción de El Castellano, citando precisamente a Berkman: que el único amor que puede permitirse un revolucionario es el amor por la humanidad. Y entre unas cosas y otras, no pudo evitar pensar en Ángela. Sólo al acabar la charla consiguió salir de su ensimismamiento.

—Vamos —les decía Pepín, abriéndose paso—, que os voy a presentar a Emma Goldman.

Cuando llegaron hasta ella, «la mujer más peligrosa de América» (como acabaría definiéndola el fundador del FBI, John Edgar Hoover) estaba ya rodeada de amigos y admiradores, celebrando que las casacas azules de la policía brillaran por su ausencia. Pero al enterarse de que dos anarquistas recién llegados de España querían saludarla, se excusó y salió a su encuentro:

¡Welcome to the USA, amigos! —los saludó efusivamente, estrechándoles una mano recia y regordeta. Llevaba bajo el brazo varios ejemplares de su libro Anarchism and other essays, que se vendían como rosquillas al final de aquellas reuniones, y un opúsculo en francés titulado Petit manuel anarchiste individualiste, de Émile Armand, pues estaba tan acostumbrada a que la detuvieran tras sus discursos, que no quería pasar la noche en el calabozo sin una buena lectura a mano. Emma Goldman había seguido con mucho interés el proceso de Ferrer Guardia y no perdía ocasión de sacar el tema cada vez que se cruzaba con algún europeo:

—¿Qué noticias me traen de la patria de Ferrer? —les preguntó en inglés, y Pepín tradujo la pregunta.

—Lo último que supimos antes de partir —respondió Vicente —fue que habían intentado asesinar al rey como venganza por la muerte de Francisco.

Very good —aplaudió la Goldman.

—Yo vi con mis propios ojos el fusilamiento de Ferrer… —empezó a decir Pablo, pero en aquel momento apareció un avejentado Alexander Berkman y se llevó de allí a la protagonista del día, con la excusa de que a la mañana siguiente debían viajar a Denver. Dos años más tarde, en aquel mismo escenario, Emma Goldman explicaría, ante más de seiscientas personas y por primera vez en América, cómo debía utilizarse un anticonceptivo, ganándose un arresto y varios días de cárcel.

—No me habías contado lo de Ferrer Guardia —le reprochó Vicente a Pablo al salir del Cafe Boulevard, mientras Pepín los conducía de vuelta a casa—. ¿Qué es eso de que viste su fusilamiento?

—Tú y yo sabemos muy poco el uno del otro, Vicente —se defendió Pablo—. Yo sólo sé que en una ocasión me salvaste la vida… y que otra vez fuimos a ver juntos el cinematógrafo Lumière, cuando nadie sabía lo que era.

Ambos sonrieron y Pablo rememoró lo sucedido en el castillo de Montjuic, hasta que Pepín Gómez se detuvo frente a un edificio iluminado con luces rojas, en cuya fachada resplandecía un cartel con el retrato de una joven de rizos dorados, bajo un rótulo que decía: «America’s Sweetheart». Pablo alzó la vista y se preguntó qué opinión tendría Emma Goldman de aquellas actrices de cine que empezaban a convertirse en protagonistas de los sueños más tórridos del hombre americano:

—¿Y si entramos a ver a Mary Pickford? —se atrevió a sugerir.

Pero los otros dos ya no estaban a su lado, sino desenfundando centavos en taquilla.