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LAS fuerzas de la Guardia Civil de los puestos de la regata del Bidasoa y las de Carabineros (unos ciento cincuenta números) de Vera, Echalar y Lesaca se echaron al monte, distribuidas convenientemente por sus jefes, en cuanto tuvieron conocimiento de los dolorosos sucesos ocurridos en Vera, con el fin de capturar a los malhechores. Sus trabajos, dignos de todo encomio, empezaron a dar inmediatamente los mejores resultados. Para las doce del día, hora a que llegamos a Vera, habían sido apresados once sindicalistas.

Diario de Navarra, 11 de noviembre de 1924.

Solemos afirmar que la historia la escriben los vencedores, pero a menudo olvidamos que son los periodistas quienes toman los apuntes. Los primeros gacetilleros llegan a Vera de Bidasoa a media mañana, la mayoría procedentes de Pamplona y de San Sebastián, cuando ya el calabozo del cuartel de Carabineros empieza a rebosar de revolucionarios cazados en el monte. Pero a ver quién se atreve a trasladarlos al de la Guardia Civil, con dos muertos beneméritos aún calientes:

—Si los llevan allí, los matan a culatazos —asegura a los periodistas el alguacil, don Enrique Berasáin, convertido en la estrella inesperada de la mañana—. No les quepa a ustedes la menor duda.

Sólo la llegada de Patricio Arabolaza, el famoso y aguerrido jugador de fútbol recientemente retirado, consigue desviar la atención de los reporteros y robarle el merecido protagonismo al Lechuguino. Y es que el ex delantero del Real Unión Club de Irún, que marcó en los Juegos Olímpicos de Amberes el primer gol de la historia de la selección española de balompié, ha sido uno de los que han participado con mayor ahínco en la batida organizada para capturar a los rebeldes:

—No, yo venía de Irún con mi automóvil a una cacería en Echalar —explica pausadamente el afamado deportista—, y al pasar por Vera me he encontrado con todo este revuelo. Entonces he puesto mi coche y mi persona a disposición de las fuerzas del orden, eso es todo.

—Pero ¿no es cierto que ha sido usted el que ha sacado del río al cabo De la Fuente? —pregunta un currinche de El Pueblo Navarro, haciéndose eco del rumor que circula entre los periodistas.

—No, no, en absoluto. Yo sólo he visto el reguero de sangre que se dirigía hacia el Bidasoa y se lo he hecho saber a las autoridades, que han echado una barca al río para buscar el cuerpo del guardia.

—Pero, entonces, se podría decir que ha sido gracias a su colaboración que se ha encontrado el cadáver —insiste el de El Pueblo.

—Hombre, si usted quiere… —acepta Patricio, acostumbrado a ser el protagonista de las mejores jugadas.

Y es así, con la inestimable ayuda del Lechuguino, de Patricio Arabolaza y de muchos otros de los que han participado en la batida, como los reporteros consiguen reconstruir a grandes rasgos lo ocurrido, tras convertir en centro de operaciones la plaza que hay junto al Ayuntamiento de Vera, adonde no dejan de llegar durante todo el día noticias y autoridades a partes iguales. Es así como se enteran de que un numeroso grupo de hombres armados ha repartido por el pueblo proclamas subversivas y ha tenido un enfrentamiento con las fuerzas del orden a primeras horas de la madrugada. Es así como ven llenarse el pueblo de guardias civiles y de carabineros, algunos de alto copete, como el coronel subinspector de la Benemérita don José Rivera, que aparece embutido en el sidecar de una motocicleta conducida por su ayudante, el capitán don Nicolás Canalejo, procedentes ambos de San Sebastián. Es así como tienen conocimiento de la muerte del cabo De la Fuente, del guardia Ortiz y de Luis Naveira, y de que sus cuerpos han sido transportados en parihuelas, como si de mercancías se tratara, al cementerio de Vera, donde se encuentra el depósito judicial. Es así como ven desembarcar pomposamente al gobernador civil don Modesto Jiménez de Bentrosa, llegado en automóvil desde Pamplona. Es así como son informados de que en el lugar de la refriega se ha encontrado a un rebelde herido en ambas piernas, que ha sido trasladado al Hospital de la Misericordia, donde el doctor Gamallo está intentando librarle de una amputación a todas luces inevitable. Es así como ven bajar de su caballo al elegante y altanero teniente de Carabineros de la sección de Lesaca, don Augusto Estrada, que hoy mismo va a ser ascendido a capitán y elegido para organizar la línea de vigilancia de la frontera, en colaboración con las fuerzas del orden francesas. Es también así como a la hora de comer les llega el rumor de que un nuevo rebelde ha sido abatido en el monte (se trata de Abundio Riaño, «el Maño», muerto a tiros a la altura del mojón 10 de la frontera) y de que un carabinero ha sido trasladado a Vera con tres heridas de bala, siendo su pronóstico reservado. Es así como ven al alcalde de Vera, don Antonio Ollo, entrar y salir continuamente del ayuntamiento, declinando una y otra vez hacer cualquier tipo de declaración. Y es así como a primera hora de la tarde ven pasar, camino del hospital, un automóvil en cuyo interior destaca la melena romántica y ensangrentada de Enrique Gil Galar, medio moribundo, pues al parecer la bala no sólo le ha rozado el temporal derecho, sino que se le ha incrustado detrás de la oreja. Y es así, en definitiva, como al caer la noche los periodistas vuelven a sus casas dispuestos a pasar a limpio los montones de notas garabateadas y a cocinar las crónicas que llenarán las páginas de los diarios en los días venideros. Siempre que la censura les dé su permiso, claro está. Pero no nos adelantemos a los acontecimientos y retomemos la historia allí donde la dejamos, con el ex cajista de La Fraternelle mirando al cielo, creyendo reconocer en él la M achatada de Casiopea, la eme de Martín, que decía su padre.

A Pablo lo traen andando y encañonado por la carretera de Francia, con las manos atadas a la espalda y la mandíbula prieta, intentando ocultar el secreto de su herida. Por lo menos se ha ahorrado la ignominia de ver cómo le arrancan los botones del pantalón y le obligan a caminar con una mano en la nuca y la otra sujetándose los calzones, como les ha ocurrido o les ocurrirá en breve a otros de sus compañeros. Al entrar en el pueblo, las primeras claridades del alba escalan ya las montañas y a las ventanas de las casas se asoman las caras soñolientas, inquietas o curiosas de los aldeanos que aún siguen en sus hogares. En la calle de Altzate, una niña sale a un balcón y saluda a uno de los carabineros, que la manda volver adentro. Pero la niña no hace caso y se queda mirando con la boca abierta al gladiador renqueante, como creyendo reconocer en su derrota una grandeza insospechada.

Poco después llegan al cuartel de Carabineros, que los recibe con el consabido lema de «Moralidad, lealtad, valor y disciplina» grabado en la puerta de entrada, sobre la insignia del sol naciente que es el emblema de la casa. En la oficina de ingresos, el cabo y el sargento firman el recibo de entrega, depositan la mochila requisada al detenido y lo conducen a una sala de espera, donde sustituyen el alambre que le llaga las muñecas por unas esposas oxidadas, dejándolo a cargo de dos jóvenes recién salidos del colegio de Carabineros. En la sala de espera hay un banco recubierto por un hule roído y sucio, pero a Pablo le obligan a quedarse de pie, de cara a la pared, y ni siquiera tiene ánimos de protestar por ello. En el cogote cree notar los dos fusiles encañonándole, pero también la mirada fija de uno de los carabineros, el más joven de los dos, todavía imberbe, que con los ojos muy abiertos no le pierde de vista ni un solo instante. Y a Pablo le hace pensar en Julianín, quién sabe qué habrá sido de su antiguo ayudante. Y de Julianín su pensamiento salta a Leandro, el gigante argentino… Tal vez hayan conseguido cruzar juntos la frontera y ahora estén a salvo en tierras francesas. Y Robinsón, ¿qué habrá sido de Robinsón y de Kropotkin?, ¿qué habrá pensado su amigo al no encontrarle junto a las palomeras? Pero un grito lo distrae de estas divagaciones, un grito estentóreo que resuena de pronto en la sala de al lado:

—¡Traedme al nuevo!

Pablo vuelve la cabeza y los dos jóvenes carabineros le conminan a ponerse en marcha con un gesto de sus fusiles, y lo conducen a la sala de interrogatorios, algo más grande que la anterior y menos desangelada, aunque a nadie se le ocurriría calificarla de confortable. En el centro de la estancia hay una mesa de madera con una silla desvencijada en el lado más próximo a la puerta y un sillón de felpa verde al otro lado, en el que está sentado don Feliciano Suárez, teniente de Carabineros de la sección de Vera, que acaba de ser designado juez militar instructor. Junto a la ventana, exhalando bocanadas de humo de un Partagás recién encendido, se encuentra don Veremundo Prats, el capitán de Carabineros que se ha pasado la noche coordinando la búsqueda y captura de los sediciosos, con la colaboración no sólo de más de un centenar de guardias civiles y de carabineros llegados en autocares desde poblaciones vecinas como Sunbilla, Lesaca o Santesteban, sino también de los miembros del Somatén local e incluso de buena parte de los habitantes de Vera y de los caseríos de los alrededores. Al fondo, a la derecha, medio camuflado tras una máquina de escribir, un secretario mecanógrafo observa con indolencia la entrada del detenido.

—Siéntese —le ordena el juez instructor, sin dignarse siquiera a mirarle a la cara—. Quítenle las esposas.

El joven imberbe cumple la orden, con manos nerviosas y terriblemente frías, mientras su compañero no deja de encañonar a Pablo con el fusil. El teniente saca un estuche de un cajón y con un gesto indica al detenido que impregne su dedo índice en la masa negra y gelatinosa que contiene, para posarlo a continuación sobre una cuartilla de papel que hay sobre la mesa.

—Puede limpiarse, si quiere —le comunica señalando un trapo que hay sobre la escupidera, a los pies de la mesa, un trapo de estopa en el que parecen haberse aseado ya unas cuantas manos recientemente. Pero Pablo prefiere limpiarse el dedo en los pantalones, aunque no tiene tiempo de esmerarse demasiado, pues enseguida vuelven a ponerle las esposas—. ¿Cómo se llama?

—Pablo.

—¿Qué más?

—Martín Sánchez.

El teclear del secretario replica a sus palabras como un eco mecánico. Del techo cuelga un ventilador, con las aspas hermanadas por las telarañas.

—¿Edad?

—Veinticinco —contesta Pablo tras vacilar un instante.

—¿Profesión?

—Cajista.

El mecanógrafo levanta la vista de su máquina, trocando su habitual indolencia en una momentánea curiosidad.

—¿Religión?

—Ninguna.

—Vaya, otro igual. Ponga usted «católico renegado» —le indica don Feliciano al secretario—. ¿Procedencia?

—Vengo de París.

—Pero es usted español…

—Sí, de Baracaldo.

—Ajá. ¿Y se puede saber con qué propósito ha venido a Vera? —pregunta el teniente, reclinándose sobre la mesa y mirando por primera vez directamente a los ojos de su interlocutor.

—A Vera me han traído ustedes, no yo.

—Oiga, no se pase de listo —interviene con brusquedad don Veremundo Prats, señalándole con el puro desde la ventana—. Se le está preguntando qué hacía usted cuando ha sido detenido. ¡Responda!

—Acababa de cruzar la frontera, camino de Bilbao, adonde me dirigía a visitar a mi madre y a mi hermana, que viven allí.

—Está bien, pueden llevárselo —ordena el juez instructor—. Métanlo en la celda número 6 —y volviéndose hacia don Veremundo, musita—: A este ritmo habrá que empezar a ponerlos de dos en dos.

Al pasar por delante de la sala de espera, Pablo puede ver a dos hombres de cara a la pared custodiados por varios carabineros, y aunque el empujón que recibe para que siga adelante no le permite corroborarlo, juraría que uno de los detenidos es Casiano Veloso, el líder del clan de Villalpando que hace apenas dos días retozaba alegremente en el prostíbulo de madame Alix. Pablo es conducido en silencio a través de un largo pasillo, al final del cual unas escaleras descienden hasta los calabozos, de los que emana un desagradable tufo a cloaca o a letrina que él no puede discernir. Es sin duda la parte más lóbrega y húmeda del edificio, apenas iluminada por una sucia bombilla que cuelga del techo en la estancia principal, alrededor de la cual se encuentran los distintos cubículos, según el claustrofóbico sistema penitenciario de distribución celular. Debajo de la luz hay una mesa, en la que da cabezadas un centinela de guardia. Al oír entrar a los tres hombres, se incorpora bruscamente, dejando al descubierto una cicatriz que le atraviesa el rostro. No en vano le llaman Carapartida.

—Deposita sobre la mesa todo lo que lleves en los bolsillos —le indica al detenido con una vehemencia innecesaria y un tuteo que se pretende ofensivo, mientras el joven imberbe le quita las esposas—. El cinturón y los cordones de los zapatos también, no se te vayan a ocurrir malas ideas.

A Pablo no le queda más remedio que obedecer, aunque por un momento imagina que se quita el cinto y, blandiéndolo como un látigo, se lía a vergajazos contra los carabineros. Pero debe de ser la fiebre, que ya ha empezado a nublarle el entendimiento, porque si no a cuento de qué va a tener semejantes delirios, si a todas luces se ve que no hay escapatoria posible.

—¿El dinero también? —pregunta Pablo, tras dejar sobre la mesa el pasaporte, la estilográfica, un pañuelo, la petaca de picadura y las cerillas.

—¡También! —ruge Carapartida, cuyo rostro parece querer dar la razón a los defensores de la fisiognomía.

El joven imberbe procede entonces a cachearle, y al palparle los bolsillos del pantalón descubre la sangre que empapa la pernera derecha.

—Este hombre está herido —informa algo asustado el inexperto carabinero.

—No es nada —salta enseguida Pablo—, un simple rasguño.

—Deberíamos avisar a un médico… —insiste el joven.

—He dicho que no es nada —le corta Pablo mirándole fijamente a los ojos—. Tú sigue cacheando y déjame en paz con mis rasguños.

—Oye, que aquí las órdenes las damos nosotros —le advierte el centinela, blandiendo una porra de caucho. Y, tras unos segundos de vacilación, apremia al joven carabinero—: Venga, tú, acaba de cachearle y al agujero compañero. Si el señorito quiere desangrarse, no seré yo el que se lo impida. ¿Qué celda toca?

—La 6 —balbucea el imberbe.

—¡Tocado y casi hundido! —exclama Carapartida, acompañándose de una risotada.

Terminada la operación, el carcelero saca de debajo del arco de la escalera una esterilla enrollada y una manta mugrienta, y se las entrega al detenido junto a un periódico atrasado, cuya función no es precisamente la de cultivar el alma, sino la de rebañar las excreciones del cuerpo. Luego abre la maciza puerta de la celda seis y con un gesto le invita a entrar, si es que se puede hablar de invitaciones en situaciones como ésta. El portazo resuena con estruendo y la llave al girar chirría como un garrote vil desengrasado. El cubículo es aún más pequeño y estrecho de lo que Pablo había imaginado, y la oscuridad es casi absoluta, pues la única luz que recibe proviene de la sucia bombilla de la sala, filtrada a través de una suerte de mirilla que hay en la puerta, apenas tres finas rendijas alineadas. También hay una trampilla en la parte inferior, que sirve para darle al preso la comida sin necesidad de abrir la celda, pero está cerrada y sólo puede manipularse desde fuera. Como única compañía, en un rincón, se intuye el inevitable bacín, que otros llaman zambullo, hecho de gruesas y curvadas planchas de madera sujetas con aros de hierro, para que el preso deposite si es menester las aguas menores, y aun las mayores, sin riesgo de filtraciones. Cuando los pasos de los dos jóvenes carabineros se pierden escaleras arriba, Pablo oye un sollozo en la celda de al lado, pero antes de que se le pase por la cabeza intentar comunicarse con su vecino, resuena la voz de Carapartida:

—¡Tú! Como te vuelva a oír berrear, te muelo a palos, ¿entendido? ¡Y esto vale para todos!

Un espeso silencio se cierne sobre los presos y Pablo se tiene que aguantar las ganas de saber quiénes son los que le acompañan en su cautiverio. Aunque, de haber podido hablar con ellos, lo más probable es que tampoco lo hubiese intentado, porque sin duda lo más sensato es aparentar que no conoce de nada a los cinco revolucionarios que han sido detenidos antes que él y encerrados en celdas idénticas a la suya. El primero en llegar y en estrenar calabozo (celda número 1) ha sido José Antonio Vázquez Bouzas, al que vimos huir de la refriega y ser apresado por los carabineros responsables de la muerte de Luis Naveira. Bastante después han traído a Francisco Lluch, el desertor del regimiento de Sicilia que venía a España a ver a su padre moribundo (celda número 2). Se despertaban los gallos cuando han llegado Tomás García y Justo Val, ambos aragoneses y residentes en Biarritz, los dos únicos valientes del grupo de Abundio Riaño, «el Maño», que se han atrevido a cruzar la frontera, si descontamos al infortunado Abundio y al sobrino del cura de Lesaca (celdas 3 y 4). Y poco antes de la llegada de Pablo, ha entrado a hacer compañía a las ratas Eustaquio García, un joven soriano incapaz de contener las lágrimas (celda número 5). Ignorando estos datos, aunque tal vez intuyéndolos, el ex cajista de La Fraternelle despliega la esterilla, dejando sin desenrollar una de las extremidades para que haga de cabezal, y se estira cuan largo es, abrigándose con la manta e intentando contener las tiritonas. Y a pesar de la herida que empieza a infectársele, de los chinches y piojos que campan a sus anchas en la celda, de la angustia por el incierto futuro que le espera y de la incomodidad del zulo en el que acaban de encajarlo, se queda enseguida dormido, sin despertarse siquiera cuando minutos después llegan a los calabozos Casiano Veloso y Ángel Fernández, los dos del clan de Villalpando, y los encierran juntos en la celda número 7, pues es la última que queda libre. Y apenas se desvela cuando al cabo de un par de horas le traen un tentempié en forma de recuelo (ese café cocido dos veces que es peor que la achicoria y cuyo único mérito es estar caliente), para darle un par de sorbos y volver a quedarse dormido. No será hasta media mañana cuando consiga desvelarse del todo, con el cuerpo entumecido y la pierna herida agarrotada, al despertarle una voz conocida procedente de la sala central del calabozo:

—Che, ¡dejate de romper las pelotas! La foto se viene conmigo a la tumba… —Pero Leandro no consigue acabar la frase, porque un culatazo se le clava en los riñones y le hace caer al suelo de rodillas.

Pablo se incorpora como puede y se acerca a la mirilla, pero las tres finas rendijas están orientadas hacia el techo y no puede ver lo que ocurre.

—No sé cómo será en tu país —se oye la voz de Carapartida—, pero aquí las normas están para cumplirlas. A ver esta fotografía… Mmm, no está mal la chiquita, me hará compañía mientras os vigilo.

—Hijo de puta. —Esta vez es la voz del ex guardia civil Santillán la que oye Pablo al otro lado de la puerta de su celda, seguida de un nuevo golpe de culata y un quejido que no es tanto de dolor como de rabia.

—Bueno, ya está bien, se acabó la fiesta —dice enérgicamente el centinela—. Acabad de cachearlos y metamos de una vez por todas a estas ratas en sus malditas cochiqueras, sin mantas ni petates, que ya no me quedan.

Es entonces cuando se abre la puerta del calabozo de Pablo e introducen a empellones a Santillán, que a punto está de caerle encima. Pero antes de que vuelvan a cerrarla, aún tiene tiempo de ver bajo la sucia luz de la bombilla las inconfundibles siluetas de Leandro y Julianín, custodiados por media docena de rudos carabineros.