—18—

EL Alguacil municipal, con el acto realizado, demostró un celo digno de aplauso en el cumplimiento de su deber. Con su advertencia y los servicios prestados por el capitán de Carabineros y sus fuerzas, la Guardia Civil, el Somatén local y la armoniosa y efectiva cooperación de los vecinos, se consiguieron apreciados resultados, y pudo sofocarse así que apareció la intentona, de nefasta recordación para esta villa por las desgracias que ocasionara y de gloriosa satisfacción porque, cumpliendo los vecinos con sus deberes de ciudadanía, y en el amor Patrio inspirados, pudieron abortar los perversos propósitos fraguados contra nuestra Patria España, tomando por base a esta pacífica villa, sin titubear en ponerse en frente de los que pretendían alterar el orden en la Nación, en los precisos momentos en que le es más necesaria la paz para proseguir la era de progreso iniciada con el actual Directorio que afortunadamente nos gobierna.

Actas del Ayuntamiento de Vera,

16 de noviembre de 1924.

Es mejor que nos separemos —admite el ex guardia civil Santillán, cuando deja de verse la carretera a sus espaldas—, sólo así tendremos opciones de escapar, ahora que ya todo está perdido.

Los demás asienten con la cabeza.

—Hay varias maneras de intentar llegar a Francia desde aquí —les explica Piperra, sabedor de que es la única posibilidad de salvar el pellejo—. El camino más corto es atravesar el alto de Santa Bárbara y cruzar la frontera por el pico de Labeaga, pero es también la ruta más dura y creo que algunos no están en condiciones de hacerlo —dice mirando a Pablo.

—¿Y qué otras opciones hay? —pregunta Robinsón, que no está dispuesto a dejar a su amigo en la estacada.

—Volver por donde hemos venido. Es la vía más accesible.

—¿Atravesando el pueblo? —pregunta Pablo.

—Podríamos bordearlo.

—Demasiado arriesgado —sentencia Santillán.

—¿Tú podrías acompañarnos, Piperra? —quiere saber Robinsón.

El guía tarda unos segundos en responder.

—Vamos —dice finalmente—. Intentaremos llegar sin ser vistos hasta el caserío de Eltzaurdia, donde viven unos tíos míos. Tal vez podamos escondernos allí hasta que soplen vientos mejores.

—De acuerdo —asiente Santillán, que ha asumido la situación y empieza a ponerse nervioso—. Entonces dividámonos y partamos enseguida, antes de que los carabineros avisen a los que vigilan la línea de mugas y nos corten la retirada. Yo voy por Labeaga, ¿alguien se apunta?

Hay un momento de indecisión, porque Leandro y Julianín se resisten a abandonar a sus amigos. Pero no parece quedarles otra alternativa si quieren tener alguna opción de salvarse.

—Venga, chicos —resuelve Pablo la situación—, nos vemos en Francia, sea como sea.

Y se despiden con tanta celeridad como emoción contenida, abrazándose quién sabe si por última vez, mientras Piperra le explica al ex guardia civil cómo llegar hasta Labeaga. Santillán, Julianín y Leandro enfilan entonces monte arriba, dejando a sus espaldas las luces de la fábrica de fundiciones. Pablo se agarra a Robinsón, aguantando el dolor como puede, y ambos siguen a Piperra y a un Kropotkin que parece conocer el camino. Bordean el alto de Santa Bárbara y se dirigen hacia Vera a través de campos y prados, salpicados aquí y allá por algunos caseríos, la mayoría con las luces encendidas: se conoce que el ruido de los disparos ha despertado a sus habitantes. El cielo está cada vez más despejado y algunas estrellas hacen compañía a la luna moribunda, recortándose en el horizonte el majestuoso monte Larún, tan cercano y tan distante a la vez, como anunciando la frontera entre la salvación y la condena. Para Pablo cada paso es un sacrificio y cada tropiezo una mortificación, pero sigue adelante mordiéndose la lengua. Un arroyo se cruza en el camino de los fugitivos y Robinsón propone deshacerse de las pistolas y las municiones, demasiado comprometedoras en caso de ser detenidos; tras unos instantes de indecisión, terminan lanzándolas al agua turbulenta, que las engulle rápidamente. Poco después, antes de llegar a la carretera, Piperra se detiene:

—Esperadme aquí, voy a ver cómo están las cosas —dice, y desaparece por unos instantes.

—Robin —susurra Pablo en la oscuridad.

—¿Qué?

—¿Tú crees que saldremos de ésta?

Y como el vegetariano no responde, continúa:

—¿Cómo hemos sido tan tontos, Robin? ¿Cómo nos hemos dejado engañar de esta manera?

Pero tampoco esta vez contesta, porque ya aparece el guía.

—Vamos, seguidme —dice en voz baja—, el camino está despejado.

Los tres hombres y el perro cruzan la carretera que comunica el barrio de Altzate con el poblado anejo de Illecueta, donde nadie parece haberse percatado de lo ocurrido. Sin embargo, desde Vera llegan voces inequívocas de que la alarma ya ha sido dada. Al pasar por detrás del caserío de Zelaia, una luz se enciende en el interior y los tres revolucionarios se echan al suelo, con tan mala fortuna que la pierna herida de Pablo va a dar contra una piedra. El ex cajista de La Fraternelle no puede evitar que un grito de dolor escape de su garganta. Alguien abre una ventana y una figura se recorta sobre el alféizar:

—¿Quién anda ahí? —pregunta la inquieta voz de un anciano.

Los tres hombres aguantan la respiración.

—¿Quién anda ahí? —insiste el anciano.

Y esta vez es Kropotkin el que salva la situación, ladrando oportunamente.

—¡Fuera, chucho, fuera! —se enfada el anciano, y vuelve a cerrar la ventana.

Cuando se apaga la luz, los hombres continúan su camino, con Pablo más cojo que nunca. Poco después llegan a la altura del caserío de los Baroja, que sigue en silencio y en penumbra, igual que el molino de Errotacho, un poco más adelante, allí donde se bifurcan la carretera de Francia y la pista principal que sube al Portillo de Napoleón. Piperra sabe que no hay otra alternativa que ir hasta el molino, aunque quede peligrosamente cerca de la carretera, y a punto están de ser descubiertos por un automóvil que se acerca haciendo rugir su motor con estruendo. Los tres revolucionarios se esconden entre las matas y al cabo de unos segundos los faros del coche iluminan la calzada. El auto pasa como una exhalación, por lo que no pueden ver que en su interior viajan tres miembros del Somatén de Vera, que suben a la línea de mugas a comunicar lo ocurrido y dar la orden de que no se deje pasar a nadie. Parece que el cuerpo civil de defensa que instauró Primo de Rivera nada más llegar al poder funciona como la seda y hace honor a su supuesta etimología catalana, som atents. Pero aunque los tres fugitivos no puedan verlos, sí pueden intuirlos:

—Ésos van a la frontera a avisar a los carabineros —atina Piperra, de profesión albañil y agorero de vocación—. ¡Vamos!

Toman la pista principal que sube a Usategieta, pero al poco rato Pablo se para y se deja caer al suelo, jadeando:

—Salvaos vosotros, chicos. Yo me rindo. No tengo derecho a haceros perder más tiempo…

—De eso ni hablar, Pablito, que ya queda poco —le corta Robinsón, quien a pesar de su complexión enclenque y la cojera que le produjo la poliomielitis infantil, se echa a Pablo a la espalda y lo arrastra como puede, hasta llegar al caserío de Eltzaurdia.

—Esperadme ahí —les dice Piperra, señalando un chamizo que hay junto a la casa, y se pone a llamar enérgicamente a la puerta.

Al cabo de un par de minutos que se les hacen eternos, alguien abre el ventanillo y la luz de un quinqué ilumina el rostro del joven.

—Tía, soy yo, Pedrito. Abra la puerta, haga el favor.

La mujer hace caso a su sobrino, que se cuela en el interior de la casa sin esperar a que le inviten a pasar. Tarda media hora en volver a salir y hace entrar a Pablo y Robinsón, que ya están desesperados y ateridos. Kropotkin no tiene más remedio que quedarse esperando fuera.

—¡Ay, Virgencita mía! —se queja la mujer al verlos entrar, mientras el marido mira con desconfianza al melenudo y al malherido que acaban de perturbar la tranquilidad de su morada—. ¡Ya sabía yo que este niño no nos traería más que desgracias!

—Cálmese, tía —le ordena Piperra—, y deles a estos hombres algo caliente, que ya ve cómo vienen.

La mujer les prepara un café con leche y pone a hervir unas hierbas que le da Robinsón: son las colas de caballo que ha recogido bajando a Vera, ideales para contener las hemorragias por su poder cicatrizante. El vegetariano aprovecha para cambiarle las compresas a Pablo, ya completamente empapadas de sangre, y aplicarle un emplasto curativo hecho con las hierbas medicinales. Cuando termina la operación, el casero abre por primera vez la boca:

—Tú puedes quedarte hasta mañana —le dice a su sobrino, en un tono seco y que no admite réplica—. Pero tus amigos deben marcharse de inmediato.

—Pero, tío… —intenta protestar Piperra.

—No se hable más. Si en cinco minutos no se han ido, iré a avisar a los carabineros.

Los tres hombres salen de la casa. Decididamente, el pueblo español no está preparado para hacer la revolución.

—No te preocupes —le dice Robinsón a Piperra, abrochándose el gabán—, sabremos llegar nosotros solos, ya no debe de quedar mucho.

—No, qué va —responde el guía, cabizbajo—. Yo os acompañaría, pero… Ahí arriba está el portillo, y luego todo recto llegaréis a la venta de Inzola. No tiene pérdida. ¡Suerte, compañeros!

Los tres hombres se despiden, mientras Kropotkin le muerde los bajos del pantalón al que se queda, como recriminándole su cobardía. Desde el caserío de Eltzaurdia hasta el Portillo de Napoleón no hay una gran distancia, pero el camino es empinado y la pierna de Pablo sufre lo indecible a cada paso. Además, por si fuera poco, la ruta se bifurca de repente a derecha e izquierda, y ni Robinsón ni Pablo saben por dónde tirar. Al final deciden seguir a Kropotkin, que se decanta por el camino de la izquierda, pero al cabo de un buen rato el sendero desaparece a la entrada de un espeso bosque.

—Esto no me suena —se lamenta Robinsón.

—A mí tampoco —aúlla Pablo.

Y deciden volver atrás, hasta la encrucijada. Abajo, en el valle, el pueblo de Vera parece haberse despertado del todo, pues ya son muchas las luces encendidas. Los dos amigos toman la ruta de la derecha y las primeras claridades del alba empiezan a asomar tras las montañas cuando llegan por fin a las palomeras de Usategieta, las mismas en las que hace algunas horas medio centenar de revolucionarios con intención de liberar España se conjuraban antes de emprender el descenso. Pero Pablo no puede más y le pide a Robinsón descansar un rato.

—Está bien, quédate ahí y no te muevas —acepta el vegetariano—. Yo voy a ver si el camino hasta la venta está despejado.

Y entonces Pablo comete un error fatal, un error de principiante, como si el mismísimo diablo le hubiera tendido una trampa en forma de cigarrillo que susurra enciéndeme, enciéndeme y fúmame. Porque Pablo, con la mente embotada por el dolor o por el cansancio, saca la petaca de tabaco mientras Robinsón desaparece por el camino que lleva a Inzola, y se lía un pitillo y enciende una cerilla, no al primer intento, ni al segundo, pero sí al tercero, y el fugaz resplandor llama la atención de una pareja de carabineros que patrulla por la zona, una pareja formada por un cabo y un sargento que ya han sido alertados de la intentona revolucionaria y que avanzan hacia donde está Pablo siguiendo el rastro de una brasa que parpadea con cada nueva calada, una pareja que se esconde detrás de unas peñas y que sale y da el alto a un Pablo desarmado, un Pablo que no lleva el amuleto de la suerte que le ha acompañado en los últimos años, un Pablo que no puede hacer otra cosa que levantar los brazos y maldecir su mala fortuna y confiar en que Robinsón no vuelva todavía, que tarde un rato en llegar, que al menos él pueda salvarse.

—¡Alto ahí! —ordena uno de los dos carabineros, mientras el otro otea los alrededores, con el fusil preparado para disparar—. ¡Levántese, está usted detenido!

Y Pablo se levanta, intentando disimular como puede su cojera, pues sabe que será inculpado si descubren que tiene una herida de bala. Y deja que le cacheen y que le aten las manos a la espalda con un alambre, sin ver que Robinsón acaba de llegar con el tiempo justo para esconderse entre unas matas y maldecirse por haber tirado la pistola al río y no poder plantar cara a los carabineros, y tener que conformarse con observar, agazapado entre los matorrales, cómo se llevan a Pablo, y morderse la lengua, y enjugarse las lágrimas en el lomo de Kropotkin, unas lágrimas que brotan como la regata de Inzola que emerge ahí al lado, unas lágrimas de dolor, de rabia y de impotencia, unas lágrimas de miedo por no volver a ver a Pablo Martín Sánchez, el anarquista sin olfato, el vampiro sin corazón, el amigo del alma al que él ha involucrado en esta desgraciada aventura. Y no lejos de allí se oyen entonces dos disparos y a Robinsón no le queda más remedio que tirarse a la regata, junto a su fiel perro salchicha, para intentar alcanzar la frontera antes de que se haga de día.

Entonces, Pablito, miras al cielo y crees distinguir la constelación de Casiopea, que parece dibujar una M, una eme de Martín. Pero lo más probable es que se trate de una alucinación, fruto de la fiebre o del cansancio, porque la luz del amanecer ya está difuminando las estrellas. Aunque lo que se ha difuminado definitivamente es la esperanza revolucionaria de poder acabar con la dictadura de Primo de Rivera.