XVI

(1913)

Pablo apartó el armario y escribió detrás: «En abril 13 del año 1913 morirá Alfonso XIII». Utilizó para ello un trozo de yeso, que le dejó los dedos manchados de cal. Luego descolgó el revólver Velodog y lo lanzó sobre la cama, con el hilo de bramante aún atado. Arrastró la butaca hasta el balcón, se subió con la agilidad de un gato y descolgó la barra que contenía las cinco balas. Fue entonces cuando se abrió inesperadamente la puerta de la habitación y entró, escoba en ristre, la dueña del hostal, aquella versión con faldas de Don Quijote. Al verlo allí encaramado puso cara de malas pulgas, musitó un «Disculpe, creí que ya habría salido», y se marchó dedicando una última mirada al cachorrillo que yacía sobre la cama. «Mierda», masculló Pablo, lamentándose de no haber cerrado la puerta con llave al subir del desayuno. Pero poco importaba ya: en unas horas toda España iba a conocer su gesta. Sintió un calorcillo en los dedos al meter las balas en el tambor del revólver y aprovechó el hilo de bramante para camuflarlo, tal como había aprendido en sus coqueteos con la acracia barcelonesa: lo ató al botón que le sujetaba los tirantes, agujereó el bolsillo derecho del pantalón y dejó escurrir el arma, que bajó por su pierna casi hasta el tobillo. En caso de ser cacheado, ningún policía llegaría tan abajo: una cosa es cumplir con el deber y otra muy distinta arriesgarse a sufrir un ataque de lumbalgia. Después, para recuperar la pistola, bastaría con meter la mano en el bolsillo y tirar del hilo. Antes de salir de la pensión, Pablo sacó de la maleta el amuleto de la suerte, le dio un beso y se lo colgó del cuello. Luego, ya en la calle, respiró profundamente.

Un magnífico sol de primavera lucía en el cielo y muchos madrileños aprovechaban la mañana dominical para ir a presenciar el acontecimiento del día: la gran parada militar de la jura de bandera, presidida por Su Majestad Alfonso XIII. Una vez finalizada la ceremonia castrense, el monarca debía dirigirse a palacio al frente de su Estado Mayor, bajando por el Paseo de la Castellana, doblando en la calle Alcalá, cruzando la Puerta del Sol y tomando por último la calle Mayor, en un recorrido muy similar al que había hecho el día de su boda. Pablo pensó que si los anarquistas pretendían cometer un atentado, el lugar escogido estaría al final del recorrido, tal como había hecho Mateo Morral siete años atrás, ya que las callejas del centro eran más propicias para una eventual fuga que las grandes avenidas. Se dirigió entonces a la calle Alcalá y puso rumbo a la plaza de Castelar, presidida por la efigie de la diosa Cibeles, con la intención de anticiparse a los hechos. Los edificios principales estaban engalanados, banderolas de colores colgaban de las farolas y las calles empezaban a ser tomadas por fervorosos transeúntes, periodistas y vendedores ambulantes, que pensaban hacer su agosto con la venta de cacahuetes, altramuces y otras chucherías. Junto a la puerta del Casino, un hombre arrodillado pedía limosna, sujetando entre sus manos un cartel que decía: «Errar es humano, pero echarle la culpa al otro es más humano todavía». Pablo se quedó pensando en aquella frase hasta llegar al palacio del marqués de Casa Riera, cerrado a cal y canto como de costumbre, pues contaba la leyenda que, tras sufrir un desengaño amoroso en sus jardines, el marqués había plantado un ciprés, haciendo prometer a sus descendientes que, hasta que no se secase, el palacio quedaría deshabitado, y su jardín, abandonado.

—¿Va a pasar por aquí el rey, eh? ¿Va a pasar por aquí? —le asaltó de improviso una loca, zarandeándolo histéricamente. Tenía los ojos extraviados y las encías ensangrentadas.

—Sí, señora, va a pasar por aquí, no se preocupe —la tranquilizó Pablo, una vez recuperado de la sorpresa inicial. Y luego, en voz más baja, añadió—: A no ser que alguien lo impida, claro.

La mujer puso cara de susto y se llevó una mano a la boca. Pablo aprovechó el momento para librarse del agarrón y seguir avanzando entre el gentío. Un poco más adelante, vio salir del bar La Elipa a un tipo que llevaba una curiosa capa de pelo de camello: sus miradas se cruzaron y el hombre entornó un ojo, haciéndole un guiño de complicidad. Como no lo conocía de nada, Pablo se dio la vuelta, sorprendido, pero el hombre siguió avanzando sin inmutarse. Hay que ver, pensó, le gente está cada día más loca. Y su propio pensamiento le sorprendió: ¿acaso estaba él en sus cabales? ¿Qué habría dicho su padre de haber sabido lo que se disponía a hacer? ¿Y qué dirían su madre y su hermana al verlo en la portada de todos los periódicos, convertido en regicida? Tuvo un momento de vacilación y se detuvo. Por un instante pensó que todo aquello era una solemne estupidez. Pero entonces recordó los ojos de Ángela y la barbilla altiva de Ferrer Guardia, y recobró el coraje. Se metió la mano en el bolsillo, agarró el hilo de bramante y notó el peso del revólver; luego levantó la mirada, vio que se encontraba frente al Banco de España y decidió que aquél era el lugar adecuado para esperar el paso del cortejo militar. Antes de abrirse camino hasta la primera fila, compró un cucurucho de altramuces: al hincarle el diente al primero, se acordó de Robinsón, que los llamaba chochos, y se sintió extrañamente tranquilo.

La cabeza de la comitiva hizo su aparición en la plaza de la diosa Cibeles poco después de la una y media, y un airecillo fresco se levantó de pronto, como si Eolo se hubiera querido sumar también a la fiesta. Alfonso XIII, con impecable uniforme de gala y lustradísimas botas de caña alta, avanzaba a lomos de su hermoso Alarún, flanqueado por el conde de Aybar y el jefe de Cazadores, seguidos a pocos metros por el ministro de la Guerra, el capitán general de Madrid y un buen número de oficiales. En su habitual rostro hierático, la sonrisa del Borbón parecía dibujada para atenuar su prognatismo. Varios jinetes se adelantaron, abriendo paso en el flanco izquierdo de la calle Alcalá y obligando al público a retroceder hacia la acera del Banco de España o hacia los rieles de los tranvías del centro de la calzada. Cuando el monarca vio que tenía vía libre, picó espuelas con gallardía, adelantándose a su séquito, y la multitud gritó enardecida. Pablo comprendió que aquél era el momento y sólo entonces sintió un cosquilleo en el estómago. Metió la mano en el bolsillo y empezó a tirar poco a poco del hilo de bramante. Y fue al notar el contacto de la culata y ver aproximarse al rey cuando algo le llamó la atención entre la muchedumbre que tenía enfrente. Había dado un paso adelante para salir del tumulto y abalanzarse sobre el monarca, pero se quedó completamente petrificado, congelado, aturdido, casi muerto: a pocos metros de distancia, al otro lado de la calzada y en primera fila, una mujer miraba el paso de la comitiva regia. Y aunque sus ojos habían perdido la chispa de antaño, Pablo la reconoció al instante.

Era Ángela.

Sintió que el tiempo se detenía. Dejó de escuchar los gritos de la multitud. Sus dedos se aflojaron y el revólver volvió a escurrirse pierna abajo. Clavó su mirada en la figura de Ángela y el mundo a su alrededor desapareció por un instante, borrado o difuminado por la mano de Dios o del diablo. Al principio sólo pudo verla por partes, como si fuera incapaz, después de tanto tiempo, de asimilar su existencia entera: primero vio sus ojos; luego vio sus labios; más tarde, su nariz, sus mejillas y su pelo, recogido con horquillas; después tomó conciencia de su rostro al completo, y de su cuello, y del vestido negro que le moldeaba el cuerpo; entonces se fijó en sus brazos y los resiguió en toda su extensión: el izquierdo se prolongaba hasta aferrar una sombrilla, el derecho se curvaba y enlazaba otro brazo. Y fue en aquel instante cuando Pablo comprendió que la línea que separa la felicidad de la desdicha puede ser fina como un cabello. Fue en aquel instante cuando Pablo sintió que algo se rompía definitivamente en su corazón. Y es que fue en aquel instante cuando Pablo descubrió que el brazo que enlazaba el brazo de Ángela era el brazo de otro hombre, un hombre que a su vez tenía en brazos a una niña, una niña que miraba a Ángela y movía los labios, unos labios que decían: «Mamá, ¿cuándo viene el rey?». Y era el hombre el que respondía, moviendo a su vez los labios, y cualquiera que se fijase bien podía ver que decían: «Pero, hija, si ya está aquí». Y el hombre y Ángela se miraban, y en aquella mirada había amor, o cariño, o complicidad, y él sonreía y ella le devolvía la sonrisa, una sonrisa triste, es cierto, pero sonrisa al fin y al cabo. Y entonces la comitiva se interpuso entre ellos, como un eclipse de sol, dejando aquella imagen grabada para siempre en la memoria de Pablo y oprimiéndole la garganta, a la altura de la epiglotis, como si una soga le ciñese el cuello. Pasaron varios segundos sin que atinase a respirar y quizá habría muerto asfixiado allí mismo si el destino no le hubiese reservado otra sorpresa: de pronto, dos disparos rasgaron el aire y todo se volvió confusión y gritos y algaradas.

El ruido de las detonaciones liberó la garganta de Pablo y un chorro de aire fresco entró en tromba en sus pulmones. Al volver la cabeza aún tuvo tiempo de ver, a pocos metros de distancia, la pistola empuñada por un hombre de ojos vidriosos, encantados con su propia audacia, al que se le echaban encima dos guardias para intentar reducirlo. Acababa de disparar contra Su Majestad Alfonso XIII, que parecía haber salido airoso del trance. Ya desde el suelo, el regicida apretó el gatillo de su Puppy-Velodog por tercera vez: se produjo un destello, un estruendo sin humo y el hombre quedó sepultado bajo una avalancha humana que se disponía a lincharlo, mientras varios oficiales de la escolta real desenvainaban los sables para proteger al Borbón y en el ambiente quedaba flotando un olor acre, seco, excitante. Pablo no llegó a pensar que aquélla podría haber sido su suerte, ni en lo mucho que se parecían su arma y la del regicida, sino que volvió a mirar enseguida a la acera de enfrente, mientras la multitud prorrumpía en vítores al rey y hurras a la monarquía. Se arrodilló para intentar divisar a Ángela por entre las piernas de los caballos, pero Ángela ya no estaba allí. Y así, a cuatro patas, como un perro, prorrumpió en un llanto convulso del que no pudieron sacarlo ni las palabras de consuelo de una chiquilla que se puso a su lado y le dijo:

—No llore, señor, que el rey está vivo. Mírelo.

En efecto, mientras varios guardias y agentes del orden se llevaban al anarquista (pues ya nadie dudaba de que era un anarquista el autor del atentado), Alfonso XIII volvió a dibujar una sonrisa en su rostro y corrigió al oficial que había ordenado que la comitiva reanudase la marcha al galope:

—No, general: ¡al paso! Como si nada hubiese ocurrido.

Más tarde se sabría que el fracasado regicida se llamaba Rafael Sancho Alegre, que formaba parte de un grupo ácrata llamado Los Sin Patria y que había venido directamente de Barcelona para atentar contra Su Majestad. Pero lo único que consiguió fue que aumentara la fama de indestructible que ya tenía Alfonso XIII, al permitirle salir airoso del enésimo atentado y pavonearse ante los periodistas a su llegada a palacio: «Yo lo vi separarse del grupo —diría en referencia a Sancho Alegre— y dirigirse hacia mí; por un momento creí que era para entregarme un memorial, pero a la vez pensé que podía ser un malhechor, y me dispuse a defenderme. Hasta pude matarle, y no quise».

Pero entre la multitud había un hombre ajeno a todo esto, por más que hubiese estado a punto de ser el protagonista de los hechos. De sus ojos brotaban lágrimas incontenibles y un revólver de bolsillo se le clavaba en la espinilla. Había pasado los cuatro últimos años de su vida persiguiendo a un fantasma y ahora que lo había encontrado descubría que había sido en vano. El fantasma le había dado por muerto. El fantasma había rehecho su vida. El fantasma había llegado, incluso, a formar una familia. Se puso en pie y abandonó el lugar, caminando como un autómata. Se internó por la antigua calle del Turco, donde un grupo de agentes del orden se había apostado para impedir la huida de los eventuales compinches del magnicida. Le cachearon y le dejaron seguir, viniendo a demostrar que el truco del hilo era garantía de éxito. Pero Pablo, en aquel momento, ni siquiera se acordaba de que llevaba un cachorrillo. De haberlo recordado, tal vez habría hecho una locura. Se dedicó simplemente a vagar por las calles madrileñas hasta que perdió la noción del tiempo. Sólo cuando sus pasos le llevaron hasta la calle Montera y se encontró frente a la puerta de la pensión Amelia, volvió a la realidad: por el vidrio esmerilado de la puerta pudo ver cómo la dueña hablaba con dos guardias civiles. Un instinto de supervivencia le sugirió que más valía no entrar todavía y se quedó en el quicio del portal contiguo, esperando a que salieran. Cuando abandonaron la pensión, Pablo pudo escuchar las últimas palabras que dijeron, ya desde el umbral:

—No deje de avisarnos, señora, cuando aparezca por aquí el susodicho.

Luego se perdieron calle abajo y Pablo esperó un par de minutos para entrar en la pensión. Cuando lo hizo, sacó el revólver y obligó a la hospedera a abrirle la puerta de su cuarto: metió sus cosas en la maleta y bajó corriendo las escaleras. Antes de marcharse pagó la cuenta y dejó una buena propina. Al salir a la calle, casi se dio de bruces con Vicente Holgado, que salía de su fonda a toda prisa.

—¿Adónde vas? —se preguntaron al unísono.

—A la Estación del Norte —confesaron a un tiempo.

Y allí se dirigieron, con una sola idea: huir del avispero lo más pronto posible.