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DESEOSO el Directorio de que la opinión tenga noticias ciertas que impidan toda desorientación y concreten la importancia de cualquier hecho, evitando los abultamientos conscientes e inconscientes de los propaladores, se cree en el deber de dar a conocer los siguientes sucesos de carácter, al parecer, revolucionario, provocados por elementos anarquistas procedentes de Francia en relación sin duda con el sindicalismo avanzado español. En la madrugada del 7 del corriente fueron observados por las autoridades municipales de Vera (Navarra) individuos sospechosos, que sin duda habían traspasado recientemente la frontera, los cuales, en número de treinta y armados, sostuvieron en las inmediaciones del pueblo grave colisión con una pareja de la Guardia Civil de servicio, dispersándose después.

ABC, 9 de noviembre de 1924.

(nota oficial de la Presidencia del Gobierno)

El grupo de rebeldes descansa en la oscuridad de la cantera, mientras los cabecillas discuten al borde de la carretera si es mejor esperar a que salgan los obreros de la fábrica o asaltar sin perder tiempo el cuartel de la Guardia Civil, cuando Manolito Monzón, que ha ido a descargar sus aguas mayores allí donde termina la tapia de la fábrica, aparece corriendo y haciendo aspavientos, en estado de gran excitación. Sólo Perico Alarco, acostumbrado al ir y venir de manos de su compinche, consigue entenderle:

—Parece que viene alguien —traduce—. Y va armado.

Tras lo cual ambos hombres se pierden en la oscuridad.

Los revolucionarios alertados enmudecen instintivamente, llevándose la mano a la pistolera, pero ya han sido descubiertos: sobre el fondo iluminado de la fábrica se recortan dos siluetas que se dirigen a la cantera, coronadas por los inconfundibles tricornios del cuerpo de la Benemérita. Los primeros en distinguirlas son los cabecillas que están junto a la carretera: Bonifacio Manzanedo, Luis Naveira, Gil Galar, Julián Santillán, el Maño y Robinsón, que en un instante pasan de tener la mano en la pistola a tener la pistola en la mano. El resto de la expedición hace lo propio y algunos se acercan al grupo de cabeza, entre ellos Pablo, Julianín, Leandro o el Maestro, al que le han empezado a castañetear los dientes, quién sabe si de frío o de miedo. Es entonces cuando Luis Naveira, como para mantener a raya las siluetas, enciende su linterna y las enfoca, provocando que se detengan súbitamente. La más corpulenta se lleva el fusil al hombro y grita:

—¡Alto a la Guardia Civil!

Alto al que los revolucionarios responden apuntando a su vez con las pistolas:

—¡Alto! —dicen varios.

—¿Quién vive? —pregunta el guardia Ortiz al oír las voces.

—Españoles —responden algunos.

—¿Adónde se camina? —insiste Ortiz, tirando de manual.

—¡A liberar España! —responde Gil Galar, y da dos pasos al frente.

—¡Viva la República! —exclama Manzanedo, creyendo ingenuamente que su grito será el abracadabra que haga bajar los fusiles a los guardias.

—¡Alto! —interviene sin embargo el cabo De la Fuente, con una voz que se le quiebra, y dispara un tiro al aire a modo de advertencia.

Y es entonces cuando se arma la marimorena. Porque al joven Julianín le tiemblan las manos y al oír el tiro se le nubla la vista y la Star se le dispara contra los guardias civiles, aunque a punto está de darle a alguno de los compañeros que tiene delante, en la primera fila. Pablo se le echa encima, intentando evitar la catástrofe, pero no logra impedir que los guardias, al sentirse atacados, hinquen la rodilla al suelo y empiecen a disparar, hiriéndole en el muslo. Aunque en realidad es sólo el aguerrido guardia Ortiz quien hinca la rodilla, sin que la niebla o la oscuridad le dejen ver que delante tiene a más de cuarenta hombres armados, o tal vez dejándose llevar por un rapto de heroicidad que le enajena el entendimiento, porque el cabo De la Fuente, más clarividente o más cobarde, aprieta también el gatillo de su fusil, pero batiéndose en retirada, mientras le grita a su compañero «¡Vámonos, Ortiz, vámonos!», un grito que se solapa con el que da al mismo tiempo Santillán, más conciso y perentorio, «¡Fuego!», y una descarga cerrada retumba en mitad de la noche. Ni siquiera los ladridos de Kropotkin llegan a oírse bajo el fragor de la batalla.

El cabo De la Fuente no tiene tiempo de decir nada más, porque varias balas le alcanzan en su retirada. Una de ellas le secciona la carótida y cae al suelo fulminado, mientras Ortiz se defiende como un titán. De las cinco balas de su cargador, por lo menos cuatro dan en el blanco: dos hieren en ambas piernas a Bonifacio Manzanedo, que cae al suelo aullando de dolor; otra le roza a Gil Galar el temporal derecho mientras intenta recargar su pistola, sin llegar a herirle de muerte; y otra más le da al Maestro en los riñones cuando ya ponía pies en polvorosa. Pero el aguerrido guardia nada puede hacer contra el tentacular enemigo que tiene enfrente. Mientras intenta cargar de nuevo su fusil, recibe un buen número de impactos de bala en diversas partes del cuerpo. Viéndose perdido, se lanza a la desesperada contra los fogonazos, blandiendo la bayoneta como única amenaza, hasta que un balazo le alcanza en el pecho y le perfora el corazón. El valiente burgalés se desploma como un saco de cemento, convertido en un colador de dieciséis agujeros. Gil Galar, sangrando y tambaleándose, se acerca al guardia civil e intenta arrebatarle el máuser, pero Ortiz no parece querer soltarlo, como si aferrarse al fusil fuera su último acto de resistencia. Entonces Galar saca un cuchillo y le da dos machetazos en la nuca, por si las moscas. Pero el guardia ya está cadáver.

—Vámonos de aquí —dice alguien.

—No, es mejor que sigamos unidos —aconseja Santillán sin éxito, pues ya algunos han empezado a alejarse, como Casiano Veloso y sus paisanos de Villalpando, o los monicacos Perico Alarco y Manolito Monzón, que al primer disparo han salido corriendo.

De los heridos, el que está peor es Bonifacio Manzanedo: las balas le han destrozado la rodilla izquierda y la tibia derecha. Tampoco ha salido muy bien parado Gil Galar, que sufre una conmoción cerebral, aunque podría haber sido mucho peor, qué duda cabe, tratándose de la sien. También Pablo ha tenido suerte, dentro de la gravedad, ya que la bala le ha atravesado el muslo limpiamente, sin afectar al fémur. Y del Maestro nada sabemos, porque se ha echado al monte, con su herida a cuestas, junto a un puñado más de revolucionarios. Pero por suerte no se ha llevado el morral, al que se acerca Robinsón para coger el botiquín de primeros auxilios, aprovechando también para buscar sin éxito el bombín que ha perdido durante la refriega. El resto de la expedición rodea a los heridos, con el susto en el cuerpo y en el alma. Naveira saca el otro botiquín de su mochila, pero cambia de idea en el último momento:

—Mejor vamos hasta el río, que el agua nos servirá para limpiar las heridas —dice con un aplomo que le sorprende incluso a él.

Leandro y Santillán, los dos hombres más corpulentos, se cargan a Bonifacio a hombros y lo llevan hasta la orilla del Bidasoa, mientras que a Pablo y Gil Galar les basta con la ayuda de Robinsón y Naveira, respectivamente. Entre dos o tres, sin que nadie sepa muy bien por qué, arrastran el cadáver del guardia Ortiz y lo lanzan al agua, todavía aferrado al máuser. Pero del cabo De la Fuente ya nadie se acuerda y se queda tendido en la carretera, a un centenar de metros, con la cabeza bañándose en el charco de su propia sangre.

—Pasadme las tijeras —dice Naveira, que como ha sido practicante se pone al frente de la operación y rasga el pantalón de Bonifacio Manzanedo, que no puede aguantarse los alaridos—. Dame tu corbata —le dice, y se la anuda a la altura de la ingle a modo de torniquete. Alguien enrolla un pañuelo y se lo mete en la boca a Bonifacio para que lo muerda y le ayude a aguantar el dolor.

Pablo, mientras tanto, se ha bajado él mismo los pantalones y deja que Kropotkin le lama la herida, sabedor de que no hay mejor desinfectante que la saliva, aunque sea de perro. Gil Galar, arrodillado al borde del río, mete su cabeza de poeta romántico en las gélidas aguas del Bidasoa, intentando contener la hemorragia. Robinsón saca entonces las compresas de lienzo y las impregna con tintura de yodo, mientras Naveira termina de desinfectar las heridas aplicándoles una pomada antiséptica, alumbrado por las linternas que sujetan el Maño y Santillán. Luego venda las piernas de Bonifacio y de Pablo con una rapidez pasmosa, entreteniéndose un poco más con la cabeza de Gil Galar.

Entretanto, el resto del grupo discute qué resolución tomar. La victoria en esta primera batalla ha resultado indiscutible, pero la refriega no ha hecho sino enfriar los ánimos de los facciosos, que parecen haber tomado conciencia de la peligrosidad de la intentona y empiezan a dudar seriamente de las probabilidades reales de éxito. Pocos confían en que un nuevo encontronazo con las fuerzas del orden vaya a resolverse sin víctimas mortales entre los rebeldes.

—Ahora es el momento de asaltar el cuartel de la Guardia Civil —insinúa Santillán—, pues tienen dos efectivos menos.

—O de escapar antes de que sea demasiado tarde —dice Martín Lacouza.

—¿Pero no se suponía que en España había estallado ya la revolución? —pregunta Anastasio Duarte, que sigue creyendo a pies juntillas lo que aseguraba Max mientras le sobornaba con cocaína.

—Lo mejor es irnos de aquí de una puta vez —apremia alguien—, que el tiroteo se habrá oído en el pueblo y no tardarán en llegar los refuerzos.

Y ni siquiera Gil Galar, con la cabeza recién vendada, se atreve a llevarle la contraria. Todos parecen haber comprendido al fin que nadie los está esperando a este lado de la frontera. Aunque aún hay quien no quiere darse por enterado:

—Intentemos llegar hasta Lesaca —propone Santillán—, tal vez allí los compañeros del interior ya estén organizados.

Y como nadie tiene una alternativa mejor, el grupo enfila la carretera de Pamplona, que discurre en paralelo al Bidasoa, con la angustia tatuada en los rostros y llevando a rastras a Bonifacio Manzanedo, que empieza a delirar por el dolor y a pedir una pistola con la que volarse los sesos, hasta que pierde el conocimiento. Mientras intentan reanimarlo, se destaca una avanzadilla de tres hombres para poder avisar si hay movimientos extraños, pero enseguida vuelven corriendo:

—¡Vienen dos carabineros por la carretera! —dice uno.

—¡Parece que han arrestado a uno de los nuestros! —dice otro.

Efectivamente, al oír el tiroteo, la pareja de carabineros del puesto de Lesaca formada por Santos Pombart y Emilio de Inés, que se encontraba de servicio nocturno en la carretera de Pamplona, se ha dirigido corriendo hacia el lugar de donde procedían los disparos. Al poco se han encontrado a un hombre que caminaba en dirección contraria a ellos: era José Antonio Vázquez Bouzas, uno de los revolucionarios que han salido huyendo a las primeras de cambio y que, a diferencia de otros que se han echado al monte, ha preferido tomar el camino de Lesaca, sin saber muy bien adónde se dirigía.

—¡Alto a los carabineros! —le han dicho apuntándole con el fusil y la linterna—. ¿Quién vive?

—Soy un obrero que va a buscar trabajo a Bilbao —ha balbuceado Vázquez Bouzas alzando las manos y poniéndose a temblar.

—Pues se equivoca de camino, porque por aquí se va a Pamplona —le ha informado Santos Pombart—. ¿Qué han sido esos tiros?

—No sé… Había unos hombres riñendo a la salida de Vera. Pero yo he pasado de largo…

—Queda usted detenido —le ha comunicado el carabinero Pombart; y después de registrarle y comprobar que no llevaba armas, ha añadido—: Venga usted con nosotros.

Es entonces cuando la avanzadilla revolucionaria les ha visto venir y ha dado marcha atrás para avisar al grupo.

—¡Todos a la cuneta! —ordena Luis Naveira, que parece haber tomado el mando de la situación—. Vosotros —les dice a los tres que han visto a los carabineros—, vamos a ver qué quieren.

La carretera hace una curva unos metros más adelante y desde allí pueden verse las luces de los carabineros acercándose. Naveira y los otros hombres bajan a la cuneta, escondiéndose tras un poste de telégrafos. Cuando la pareja llega a su altura, Naveira grita:

—¡Alto o disparamos!

A lo que Santos Pombart responde a su vez, apuntándole con la carabina:

—¡Alto a los carabineros!

Pero Naveira ya le está disparando a quemarropa las tres balas que le quedan en el cargador, con tan mala puntería (la propia de un practicante, ni más ni menos) que sólo logra perforar la capa del carabinero Pombart, mientras que a éste le basta con apretar una sola vez el gatillo: la bala le entra al Portugués por debajo de la nariz, atraviesa el maxilar superior y sale por el occipucio, reventándole la masa encefálica. Naveira cae de rodillas al suelo, con los ojos ya sin vida. Los tres hombres que le acompañan salen corriendo y los disparos de los carabineros no consiguen alcanzarlos. Un poco más adelante, al oír las detonaciones de los fusiles procedentes de la parte de Lesaca, el grupo de revolucionarios se siente acorralado y se produce una desbandada general hacia el monte, a pesar de los intentos de Santillán por retener a los fugitivos. Pero incluso él acaba aceptando la situación y con la ayuda de Leandro intenta coger en brazos a Bonifacio Manzanedo, que ha recobrado el conocimiento y se resiste con vehemencia:

—¡Dejadme, dejadme aquí, compañeros! ¡Por Dios, huid vosotros que podéis, que yo no seré más que un estorbo!

Y ante su insistencia y la gravedad de la situación, no les queda más remedio que dejarlo ahí tirado en la cuneta, con la esperanza de que lo encuentren antes de que se desangre. Robinsón ayuda a Pablo a levantarse y se echan al monte, intentando equilibrar sus respectivas cojeras, seguidos por Kropotkin, Leandro y Julianín, que tiene los ojos desorbitados. También van con ellos Santillán y el guía al que llaman Piperra, aunque el grupo no tardará en disgregarse. Así que cuando los carabineros avanzan un poco más, en compañía del detenido Vázquez Bouzas, lo único que oyen son voces y pasos en el monte, por lo que deciden dar marcha atrás, temerosos de una emboscada, sin llegar a descubrir a Manzanedo, tirado y malherido en la cuneta. Retroceden hacia el puente de Lesaca y entran a refugiarse en una fábrica de luz eléctrica, la Electra Bidasoa, desde donde telefonean a los puestos de Vera y de Lesaca para pedir ayuda y dar cuenta de lo sucedido.

Entretanto, el alguacil don Enrique Berasáin, que se había alejado ya un centenar de metros cuando ha empezado la reyerta en la cantera, al oír los primeros disparos vuelve corriendo al pueblo para avisar a la otra pareja del cuartel, formada por los guardias Silvestre López y José Oncina. Enseguida salen los tres en dirección a la cantera de Argaitza, y antes de llegar a la fábrica de fundiciones suenan los carabinazos procedentes de la carretera de Pamplona. El guardia civil Silvestre López golpea con la culata de su fusil en la puerta de la fábrica y esta vez sí les oye el guardián, que no tarda en abrir. Al ser preguntado, responde que acaba de escuchar los tiros, pero que son los primeros que oye en toda la noche. «Acompáñenos», le dicen, y el guardián sale con un farol de acetileno para iluminar el camino. Un poco más adelante descubren el cuerpo del cabo De la Fuente, en medio de la calzada, tendido bocabajo y amortajado con su propio capote. Tras comprobar que está efectivamente muerto, lo sacan de la carretera y lo arrastran hasta el principio de la tapia de la fábrica. Como les parece oír ruidos en el monte, deciden no seguir avanzando, pero llaman por su nombre al guardia Ortiz, una, dos, tres veces. Al ver que no contesta, Silvestre López le dice al alguacil:

—Vuelva usted al pueblo y avise a las autoridades civiles y militares: al alcalde, al juzgado municipal, al cabo del Somatén, al capitán de Carabineros y a quien cojones haga falta. Nosotros nos quedaremos esperando refuerzos.

Y don Enrique Berasáin, «el Lechuguino», rehace el camino que ya ha recorrido cuatro veces en esta larga y desgraciada noche.