XV

(1912-1913)

Si el cuartel es la escuela de la vida, Pablo habría preferido seguir siendo analfabeto. Porque aprender, lo que se dice aprender, mucho no aprendió en aquellos tres años que pasó sirviendo a la patria: a lo sumo descubrió que al entrar en el cuartel los cojones se dejan fuera (la frase predilecta del sargento Hansen). Ahora bien, lo que es acostumbrarse, se acostumbró a infinidad de cosas: a dormir en jergones de paja y a llevar el pelo rapado; al sabor a cal del rancho y a imaginar que con patatas, garbanzos, judías, arroz, tocino y manteca se puede llevar una dieta equilibrada; a comer en platos de estaño y a beber en vasos de hojalata; a limpiar las ollas sin jabón ni estropajo, sirviéndose de manos, de agua y de arena; a llevar ropas de recluta, tiesas como una momia, con su capote, su chacó y sus polainas de paño; a la voz metálica de la corneta, tocando diana, retreta, silencio, fagina, escuadra, sección, compañía, batallón o tropa; a los gritos histéricos de «¡A formar!» y de «¡Presenten armas!»; al castigo y al temor al castigo, a pegar antes de que te peguen, a robar antes de que te roben; a remendar los zapatos y las cartucheras, a lustrar inútilmente el fusil, el correaje y los botones de la guerrera; a las guardias eternas y a las imaginarias, a las rondas, las contrarrondas y los rondines; a velar las armas sin dormirse en los laureles; a curarse los pies con sal y vinagre después de las marchas militares; al ritmo monótono del un-dos-tres-cuatro, un-dos-tres-cuatro; a cargar y descargar un máuser, y a diferenciar el cargador del percutor, el disparador y la recámara; a la música militar en general y a la Marcha Real en particular; a cantar aquello de «Niña, no tengas amor con soldado, | con sargento ni oficial, tra-la-rán, | con sargento ni oficial, tra-la-rán. | Porque en tocando la marcha de frente, | solita te quedarás, tra-la-rán, | solita te quedarás, tra-la-rán»; a aprovechar los domingos y los permisos para frecuentar los ambientes ácratas, o para recuperar la vieja afición por el cine, o para ir a la fuente de Canaletas a esperar estérilmente un milagro, o para escribir a su madre y al padre Jerónimo con la vana esperanza de recibir noticias de Ángela, o para dar paseos por la playa con Robinsón hasta que se marche a vivir a una comuna de Lyon, desde donde le mandará diversos libros «para contrarrestar el efecto pernicioso de la instrucción militar», como escribirá en una de sus dedicatorias: el Manual del perfecto anarquista de autor desconocido, el Catecismo del terrorista de Sergei Netchaiev, El amor libre de Carlos Albert y otros de Nietzsche o Schopenhauer; a vivir con el miedo de que te manden a Marruecos, aunque no llegue nunca la orden, o de que te arresten y se te vaya la cabeza, como a un quinto de Teruel que se quitó la vida dándose cabezazos contra la pared de su celda; a subir al castillo de Montjuic a realizar estancias periódicas sin poder olvidar la perilla altiva de Ferrer Guardia en el foso de Santa Amalia; o a escuchar a los reclutas bisoños jurar la bandera tras la pregunta de rigor: «¿Juráis a Dios y prometéis al rey seguir constantemente sus banderas hasta derramar la última gota de sangre y no abandonar al que os esté mandando en acción de guerra o preparación para ella?». A ser, en definitiva, mejor soldado y peor persona cada día.

Y así, al abandonar el cuartel, Pablo había cumplido ya veintidós primaveras y se encontraba más perdido que nunca. No sólo no había vuelto a saber nada de Ángela, sino que estaba sin oficio ni beneficio y acababa de malgastar tres años de su vida, durante los cuales el mundo había seguido haciendo de las suyas: mientras en Marruecos continuaban las hostilidades, en Portugal se proclamaba la República, en México estallaba la revolución y el pastel subsahariano se lo repartían las grandes potencias europeas. Hasta los cielos habían empezado a ser colonizados por los aviones y la moda de los automóviles se había extendido de tal manera que no era raro ver perros y gatos despanzurrados por las calles de las grandes ciudades. Algunos nombres propios habían saltado a las cabeceras de los periódicos, dejando boquiabiertos a los lectores con sus gestas épicas o trágicas: en 1910 se suicidaba en la cárcel Luigi Lucheni, el anarquista que había asesinado a Sissí la emperatriz; a finales de 1911, el noruego Roald Amundsen llegaba al Polo Sur, un mes antes de que lo hiciera su rival británico, Robert Scott; y en 1912, el transatlántico Titanic naufragaba al chocar contra un iceberg, convirtiendo el océano Atlántico en un hipogeo acuático de varios miles de cadáveres. Pero el hecho que cambiaría el destino de Pablo iba a producirse mucho más cerca.

Soplaba un viento frío y desapacible la mañana de domingo en que abrieron las puertas del cuartel de Atarazanas para dejar salir a los licenciados que terminaban sus tres años de servicio activo. Afuera esperaban las novias de algunos de aquellos chicos con los que Pablo había compartido la monotonía de las horas inútiles, sin llegar a trabar amistad verdadera con ninguno de ellos. Enseguida, la escena se llenó de besos y de abrazos, de reencuentros y de despedidas. Sin saber muy bien qué hacer, sin nadie que hubiera venido a buscarle, Pablo se quedó allí de pie, con el hatillo colgando del hombro, como quien espera en el andén a que baje del tren alguien que nunca va a llegar. Se apoyó contra el muro del cuartel y cerró los ojos, dejando que el viento le azotase la cara, mientras la gente comenzaba a dispersarse y él se iba quedando solo. Por dos veces se dijo que contaría hasta diez y luego abriría los ojos de nuevo, pero dos veces contó y dos veces no se atrevió a hacerlo. Y fue al contar por tercera vez cuando notó en su cara una mano fría y suave, femenina. Por un instante creyó que los milagros existían y abrió los ojos súbitamente: pero no era Ángela, sino una joven de aspecto atlético y rasgos felinos.

—¿No te acuerdas de mí? —preguntó la chica, esbozando una sonrisa.

Y hasta que Pablo no se fijó en los ojos que le observaban, su memoria no recuperó el recuerdo de aquella tarde de verano: el izquierdo era azul como la porcelana china, el derecho dorado como un maravedí.

—Perdona, no te había reconocido. Hace tanto tiempo…

—Pues yo me he acordado mucho de ti —dijo la joven, con una franqueza que hizo que Pablo se ruborizara—. Te has puesto colorado. —Sonrió de nuevo.

—¿Quién, yo?

—Quién si no. Pero no pasa nada: dicen que el tiempo máximo que dura el sonrojo es un minuto y medio…

—¿Qué haces aquí? —preguntó Pablo, intentando cambiar de tema.

—He venido a buscarte.

—¿A quién, a mí?

—A quién si no —repitió la chica. Y viendo la cara de sorpresa de Pablo, añadió—: Que no, hombre, que es broma. Pasaba por aquí para ir a mi casa.

—Ah, ya. ¿Y dónde vives?

—Uy, eso no se le pregunta a una señorita así como así.

—Lo siento, es que la vida de cuartel vuelve a los hombres groseros.

—No importa, yo soy una mujer emancipada —dijo con orgullo—. ¿No has leído a Soledad Gustavo?

Pablo negó con la cabeza.

—Pues deberías… Vivo aquí al lado, en la calle Carrera.

—¿Y puedo preguntar tu nombre, o eso tampoco se le pregunta a una señorita? —intentó bromear Pablo.

La chica pensó su respuesta y dijo:

—Llámame Cuzanqui.

—¿Cuzanqui?

—¿No te gusta?

—No sé, es raro.

—A mí me gusta.

—¿Y qué significa?

—Nada, ¿acaso Pablo significa algo?

El viento pareció pararse en seco.

—¿Y tú cómo sabes que me llamo Pablo?

La chica puso cara de contrariedad:

—Lo siento, pero llego tarde a casa —se limitó a decir, y comenzó a andar en dirección al Paralelo.

—Espera, espera —la detuvo Pablo—. ¿Cómo sabes mi nombre?

—Me lo dijiste la otra vez.

—¿Estás segura?

—Completamente.

Los dos jóvenes se miraron a los ojos, aislados de cuanto les rodeaba. Él la observó con extrañeza y ella le devolvió una mirada ardiente. Pablo supo entonces que la vida es una tormenta gobernada por el azar, una tormenta en la que todos terminan por ahogarse, incluso los más astutos, aunque consigan mantenerse a flote durante más tiempo. Y sin ser consciente de sus palabras, se oyó a sí mismo decir:

—Somos juguetes en manos del destino, ¿verdad?

La chica (llamémosla Cuzanqui) le cogió de la mano y lo arrastró hacia el Paralelo. Al llegar a la calle Carrera se detuvo:

—Espérame un momento —le dijo—. Vuelvo enseguida.

Y subió corriendo a su casa. Al levantar la vista, Pablo tuvo un déjà vu: tres años atrás había hecho el mismo gesto en el mismo lugar, camino del castillo de Montjuic. La muchacha apareció de pronto en el balcón del primer piso, como para asegurarse de que Pablo seguía allí abajo, y le saludó con la mano. Cinco minutos después, volvía a salir del portal, con los ojos brillantes y el pelo recogido en un moño.

—Vamos —dijo—, que te llevaré a un sitio desde donde podrás ver toda Barcelona.

Subieron por las empinadas cuestas de Montjuic, hasta llegar a un promontorio situado en la cara norte de la montaña.

—Espera —dijo Cuzanqui, tapándole a Pablo los ojos con las manos—, no mires todavía.

Caminaron aún unos metros, como un ciego y su lazarillo, hasta que la chica apartó sus manos y dijo alegremente:

—¡Ya puedes mirar!

La imagen parecía salida del pincel de un paisajista urbano: Barcelona entera se desplegaba a sus pies, haciéndoles sentir los amos del mundo. Se sentaron sobre la hierba y allí se quedaron hasta que se puso el sol, conversando y contemplando aquel espectáculo sin notar ni el hambre ni el frío.

—Deberíamos ir volviendo —dijo él finalmente.

—Sí —dijo ella con pesar—. Pero espera un momento: cierra los ojos otra vez.

Pablo hizo lo que le decía y preguntó:

—¿Aún quedan cosas por ver?

—Por supuesto —dijo ella.

Y, cogiéndolo desprevenido, le dio un beso en la boca. Pablo sintió un escalofrío recorriéndole el espinazo y un dolor agudo en la boca del estómago.

—No puedo —balbució, todavía con los ojos cerrados. Y cuando se atrevió a abrirlos, Cuzanqui había desaparecido.

Pablo se prometió no volver a ver nunca más a aquella chica, pero el episodio de Montjuic hizo que la duda se instalara en su conciencia, peligrosa y resistente como la carcoma. «¿Tú crees de verdad que uno debe atarse de por vida a la primera mujer que ama?», le había preguntado Robinsón poco antes de convertirse en recluta. «Voy a hacer de su búsqueda el sentido de mi vida», le había respondido Pablo. Pero tras cuatro años sin saber nada de Ángela, aquel propósito empezaba a tambalearse. Fue entonces, mientras bajaba de la montaña con paso vacilante, cuando una solución desesperada empezó a tomar forma en su cabeza: si yo no consigo encontrarla, se dijo, tal vez pueda lograr que ella me encuentre a mí. ¿Cómo? Haciendo algo descabellado, algo que llame la atención de medio mundo, aunque haya que jugarse la vida en ello. Total, pensó, para Ángela ya estoy muerto, así que no hay mucha diferencia. Con tales divagaciones llegó a casa de Abelardo Belmonte, el sobrino de Ferdinando, que le recibió con los brazos abiertos y le ofreció quedarse en su casa el tiempo que hiciera falta. Dos días después, don José Canalejas era asesinado en Madrid y Pablo descubría la manera de salir en todos los periódicos.

Canalejas llevaba presidiendo el país casi tres años y se había granjeado enemistades a diestro y siniestro. Así que, en el fondo, a nadie le sorprendió demasiado que en aquellos tiempos de crispación y gatillo fácil un anarquista aragonés llamado Manuel Pardinas le descerrajara tres tiros en plena Puerta del Sol, cuando a media mañana, de levita y sin escolta, se dirigía al Ministerio de la Gobernación. Canalejas se había detenido frente al escaparate de la librería San Martín y aquel anarquista bigotudo y paliducho, con un ojo a la virulé, aprovechó la distracción para acercarse hasta él y pasar a la sangrienta historia de España al grito de «¡Viva la acracia y mueran los tiranos!». Después, viéndose acorralado, repitió la proclama y se disparó un tiro en la sien. Al día siguiente, el tal Pardinas era el protagonista de los principales diarios y no hubo persona en todo el país a quien la «execrable hazaña» del anarquista pasara desapercibida. De él se dijo que no comía carne ni pescado y que su único vicio eran los libros sobre anarquismo, pues tampoco bebía, ni fumaba, ni jugaba siquiera a las cartas; también se aseguró que había viajado a Argentina para librarse del servicio militar y que lo habían expulsado del país tras el asesinato del jefe de policía de Buenos Aires. Entre sus objetos personales encontraron un folleto anarquista, una estilográfica con pluma de oro, un fragmento de la Astronomía popular de Flammarion y un retrato de mujer con la dedicatoria «A mi inolvidable Manuel», lo que vendría a demostrar que también los asesinos son hijos de madre. La fascinación que despertó el personaje fue tal, que incluso llegó a rodarse una película titulada Asesinato y entierro de don José Canalejas, en la que un jovencísimo Pepe Isbert representaba el papel del magnicida.

—Ahora a por el rey —dijo Abelardo al leer la noticia en el periódico.

Y más de uno se lo tomó al pie de la letra.

Pablo llegó a Madrid a principios de abril de 1913. La estación de Atocha era el mismo hervidero humano que la Estación del Norte veinte años atrás, aunque ahora los simones ya no se limitaban a competir entre ellos: también se afanaban por combatir con improperios y otras artimañas menos inocentes a los automóviles que amenazaban acabar con su negocio. Pablo había pasado los últimos meses trabajando como calderero en una fábrica metalúrgica del Pueblo Nuevo (pues necesitaba ganar dinero antes de llevar a cabo su descabellado plan), al tiempo que estrechaba lazos con los focos más radicales del anarquismo barcelonés, llegando incluso a ser tentado por el escritor y abogado ácrata Ángel Samblancat (natural de El Grado, por cierto, al igual que Pardinas) para escribir un artículo en el semanario La Ira, que pensaba editar junto a Federico Urales. Quién le iba a decir entonces a Samblancat, amigo y mentor del poeta Salvat-Papasseit, que su apellido acabaría convirtiéndose con los años en una marca de pantalones. Pero Pablo tenía en mente otras maneras más expeditivas de practicar la ira que escribiendo gacetillas.

Si había decidido ir a Madrid era con la idea de matar dos pájaros de un tiro. Pájaro número 1: el buitre Alfonso XIII, que no había tenido ningún reparo en mandar al matadero a Ferrer Guardia. Pájaro número 2: la paloma Ángela, que había echado a volar hasta perderse en el firmamento. El plan: atentar contra el primero para llamar la atención de la segunda. El arma: la pistola de bolsillo que un teniente coronel puso un día entre sus manos (nada de bombas a lo Mateo Morral que pudieran cobrarse vidas inocentes: un disparo a bocajarro y un pasaporte directo a las portadas de todos los periódicos). La coartada: que por muy respetable que sea la vida de un tirano, más sagrada es la vida del pueblo, como dejó dicho el mismísimo santo Tomás de Aquino. En el peor de los casos terminaría en el cadalso, pasando a la posteridad como el regicida que puso fin a la tiranía alfonsina. En el mejor de los casos erraría el tiro y el monarca saldría ileso, la pena capital le sería conmutada por la cadena perpetua (en un acto de magnanimidad regia) y cuando la República volviera a instaurarse en España sería indultado con todos los honores, pasando el resto de su vida junto a Ángela, orgullosa de ser la esposa de un héroe nacional. Todo esto pensaba Pablo mientras el tren atravesaba la meseta con destino a la estación de Atocha. No cabe ninguna duda: estaba completamente desquiciado.

Sin embargo, atentar contra el rey no iba a ser tarea fácil. Corría el rumor de que Pardinas había disparado contra Canalejas porque se le presentó la ocasión, ya que su auténtico objetivo había sido siempre Alfonso XIII. De hecho, a los pocos días del magnicidio, el embajador de España en París enviaba un despacho al ministro de Estado advirtiéndole de que la muerte del presidente había envalentonado a los anarquistas de acción, muchos de ellos residentes en Francia y dispuestos a terminar la faena que Pardinas había dejado a medias. Así que cuando Pablo llegó a Madrid, la Villa y Corte estaba infestada de revolucionarios, por lo que las medidas de seguridad eran más férreas que nunca. Se instaló en la pensión Amelia, situada en la calle Montera, junto a la herida cada vez mayor de la Gran Vía, el demoledor proyecto urbanístico que iba a cambiarle la cara a la ciudad. La dueña de la pensión era la versión femenina de Don Quijote: alta, reseca y con esa mirada ausente que sólo tienen los locos o los aventureros.

—Haga usted el favor de mostrarme su cédula personal —masculló como saludo.

—Ni que esto fuera el Ritz —rezongó Pablo, sacando la documentación.

—Órdenes expresas de Gobernación —respondió el trasunto de Don Quijote.

Y Pablo no tuvo más remedio que firmar con su verdadero nombre en el libro de registro. Después se instaló en una austera habitación, ocupada por una cama de hierro, una mesilla de noche con piedra de mármol, un armario de madera renegrida, una butaca algo grasienta y un pequeño lavabo con espejo y palangana de loza. Deshizo la maleta y guardó el revólver bajo el colchón, pero al final decidió buscarle un escondite más seguro: no quería arriesgarse a que aquella estantigua que regentaba la fonda lo descubriese al hacer la cama y le denunciase a la policía, mandándolo todo al garete. De modo que corrió el armario y localizó un clavo mal apuntalado donde colgar el cachorrillo con la ayuda de un hilo de bramante que sacó de la maleta; luego acercó la butaca hasta el balcón, descolgó la cortina e introdujo en el hueco de la barra las cinco balas que había comprado antes de salir de Barcelona. Sólo entonces se decidió a salir a la calle con una idea en la cabeza: encontrar a Vicente Holgado, el repartidor de periódicos reconvertido en anarquista que le había salvado la vida cuando el atentado de Mateo Morral.

Tardó varios días en localizarlo, y eso que lo buscó por todas partes: en los cafés, en los mítines, en los cenáculos libertarios e incluso en los cines, que se habían reproducido como conejos desde la última vez que Pablo estuvo en la capital. Pero acabó encontrándolo de la forma más inesperada: al atardecer del quinto día volvió a la pensión Amelia y salió al balcón a fumarse un cigarrillo. Se apoyó en la barandilla, dio una bocanada profunda y exhaló el humo pensando que si no encontraba pronto a Vicente tendría que planear él solo el atentado. Y fue entonces cuando lo vio, en el balcón de la pensión contigua, apoyado en la barandilla y fumándose un cigarrillo, como si fuera su propia imagen reflejada en un espejo:

—¡Vicente! —exclamó Pablo.

—¿Pablo? —exclamó Vicente.

Y ambos se observaron con cara de sorpresa.

—¿Qué haces aquí? —preguntó el madrileño, que conservaba aquel aspecto entre agitanado y rufianesco.

—He venido a… —se aventuró Pablo, pero se contuvo a tiempo—. ¿Podemos hablar?

Vicente le miró a los ojos, intentando descifrar sus intenciones, y luego observó los balcones vecinos.

—Creo que será mejor que vayamos a otro sitio.

Y le llevó al mismo bar en que habían estado siete años atrás.

—Quería darte las gracias —dijo Pablo tras sentarse en una mesa apartada y discreta.

—¿Por qué? —inquirió Vicente, aunque ya sabía la respuesta.

—Por habernos salvado la vida el día de la boda real.

—No hay de qué —se limitó a decir. Y luego añadió—: Pero no querías que habláramos para darme las gracias, ¿verdad?

—No… He venido para que me ayudes a matar a Alfonso XIII.

Vicente no hizo ningún comentario, pero las fosas nasales se le dilataron en un acto reflejo, como si hubieran olido el peligro. Miró fijamente a Pablo y luego sacó la petaca de picadura. Y cuando terminó de liarse el cigarrillo dijo:

—¿Sabes que eres el quinto que me lo ha propuesto en lo que va de año?

—Vaya —se sorprendió Pablo—, parece que el oficio de regicida está muy demandado.

—Pero ahora no es el momento.

—¿Cómo que no es el momento? ¡Cualquier momento es bueno para acabar con un tirano!

—Chssst, no hables tan alto —le pidió Vicente, mirando con suspicacia a un par de tipos que estaban acodados en la barra—. Mira, Pablo, yo creo que el éxito de cualquier acto revolucionario depende en buena medida de que sea cometido en el momento adecuado. Y ahora no lo es: después de lo de Canalejas las aguas están muy revueltas y la policía nos vigila de cerca. En realidad, es mejor que no sigamos hablando de este asunto. Últimamente hay confidentes hasta debajo de las piedras. ¿Quién te dice a ti que yo no soy uno de ellos? ¿Quién me dice a mí que no lo seas tú?

Pablo guardó silencio, intentando asumir la situación: había confiado ciegamente en que Vicente Holgado le ayudaría a planear el regicidio, y ahora se sentía algo estafado por aquel revolucionario con ínfulas de estratega. Aunque, bien pensado, tal vez aquello no fuera más que una pose, una táctica de distracción de los anarquistas, que debían de tener ya elegido al candidato a ocupar las primeras planas de todos los periódicos: probablemente llevaban meses planeando un atentado, e incluso era posible que fuese el propio Vicente el encargado de llevarlo a cabo, por lo que ahora se veía obligado a disuadir a todos los iluminados que pretendían acabar con el rey a la ligera, poniendo en peligro su plan. Así que si Pablo quería disparar contra Su Majestad tendría que hacerlo él solito… y procurar que no se le adelantase nadie.

—Entiendo lo que dices, Vicente —concedió al fin—, aunque sigo pensando que no hay momentos buenos y malos para acabar con las lacras de esta sociedad. Así lo creo y así lo digo, pues siempre he preferido que el mundo entero no esté de acuerdo conmigo a estar en desacuerdo conmigo mismo. Pero tú llevas más tiempo en esto y respeto lo que dices: cuando llegue el momento oportuno, estaré preparado por si me necesitáis.

—¿Me prometes entonces que no harás ninguna tontería?

—Te lo prometo —dijo Pablo.

Y no tenía intención de faltar a su palabra, porque lo que pensaba hacer no era precisamente ninguna tontería.