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LA sombra densa de la noche iba diluyéndose en las primeras claridades de la madrugada fría y hostil que acuchillaba con vientos de escarcha a aquellos hombres a quienes empujaban el ideal político y el azar. Empezaban a siluetearse las humildes viviendas de Vera de Bidasoa. El grupo revolucionario avanzaba en silencio, como si presintiera algo impreciso, amenazador. Bonifacio Manzanedo, delante; inmediatamente después Pablo Martín Sánchez y Julián Santillán, dos de los más resueltos de aquellos guerrilleros improvisados.

JOSÉ ROMERO CUESTA, La verdad de lo que pasó en Vera

Junto a la pista principal que baja desde el Portillo de Napoleón hasta Vera, internándose en el espeso bosque discurre un sendero lleno de maleza que no alcanza el estatus de camino de herradura, pues difícilmente pueden pasar mulas, burros o caballos. Pero Piperra, el guía de Zugarramurdi que ha ayudado a cruzar la frontera al grupo encabezado por Gil Galar, insiste en tomar dicho sendero, y nadie tiene ánimos para ponerse a discutir a estas alturas, ignorando que el único motivo que tiene el guía para no coger la pista principal es que pasa junto al caserío de Eltzaurdia, donde viven unos parientes suyos. Sin embargo más de uno se arrepiente enseguida de no haberle llevado la contraria, ya que el sendero resulta casi impracticable: la lluvia caída lo ha convertido en un auténtico lodazal, resbaladizo y peligroso en la oscuridad, y ni siquiera los palos que algunos se han agenciado al principio de la caminata les impiden acabar por los suelos, rebozándose en el barro como gorrinos revoltosos. Los que llevan linternas eléctricas no tienen más remedio que encenderlas. A ambos lados del camino, varios robles desmochados parecen reírse de los trompicones de los facciosos, que mascullan sartas de blasfemias e improperios ante un silencioso público de fresnos, acebos y hayas, helechos y avellanos silvestres. Sólo Robinsón, que milagrosamente conserva el bombín intacto en la mollera, se siente como pez en el agua, en una especie de ósmosis espiritual con la naturaleza, y se permite incluso el lujo de arrancar unas hierbas que crecen al borde del camino, llamadas cola de caballo por su forma, que dicen que van muy bien para la circulación y los emplastos curativos.

Cuando el pelotón abandona el corazón del bosque, el sendero se hace por fin más practicable. Un perro ladra en las proximidades, sin que Kropotkin, con la lección aprendida, se atreva a responder a la provocación: es el perro guardián de un cobertizo de animales que los revolucionarios bordean en silencio para continuar el descenso hacia Vera. A partir de aquí, el camino mejora sensiblemente, al coincidir con el tramo final de la antigua calzada romana. La lluvia ha dado paso a la niebla, que se confunde con el humo que aún exhalan las chimeneas somnolientas de los primeros caseríos, delatores de la inminencia de la villa. No es la una todavía cuando el camino desemboca en la carretera de Francia y las primeras casas de Vera se recortan en la oscuridad, desatando la adrenalina de los expedicionarios, que se detienen sin saber muy bien qué hacer, desconcertados por el silencio y el sosiego que parece reinar en el pueblo. ¿Es que acaso esperaban encontrarlo en armas y con las barricadas invadiendo las calles?

—¿Y ahora qué hacemos? —pregunta alguien.

—No hay luz en el molino de Errotacho —informa Piperra, que conoce bien el pueblo.

—Ni en el caserío de Itzea —añade Martín Lacouza, que no le anda a la zaga.

Efectivamente, el molino es la primera construcción que hay a la izquierda y poco después viene el caserío de Itzea, la residencia que la familia Baroja tiene en Vera desde 1912. Pero don Pío, a diferencia de lo que algunos afirmarán más tarde con maldad o alevosía, no se encuentra en estos momentos en el caserío y no puede ver al grupo de cuarenta y tantos hombres (y un perro salchicha) que está a punto de pasar bajo la ventana de su despacho.

—Lo que hay que hacer es entrar en el pueblo y ver cómo están las cosas —propone Gil Galar, siempre dispuesto a entrar en acción—. Desde aquí todo parece tranquilo, pero quién sabe.

—Es cierto —reconoce Luis Naveira—. Marcharemos todos juntos, en formación, atravesando el pueblo con las armas preparadas. Y si aquí la revolución aún no ha estallado, tendremos que ser nosotros los que demos el primer paso. Si encontramos a alguien por la calle lo invitaremos a sumarse al alzamiento y nos dirigiremos hacia la fábrica de fundiciones para dar la noticia a los compañeros. Luego asaltaremos el cuartel de la Guardia Civil y nos pondremos en contacto con los revolucionarios de Irún y San Sebastián. ¿Alguien conoce el camino para llegar a la fábrica?

—Sí —responde Piperra—, está justo al otro lado del pueblo, en la carretera de Lesaca. Seguidme.

Y los revolucionarios desenfundan las pistolas, metiéndose por su propio pie en la boca del lobo.

La pintoresca villa de Vera, como acostumbran a tildarla los diarios cuando se dignan a hablar de ella, consta de dos barrios principales: el de Altzate, por el que acaba de entrar el pelotón de revolucionarios, y el llamado propiamente barrio de Vera, en el que están la parroquia de San Esteban, el ayuntamiento y la plaza del Fuero. De un barrio a otro se puede ir por dos caminos: o bien se sigue la carretera de Eztegara, que discurre paralela al cauce del arroyo Zia, ahora crecido por las lluvias otoñales, o bien se toma la calle Leguía, que lleva directa al ayuntamiento, como bien sabe Piperra:

—Si vamos por Leguía, pasaremos por delante del cuartel de Carabineros y del de la Guardia Civil.

—Entonces vamos por la carretera —sugiere Santillán, sabedor de que no es tan fácil tomar por la fuerza un cuartel—. Si hay que enfrentarse a la Guardia Civil, será mejor que se hayan sumado a nosotros los obreros de la fábrica.

Pero para encontrarse ante esta disyuntiva, el grupo ha tenido que pasar antes por la calle de Altzate, donde un perro ha ladrado en una de las casas, alertado tal vez por el olor de Kropotkin o por los pasos inseguros del batallón sedicioso. El dato no es banal, pues los ladridos del perro van a prender la mecha que acabará incendiando los periódicos de media España. Su amo es el alguacil del pueblo, don Enrique Berasáin, al que llaman «el Lechuguino», quién sabe si por su aspecto lánguido o por su costumbre de acicalarse demasiado. Acaba de acostarse tras terminar la ronda nocturna y se está poniendo la guía sobre el labio superior para que el bigote no pierda su forma, cuando escucha los insistentes ladridos de su viejo mastín, que esta vez no ladra en balde: al levantarse de la cama y asomarse a la ventana, don Enrique Berasáin aún tiene tiempo de ver cómo un numeroso grupo de hombres, de aspecto desaliñado y cargados con macutos, se pierde calle abajo en dirección al barrio de Vera. «Demasiados para ser contrabandistas», parece pensar el alguacil, que no sabe si ir a dar parte al alcalde o a la Benemérita. Pero ¿qué otra cosa pueden ser a estas horas tan intempestivas si no son contrabandistas?

Mientras Berasáin se viste, los revolucionarios siguen adelante, avanzando de forma compacta, con la excepción de Pablo y Robinsón, que han sacado las octavillas subversivas y las van dejando caer a la entrada de las casas. Al llegar a la encrucijada, la propuesta del ex guardia civil Santillán es aceptada unánimemente y toman la carretera de Eztegara en dirección a la fábrica de fundiciones. Por eso el Lechuguino ya no les ve cuando abandona su morada, maldiciendo la suerte que le ha caído encima, y enfila temeroso la calle Leguía rumbo a la casa cuartel, armado por si acaso con el chuzo de su abuelo el sereno. Y él que creía, cuando le ofrecieron el cargo de alguacil, que lo más difícil sería conseguir que la gente no tirara papeles al suelo y que las mozas estuvieran en casa antes de las diez de la noche… Al otro lado del arroyo, el pelotón revolucionario avanza entre tinieblas y con paso vacilante, sin encontrar más vida en el camino que un gato negro que arquea el lomo a la altura de la cochera abandonada del tranvía eléctrico, entre el barrio de Altzate y el de Vera. Justo después la carretera se adentra en un túnel de árboles frondosos, y el rumor del agua, por contraste, hace más espeso el inesperado silencio que rodea al grupo. Decididamente, la revolución no ha estallado aún en el pueblo, donde la gente parece dormir el sueño de los justos.

—¿Por qué demonios los hombres de este maldito lugar no se han echado a la calle? —pregunta en voz alta Gil Galar. Y como alguno le chista para que baje la voz, se enfada—: Cuanto antes sepan que hemos llegado, mejor, digo yo, ¿no?

Pero el grupo continúa avanzando, silencioso y reconcentrado como un ejército de fantasmas.

La carretera de Eztegara entra en el barrio de Vera y llega a su fin poco después, desembocando en la carretera general, que se bifurca a derecha e izquierda según se quiera ir hacia Irún o hacia Pamplona, pasando por Lesaca. A indicación de los guías de la expedición, la comitiva tuerce a la izquierda y enseguida se vislumbran al fondo las luces de la fábrica de fundiciones, cuyas máquinas parecen no conocer la fatiga, pues trabajan ininterrumpidamente día y noche. A medida que los revolucionarios van acercándose, el rugido de los motores se hace más audible y el resplandor de los hornos se filtra por los grandes ventanales, iluminando el camino. Las chimeneas exhalan un humo salpicado de pavesas que chisporrotean al entrar en contacto con la fría y húmeda noche. Una cerca de piedra separa los pabellones de la carretera, y pegados a ella avanzan los rebeldes hasta llegar a la puerta de entrada, firmemente cerrada a estas horas. Sobre la fachada del edificio principal, grabado en la piedra, aparece en letras grandes el nombre de la fábrica: «Fundiciones de Vera».

—¡Eh! ¡Hola! ¿Alguien nos oye? —grita Julián Santillán con todas sus fuerzas.

—¡Compañeros! ¿Hay alguien ahí? —prueba a su vez Bonifacio Manzanedo.

Pero el ruido de la maquinaria impide que alguien pueda oírles desde el interior.

—Habrá que esperar al cambio de turno —propone alguien.

—O a que el guardián de la fábrica salga a hacer la ronda —sugiere uno que conoce bien el oficio, pues trabajaba como guardián en la Renault de Boulogne-Billancourt.

—¿Y por qué no saltamos la tapia y entramos por la fuerza? —dice Gil Galar.

—Quizá si damos la vuelta a la fábrica se pueda entrar por detrás —prueba otro.

Pero nadie se decide a tomar la iniciativa. Por si acaso, Pablo lanza un fajo de octavillas por encima del muro y mete otras cuantas por debajo de la puerta principal.

—Che, ¿y si paramos un rato a descansar, mientras pensamos lo que hacemos? —propone Leandro, siempre pragmático, pero verbalizando el pensamiento de muchos.

Y es que no hay que olvidar que estos hombres llevan horas andando por el monte, cuando la mayoría hace meses que sólo caminan por las adoquinadas calles de los barrios parisinos o de otras ciudades del sur de Francia. Santillán y Naveira intentan de nuevo llamar la atención de los obreros que trabajan en el interior de la fábrica, pero ante su fracaso no tienen más remedio que aceptar la idea del argentino y seguir al grupo, que ya se aleja de la fábrica y avanza pegado a la cerca en dirección al río Bidasoa, donde podrán descansar un rato y aprovechar para comer o beber algo mientras se toma una decisión. Pero antes de llegar al río, al otro lado de la calzada, hay una cantera que promete mayor recogimiento que las húmedas orillas del Bidasoa, y hacia allí se dirige la tropa descargando ya los macutos.

¿Y qué ha sido en todo este tiempo del atildado alguacil, don Enrique Berasáin? Pues que ha salido de su casa cuando el reloj de la iglesia daba la una y, maldiciendo la suerte que le ha caído encima, ha tomado la calle Leguía hasta llegar a la casa cuartel de la Guardia Civil. La puerta estaba cerrada y ha tenido que golpear con la aldaba insistentemente. Por fin una voz femenina ha sonado en el interior:

—¿Quién llama?

—Llama el alguacil, don Enrique Berasáin —ha respondido el Lechuguino, arrebujándose en el gabán.

La mujer ha abierto la mirilla.

—¿Qué ocurre?

—Vengo a buscar a la pareja de servicio.

—Pase usted —le ha dicho la señora con desgana, cerrando el ventanillo y abriendo la puerta—, que deben de estar a punto de llegar del servicio de correrías para hacer el cambio de turno.

Efectivamente, no han pasado ni cinco minutos cuando hace su aparición la pareja formada por el cabo Julio de la Fuente, natural de Tiebas (Navarra), y el guardia Aureliano Ortiz, nacido en Espinosa de los Monteros (Burgos), ambos solteros y de veintiséis años de edad. El espeso y nervioso mostacho del cabo, con las puntas a modo de ariete, es el primero en entrar, y tras él llega el corpulento Aureliano, resoplando como un bulldog ante su presa.

—¿Qué sucede? —pregunta el cabo al ver al alguacil, sin perder tiempo en saludos.

—Una tropa de unos cuarenta o cincuenta hombres acaba de atravesar el pueblo por la calle de Altzate, señor —responde el Lechuguino solícitamente—. Tal vez sean contrabandistas.

—¿Contrabandistas? —ladra De la Fuente, embistiendo al alguacil con su bigote a lo káiser—. ¿Usted ha visto alguna vez que los contrabandistas atraviesen el pueblo en manada?

—No, señor —casi se disculpa don Enrique—. Eso mismo he pensado yo, pero al verlos pasar a estas horas y con esa pinta por debajo de mi ventana…

—¿Con qué pinta? —le corta el cabo.

—No sé, no había mucha luz, pero tenían mala catadura, por eso he venido a avisarlos de inmediato.

—¿Y no ha ido primero a dar parte al cuartel de Carabineros, que le quedaba de camino?

—Pues no, señor, la verdad es que no, pensé que era mejor venir directamente hasta aquí…

—Está bien, acompáñenos —ordena el hombre, sin quitarse las polainas y con el tono de estar pensando que ya podía haber llegado el alguacil un poco más tarde, cuando se hubiese hecho el cambio de turno—. ¿Qué dirección han tomado?

—No sé, parecía que venían de la parte de Itzea —responde dubitativo el alguacil.

—No le he preguntado de dónde venían, sino adónde se dirigían —le dice de malas maneras el cabo, colgándose el fusil del hombro y saliendo de nuevo a la calle.

Don Enrique tarda unos segundos en contestar.

—Yo diría que deben de haber cogido la carretera de Eztegara…

—Entonces se habrán dirigido hacia Lesaca o hacia Irún —interviene por primera vez el guardia Ortiz, como satisfecho por una deducción a todas luces obvia.

—¿A qué hora los ha visto pasar? —quiere saber De la Fuente.

—No hará ni un cuarto de hora…

—Bueno, entonces es probable que ya hayan salido del pueblo. Vamos.

Los tres hombres se abren paso en la oscuridad, guiados por la linterna del guardia Ortiz, y recorren la calle Leguía en dirección a la iglesia. Se detienen al llegar a la plaza del Fuero, allí donde la carretera se bifurca hacia Irún o hacia Pamplona.

—¿Y ahora qué? —pregunta el guardia Ortiz, pero el cabo De la Fuente se limita a levantar el mostacho, como si quisiera husmear a su presa—. ¿Nos dividimos?

—¡Ni hablar! —ladra el cabo—. ¿Acaso ha olvidado usted el reglamento, Ortiz?

El hercúleo burgalés se empequeñece ante la reprimenda de su superior.

—Vamos hacia Lesaca —ordena el cabo—, pues si han tomado la carretera hacia Irún ya los detendrán en Endarlatsa.

Pero más le habría valido a Julio de la Fuente que la manada, como él mismo la ha llamado, hubiera tomado hacia Irún. Porque a veces la distancia entre la vida y la muerte depende de una decisión tan trivial como torcer a la derecha o a la izquierda en una encrucijada, y la realidad es que los tres hombres toman la misma ruta que hace unos minutos ha seguido un grupo de revolucionarios llegados a España con el hacha de guerra desenterrada. Ya se ven a lo lejos las luces de la fábrica de fundiciones, las chispas que brotan de las chimeneas como fuegos de artificio y el resplandor de los hornos en los grandes ventanales, y pronto se oye el ruido de las máquinas, más intenso a medida que los tres hombres se van aproximando al lugar. A la altura de la entrada principal, sin percatarse de que por debajo de la puerta sobresalen algunas de las hojas sediciosas dejadas por los rebeldes, el cabo De la Fuente le dice al alguacil:

—Vuelva usted a casa, don Enrique, estamos saliendo del pueblo y esto ya no le compete. Nosotros daremos una batida por los alrededores y preguntaremos a los carabineros del puesto de Lesaca si han visto a alguien. Gracias por su colaboración.

—Faltaría más —responde el Lechuguino, y gira sobre sus talones dando las gracias a Dios.

De la Fuente y Ortiz siguen adelante y apenas han dado unos pasos cuando les parece escuchar voces provenientes de la cantera de Argaitza. Entonces, como por arte de encantamiento, los papeles se intercambian. El cabo se detiene, dubitativo, y es el fornido subalterno el que toma la iniciativa, avanzando sin titubeos. A De la Fuente no le queda más remedio que seguir a su compañero hasta que, de repente, a unos veinte o treinta metros, se enciende una luz que los enfoca. El primero en reaccionar es Aureliano Ortiz, que se lleva el fusil máuser al hombro y exclama con un vozarrón digno de Isidoro Fagoaga, el afamado tenor nacido en Vera:

—¡Alto a la Guardia Civil!

Y el eco rebota en las paredes de la cantera, rodeando a los revolucionarios.