XIV

(1909-1912)

Pregunta: ¿cuál es el método más seguro para no llegar a ser muy desgraciado?

Respuesta: no aspirar a ser muy feliz.

Tal fue la reflexión que se hizo Pablo mientras saltaba de una terraza a otra huyendo de los militares, reflexión que puede parecernos fuera de lugar, dadas las circunstancias, pero que atendiendo a las circunvoluciones del espíritu humano, donde no existe la línea recta, acabó resultando providencial: curiosamente, aquel pensamiento le devolvió la cordura y le salvó la vida; de no haberlo tenido, lo más probable es que se hubiese dejado atrapar por sus perseguidores o lanzado al vacío desde cualquier azotea. Porque aquella reflexión le llevó a otra, y esta otra a la siguiente. Al fin y al cabo, se dijo, la felicidad es para el ser humano como la casa para el borracho: aunque no la encuentre, sabe que existe… Pablo sabía qué era la felicidad, aunque la hubiese perdido: se trataba, pues, de tener paciencia, de no perder los nervios ni la cabeza, de esperar sin desesperar. A partir de ahora me preocuparé sólo de sobrevivir, se prometió a sí mismo, es el mejor tributo que puedo rendirle a Ángela. Y así fue como consiguió salir airoso de aquella aventura en la que se había metido sin saber muy bien cómo ni por qué: saltando de terraza en terraza llegó al otro lado de la manzana, forzó la puerta de una azotea, bajó las escaleras y salió a una calle estrecha y despejada. Luego se alejó de la zona conflictiva, mientras a sus espaldas aún sonaban algunos disparos aislados.

Con la entrada de las tropas en la ciudad se terminaron las esperanzas revolucionarias de los varios miles de ilusos que pretendieron cambiar el mundo quemando iglesias y levantando barricadas. Aún resistieron un par de días más, pero aquello no fue sino la pataleta del ahorcado. El viernes llegaron a Barcelona otras dos compañías de Infantería y trescientos guardias civiles de refuerzo, lo que prácticamente terminó con las escaramuzas callejeras. La gente empezó a salir de sus casas con timidez, algunos servicios públicos fueron restaurados y, de manera simbólica, un tranvía atravesó los barrios obreros completando su itinerario habitual. El capitán general, envalentonado, mandó reiniciar los embarcos hacia Melilla y aquel mismo día un regimiento de Infantería descendió las Ramblas camino del puerto, bajo la dócil mirada de algunos barceloneses, que parecían haber olvidado el origen de los terribles disturbios que habían puesto la ciudad patas arriba.

—¡Dónde se ha visto que llevando fusiles os dejéis arrastrar al matadero! —fue el único grito antimilitarista que se oyó entre la multitud. Y el autor de la proclama fue detenido sin que nadie saliera en su defensa.

El sábado volvieron a abrir los comercios, las barricadas fueron desmanteladas, los adoquines restituidos a sus calzadas y las comunicaciones restablecidas. Incluso pudieron desembarcar varias docenas de turistas alemanes que visitaron sin problemas los principales reclamos de la capital catalana, acompañados, eso sí, por una escolta de la guardia urbana y por la banda sonora de algunas balas que aún silbaban en los tejados. El último episodio cruento tuvo lugar en las ruinas del convento de las beatas dominicas, en cuyos muros devastados por las llamas los rebeldes habían pegado pasquines con estas curiosas palabras: «Sentimos gran respeto por la religión y gran respeto por el ateísmo. Lo que odiamos es el agnosticismo, la gente que no escoge. ¡Viva la revolución y los maestros de Cataluña!». Una morbosa multitud se reunió a media mañana en el interior del edificio y la Guardia Civil dio la orden de dispersarse; la gente no hizo caso, la Benemérita perdió la paciencia, sonó un disparo, cundió el pánico, la muchedumbre salió en tromba del edificio y la desbandada terminó en un tiroteo, que dejó seis muertos y numerosos heridos: fue el sangriento epílogo de una semana trágica. Al día siguiente ya no se oyó ni un disparo en Barcelona y las floristas de las Ramblas abrieron de nuevo sus puestos, prueba definitiva de que el orden había sido restaurado.

Como el albergue municipal de la calle del Cid cerró sus puertas cuando empezaron los disturbios, Pablo pasó los últimos días de la semana en casa de Abelardo Belmonte. Al sobrino de Ferdinando le habían herido en una pierna a las primeras de cambio y no le quedó más remedio que quedarse cuidando de sus tres revoltosas criaturas, mientras su mujer se lanzaba a la calle y se unía al grupo de las «damas rojas», que atacaron comisarías y conventos comandadas por Juana Ardiaca, una joven del Partido Radical cuyo padre había sido condenado en el Proceso de Montjuic. El domingo de buena mañana apareció también Robinsón, tras haber participado en los últimos estertores de la revuelta.

—Se acabó —fue lo primero que dijo al entrar en la casa de la plaza Urquinaona, acompañado por Darwin, su infatigable perro de aguas—. Se acabó lo que se daba.

Y no le faltaba razón, pues al día siguiente empezaron las represalias. El lunes, un tribunal militar condenó a cadena perpetua al primer revoltoso que cayó en sus manos, como ejemplo y advertencia. Luego, casi dos mil individuos fueron procesados, un millar encarcelados, medio centenar condenados a cadena perpetua y diecisiete a la pena capital, aunque únicamente cinco terminarían siendo ejecutados; de ellos, los cuatro primeros fueron simples participantes en la rebelión a los que les tocó la pajita más corta: el cabecilla sindical José Miguel Baró, acusado de haber arengado a las turbas; el delincuente Antonio Malet, imputado por organizar una enorme pira con objetos religiosos; el guardia de seguridad Eugenio del Hoyo, condenado por disparar contra una patrulla del ejército; y el idiota que se marcó un baile con el esqueleto de una monja, Ramón Clemente, juzgado por construir una barricada. En cierto modo, un muestrario completo de los delitos cometidos durante toda la semana. Pero aún faltaba encontrar al ideólogo de la revolución. Y el gobierno de Maura aprovechó para quitarse de encima a su particular mosca cojonera: Francisco Ferrer Guardia, fundador de la Escuela Moderna, a quien muchos se la tenían jurada desde el intento de regicidio de Mateo Morral. El pedagogo fue fusilado en el castillo de Montjuic el 13 de octubre de aquel año de 1909. Para entonces, Pablo vestía ya el uniforme de recluta.

Tras pasar varios días encerrado junto a Robinsón en casa de Abelardo, discutiendo sobre lo humano y lo divino a la espera de que la situación se calmase, Pablo acabó convenciéndose de que no merecía la pena desertar: ello le hubiera obligado a vivir en la clandestinidad o a exiliarse a un país extranjero, dificultando aún más la búsqueda de Ángela. Tal como estaban las cosas, los prófugos y los desertores tenían pocas posibilidades de salirse con la suya: la mayoría acababan siendo localizados y embarcados rumbo a Marruecos, a combatir en primera línea de frente, por cobardes y antipatriotas. Más valía quedarse en España, acatar el destino peninsular que le tocara en suerte y no desesperar, nunca desesperar, que a veces el borracho descubre su casa cuando decide echarse a dormir en el primer portal que encuentra. Además, las simpatías de Pablo por las ideas anarquistas habían vuelto a cobrar fuerza, tal vez como sucedáneo (o lenitivo) de su desesperación amorosa. Y, a diferencia de lo que podría pensarse, los ácratas no eran por entonces partidarios de la deserción militar, sino que apostaban por una táctica completamente distinta: el proselitismo antimilitarista en los cuarteles como herramienta para socavar al Ejército desde dentro. La teoría no podía ser más obvia: puesto que los soldados son obreros obligados a servir a la patria según un sistema injusto de reclutamiento, en momentos de crisis se pondrán al lado del pueblo para defender la revolución, siempre que estén convenientemente aleccionados. Una muestra de ello se había podido ver durante los sucesos de la Semana Trágica: el Ejército apenas entró en acción hasta el cuarto día de la revuelta, mientras la Guardia Civil había sacado las pistolas a las primeras de cambio. De hecho, los rebeldes aplaudieron y jalearon a los soldados hasta que éstos no tuvieron más remedio que sofocar la rebelión: al fin y al cabo, el pueblo se había echado a la calle precisamente por ellos, para impedir que les llevaran a una guerra inventada por las clases dirigentes.

Así, la noche del 3 de agosto de 1909, apurando el tiempo que la ley marcaba, Pablo Martín Sánchez, quinto número 66 por la circunscripción de Salamanca, abandonó la ciudad de las bombas para volver a la ciudad de la muerte a cumplir con sus obligaciones patrias. Robinsón, excluido del servicio militar por su cojera, lo acompañó hasta la estación. Le había prometido que se quedaría unos meses más en la Ciudad Condal, por si Ángela daba al fin señales de vida, aunque estaba convencido de que iba a ser en vano: cada vez tenía más dudas de que la joven que había preguntado por él en la Lliga Vegetariana fuese su amiga de la infancia. En el fondo, su idea era quedarse en Barcelona para ganar algo de dinero y luego viajar a Francia o Alemania, donde el naturismo y el vegetarianismo gozaban de mayor consideración que en tierras españolas. Pero aún no le había dicho nada de todo esto a su amigo del alma.

—Oye, Pablo —dijo cuando estaban a punto de llegar a la Estación de Francia.

—Dime.

—¿Puedo hablarte con sinceridad?

—Claro.

—Entre amigos de sangre conviene no andarse por las ramas y llamar a cada cosa por su nombre, ¿no es cierto?

—Venga, Robin, desembucha, que a este paso me licenciarán y aún no habrás dicho nada.

—Está bien. ¿Tú crees de verdad que uno debe atarse de por vida a la primera mujer que ama y no tener ojos más que para ella?

Pablo se detuvo en seco y miró a su amigo, pero no dijo nada.

—No sé, me parece que deberías disfrutar un poco más de la vida y dejar de arrastrarte como un alma en pena. No hay que pensar en los males, sino en los placeres que están a nuestro alcance. ¿Has oído hablar del amor libre…?

—Déjalo estar, Robin —le interrumpió Pablo, reanudando la marcha—. Te agradezco el intento, pero no conseguirás quitarme a Ángela de la cabeza. Tú haz lo que quieras, que yo voy a hacer de su búsqueda el sentido de mi vida.

—Muy bonito, sí señor, muy bonito. Pero ¿qué pasa si el día que la encuentras se ha casado con otro, eh?

Pablo volvió a detenerse, miró a su amigo y sólo dijo seis palabras.

—Entonces daré la búsqueda por finalizada.

Pablo ingresó en caja el miércoles por la mañana y pasó a depender de la jurisdicción militar, pero la distribución definitiva del contingente no se produjo hasta finales de septiembre, anticipándose algunas semanas a la fecha prevista a causa de la guerra contra el moro. Y en un requiebro del destino menos caprichoso de lo que pudiera parecer, su viaje acabó describiendo la trayectoria de un boomerang, pues la plaza que le cayó en suerte fue el viejo cuartel de Atarazanas, en una Barcelona despoblada de soldados tras los recientes embarcos. Le bastó dar un paso al frente durante el proceso de selección de reclutas para ser consignado a la Ciudad Condal, ante la atónita mirada de los demás quintos, que le tomaron por loco, pues nadie deseaba ir a la ciudad de las bombas tras los últimos acontecimientos. Lo que no sabían es que aquel joven tenía un poderoso motivo de seis letras para dar el paso: Ángela. No en vano Barcelona era el último lugar donde alguien la había visto, por lo que prefirió aquel destino a Cádiz, Santiago, Burgos o Zaragoza, donde a buen seguro se habría consumido en la nostalgia o la desesperación. Y así fue como Pablo acabó pasando tres largos años en el cuartel de Atarazanas, creyendo que tarde o temprano acabaría por encontrar a Ángela. Pues si la esperanza es lo último que se pierde, también es a menudo lo único que se tiene.

Las primeras semanas fueron las más difíciles, ya que los ánimos estaban todavía muy crispados por la guerra de Marruecos. El miedo a ser enviado a África se respiraba en el ambiente, y aunque era improbable que los reclutas del nuevo reemplazo fueran llamados de inmediato, los veteranos pagaron con ellos sus nervios y sus temores, maquinando las novatadas más humillantes con la permisividad cómplice de los oficiales de mando. El primer día, como regalo de bienvenida, los borregos (tal era el nombre con que se conocía a los recién llegados) fueron conducidos a la «letrina real», la más inmunda de todas, en la que durante varios días los soldados habían ido acumulando excrementos, a la espera de la llegada del nuevo reemplazo. El hedor era tan insoportable que algunos de los instigadores se tapaban la nariz con pañuelos impregnados en agua de colonia mientras se reían y empujaban a los novatos al interior de la letrina; los más delicados vomitaron nada más entrar y a los que resistieron el primer impacto les metieron la cabeza en el infame retrete, al grito de:

—¡Mira ahí dentro a ver si encuentras algún maldito moro!

Hasta diez veces escuchó Pablo aquella frase en sus oídos, pero ni queriendo le vinieron las arcadas, por lo que se ganó el respeto de los más veteranos, que nunca habían visto a nadie con tanto aguante. Por supuesto, se guardó para sí el secreto de su éxito: que para él olían igual un cuesco y una rosa, un huevo podrido y la hierba recién cortada, una letrina infecta y el aseo de la reina de Inglaterra.

Por si fuera poco, el cuartel de Atarazanas había sido el lugar escogido para encerrar y juzgar a muchos de los detenidos por los sucesos de la Semana Trágica, lo que no contribuyó precisamente a apaciguar los ánimos. Entre sus muros se constituyó el tribunal militar y se celebraron varios consejos de guerra sumarísimos, como el de José Miguel Baró, el primer rebelde ejecutado en el castillo de Montjuic. Sin embargo, cuando Pablo llegó al cuartel, el caso que estaba en todas las bocas era el de Ferrer Guardia, condenado a muerte por ser, cruel paradoja, el cabecilla de una revuelta acéfala. Tal vez temiendo que pudiera producirse algún altercado durante su ejecución, las autoridades decidieron aumentar el número de efectivos militares que debían custodiar el castillo, y hasta allí se desplazaron la mañana del 13 de octubre numerosos soldados, incluidos varios borregos del vecino cuartel de Atarazanas, en lo que fue interpretado por muchos como la última de las novatadas. «Pa que aprendan», dijo un sargento llamado Hansen. Y entre los que tuvieron que aprender estaba Pablo Martín Sánchez.

Les obligaron a levantarse a las cuatro de la madrugada y dirigirse a la fortaleza militar. La noche era fresca y por el Paralelo aún correteaban algunos noctámbulos que salían dando tumbos de lupanares y otros antros de mala muerte. A la altura de la calle Carrera, Pablo levantó la cabeza y tuvo un extraño sentimiento, como si aquella visión anticipase tiempos futuros: tras las cortinas echadas de un balcón iluminado se recortaba la grácil silueta de un cuerpo femenino. Desde allí, cargados con los pesados fusiles y las incómodas cartucheras, subieron el camino que serpenteaba hasta lo alto de la montaña, donde se unieron a otras compañías destinadas a la custodia del castillo. El piquete de fusilamiento fue elegido por sorteo entre los soldados de Infantería del regimiento de la Constitución, a los que se les entregó la correspondiente munición mezclada con cartuchos de fogueo. El resto se distribuyó por la montaña, los alrededores del castillo y el foso de Santa Amalia, lugar elegido para la ejecución. Fue allí donde le tocó ocupar su puesto a Pablo, quien poco antes de las nueve vio salir por una de las poternas de la fortaleza al cortejo fúnebre, encabezado por un Ferrer ojeroso pero digno. Llevaba traje de lanilla gris y corbata, la cabeza descubierta y una orgullosa perilla apuntando al frente. Curiosamente, los cordones habían desaparecido de sus zapatos: se los habrían quitado para impedir la tentación del suicidio. Cuando pasaron por su lado, Pablo escuchó cómo el fundador de la Escuela Moderna dirigía estas palabras al que mandaba el pelotón de fusilamiento:

—Veo, teniente, que es usted muy joven. ¿Cuánto hace que es oficial?

—Un año.

—¿Sólo? ¡Triste manera de empezar su carrera militar!

—¿Triste, por qué? —se indignó el teniente.

—Porque al dar la orden de disparar va a poner fin a la vida de un inocente…

El cortejo siguió avanzando lentamente hacia el lugar elegido para la ejecución, en medio de un silencio trágico. Al detenerse junto al gobernador del castillo, éste lanzó al aire una pregunta que llegó amortiguada a los oídos de Pablo:

—¿Desea usted formular un último deseo?

Ferrer dudó un instante y luego dijo, con voz firme:

—Me gustaría simplemente que no me obligarais a arrodillarme ni a dar la espalda al piquete. Y que no me vendéis los ojos.

Los oficiales intercambiaron impresiones en voz baja y acabaron concediéndole a medias su petición: que muriera de pie y de cara, si quería, pero con los ojos vendados y las manos atadas a la espalda. Pablo vio cómo llevaban a Ferrer hasta el final del foso, junto al muro, y cómo se resignaba a ser cegado y maniatado, mientras el pelotón de fusilamiento se situaba frente a él y los soldados se persignaban antes de disparar. Finalmente, tras la voz de «Apunten», pudo escuchar con nitidez la última frase que pronunció el pedagogo anarquista:

—¡Muchachos, vosotros no tenéis la culpa, apuntad bien y disparad sin miedo! ¡Soy inocente! ¡Viva la Escuela Moderna!

El estampido de las detonaciones hizo cerrar los ojos a Pablo. Cuando se atrevió a abrirlos de nuevo, el cuerpo de Ferrer Guardia yacía ya en el suelo, con el cráneo perforado a balazos y listo para ser enterrado en una fosa común, por ateo y por impenitente. Eran las nueve y un minuto de la mañana.

El pueblo barcelonés reaccionó a la ejecución de manera inmediata, aunque tímida, pues aún estaba fresco el fracaso de la Semana Trágica: lo más destacado fueron algunos disturbios callejeros y la explosión de un puñado de artefactos, uno de ellos en la calle del Cid, a pocos metros del albergue municipal que había cobijado a Pablo al llegar a Barcelona. También la clase política más progresista dejó entrever su malestar y el diputado republicano Rodrigo Soriano llegó a pronunciar en un mitin celebrado en Valencia estas proféticas palabras:

—Al fusilar a Ferrer, el Gobierno ha firmado su propia sentencia de muerte.

Y no se equivocaba: el 23 de octubre los liberales volverían a tomar el poder, con Segismundo Moret a la cabeza. Pocos días antes, Pablo había hecho una promesa, tras la honda impresión que le había causado el asesinato legal de Ferrer: en cuanto encontrase al amor de su vida dedicaría las fuerzas que le quedaran a combatir a un gobierno que mandaba fusilar a sus hombres más brillantes. Cuán largo me lo fiáis, habría dicho Maura de haber sabido sus intenciones: y es que si al presidente tan sólo le quedaban diez días en el cargo, a Pablo le esperaban tres años de servicio sin saber nada de Ángela.