LA noche del 6 de noviembre de 1924, cincuenta hombres se agazapaban en las montañas de Vera del Bidasoa esperando que llegara la madrugada. Eran cincuenta hombres jóvenes, fuertes; aisladamente, ninguno de ellos significaba ni era ni podía nada; juntos constituían el alma de una facción: una facción que cuando arrastra tras de sí a hombres y más hombres puede convertirse en un ejército de salvación para un pueblo; pero que, cuando no tiene esa suerte, es siempre una horda de bandidos que acaba en un patíbulo si no ha sido muerta antes a tiros por los defensores del orden.
EMILIO PALOMO, Dos ensayos de revolución
A lo largo de toda la cordillera pirenaica, uniendo prácticamente el Cantábrico con el Mediterráneo y numerados de oeste a este, hay un total de seiscientos dos mojones (o mugas, como aquí las llaman), que marcan los límites fronterizos entre España y Francia, desde el puente de Endarlatsa hasta el cabo Cerbère. A la cuadrilla comandada por el ex guardia civil Julián Santillán le ha correspondido cruzar la frontera a la altura del mojón número 18, remontando la regata de Inzola que asciende el monte Larún tras dejar atrás el barrio de Oleta. Cualquiera que conozca el terreno (y el guía del grupo, Martín Lacouza, lo conoce sobradamente) sabe que la mejor ruta para ir desde el campo de golf de La Nivelle hasta la muga 18 no es otra que el antiguo camino de Vera, al que algunos llaman camino de Napoleón, convencidos de que fue la vía que tomó el ejército de Bonaparte cuando en febrero de 1808 cruzó la frontera en su intento por conquistar España. Pero la mayoría de los quince revolucionarios que ponen rumbo a Oleta no sabe nada de todo esto, y los hombres dan sus primeros pasos a orillas del río Nivelle sin sospechar que quizá ponen sus pies sobre las huellas que dejaron las tropas napoleónicas hace más de un siglo. O, mejor dicho, nada saben hasta que Lacouza, que encabeza junto a Julián Santillán la expedición y se muestra especialmente locuaz durante los primeros kilómetros, empieza a contarle al ex guardia civil la histórica y fracasada incursión, llegando también a oídos de los que van justo detrás. No es el caso del grupito formado por Pablo, Robinsón, Leandro y Julianín (sigamos llamándole así a sus espaldas, para evitar cualquier confusión con el otro Julián del grupo), que cierran la cuadrilla intentando que Kropotkin baje el tono de sus ladridos.
—Como ese chucho no se calle de una puta vez —amenaza Santillán desde la cabeza del grupo— tendremos que deshacernos de él.
Y aunque al perro salchicha le traiga sin cuidado el éxito de la revolución, al oír el tono del ex guardia civil un sexto sentido le dice que más le vale estar calladito.
Se ha hecho ya completamente de noche cuando los hombres llegan al barrio de Oleta, formado por unas cuantas casas diseminadas, aunque pueden distinguirse dos grupos principales. A la entrada del primero hay un frontón y una taberna con un letrero que reza «Maison Landabururtia». Los rebeldes se detienen junto al muro del frontón y deciden hacer una parada rápida en la taberna para entrar en calor o avivar el fuego revolucionario antes de emprender el ascenso al monte. Pero no todos piden vino o aguardiente, pues Robinsón y los vegetarianos prefieren estimularse con algún zumo de frutas.
—No hay —les dice el tabernero en español.
Y tienen que conformarse con agua azucarada, lo que produce la hilaridad de Perico Alarco y Manolito Monzón, que parecen tener ganas de gresca.
—¡El agua pa las ranas, croac, croac! —se mofa el desdentado, y Manolito le sigue la broma hinchando los carrillos y abriendo las manos, como queriendo imitar a un batracio.
Pero como los vegetarianos no se inmutan y Perico está en plan peleón, pasa al ataque personal:
—Oye, Robinsón, ¿tú estás seguro de que vas a poder cruzar el monte con esa mala pata? —le provoca.
—¿Y tú? ¿Tú estás seguro de que no voy a poder cruzarte la cara, con esa jeta que tienes? —amenaza el vegetariano con una violencia repentina que quita a cualquiera las ganas de jarana.
—Bueno, bueno, no te pongas así —musita Perico Alarco, que no por bullanguero ignora que hay que saber nadar y guardar la ropa, por lo que cambia de tercio y la toma ahora con Santillán, a quien intenta convencer de que le dé una de las dos pistolas que lleva, pues ni él ni Manolito han llegado a tiempo al reparto.
—Cuando crucemos la frontera —le responde secamente el ex guardia civil, que no se fía ni un pelo.
El tabernero saca algo de comida y los facciosos se lanzan a devorarla como si hiciese días que están en ayuno (o como si fuera el último bocado que van a dar en su vida). Parece que el nudo en el estómago se les ha desatado con la caminata y que la inminencia de la revolución les ha abierto el apetito. Como el patrón conoce de vista al guía Martín Lacouza, le pregunta que adónde van a estas horas, pero uno del grupo se anticipa y responde imprudentemente:
—A cortarle la cabeza al rey de España.
Al salir de nuevo al aire libre, la luna se ha escondido y vuelve a lloviznar. Mal presagio, piensa más de uno. Los revolucionarios se calan las boinas y reemprenden la marcha, siguiendo a Martín Lacouza, a quien la lluvia parece haber ahogado su habitual locuacidad, pues no abre la boca hasta llegar a un claro al pie de la montaña.
—Aquí empieza lo duro —advierte, y emprende la ascensión sin dar apenas tiempo a que algunos corten ramas para usarlas como báculos.
El camino de Napoleón empalma con la antigua calzada romana, que lleva hasta Vera bordeando la regata de Inzola y por la que algunos aseguran que en tiempos del imperio llegaron a circular cuadrigas. La antigua calzada, aunque desaparece por completo en algunos tramos, emerge de vez en cuando a lo largo del sendero, con las piedras más grandes en los bordes y una fila de guijarros estrechos y alargados marcando el eje del camino. Pero los revolucionarios, con las ropas mojadas y los incómodos macutos a la espalda, no están para lecciones de arqueología: lo único que ven es una pista oscura, tortuosa y empinada, repleta de pedruscos que sólo sirven para torcerles los tobillos y disimular la cojera de Robinsón, cuyo caminar tambaleante pasa ahora desapercibido. Aunque lo de ver es un decir, porque los robles y los alisos que pueblan el monte Larún apenas dejan filtrarse la poca claridad de una luna llena amortiguada por las nubes, y Santillán ha dado la orden de no encender las linternas si no es absolutamente necesario.
Así, a oscuras y sumidos en un silencio sólo turbado por las aguas de la regata de Inzola y por el gorjeo de algún pájaro insomne, la cuadrilla revolucionaria remonta la antigua calzada romana. El entusiasmo inicial ha dado paso a cierta desazón y el espíritu libertador de más de uno ha empezado a flaquear, aunque nadie quiera reconocerlo. Pero, como para borrar de la mente de los rebeldes los negros pensamientos, un hecho inesperado viene a perturbar el ascenso.
—¡Chssst! —pide silencio Martín Lacouza, parándose de pronto en un recodo del camino.
Los demás se detienen también, como petrificados por un encantamiento. Incluso a Kropotkin se le paraliza el rabo y un ladrido se le atasca en la garganta. Por encima del rumor del agua se oyen los pasos de alguien que baja apresuradamente por el sendero, tan apresuradamente que al doblar el recodo casi se da de bruces con el grupo. Al verlos, deja caer un bulto que lleva en el hombro y echa a correr por donde ha venido, como si hubiese visto un fantasma. Sólo entonces Kropotkin se pone a ladrar, a pesar de los intentos de Robinsón y Pablo por contenerlo.
—¡Eh, eh, tú! —grita Santillán saliendo tras el fugitivo y desenfundando la pistola. Pero el tipo parece conocer el terreno, pues la oscuridad se lo traga antes de que el ex guardia civil haya podido recorrer apenas diez metros.
—Tranquilos —les dice el panadero de San Juan de Luz, tras enfocar con su linterna el bulto que ha dejado caer el hombre—, no era más que un contrabandista.
Perico Alarco se acerca, saca un cuchillo y raja la lona que cubre el paquete. Kropotkin se escabulle de las manos de Robinsón y se acerca a olisquear el contenido, recibiendo una patada por su osadía. El interior está lleno de bolsas de azúcar y de café. Pero cuando Perico se dispone a meterlas en su morral, llega Santillán con la pistola aún desenfundada.
—Ni se te ocurra —le dice, apuntándole con el arma—. Ése puede ser el sustento de toda una familia.
Así que el desdentado deja el paquete a regañadientes (por impropia que sea la expresión) y el grupo se pone de nuevo en marcha, sin saber que escondido entre los helechos del monte un contrabandista les está espiando y da gracias a Dios por haber pensado en su familia.
Media hora más tarde, al llegar a un punto del camino en el que la regata se ensancha un poco, Martín Lacouza casi tropieza con la muga 18. Enciende la linterna y todos pueden ver la inscripción que hay en la piedra: «R-18». El panadero enfoca hacia el otro lado de la regata de Inzola y aparece la muga 19 recubierta de musgo. No son todavía las diez y ya han llegado a la frontera. Todo parece tranquilo.
—A partir de este momento hay que redoblar las precauciones —advierte Santillán—. Los que no hayan cargado aún las pistolas que las carguen ahora. Descansaremos aquí diez minutos y continuaremos luego hasta las palomeras del Portillo de Napoleón, donde hemos quedado con los otros grupos.
—Perdona, Julián, pero un poco más adelante está la venta de Inzola —le comunica Martín Lacouza—. Tal vez allí podamos calentarnos un rato y enterarnos de cómo están las cosas en España, antes de dirigirnos a las palomeras.
Pero el ex guardia civil suelta un bufido y responde bruscamente:
—No estamos aquí de excursión, sino haciendo la revolución. Si alguien tiene frío o le pica el culo, que vuelva por donde ha venido. Eso sí, una vez hayamos cruzado la frontera, al que se raje le pego un tiro, ¿entendido? Así que si hay alguien que quiera retirarse, que lo haga ahora —dice Santillán mirando a Perico y a Manolito.
Pero los dos hombres se mantienen impasibles. En cambio, tras unos segundos de vacilación, son los vegetarianos Carlos y Baudilio los que se separan del grupo y, tras musitar un «Lo siento» y un «Suerte, compañeros», vuelven sobre sus pasos con el rabo entre las piernas. Robinsón mira a Anxo, «el Maestro», y a pesar de que la oscuridad no le permite ver su cara, puede intuir su sonrojo.
—¿Nadie más? —apremia el ex guardia civil, contrariado—. Bueno, entonces descansaremos aquí diez minutos. Martín —le dice al guía—, acércate tú hasta la venta y entérate de cómo están las cosas.
Los demás descargan sus mochilas y se sientan al borde del camino, sorprendidos por la deserción de los dos vegetarianos, que no ha hecho sino aumentar la confusión y el nerviosismo entre los revolucionarios. Ha dejado de llover, aunque las hojas que quedan en los árboles siguen descargando de vez en cuando goterones traicioneros. Algunos cargan sus pistolas, otros aprovechan para fumarse un cigarrillo. Leandro salta hasta un pequeño islote que hay en el centro de la regata, donde crece un aliso majestuoso, a medio camino entre las dos mugas. Saca entonces su navaja y empieza a rayar la corteza del árbol. Pablo tiene la tentación de encender la linterna e iluminar lo que está grabando el argentino, pero prefiere sacar su Astra de 9 mm y darle una clase rápida a Julianín de cómo funciona una pistola semiautomática (aunque hubiera preferido no tener que hacerlo). De haber optado por encender la linterna, habría visto que Leandro ha inscrito en la corteza del árbol una L y una A, separadas y unidas al tiempo por una figura que rima con revolución.
—Mira, esto es la culata —instruye Pablo a su antiguo ayudante, que saca la Star que le ha caído en suerte y sigue las indicaciones—. Por aquí debajo se mete el cargador, con un golpe seco, hasta que oigas el clic del engranaje. Así, ¿ves? Una vez cargada la pistola, quitas el seguro y sujetas fuertemente la empuñadura con la mano derecha, y con la izquierda te agarras la muñeca si quieres mayor estabilidad. Para afinar la puntería tienes que hacer coincidir el punto de mira, que es esta pestaña que hay sobre la boca del cañón, con el alza, que es esta otra de aquí detrás, pero no te entretengas demasiado apuntando o te habrán volado los sesos antes de que hayas podido disparar —le advierte Pablo a un Julianín circunspecto o atemorizado—. Al apretar el gatillo se acciona el percutor e impacta sobre la bala del cargador, que sale disparada. Sueltas el gatillo y vuelves a apretar. Si aún estás vivo, claro… ¿Alguna duda?
Julianín niega con la cabeza, algo apabullado por la clase de balística que le ha dado Pablo como quien imparte una lección de trigonometría. Se produce entonces un tenso silencio que Robinsón rompe cambiando de tema:
—¿Qué significa la R? —pregunta.
—¿Qué R? —responde Pablo, despistado, pensando que se refiere a la pistola.
—La que está inscrita en la muga, delante del 18.
—Ah, ya. R-18… Pues no sé, la verdad.
—Significa raya —dice uno del grupo que está a su lado, oriundo de Lanuza, en el Pirineo aragonés—. Por lo menos es lo que le oí decir una vez a un guardia civil de mi pueblo…
—No puede ser —dice Pablo—, porque las mugas las compartimos con los gabachos, así que tendría que ser algo que empiece igual en francés y en español…
—¿Entonces qué significa? —insiste Robinsón.
—Referencia —interviene el Maestro, haciendo un esfuerzo por entrar en la conversación y olvidar la marcha de sus dos amigos—, significa referencia.
Pero ya no hay tiempo para más divagaciones, por mucho que calmen los nervios y alejen los malos pensamientos, pues el guía acaba de volver:
—La venta está cerrada y no he visto luz en las ventanas.
—Bueno, entonces sigamos adelante —dice Santillán, con un tono que no deja lugar a réplicas. Y decide quedarse él cerrando la comitiva, no vaya a ser que a alguien más le dé por cagarse en los calzones.
El grupo se pone en marcha, y ya en territorio español alguno se arrodilla y besa el suelo o agarra un puñado de tierra. El contacto con la madre patria parece reavivar los ánimos de la expedición, que enseguida llega a un claro en el que se alza la venta de Inzola. A partir de aquí el camino a Vera se bifurca: tomando a la izquierda se puede ir por la Peña del Águila y, siguiendo recto, por el alto de Usategieta (también llamado Portillo de Napoleón en recuerdo de la fracasada intentona), donde han quedado en encontrarse con el resto de revolucionarios. Mientras se dirigen al portillo, Martín Lacouza intenta explicarle al Maestro otra de esas batallitas que conoce mejor que la palma de su mano, pero Santillán pide silencio desde la cola del pelotón. De manera que el Maestro se queda sin saber la historia que ocurrió aquí mismo hace ya casi un siglo, en tiempos del déspota Fernando VII, cuando el general Mina llegó al Portillo de Napoleón al frente de cientos de exiliados españoles con la intención de destronar al monarca e instaurar un gobierno liberal. Cuánta razón tenía Hegel, habría pensado el Maestro, cuando dijo que la Historia consigue a menudo calcarse a sí misma y que los grandes hechos suceden siempre dos veces. Aunque quizá sea mejor que Martín Lacouza no pueda contar el destino del general Mina, pues no conviene desanimar a la tropa con fracasos pretéritos. Porque Mina fracasó, aunque consiguiera salvar el pellejo: las fuerzas del rey repelieron el ataque y el general consiguió esconderse en una gruta del monte, para alcanzar finalmente la frontera. Además, lo que Hegel no dijo y Marx añadió es que los grandes hechos suceden dos veces, pero la primera como tragedia y la segunda como farsa.
Cuando la cuadrilla alcanza el Portillo de Napoleón, los demás grupos todavía no han llegado, pues aunque el de Pablo ha sido el último en salir es también el que ha hecho el camino más corto: el alto de Usategieta está a la altura de la muga 18. Los hombres se sientan a esperar, recostados contra las palomeras, unas construcciones cúbicas de madera que les resguardan del aire gélido que sopla aquí arriba. Pero enseguida hace su aparición el primer grupo que ha salido de San Juan de Luz, comandado por Luis Naveira. Hace apenas unas horas que se han separado, pero parecen años, a juzgar por la efusividad con que algunos celebran el reencuentro. El cielo ha comenzado a despejarse y la luna llena ilumina tenuemente los rostros cansados de los hombres, que se dan palmadas en la espalda para ahuyentar el frío o el miedo. Abajo, al fondo, Vera se esconde entre las montañas, que ocultan las pocas luces que aún quedan encendidas en el pueblo. Si Leandro pudiera verlas con los prismáticos de teatro, distinguiría una luz por encima de las otras, más roja y más intensa: la de la fábrica de fundiciones, donde a estas horas debe de haberse iniciado ya el turno de noche.
—Bueno, yo me vuelvo —dice el contrabandista de Ciboure que ha guiado al grupo de Naveira.
—Gracias —le dice el gallego, dándole el dinero acordado.
—Hemos tenido dos bajas —le informa Robinsón a Naveira cuando el hombre desaparece.
—Nosotros, tres —responde lacónicamente el Portugués.
Y no serán las únicas, porque a medida que van llegando los otros grupos se conocen más deserciones. Casi siempre la misma historia: alguien que se ha parado a mear o a beber en una fuente o a quitarse una china del zapato, y en cuanto los otros se han distanciado un poco ha puesto pies en polvorosa y se ha vuelto corriendo por donde había venido. Parece que entre algunos ha corrido el rumor de que en España no hay nadie esperándoles. La oscuridad de la noche, la fatiga y el miedo han hecho el resto. El último grupo en llegar es el comandado por el Maño; aunque lo de grupo es una hipérbole, pues aparte de Abundio Riaño, sólo el sobrino del cura de Lesaca que hacía de guía y otros dos valientes han acabado llegando al Portillo de Napoleón. Y es que no en todas las cuadrillas había un Santillán que supiera parar los pies a los pusilánimes.
—Que no cunda el desaliento —dice el ex guardia civil al filo de la medianoche, enarbolando una de sus pistolas antes de iniciar el descenso a Vera—, ya veréis como este día pasará a la historia. ¡Viva la revolución! ¡Abajo la dictadura! ¡Viva España libre, me cago en Dios!
—¡Viva! —responde alguno sin mucha convicción.
—A partir de ahora —repite Santillán su amenaza delante de todos—, al que se vuelva atrás le pego un tiro.
De los setenta revolucionarios que salieron del campo de golf, sólo una cincuentena inicia el descenso hacia la villa de Vera. Aunque más valen pocos y valientes, que muchos y gallinas, como diría el poeta. Que para haber llegado hasta aquí hace falta ser un revolucionario como la copa de un pino.