XIII

(1909-1912)

Después del encuentro en Blanes, Robinsón tomó la decisión de trasladarse a Barcelona. Había pasado más de un año conviviendo con aquel grupo de naturistas libertarios que abogaban por el vegetarianismo y la desnudez como vías de acceso a una sociedad más justa, donde la ingesta de carne fuera considerada una barbarie y el vestuario una prueba intolerable de discriminación clasista. De hecho, el uso habitual del sombrero hongo entre los miembros de la comuna se proponía sencillamente como un intento de subvertir los códigos burgueses de la vestimenta: si el hábito hace al monje, venían a decir, vistámonos todos con sotana para que desaparezcan sus privilegios. O mejor, quedémonos en cueros mientras el cuerpo aguante.

Pero la llegada de Pablo supuso un punto y aparte en la vida de Robinsón: por su amigo del alma se habría puesto levita y plastrón si hubiera hecho falta. Aquella tarde de principios de abril, tras el feliz reencuentro, Pablo fue invitado a compartir una cena vegetariana con los miembros de la comuna, que se vistieron para la ocasión, y no por deferencia como pensó el recién llegado, sino porque al declinar el sol empezó a hacer un fresquito que les puso la carne de gallina. El campamento se encontraba en medio del bosque de pinos que había sobre la cala y fue allí, mientras degustaban una crujiente ensalada de rábanos y zanahorias, donde Pablo le explicó a Robinsón que Ángela había desaparecido:

—Tú no has tenido noticias de ella, ¿verdad? —quiso saber.

—No, ninguna.

—Pues vas a tener que ayudarme a buscarla —le dijo.

Y Robinsón no se lo pensó dos veces:

—Cuenta conmigo para lo que haga falta.

Después de cenar, bajaron los dos solos a la playa y Pablo le contó a su amigo el episodio del duelo en la Fuente del Lobo mientras se fumaba su primer cigarrillo en mucho tiempo.

—¿Qué fue lo primero que te dije al conocerte? —preguntó Robinsón, que no daba crédito a lo que oía—. Que te alejaras de Ángela si no querías que su primo te hiciera picadillo.

—Y a fe mía que casi lo consigue —reconoció Pablo, enseñándole la cicatriz junto a su pezón izquierdo—. Afortunadamente, los vampiros no tenemos corazón.

Los dos amigos sonrieron, mientras el crepúsculo coloreaba el cielo. Y, a la mañana siguiente, cogían el tren de Blanes con destino a Barcelona.

Lo primero que hicieron al llegar a la ciudad, después de conseguir que admitieran a Robin en el albergue municipal de la calle del Cid, fue elaborar un plan de búsqueda: si querían encontrar a Ángela, tenían que ser metódicos. Sólo sabían que había huido de Béjar en noviembre y que poco después había aparecido en Barcelona, preguntando por Robinsón en la Lliga Vegetariana. Porque no había duda de que era ella la que había hablado con el doctor Falp i Plana. ¿Quién más podía ser, si no? Cabían, pues, dos posibilidades: que estuviese todavía en Barcelona o que se hubiera marchado. Si estaba en la ciudad, la encontrarían tarde o temprano. Si no estaba en la ciudad, cabían otras dos posibilidades: que continuase en España o que hubiese huido al extranjero. Si estaba en España, la acabarían encontrando, aunque se dejasen la vida en ello. Si no…, si no, más valía no pensarlo. En cualquier caso, lo primero que tenían que descartar era que hubiese vuelto a Béjar, cosa improbable pero fácil de comprobar: Pablo escribió una carta al padre Jerónimo y Robinsón mandó un telegrama a don Veremundo y doña Leonor, sus queridos progenitores. Y las respuestas fueron bastante parecidas: en el pueblo nadie había vuelto a saber nada de Ángela, aunque las malas lenguas aseguraban que había huido al extranjero con Pablo, pues algunos vecinos habían visto al hijo del antiguo inspector merodeando la casa de los Gómez el día previo a la desaparición.

—Ya me gustaría a mí —musitó Pablo al leer la carta del padre Jerónimo, escrita con elegante letra gótica—. Lástima que las malas lenguas mientan tan a menudo.

Una vez descartada aquella remota posibilidad, se dedicaron con ahínco a buscar a Ángela por toda Barcelona. Robinsón, que no había abandonado su afición por la pintura, dibujó un fiel retrato de aquella joven de ojos grandes y luminosos que un día encandilaran a Pablo en la iglesia de San Juan Bautista. En La Neotipia, la cooperativa anarquista de tipógrafos, les hicieron varias copias que distribuyeron en los puntos más concurridos de la ciudad: en las Ramblas, en la plaza de Cataluña, en la catedral, en los mercados, en los cafés del centro e incluso en el moderno y elitista barrio del Ensanche, por si Ángela hubiera entrado a servir en casa de alguna familia acomodada. Bajo el dibujo, un breve texto informaba de que la señorita del retrato era Ángela Gómez Nieto, de dieciocho años de edad, procedente de Béjar (Salamanca), y rogaba al que la hubiere visto se dirigiera a comunicarlo a la Neotipia, Rambla de Cataluña, 116. Y por si era ella misma la que veía el cartel, Pablo estampó su firma al final de las copias y añadió unas palabras escritas de su puño y letra: «Te estaré esperando cada domingo a las cinco de la tarde junto a la fuente de Canaletas». Una vez distribuidos los primeros ejemplares en los lugares más céntricos de la ciudad, tomaron un plano, lo dividieron en veinte partes y se dedicaron a recorrerlas de una en una, compaginando la búsqueda de Ángela con la búsqueda de trabajo, que buena falta les hacía. A los pocos días de llegar a Barcelona, Robinsón consiguió entrar como pinche de cocina en un restaurante llamado El Dropo, donde a pesar del nombre (en catalán, ‘vago’, ‘gandul’ o ‘perezoso’), se deslomó trabajando como un burro. El que más lo agradeció, sin duda, fue Darwin, el perro de aguas que acompañaba a Robin a todos lados y que llevaba un año alimentándose de acelgas y espinacas. Por su parte, Pablo siguió realizando trabajos esporádicos para la cooperativa de tipógrafos anarquistas, a la espera de que llegase la hora de ingresar en filas y asegurarse el sustento. Si no desertaba, claro, que también podía ser.

Durante los tres meses siguientes, Pablo no faltó ni una sola vez a su cita dominical en la fuente de Canaletas y esperó con impaciencia a que alguien se acercara hasta la Neotipia llevando buenas noticias. Pero Ángela sólo apareció en sus sueños y en sus pensamientos, provocándole una desazón cada vez mayor, como si se hubiera contagiado de la creciente crispación política y social que azotaba el país, agudizada aún más si cabe en la ciudad de las bombas. El origen del conflicto, sin embargo, estaba bastante más lejos: concretamente en Marruecos. Los intereses económicos españoles en la región se veían amenazados hacía tiempo por las pretensiones hegemónicas marroquíes y por las aspiraciones colonialistas de la vecina Francia, pero Antonio Maura, presidente del Gobierno conservador, se había negado hasta el momento a realizar cualquier tipo de intervención militar. No obstante, presionado por los banqueros con inversiones en las minas del Rif, por los oficiales del Ejército y por el rey Alfonso XIII, que se aburría coleccionando pantuflas y deseaba entrar en acción, terminó por disolver las Cortes a principios de junio para evitar la oposición parlamentaria a las operaciones bélicas que iban a tener lugar en Marruecos de forma inminente. El Consejo de Estado autorizó un crédito extraordinario de más de tres millones de pesetas, destinado a reforzar al ejército en el norte de África, y comenzaron las hostilidades.

Pero la opinión pública no estaba dispuesta a permitir que se repitieran las aventuras colonialistas que habían llevado a España al desastre de 1898, todavía reciente en la memoria de las clases obreras, hartas de jugarse la vida en guerras organizadas por y para la burguesía. El injusto sistema de reclutamiento, que permitía a los jóvenes adinerados librarse del servicio militar pagando varios cientos de duros, no hacía sino acrecentar el antimilitarismo del proletariado. De modo que cuando empezaron a ser movilizados los reservistas y los reclutas que se encontraban cumpliendo sus tres años de servicio activo, el pueblo se echó a la calle para clamar contra la guerra. Y fue en Barcelona donde el rechazo se hizo más acusado, pues desde el puerto de la Ciudad Condal empezaron a partir los barcos rumbo a Melilla: unos barcos que, para más inri, eran exactamente los mismos que habían viajado al infierno cubano once años atrás y cuyo propietario era el clerical marqués de Comillas, que debía de estar frotándose las manos con tanto negocio.

La tarde del domingo 18 de julio, mientras Pablo acudía bajo un sol abrasador a su cita semanal con la fuente de Canaletas, se produjo un hecho que habría de marcar el futuro inmediato de la ciudad de Barcelona. A la altura del Palacio de la Virreina vio pasar a un grupo de soldados que se dirigía al muelle para embarcarse rumbo a África: se trataba del Batallón de Cazadores de Reus, uno de los últimos en ser movilizados por el ministro de la Guerra, el impertérrito general Arsenio Linares y Pombo. Entonces, inesperadamente, como si el sol hubiese desatado los ánimos de los que asistían al desfile de tropas, los soldados se vieron rodeados por la muchedumbre, que empezó a abrazarlos y a jalearlos, rompiendo el protocolo. Los reclutas se sumaron al alborozo, deshicieron la formación y siguieron Ramblas abajo del brazo de familiares, amigos y demás barceloneses contrarios a la guerra. Incluso Pablo se vio arrastrado por el fervor de la multitud: una joven que pasaba por su lado lo cogió del brazo y se lo llevó hasta el centro del pelotón, sin darle tiempo a replicar. Al cruzar sus miradas, vio que tenía los ojos de colores diferentes: uno era azul como la porcelana china, el otro dorado como un maravedí. Y aun a riesgo de retrasarse por primera vez en su cita dominical, acabó acompañando al batallón hasta el puerto de la ciudad.

En el muelle aguardaban el gobernador civil de Barcelona, don Ángel Ossorio, y el capitán general de Cataluña, don Luis de Santiago, flanqueados por numerosos efectivos policiales. Cuando vieron llegar al batallón de aquella manera tan informal, ordenaron a los reclutas que subieran inmediatamente al vapor Cataluña, que había de llevarles hasta el frente de batalla. Pero la gota que hizo colmar el vaso fue la actitud de un grupo de damas aristocráticas que, situadas junto a la pasarela, empezaron a repartir entre los soldados medallitas, detentes y cigarrillos, en un acto de fariseísmo tan flagrante que algunos lanzaron aquellos obsequios al agua, de manera ostensible y provocadora.

—¡Tirad también vuestros fusiles! —gritó una madre.

—¡Que vayan los ricos a la guerra! —propuso otra.

—¡O los curas, que no han de alimentar a nadie! —se desesperó una tercera.

—¡Eso, eso! —gritó la muchedumbre, enardecida.

El capitán general ordenó retirar la escalerilla y las fuerzas de seguridad dispararon al aire para dispersar al gentío. La chica de los ojos de colores se despidió de Pablo con un beso en la mejilla y echó a correr por la escollera, dejándolo allí de pie, como una estatua. Y entonces empezaron a brotar de sus ojos unas lágrimas espesas como el mercurio, lágrimas de impotencia, de rabia, de desesperación, lágrimas por la injusticia cometida contra aquellos jóvenes desdichados a los que tal vez él mismo debería acompañar en breve, lágrimas que parecían querer acallar para siempre las lenguas viperinas que en Baracaldo decían que el hijo de los Martín era incapaz de llorar, lágrimas que tal vez fueran también lágrimas de amante desesperado, atormentado, consternado, compungido, abatido, torturado y transido de dolor por haber perdido de la manera más tonta, más estúpida, más increíble, más inaudita posible a la mujer de su vida. Unas lágrimas que le habrían llevado a sacar el cachorrillo que siempre llevaba encima, a desenfundar la pistola de bolsillo que pusiera en su mano agonizante el odioso teniente coronel de aquella otra guerra de ultramar y liarse a tiros contra la autoridad, si Abelardo Belmonte no hubiese surgido de la nada para llevárselo de allí antes de que la policía le leyera la cartilla.

Una vez en las Ramblas, recuperado a duras penas de la emoción, Pablo miró la hora: eran casi las cinco y media. Le dio las gracias al sobrino de Ferdinando y se marchó atolondradamente. Cuando estaba llegando a la fuente de Canaletas, le pareció ver a una joven morena que se alejaba en dirección a la plaza de Cataluña y se perdió entre la gente que aprovechaba el descanso dominical para darse un paseo por el centro de la ciudad, a pesar de aquel sol de mil demonios. Sólo la vio un instante, de espaldas y a cierta distancia, pero el pelo y la forma de caminar le recordaron a Ángela. Le dio un vuelco el corazón y se puso a correr Ramblas arriba:

—¡Ángela! ¡Ángela! —gritó con todas sus fuerzas, abriéndose paso entre la muchedumbre que le miraba como se mira a los locos o a los suicidas.

Pero al llegar a la plaza, la joven morena había desaparecido. Pablo oteó en todas direcciones y acabó tirando la gorra al suelo, en un gesto de rabia y culpabilidad. Sólo entonces descubrió a la chica subiéndose a un tranvía. Y cuando la joven se sentó junto a la ventana, pudo verle la cara.

Era guapa, pero no era Ángela.

Tras los altercados de la tarde del domingo, el gobierno de Maura decidió que no saldrían más barcos de Barcelona. La mecha, sin embargo, ya estaba prendida. Durante los días siguientes se repitieron las manifestaciones al grito de «Abajo la guerra», «Muera Comillas» o «Que vayan los curas a Marruecos», haciéndose más violentas a medida que iban llegando noticias de las numerosas bajas españolas en el Rif. También en Madrid se produjeron altercados: en la estación de Atocha varias mujeres se lanzaron a las vías del tren para impedir que sus hijos o sus maridos pudieran abandonar la capital. El miércoles, un multitudinario mitin celebrado en Sabadell terminó con la redacción de un texto que no dejaba lugar a dudas sobre la posición de la clase trabajadora respecto al conflicto en el norte de África. Decía así:

Considerando que la guerra es una consecuencia fatal del régimen de producción capitalista y que, dado el sistema español de reclutamiento del Ejército, sólo los obreros hacen la guerra que los burgueses declaran, esta asamblea protesta enérgicamente: 1) contra la acción del Gobierno español en Marruecos; 2) contra los procedimientos de ciertas damas de la aristocracia, que insultaron el dolor de los reservistas, de sus mujeres y de sus hijos, dándoles medallas y escapularios, en vez de proporcionarles los medios de subsistencia que les arrebatan con la marcha del jefe de familia; 3) contra el envío a la guerra de ciudadanos útiles a la producción y, en general, indiferentes al triunfo de la cruz sobre la media luna, cuando se podrían formar regimientos de curas y de frailes que, además de estar directamente interesados en el éxito de la religión católica, no tienen familia, ni hogar, ni son de utilidad alguna al país; y 4) contra la actitud de los diputados republicanos, que no han aprovechado su inmunidad parlamentaria para ponerse al frente de las masas en su protesta contra la guerra. Y compromete a la clase obrera a concentrar todas sus fuerzas por si se hubiera de declarar la huelga general para obligar al Gobierno a respetar los derechos que tienen los marroquíes a conservar intacta la independencia de su patria.

Como consecuencia del mitin, el Gobierno censuró cualquier manifestación pública contra la guerra, tanto en la calle como en los diarios, llegando incluso a emitir un bando en Barcelona que prohibía la formación de grupos, así como los telegramas y las llamadas de larga distancia, con el objetivo evidente de impedir la organización de una huelga en todo el territorio nacional. Pero lo peor estaba aún por llegar: la mañana del viernes apareció en los periódicos la noticia de que diez soldados del batallón de Reus habían sido juzgados en el barco que los llevaba a Melilla como consecuencia de los altercados producidos en el muelle el domingo por la tarde. Y cuando corrió el rumor de que habían sido condenados a muerte, se armó la de Dios es Cristo.

Pablo asistió a todos aquellos sucesos en un estado próximo al de la enajenación. La primera semana de agosto debía volver a Salamanca para efectuar el ingreso en caja y conocer su destino definitivo, pero tras la conmoción sufrida en el muelle y el desengaño posterior en la fuente de Canaletas quedó sumido en una especie de trance del que ni el propio Robinsón fue capaz de sacarlo. Era como si hubiese dado la batalla por perdida. Dejó de acudir a La Neotipia, dejó de comer, dejó de ir a dormir al albergue municipal de la calle del Cid y dejó de prestar atención a lo que sucedía a su alrededor. Se limitó a vagar por la ciudad, con la mirada perdida, los oídos sordos y la cara cada vez más demacrada, y sólo cuando un hombre ensangrentado fue a morirse en sus brazos, abrió los ojos de verdad y miró a su alrededor: Barcelona ardía en llamas y un sinfín de barricadas habían convertido la ciudad en un campo de batalla, en lo que pasaría a la posteridad con el nombre de Semana Trágica.

La olla a presión había explotado definitivamente el lunes 26 de julio, cuando una improvisada huelga general derivó en enfrentamientos callejeros contra las fuerzas del orden y el Gobierno decretó el estado de guerra. La ley de huelgas, modificada tres meses atrás, obligaba a los sindicatos a informar de cualquier paro con ocho días de antelación; y, por si fuera poco, no autorizaba las huelgas por motivos políticos, lo que condenaba al fracaso cualquier intento de protesta obrera con pretensión de cambiar verdaderamente las cosas. Pero aquel caluroso lunes de julio amaneció con la ciudad tomada por los trabajadores, y el anuncio de una huelga general de veinticuatro horas se extendió como un reguero de pólvora: meses después, el gobernador civil de Barcelona, don Ángel Ossorio, afirmaría que la huelga «no explotó como una bomba, sino que se corrió como una traca», una traca que se iba a prolongar durante una semana entera. El primer día se cerraron las fábricas y los comercios, los coches de punto dejaron de funcionar y los tranvías —último reducto de resistencia al paro generalizado— tuvieron que ser escoltados por fuerzas de la Guardia Civil a caballo y ocupados por guardias de seguridad armados con tercerolas; y así, lo que empezó como una huelga pacífica acabó desembocando en un conato de revolución: las patrullas policiales que recorrían las calles o custodiaban los tranvías fueron atacadas por hordas de hombres y mujeres que creyeron ver la oportunidad de resarcirse de siglos de miseria y opresión. El gobernador Ossorio, superado por los acontecimientos y contrariado por las medidas adoptadas por sus superiores, presentó la dimisión aquel mismo día e hizo mutis por el foro camino de su residencia veraniega del Tibidabo. A la mañana siguiente, la ciudad había sido aislada, la prensa clausurada y los servicios telegráficos inhabilitados, lo que enardeció aún más a los manifestantes, que atacaron comisarías, robaron armas y levantaron el adoquinado público para construir barricadas; y, sin saber muy bien cómo ni por qué, lo que había comenzado como una protesta antimilitarista derivó en revuelta anticlerical: la ciudad se llenó de voces que exhortaban a quemar iglesias, conventos, colegios religiosos y cualquier edificio que oliese a clerigalla, y pronto Barcelona se convirtió en un bosque de piras que iluminaron el cielo estrellado al caer la noche. Desde su residencia de verano en San Sebastián, el rey Alfonso XIII firmó un decreto por el que se suspendían las garantías constitucionales en Barcelona, mientras los políticos barceloneses, fueran catalanistas, republicanos o socialistas, acababan desentendiéndose de aquella revolución obrera, amorfa y acéfala, que les había estallado en las manos. Al tercer día, las tumbas de los conventos fueron profanadas y una manifestación encabezada por mujeres se dirigió hasta las puertas del ayuntamiento, llevando como estandarte los ataúdes de quince monjas maniatadas, supuestamente torturadas y enterradas por sus propias compañeras de clausura para ocultar al mundo los fetos de la vergüenza. Hubo incluso quien se atrevió a sacar del féretro a una de aquellas momias y se puso a bailar con ella, en un espectáculo grotesco y delirante que terminó por hacer comprender a las clases dirigentes que los obreros no se andaban con chiquitas: los burgueses se encerraron en sus casas, esperando que amainase la tormenta, y los religiosos salieron corriendo, pies para qué os quiero, despojándose de sotanas y alzacuellos. Y así, como no podía ser de otro modo, el jueves 29 de julio llegaron a Barcelona, procedentes de Zaragoza, Burgos y Valencia, diez mil soldados dispuestos a restablecer la ley y el orden, en nombre de Dios y de la patria. Fue entonces cuando Pablo descubrió que tenía entre sus manos la cabeza ensangrentada de un hombre agonizante. Y como si el contacto con la sangre caliente y viscosa le hubiese devuelto a la realidad, miró a su alrededor y fue consciente de lo que ocurría.

—Sácame de aquí —dijo el herido con un hilo de voz—, por lo que más quieras.

Estaba en una barricada, hecha de adoquines, raíles, tapas de alcantarilla, postes de la luz, rejas, somieres, muebles y hasta sillas de paja, tras la cual varios hombres intentaban contener el avance de los soldados disparando sus fusiles. No sabía muy bien cómo había llegado hasta allí, pero ya lo averiguaría más tarde: ahora lo importante era poner a salvo a aquel pobre hombre. Unos metros más abajo, en la misma calle, un tranvía volcado servía de parapeto a otro grupo de obreros que resistía a duras penas la embestida de las fuerzas policiales. Una bala rasgó el aire e impactó contra el suelo huérfano de adoquines, incrustándose a escasos centímetros de Pablo, en una sorprendente trayectoria oblicua que difícilmente podía tener su origen al otro lado de la barricada.

—Arriba, en el terrado —señaló el agonizante, y un borbotón de sangre se escapó de su boca.

Entonces lo vio: recortándose contra el cielo, en lo alto de un campanario que se había librado de las llamas, sobresalía el sombrero de teja de un cura francotirador, uno de aquellos pacos que en las últimas horas se habían apostado en tejados y azoteas para ayudar a los militares a acabar con los rebeldes. Sin más tiempo que perder, agarró por los sobacos al hombre agonizante y lo arrastró hasta la acera, oyendo las balas que silbaban sobre su cabeza. La primera puerta que intentó abrir estaba sólidamente trabada; también la segunda y la tercera, pero al fin la cuarta cedió y pudieron resguardarse en un portal oscuro y espacioso. Pablo recostó al hombre sobre una tupida alfombra de cuerda que había junto a la puerta acristalada de la portería. Pero ya era demasiado tarde: el moribundo se llevó la mano al bolsillo de la camisa, abrió la boca para no decir nada y exhaló su último suspiro. Si hubiese podido terminar el gesto, habría sacado del bolsillo una fotografía en sepia de una niña de trenzas largas y sonrisa pícara, en cuyo reverso estaba escrita esta dedicatoria: «A mi padre querido en el día de mi Primera Comunión. Elena». «Hazme el favor de decirle que la quiero», habrían sido sus últimas palabras. Pero la muerte se lo llevó sin darle tiempo a despedirse.

Requiescat in pace —escuchó Pablo a sus espaldas mientras cerraba los párpados del difunto. Al volverse, vio que algo se movía en una esquina del portal, sumida en la penumbra.

—¿Quién anda ahí? —preguntó.

—Emilio Ferrer, escultor y sindicalista —se presentó la voz, saliendo de la oscuridad. El tipo tendría unos treinta años, o quizá más, era alto y flaco, se movía con cierta afectación y llevaba la cabeza cubierta con un pañuelo rojo, anudado por sus cuatro puntas, que recordaba vagamente un capelo cardenalicio—. Lo siento por tu amigo.

—No era mi amigo.

—Bueno, lo siento de todos modos.

Un silencio tenso se instaló en el portal, mientras fuera seguían resonando los disparos y los gritos de rabia o de dolor.

—¿Y tú qué haces aquí? —acabó preguntando Pablo.

—Nada, que se me ha encasquillado el máuser y me he refugiado para intentar arreglarlo.

Pablo miró a aquel hombre con desconfianza.

—¿Y quién os ha dado los fusiles?

—Joan Castells, el conserje del Centro Radical. Tenía todo un arsenal, el hombre. Pero me parece que la cosa está perdida, ¿no has visto los cañones?

Pablo negó con la cabeza.

—¿Y ese olor? —dijo el tipo, poniendo cara de asco—. Creo que el muerto se nos ha cagado, ¿no lo hueles?

Pero Pablo no tuvo tiempo de responder: un cañonazo explotó en la calle, a pocos metros de allí, y el suelo se movió bajo sus pies. Inmediatamente, como si estuvieran esperando una señal, empezaron a salir los vecinos de sus casas y a bajar a toda prisa hacia los sótanos. Al ver al muerto en el portal, algunos se santiguaron, otros murmuraron, la mayoría apartó la vista y siguió bajando las escaleras. Sonó otro cañonazo, que fue a caer algo más lejos que el anterior.

—¿Vamos? —preguntó Pablo, señalando la puerta de la calle.

—¿Estás loco? Se acabó, chico, yo de ti pensaría en salvar el pellejo —dijo el escultor; y mientras dejaba el fusil encasquillado junto al difunto, añadió—: Con lo joven que eres aún te queda mucho camino por recorrer y muchas cosas por descubrir: pero no olvides nunca que los caminos del descubrimiento son más importantes que el propio descubrimiento. Si me permites el consejo, claro.

Dicho lo cual, aquel escultor con ínfulas de filósofo se dirigió hacia la puerta del sótano; pero luego se lo pensó mejor y acabó desapareciendo escaleras arriba. Pablo se quedó de pie, sin saber qué hacer. En la penumbra del portal se miró las manos, donde la sangre reseca había empezado a cuartearse. ¿Qué hago aquí?, pensó, ¿qué me ha pasado? Entonces comenzó a recordarlo todo: la escena del puerto, la visión de Ángela, la ofuscación, la deriva, la ciudad en llamas, las barricadas… Al menos sigo vivo, se dijo mirando al muerto; y se sentó en el suelo, la espalda contra la pared, los brazos sobre las rodillas y el amuleto de la suerte colgando sobre su pecho. Sólo cuando los cañones enmudecieron y remitió el tiroteo, Pablo se atrevió a abrir ligeramente la puerta y vio la barricada vacía: a excepción de dos hombres tirados en el suelo, inmóviles y ensangrentados, los demás habían desaparecido. Todavía sonaba alguna detonación aislada, tal vez el cura francotirador seguía impartiendo justicia divina desde el tejado, disparando sobre los sediciosos que intentaban huir o esconderse en los portales. Se oyó una voz que ordenaba el alto el fuego, y poco después empezaron a resonar las aldabas y las culatas de los máuseres golpeando frenéticamente las puertas: debían de estar llamando a las casas para comprobar que no se hubiera ocultado allí ningún rebelde. Los golpes sonaban cada vez más cerca y del sótano empezó a llegar un murmullo de voces, como si los vecinos estuvieran debatiendo la posibilidad de salir ya de su refugio. O ahora o nunca, pensó Pablo. Y empezó a subir las escaleras con la agilidad de un gato.

Cuando llegó a la azotea, el sol caía a plomo y el escultor se había refugiado en un pequeño cobertizo de madera.

—¿Quieres? —dijo el hombre al verlo entrar, señalando un frasquito de cristal marrón con una etiqueta de la casa Merck. En su cara se dibujaba una extraña mueca de felicidad y sus ojos azul turquesa brillaban intensamente.

—Tenemos que irnos, llegarán de un momento a otro —se limitó a responder Pablo.

—¿Y cómo quieres salir de aquí? ¿Volando? No hay nada que hacer, chico, así que prueba esto y ponte a volar de verdad.

Pablo miró el frasco con atención. A su lado, un estuche de tafilete contenía una jeringuilla con restos de sangre. Era la primera vez que veía aquello, pero no le costó deducir que se trataba de una ampolla de morfina, o quizá de cocaína, la nueva droga que empezaba a circular y que iba a llevar al Gobierno a emitir una Real Orden prohibiendo el tráfico ilícito de alcaloides en farmacias, boticas, bares y casas de lenocinio. Lo raro es que un sindicalista pueda costearse estos vicios, pensó Pablo. Y le observó con curiosidad. A pesar de las ropas proletarias, su cuerpo parecía tener aspiraciones aristocráticas: bajo el pañuelo rojo asomaba un pelo lacio y rubio, que casaba a la perfección con una piel de porcelana; y las manos, finas y azuladas, más que de escultor, eran de cirujano.

—¿Seguro que no quieres? —insistió el hombre, y en el silencio que siguió a su pregunta se escucharon pasos militares subiendo por las escaleras.

—Huyamos por los tejados —propuso Pablo.

—Escapa tú, si puedes, que aún eres joven y te queda mucha vida por delante…

Pablo meneó la cabeza, le miró por última vez y salió corriendo del cobertizo, sin sospechar que años más tarde volvería a cruzarse con aquellos ojos. Cuando los militares llegaron a la azotea, sólo encontraron a un morfinómano llamado Emilio Ferrer, un supuesto escultor con carnet de sindicalista que en realidad era un vulgar confidente que trabajaba a sueldo de la Guardia Civil.