EN la noche del 6 de noviembre último atravesaron la frontera francoespañola varios grupos de paisanos, formando en total unos setenta, procedentes de San Juan de Luz, donde se habían reunido, y dirigidos por algunos de ellos, con pistolas automáticas y abundantes municiones, siendo su propósito iniciar un movimiento revolucionario.
La Voz de Navarra, 5 de diciembre de 1924.
Si es cierto que la revolución se puede hacer sin héroes pero no sin mártires, ahora mismo hay en el campo de golf unos setenta hombres con todos los números para entrar a formar parte del martirologio revolucionario, aunque muchos muestren ínfulas de héroes. No están todos los que son, pues más de uno se ha rajado en el último momento, como Perico Alarco y Manolito Monzón, que han desaparecido misteriosamente; pero tampoco son todos los que están, porque también hay alguno que se ha unido al grupo con la única intención de conseguir entrar en España sin pasar por la aduana, al no tener los papeles en regla o estar perseguido por la policía, como Francisco Lluch, un soldado desertor del regimiento de Sicilia que quiere llegar hasta Éibar para ver a su padre moribundo. Aunque parezca mentira, la mayoría van vestidos con traje y corbata, como si incluso para hacer la revolución tuviera uno que estar presentable (que se lo digan si no a Robinsón, que estrena sombrero hongo). Sólo los más previsores o pragmáticos han sustituido el traje por una chaqueta de pana o un grueso jersey de cuello alto. Eso sí, todos llevan encima un buen gabán con que abrigarse e incluso hay alguno que se ha traído un sobretodo impermeable, pues aunque parece que ha dejado de llover, un ejército de nubes negras sigue poblando el cielo en actitud amenazante.
El grupo de hombres se ha colocado en círculo alrededor de un baúl y de dos cajas, recién abiertas por Juan Riesgo, que ha venido a traer las armas y a despedir a la expedición. En la caja más pequeña relucen unas cincuenta pistolas semiautomáticas, sobre todo Star, Browning y Astra, aunque lo de relucir es pura poesía, porque lo cierto es que algunas son casi más viejas que los hombres que van a usarlas. La otra caja, algo más voluminosa, está llena de cartuchos con municiones de diferentes calibres, de 9 y de 7,65 mm en su mayoría.
—Si hay alguien que nunca ha usado una herramienta que se espere hasta el final —dice Gil Galar empezando a repartir pistolas, mientras Bonifacio Manzanedo se encarga de adjuntar las municiones correspondientes y Pablo aprovecha para distribuir algunos fajos de octavillas entre los revolucionarios.
A su lado, Luis Naveira abre el baúl y saca dos botiquines completos que contienen tafetán, compresas de lienzo antisépticas, frascos de tintura de yodo, vendas, paquetes de algodón, hilo, agujas, tijeras y algunos medicamentos y cremas. Como ha sido practicante, se queda uno de los botiquines y el otro se lo da a Robinsón, que se lo cede al Maestro, su amigo vegetariano, argumentando que él sólo cree en la medicina de la madre naturaleza. Del baúl saca también Naveira unas cuantas linternas eléctricas, cinco o seis brújulas, varios mapas Michelin del sur de Francia y el norte de España, dos o tres rollos de cuerda e incluso unos prismáticos de teatro, que va repartiendo entre los cabecillas de la expedición.
Son casi las seis de la tarde cuando el reparto llega a su fin. Como algunos ya iban armados, al final ha habido pistolas para todos, excepto para cuatro o cinco que prefieren no cogerlas por no saber usarlas; a cambio, alguno recibe doble ración, como el ex guardia civil Santillán. Juan Riesgo y los que se quedan a esperar a Durruti se despiden de sus compañeros de aventura, con los que esperan reencontrarse mañana al otro lado de la frontera, y se llevan el baúl y las cajas vacías. La comitiva se divide entonces en cinco pequeños grupos de entre doce y quince personas cada uno, liderados por los principales cabecillas de la intentona: el exaltado Gil Galar, el veterano Santillán, el experto en explosivos Bonifacio Manzanedo (que algunos aseguran que lleva una bomba de piña en el zurrón, lo que no es cierto), el practicante Luis Naveira y un prófugo aragonés al que llaman «el Maño» (mote que rima con su verdadero nombre: Abundio Riaño) y que capitanea al grupo venido de Burdeos, donde él mismo se ganaba la vida vendiendo crecepelos y elixires varios. Lo ideal habría sido que las escuadras fueran aún más pequeñas, y si sólo se han constituido cinco no es precisamente porque falten hombres dispuestos a liderarlas, sino porque son pocos los que conocen bien el camino que ha de llevarlos a España. De hecho, de todos los revolucionarios que estos días esperaban ansiosos en San Juan de Luz la llegada del telegrama que les permitiera cruzar la frontera, sólo tres se han declarado capaces de guiar a la expedición a través del monte, por lo que a última hora ha habido que convencer a dos contrabandistas de Ciboure para que hagan de guías, a cambio de una pequeña suma de dinero. Ya que el plan, como explica Luis Naveira una vez conformados los grupos, es el siguiente:
—El plan es el siguiente, compañeros. Los cinco grupos partiremos de forma escalonada, pero no nos dirigiremos hacia Irún, como algunos habían propuesto, pues cruzar por Hendaya sin ser vistos resulta casi imposible. Lo que haremos será subir el monte Larún y atravesar la frontera por distintos puntos menos vigilados, entre las mugas 10 y 48, para volver a reunirnos más tarde en las palomeras del Portillo de Napoleón, ya en España, desde donde descenderemos todos juntos hacia el primer pueblo que hay, llamado Vera. No os separéis de los guías, haced caso en todo momento de sus indicaciones y caminad en silencio y de forma compacta. Es posible que alguno de los grupos se encuentre con parejas sueltas de carabineros que ignoren la sublevación popular y sigan custodiando la frontera. De ser así, los invitaremos a unirse al grupo y venir con nosotros a liberar España.
—¿Y si no quieren? —pregunta alguien.
—¿Y si nos atacan? —pregunta otro.
—Si se muestran reacios o intentan agredirnos —concede Naveira—, los reduciremos con arma blanca. Sólo en caso de necesidad haremos uso de las armas de fuego, para no alertar a los demás carabineros que pueda haber por el monte. Una vez en Vera habrá que ver cuál es la situación. Si en el pueblo se ha iniciado ya la sublevación nos uniremos a los revolucionarios y seguiremos sus indicaciones. Si no, iremos a la fábrica de fundiciones que hay allí, repartiremos las octavillas entre los obreros e intentaremos convencerlos de que se unan a nosotros. Luego nos dirigiremos al cuartel de la Guardia Civil y los invitaremos a sumarse al movimiento revolucionario, o a rendirse y entregarnos las armas; si se resisten, tomaremos el cuartel por la fuerza, lo que no debería de resultar muy difícil, pues no es probable que haya más de dos o tres parejas en servicio.
—¿Y después? —pregunta el Maestro, con el botiquín entre las manos.
—Después pondremos rumbo a Irún, donde es de esperar que los compañeros del interior ya estén organizados y podamos sumar nuestras fuerzas. Desde allí nos dirigiremos a San Sebastián y haremos triunfar definitivamente la revolución. ¿Alguna pregunta más?
Y como nadie contesta, alguien grita a pleno pulmón:
—¡Viva la revolución!
—¡Viva! —responde la mayoría, con un entusiasmo que irá decayendo a medida que pasen las horas. Y es que si las revoluciones empiezan siempre con profusión de vivas, suelen acabar con profusión de sangre, como parece querer advertir a los expedicionarios el crepúsculo vespertino, que los despide con una violenta salva de rayos rojizos y anaranjados, en una espectacular batalla contra las tinieblas enemigas.
El primer grupo se pone en marcha, comandado por Luis Naveira y guiado por uno de los dos contrabandistas a sueldo de la revolución; en él van también los cuatro de Villalpando, con Casiano Veloso a la cabeza. Unos minutos después sale la cuadrilla de Gil Galar, contagiada por el espíritu romántico y fervoroso de su líder, entonando La Internacional y dando vivas a la revolución; les hace de guía un albañil al que llaman Piperra, natural de Zugarramurdi y buen conocedor de la zona. Poco después es el turno del grupo dirigido por Abundio Riaño, «el Maño», formado en su mayoría por los anarquistas de Burdeos, Bayona y Biarritz, y guiado por un sobrino del cura de Lesaca, un pueblecito contiguo a Vera. En penúltimo lugar sale la cuadrilla comandada por Bonifacio Manzanedo, que tiene como guía al otro contrabandista de Ciboure. Y finalmente, cuando la luna llena empieza a insinuarse entre las nubes del cielo, se pone en marcha el grupo dirigido por el ex guardia civil Santillán, a quien Robinsón ha cedido el mando, consciente de que pierde la razón cuando se encuentra en medio de la naturaleza. «A mí atadme, como a Ulises —les ha dicho a Pablo y a Leandro al llegar al campo de golf—, que si no empezaré a subirme a los árboles». Por supuesto, el cajista y el argentino también están en esta última cuadrilla, así como el imberbe Julián y el grupito de vegetarianos encabezado por el Maestro. El guía es un joven navarro de Lizárraga, pelirrojo y pecoso, llamado Martín Lacouza, que trabaja de panadero en San Juan de Luz y es conocido por su gran afición a las historias bélicas. Pero la improvisada escuadra va a engrosar sus filas en el último momento, cuando empieza a bordear el campo de golf para tomar el camino hacia Oleta:
—¡Eh, eh, esperadnos! —Aparece resollando Perico Alarco, seguido a pocos metros por Manolito Monzón, que viene haciendo aspavientos con los brazos—. Pero ¿no habíamos quedado a las siete? —pregunta haciéndose el ingenuo, para no tener que explicar que si han decidido unirse a la expedición en el último instante es porque acaban de pillarlos robando gallinas en Ciboure y han tenido que largarse como alma que lleva el diablo.
Y así, el desdentado y el sordomudo entran a formar parte del último grupo de iluminados que se dirigen a liberar España con un puñado de pistolas viejas y una buena provisión de octavillas revolucionarias.