(1909)
Cuando Pablo llegó, Barcelona era conocida como «la ciudad de las bombas». El nombre se lo había ganado a pulso desde que estallara el primer artefacto en 1884, anunciando la nueva estrategia del anarquismo más radical: la propaganda por el hecho. Sucesivas réplicas de aquel petardazo inaugural hicieron trastabillar los cimientos de la sociedad catalana, cuya acomodada burguesía acabó por descubrir los riesgos de un sistema que premiaba impúdicamente a los poderosos y castigaba con la misma impudicia a los desheredados. Barcelona tenía a finales de siglo medio millón de habitantes (la mitad de ellos analfabetos) y la base de su economía eran la industria y el comercio. Pero las condiciones laborales solían ser infrahumanas: niños de diez años llegaban a trabajar quince y dieciséis horas diarias en insalubres y oscuras fábricas por el misérrimo jornal de una peseta. Así que la clase obrera más contestataria acabó por recurrir a un juego de palabras y alzó la voz para clamar: a la explotación responderemos con la explosión. Dit i fet.
Tras una larga década de atentados contra el Ejército, la Iglesia y la burguesía más rossiniana, las autoridades intentaron poner parches al asunto, y casi lo consiguieron con el llamado Proceso de Montjuic, seguido con enorme interés por la prensa europea entre 1896 y 1898: cuatrocientos anarquistas (o chivos expiatorios, poco importaba) fueron detenidos, medio centenar desterrados, una veintena encarcelados y cinco acabaron enfilando el camino del patíbulo. Pero el fin de la violencia no fue más que un espejismo, y si bien es cierto que durante un lustro no explotaron más bombas en Barcelona, cuando por fin estallaron lo hicieron con virulencia, hasta el punto de que Antoni Gaudí acabó rindiendo un homenaje a la popularísima bomba Orsini (el explosivo esférico y con púas utilizado por Mateo Morral y bautizado así en homenaje al anarquista italiano que atentara contra Napoleón III), al colocar una réplica entre las garras del demonio pisciforme que intenta seducir a un obrero en la capilla del Roser de la Sagrada Familia. De hecho, cuando Pablo llegó a Barcelona el 12 de marzo de 1909 aún resonaban los ecos de las quince bombas que habían explotado durante el año anterior y seguía coleando el polémico caso Rull, por el que se había ejecutado a un supuesto anarquista acusado de ser el autor de diversos atentados, aunque en realidad se trataba de un confidente de la policía. La psicosis ciudadana era de tal envergadura, que un Real Decreto había suspendido las garantías constitucionales durante más de seis meses, por mucho que Anselmo Lorenzo, figura eminente del anarquismo español, siguiese afirmando que «no puede sostenerse que haya terrorismo anarquista, porque el anarquismo representa el ideal más perfecto de paz y de economía, que es como decir de amor y de justicia».
La antigua Estación de Francia dio la bienvenida a Pablo, que venía de pasar cuatro días en Baracaldo junto a su madre y su hermana Julia, convertida ya en toda una señorita, esbelta y avispada como una esfinge. Pero otra mujer le había quitado el sueño y no pensaba rendirse hasta encontrarla. Al salir de la estación, un automóvil estuvo a punto de atropellarlo y el conductor le gritó que tuviera más cuidado si quería llegar a viejo. Ya al otro lado de la calzada, el espléndido sol que brillaba en el cielo le obligó a quitarse el abrigo con el que don Julián había recorrido a lomos de Lucero los pueblos de Salamanca y que él acababa de heredar por imposición materna. Del bolsillo interior sacó un papelito concienzudamente doblado y leyó por enésima vez lo que había escrito Ferdinando Fernández al despedirse en la redacción de El Castellano: «Abelardo Belmonte. Plaza Urquinaona, 10, 3.º 1.ª». Era la dirección de un sobrino suyo que vivía y trabajaba en Barcelona.
—Es la oveja descarriada de la familia —le había dicho Ferdinando antes de abrazarlo por última vez y deslizar un billete de cinco duros en su bolsillo—. Un mozo algo exaltado que se declara anarquista y no sé cuántas cosas más. Pero tú cuéntale aquello que escribiste en la fachada de la catedral y ya verás como te ayuda.
Ahora, siguiendo las indicaciones de un barquillero ambulante, Pablo se abría paso entre las obras de lo que acabaría siendo la Vía Layetana, mientras recordaba las palabras del redactor y se aferraba a aquel pedazo de papel como un náufrago a un bote salvavidas. Quince minutos después desembocaba en una amplia plaza, llena de árboles y rodeada de edificios imponentes.
—Perdone, abuelo —le dijo a un anciano que pedía limosna con un parche de tela negra sobre el ojo izquierdo—, ¿la plaza Urquinaona?
—Está usted en ella, jovencito —suspiró el viejo, e hizo sonar como reclamo las cuatro monedas que tenía en el fondo de media cáscara de coco.
Pero pedirle al que no tiene es de ciegos o de insensatos, y Pablo se limitó a darle las gracias. El portal número 10 estaba custodiado por un conserje con pinta de domador de leones, uno de aquellos afortunados que debía su puesto de trabajo a la última ola de atentados anarquistas, tras la cual las autoridades habían decretado que todos los inmuebles barceloneses debían tener un portero que velase por la seguridad de los vecinos y ahuyentara a los maleantes, con multas de hasta quinientas pesetas para las fincas que incumpliesen la ordenanza. Y, verdaderamente, aquel domador de fieras parecía estar a punto de soltar dos zurriagazos al primer impertinente que osara entrar en su portería.
—Buenos días —se atrevió a saludar Pablo—. Busco a Abelardo Belmonte.
El hombre se retorció los bigotes mientras estudiaba al recién llegado.
—Tercero primera —acabó concediendo con voz de gramófono.
Y así fue como Pablo conoció al sobrino de Ferdinando Fernández, a su mujer y a sus tres niños, revoltosos como un huracán. Un encuentro de lo más fructífero, pues Abelardo no sólo le consiguió cobijo para pasar las noches —aunque fuera en un albergue municipal de la calle del Cid, en pleno distrito de Atarazanas, «el más inmoral de Barcelona» según don Ángel Ossorio, gobernador de la ciudad—, sino que le llevó a conocer La Neotipia, la cooperativa anarquista de tipógrafos que acabaría dándole a Pablo algún que otro trabajo para sobrevivir. Y más importante aún: aquel santo varón fue quien le habló de la Lliga Vegetariana y le puso sobre la pista de Robinsón:
—La fundó hace unos meses el doctor Falp i Plana, que fue médico personal del poeta Verdaguer —le explicó un día, viendo que Pablo empezaba a desesperar porque nadie le sabía decir nada de aquella supuesta comuna naturista a la que Robinsón había ido a recluirse—. Y está aquí al lado, podrías ir a preguntar. ¿No dijiste que tu amigo era vegetariano?
Pablo se acercó aquel mismo día al local de la Lliga Vegetariana, situado en la Rambla de las Flores, en el vetusto Palacio de la Virreina. Una secretaria con pelo de escarola, con cierto parecido a Obdulia, le pidió que esperara unos minutos en una salita forrada con papel verde espinaca. De las paredes colgaban cuadros de paisajes bucólicos y fotografías de actos públicos de la Lliga, e incluso estaba enmarcado el primer menú que habían compartido los miembros de la sociedad en el restaurante Mundial Palace para celebrar el acto fundacional, un menú que a Pablo le pareció sacado de un cuento de hadas: 1) entretenimientos Brahma, 2) arroz Pitágoras, 3) empanadas Esaú, 4) habas a la gran Cartuja, 5) fruta Tolstói, 6) lechuga Lahmann, 7) pan Kneip, biscuit glacé, frutas, quesos, pastas y malta. Y para beber, zumo de uva.
—Bon dia, què desitja? —le sobresaltó alguien a sus espaldas: era el propio doctor Falp i Plana, fundador de la institución.
—Buenos días —contestó Pablo, algo cohibido a pesar de la bonhomía que desprendía su interlocutor—. Ya me disculpará, pero llevo días buscando a un amigo vegetariano y no se me ha ocurrido nada mejor que pasar por aquí a ver si ustedes lo conocen.
—Si es vegetariano y vive en Barcelona, raro será que no lo conozcamos —respondió el doctor pasándose al castellano y esbozando una sonrisa beatífica.
—La verdad es que no sé si vive exactamente en Barcelona. La última noticia que tuve de él es que estaba en una comuna naturalista de la costa catalana…
Falp i Plana arrugó el entrecejo, de manera apenas perceptible, y observó al joven recién llegado con cierta suspicacia:
—Querrá usted decir naturista. Una corriente muy interesante, desde luego, aunque algo impúdica, ¿no le parece? Una cosa es vivir en comunión con la naturaleza y otra muy distinta pasearse por ahí como Dios nos trajo al mundo… Pero que yo sepa, a España todavía no ha llegado el desnudismo. ¿Cómo dice que se llama su amigo?
—Roberto, Roberto Olaya, aunque él se hace llamar Robinsón.
—Muy apropiado —volvió a sonreír el doctor. Y luego, como si hubiese recordado algo de repente, se dirigió a la secretaria del pelo escarola—. Escolti, Eulàlia, no li diu res aquest nom?
—Oi, i tant, doctor: és el que va dir aquella noieta tan mona de fa uns mesos i que a vostè li va fer tanta gràcia. Encara el dec tenir apuntat per aquí…
Pablo intentó entender lo que decían, pero el catalán de aquella buena gente le sonaba a chino.
—Justa la fusta! —exclamó el fundador de la Lliga Vegetariana, dando una palmada.
—¿Puedo saber qué ocurre, doctor?
—No, nada —dijo el hombre quitándole importancia al asunto—, que hace dos o tres meses pasó por aquí una jovencita preguntando también por un tal Robinsón. Curioso, ¿verdad?
Pero a Pablo no le pareció curioso, precisamente. Abrió los ojos como platos y le empezó a temblar el labio inferior.
—¿Se encuentra bien, joven?
—Eh…, sí, sí. ¿Cómo era?
—¿El qué?
—La chica.
—Ah, ya. No sé. ¿Cómo era, Eulàlia?
—Muy guapa. Y muy morena. Con unos ojos enormes.
Es ella, pensó Pablo lleno de júbilo, seguro que es ella.
—¿Y qué le respondió?
—¿A quién?
—A la chica.
—Ah, nada, que no conocía a ningún Robinsón que no fuera el de Defoe. Entonces se disculpó, me dio las gracias y se fue. Ni siquiera tuve tiempo de preguntarle cómo se llamaba.
Pablo abrió la boca para decir algo más, pero permaneció callado. Se trataba de la primera noticia que tenía de Ángela en mucho tiempo, y aunque tampoco era gran cosa, al menos significaba que estaba viva y había pasado por Barcelona. Incluso era posible que siguiese en la ciudad.
—Y ahora, joven —interrumpió el doctor sus pensamientos—, si nos disculpa, tenemos cosas que hacer. Déjeme una dirección donde pueda localizarlo y, si oigo hablar de su amigo, se lo haré saber.
—Muchas gracias, doctor —se despidió Pablo, esperanzado.
Y lo último que vio antes de salir del local fue la sonrisa de la secretaria, fresca como una lechuga recién cortada.
El día que Pablo volvió a abrazar a Robinsón, había estallado una bomba en la calle de la Boquería. Escuchó la detonación mientras bajaba por las Ramblas, camino de la Estación de Francia, y vio las caras temerosas de algunos transeúntes. Pero no se detuvo. Ya me enteraré en el tren de lo ocurrido, pensó. Y no se equivocaba. En la entrada de la estación, un grupo de obreros comentaba la jugada: un tubo lleno de dinamita había explotado junto a la Ortopedia Estebanell, dejando a varios clientes heridos, como queriendo demostrar que siempre llueve sobre mojado.
Aquella misma mañana, el doctor Falp i Plana había hecho llamar a Pablo, que llevaba varios días vagando por toda la ciudad con la esperanza de encontrar a Ángela, aunque sin resultado alguno. Al parecer, un miembro de la Lliga Vegetariana aseguraba que en la Costa Brava se había instalado un grupo de alemanes naturistas, llegados a España para difundir las doctrinas de Élisée Reclus y de Richard Ungewitter:
—Quién sabe, tal vez encuentre allí a su amigo —sugirió el doctor al recibir a Pablo—. Lo que no sabemos es el lugar exacto del campamento, o la comuna, o lo que Dios quiera que sea. Cerca de Blanes, según parece. Tendrá que ir allí y preguntar. Esperemos que no sea tan difícil de encontrar como la Atlántida de mossèn Cinto.
Al recordar al poeta fallecido, al doctor se le humedecieron los ojos, y Pablo salió corriendo del Palacio de la Virreina para tomar un billete de tercera clase que le llevase hasta su amigo de infancia.
Blanes era el primer pueblo de la Costa Brava, con sus casitas de piedra que parecían llevar la contraria al nombre con que la bautizaron los romanos: la aldea Blanda. Como era miércoles, reinaba en la localidad el trajín propio de los días laborables, aunque el espléndido sol que adornaba el firmamento invitaba a dejarse llevar por la indolencia. Pablo se acercó hasta el pequeño puerto de pescadores, pero al preguntar por la comuna naturista le respondieron con fruncimiento de cejas y miradas de suspicacia: una actitud hostil que le hizo comprender que se encontraba sobre la buena pista. No importa, pensó, si hace falta me quedaré a vivir aquí hasta ganarme su confianza. Pero no necesitó llegar a tanto, pues a media tarde se cruzó en su camino la única persona de Blanes que no tenía pelos en la lengua: el tonto del pueblo.
—Perdone —le inquirió Pablo—, ¿podría hacerle una pregunta?
El hombre estaba sentado en la acera, intentando desorientar a una fila de hormigas que se dirigía ordenadamente a buscar comida: se chupaba el dedo índice y trazaba una línea transversal a mitad del recorrido, eliminando así el rastro dejado por las que iban en cabeza y provocando el desconcierto de sus perseguidoras. El tonto del pueblo levantó la cabeza y entrecerró los ojos, molesto por el sol.
—¿Qué quiereees? —dijo alargando la última sílaba mientras se llevaba la palma de la mano a la frente, a modo de visera. Tenía el labio inferior húmedo y colgante.
—Estoy buscando una comuna naturista.
—¿Una queeeé?
—Un grupo de gente que vive en comunión con la naturaleza —respondió Pablo citando al doctor Falp i Plana.
—¿Me das un besooo?
Decididamente, aquel pobre hombre no estaba en sus cabales.
—Es igual, no te preocupes y sigue con tus hormigas —desistió Pablo, dándose la vuelta.
—Si me das un beso, te llevooo —oyó que el tonto del pueblo decía a sus espaldas.
—¿Cómo? —se volvió de nuevo hacia él.
—Que el Toni te llevaaa, que el Toni sabe dónde estaaán, pero el Toni quiere que le des un besooo.
—¿Quieres decir que si te doy un beso me llevarás a la comuna naturista?
—El Toni no sabe qué es esooo, la gente dice que el Toni es bueno como el pan y tonto como una castaña pilongaaa, pero si le das un beso el Toni te llevará al sitio que buscaaas.
Pablo pensó en dejarlo estar, pero quizá aquel tarado conocía realmente el emplazamiento de la comuna. Y total, no perdía nada por darle un beso: si al final resultaba ser una pista falsa, al menos habría hecho feliz al pobre hombre, que a todas luces estaba falto de cariño.
—Está bien —dijo—. Te daré un beso, pero sólo cuando me hayas llevado hasta allí.
Al hombre se le dibujó en el rostro una sonrisa de niño en víspera de Reyes y se levantó de la acera dando palmadas. Sin decir nada más, comenzó a andar hacia las afueras del pueblo, dejando el mar a mano derecha. Cuando se terminaron las últimas casas, tomó un camino que se internaba en el bosque y discurría en paralelo a la abrupta costa. Caminaron en silencio durante un buen rato, con el canto de los grillos como música de fondo. Por fin, se detuvieron junto a una roca de grandes dimensiones que sobrepasaba incluso la altura de los pinos más altos:
—Ya hemos llegadooo, quiero mi besooo.
—¿Cómo? Yo no veo a nadie.
—Escuchaaa —dijo el hombre. Y al quedarse de nuevo en silencio, se oyeron a lo lejos varias voces infantiles—. Están al otro lado de la rocaaa, dame un besooo.
Pablo sonrió como un padre satisfecho de los progresos de su hijo y le regaló a aquel hombre un abrazo sincero, culminado con un sonoro beso en la mejilla. Al tonto del pueblo se le quedó cara de ángel, con un hilillo de baba colgándole del labio inferior. Hacía años que nadie le besaba, pues olía como sólo puede oler el infierno, donde el mayor castigo que tienen que soportar los condenados no son las tenazas ardientes ni los calderos de pez hirviendo, sino el hedor pútrido y nauseabundo de sus almas corrompidas. Pablo no se dio cuenta, pero, al deshacer el abrazo, sobre su hombro izquierdo había quedado estampado el húmedo marchamo de la felicidad.
Escaló la roca con esfuerzo y, al llegar a la cima, se sintió como debieron de sentirse los primeros descubridores de El Dorado: allá abajo, en un recodo de la costa flanqueado por montañas de pinos y por el agua cristalina del Mediterráneo, un grupo de unas veinte personas tomaba el sol en cueros vivos. Había incluso algunos niños, que chapoteaban en el mar mientras sus madres realizaban ejercicios gimnásticos en la orilla. A pocos metros, bajo un pino que se abalanzaba peligrosamente sobre su cabeza, un anciano de piel tostada dirigía la palabra a varios hombres cubiertos con sombreros hongos. Entre ellos, Pablo pudo reconocer a su amigo Robinsón, por mucho que se hubiese dejado crecer la barba y le hubiera salido pelo en el pecho. Lo primero que pensó fue en dar media vuelta y volver más tarde, al anochecer, cuando aquella troupe desinhibida hubiese tenido la ocurrencia de taparse, aunque sólo fuera para protegerse del frío. Pero luego recordó el motivo que le había llevado hasta allí y se dijo que si acababa de besar a un retrasado mental, no iba ahora a acoquinarse por interrumpir una reunión de gente ligera de ropa. Fue entonces cuando vio que Robinsón se apartaba un poco del grupo de hombres, apenas unos metros, para juguetear con un perro que acababa de salir del agua; y le vino a la memoria, sin saber muy bien por qué, una frase que su difunto padre solía decir a menudo, algo así como que la distancia más corta entre dos puntos, cuando hay un obstáculo en medio, es la línea curva. De modo que decidió dar un rodeo para acercarse hasta donde estaba Robinsón, procurando no despeñarse y no ser descubierto por los demás. Bordeó la escarpada cala en forma de C y, al llegar a la altura del grupo de hombres, pudo escuchar al viejo de la piel tostada que ensalzaba los beneficios del sol para una vida larga y saludable, en un castellano trufado de guturales:
—¿Por qué llenar el cuerpo con drogas peligrosas cuando estamos enfermos, si todos los días el cielo nos envía el mejor remedio? Si ofrecemos nuestro cuerpo desnudo durante horas enteras a los rayos del sol, su fuego abrasará los miles de animales invisibles que viven en nuestra sangre y en nuestra piel, destruirá el veneno de nuestras venas y nos devolverá la salud y el vigor…
—¿Entonces por qué decía Homero que un médico vale por varios hombres? —intervino un joven canoso y con aretes en ambas orejas, a la moda de los piratas del siglo XVII.
El viejo chasqueó la lengua:
—Has de saber, Paco, que incluso el bueno de Homero se duerme de vez en cuando. Como dijo Engels: «The proof of the pudding is in the eating».
—¿Y eso qué significa? —preguntó un tipo velludo y robusto.
—Significa, Manel, que la prueba del pudin está en que lo comemos: ¿o es que acaso no os sentís mejor desde que venimos a tomar el sol a esta calita?
Los hombres asintieron con la cabeza y Pablo continuó avanzando por el borde del pedrisco, hasta situarse lo más cerca posible de Robinsón, que seguía jugueteando con el perro en la arena, de espaldas a la montaña. Al fijarse en el animal, Pablo creyó reconocer a Darwin, el perro de aguas que su amigo tenía en Béjar cuando se vieron por última vez.
—Sssht —intentó llamar la atención de Robinsón, pero el sonido se confundió con la brisa marina y el romper de las olas. Lo probó un par de veces más, sin mejor resultado. Ni siquiera Darwin se volvió, embobado con las carantoñas que le hacía su amo. Al final Pablo cogió una china y se la lanzó con tan buena puntería que le dio de pleno en el bombín que llevaba puesto. Robinsón miró al cielo, se sacó el sombrero, lo examinó detenidamente y farfulló algunas palabras, justo cuando otra china impactaba en su espalda. Entonces se dio la vuelta, descubrió a su amigo de la infancia, lo reconoció, abrió la boca con expresión de asombro, se puso en pie de un salto y gritó con todas sus fuerzas:
—¡¡Pablo!!
Veinte cabezas se volvieron a la vez, primero hacia Robinsón y luego hacia el lugar al que apuntaba su mirada. Y aunque cueste creerlo, la verdad es que Pablo se sintió más desnudo que nunca en su vida.