SE esperaba con impaciencia el telegrama. Quien haya vivido esos momentos de fiebre compartida no podrá olvidarlos jamás. Todos sabíamos que al recibo del telegrama debíamos concentrarnos en la frontera y atravesarla en lucha a brazo partido con las policías fronterizas. En el fondo, nadie ignoraba que íbamos a chocar con fuerzas numerosas, bien organizadas y mejor armadas que nosotros, y que muchos habían de pagar con su vida, aunque se triunfara, su acción revolucionaria. Pero ¡qué importaba! Bien vale la libertad muchas vidas.
VALERIANO OROBÓN, palabras recogidas por Abel Paz en Durruti en la revolución española
Es ya de noche cuando Pablo sale del prostíbulo. No se ve a nadie por los alrededores, sólo un gato famélico maúlla en la acera de enfrente, junto a la única farola de gas que hay encendida en toda la calle. Pablo se dirige hacia allí y saca la petaca de picadura. Del mar llega una brisa húmeda que entumece los músculos, dificultando incluso la mecánica tarea de liarse un cigarrillo. Se abotona el gabán y se cala bien la boina, hasta conseguir cubrirse las orejas. A lo lejos empieza a sonar un gramófono y su música le llega amortiguada o perezosa. Por un instante piensa en ir a la plaza para ver si encuentra a Max, pero se siente súbitamente cansado. Además, la nítida imagen que se le ha aparecido mientras la mulata le ofrecía la droga empieza a difuminarse, y ya no parece estar tan seguro de que el Señorito sea el mismo sindicalista apócrifo que conoció en Barcelona en 1909. Da un par de caladas al cigarrillo mientras observa el cielo despejado, entreteniéndose en descubrir las principales constelaciones, tal como le enseñó su padre en los campos de Castilla. Allí la Osa Mayor, que tiene la forma de un carro; un poco más allá su hija, la Osa Menor, igualita a su madre pero más pequeña; y en lo alto de la bóveda celeste la preferida de Pablo: Casiopea, con su zigzagueante silueta que dibuja la forma de una M algo achatada. «Eme de Martín», le decía su padre, y Pablo se lo creía. Así, con estos nostálgicos pensamientos, toma por fin el camino del cementerio a través de calles inhóspitas. Siente un extraño hueco en el estómago, pero no es hambre lo que tiene. La escena en el burdel, que ahora se le antoja borrosa y descompuesta, le ha dejado con mal cuerpo y sin ojo de cristal que le proteja.
Al llegar al cementerio, la luna ilumina los nichos y los panteones, creando una atmósfera inquietante. Pablo ve que hay luz en la antigua choza del sepulturero y atraviesa el puzzle de tumbas sin entretenerse. Pero al acercarse oye gritos en su interior: una voz masculina y otra femenina. Son Leandro y Antoinette que discuten violentamente. Pablo se detiene, sin saber qué hacer. Entonces algo le golpea en la nuca, algo pequeño y redondo. Se vuelve y no ve a nadie, pero otro proyectil le alcanza en el brazo: es una piña de ciprés, eso que los botánicos llaman gálbula, aunque los muertos no lo sepan. Ni los muertos ni Pablo, que se limita a recoger el fruto del suelo y a preguntar con voz inquieta:
—¿Quién anda ahí?
Pero no obtiene como respuesta más que otra lluvia de gálbulas. Sólo cuando oye ladrar a Kropotkin se quita el susto de encima.
—¡Pendejos! ¡Cabrones! —les grita a Robinsón y a Julián, que salen muertos de risa de detrás de un túmulo.
—Chssst, no grites tanto que hay gente durmiendo —le toma el pelo Robinsón, haciendo un gesto con los brazos que intenta abarcar todo el cementerio.
—¿Se puede saber qué estáis haciendo aquí fuera?
—Jugando al escondite, si te parece —contesta Robinsón—. Pues hacer tiempo mientras esos dos solucionan sus problemas, que llevan así casi una hora. ¿Y tú dónde te habías metido, bribón, que llevamos buscándote toda la tarde?
—Por ahí.
—¿Por ahí?
—Sí, por ahí, siguiéndole los pasos al Señorito a ver si lograba recordar de qué me sonaba su cara.
—¿Y?
Pero Pablo no tiene tiempo de responder, porque se abre la puerta de la choza y sale Antoinette dando un portazo. Al verlos allí plantados, huye corriendo en dirección contraria, sollozando. Los tres hombres y el perro se dirigen a la caseta. Leandro está sentado en una silla, cabizbajo y arrancándole los pétalos a un crisantemo.
—Pasen, muchachos, pasen —les dice sin mirarlos a la cara, soltando un suspiro. Y como ninguno de los tres se atreve a preguntar, él mismo da la explicación—. Corazón o revolución…, c’est tout!
Y a juzgar por cómo ha salido Antoinette, está claro lo que ha escogido el argentino.
El tiempo puede dilatarse, pero no eternamente: si se estira demasiado y no se contrae, corre el riesgo de romperse. Y algo se ha roto en San Juan de Luz cuando Robinsón, Leandro, Julián y Pablo llegan a mediodía al quiosco de música que hay en el centro de la plaza. Anoche se quedaron hablando hasta bien entrada la madrugada, sin que Pablo encontrase el momento de compartir con los demás sus sospechas sobre Max Hernández, «el Señorito», superado por las bizantinas discusiones sobre si el fútbol acabará desbancando a los toros como entretenimiento nacional, si el tresillo es un juego de cartas más o menos burgués que el bridge o si son mejores las pipas de brezo que las de arcilla. Sólo cuando apagaron la lámpara de queroseno y empezaron a oírse los ronquidos de Leandro y de Julián, Pablo se atrevió a susurrarle a Robinsón:
—Oye, Robin.
—¿Qué? —respondió el vegetariano medio adormilado.
—Creo que ya sé a quién me recuerda el Señorito.
—¿A quién?
—A un confidente de la policía que conocí en Barcelona hace años.
—No jorobes. ¿Estás seguro?
—Sí. Bueno, no. No sé.
—¿En qué quedamos?
—Es que hace ya tanto tiempo…
—Mira, lo mejor es que ahora durmamos y cojamos fuerzas —bostezó Robinsón—. Mañana lo abordamos y le pedimos explicaciones, ¿te parece?
—Sí —respondió Pablo, aunque poco convencido, mientras los ronquidos de su amigo se sumaban al coro desafinado.
De modo que esta mañana a los cuatro trasnochadores les ha costado levantarse y han llegado más tarde de lo habitual a la plaza, tomada por unos setenta u ochenta revolucionarios españoles, enormemente agitados. Pero el Señorito no está entre ellos, como comprueba Pablo enseguida.
—¡Ya era hora, Roberto! —le espeta a Robinsón Luis Naveira, uno de los pocos que le llaman por su verdadero nombre—. Pensábamos que os había pasado algo, carallo.
—¿Qué ocurre?
—Pues que ha llegado el telegrama, hombre.
Y a los cuatro jóvenes les da un vuelco el corazón. Incluso Kropotkin se pone a mover el rabo de un modo compulsivo.
—Anda, vámonos de aquí —sugiere Santillán, el ex guardia civil—, que estamos llamando demasiado la atención.
El cielo ha empezado a llenarse de nubarrones negros y el pelotón se dirige a toda prisa hacia el campo de golf de La Nivelle, sin que esta vez a nadie le dé por ponerse a cantar. Algunos discuten en pequeños grupos, pero lo hacen en voz baja, como si estuvieran en un entierro o temieran molestar a un anciano enfermo. Otros caminan en silencio, enmudecidos por el cosquilleo que notan en el estómago o por quién sabe qué remordimientos de conciencia, como Casiano Veloso y Anastasio Duarte, que miran de vez en cuando a Pablo con ojos rencorosos, recordando tal vez su abrupta irrupción en el burdel. Sólo al llegar al campo de golf se desatan entre los revolucionarios las pasiones y los gritos.
—¡Calma, compañeros! —pide en vano Juan Riesgo.
—¡Silencio, hostias! —aúlla Gil Galar, más cadavérico que nunca.
Y sólo un trueno que amenaza lluvia consigue calmar momentáneamente los ánimos.
—Compañeros —toma la palabra Luis Naveira, flanqueado por los otros cuatro miembros del Grupo de los Treinta y por el ex guardia civil Santillán, el más veterano de los presentes—, hace ya tres días que muchos de nosotros llegamos de París, donde dejamos nuestras casas, nuestros trabajos e incluso nuestras familias. Otros habéis venido de Bayona, de Biarritz o de Burdeos, haciendo quién sabe qué sacrificios. Y los que sois de San Juan de Luz nos habéis acogido y nos habéis dejado dormir al lado de vuestras mujeres y de vuestros hijos. Pero al fin ha llegado el momento de la verdad, compañeros. Ha llegado el momento de comprobar si tanto sacrificio ha valido la pena. ¡Ha llegado el momento de cruzar la frontera y liberar a España del yugo de la dictadura!
—¡Eso, eso, abajo la dictadura! —gritan algunos.
—¡Fuera la monarquía! —rugen otros.
—¡Viva la revolución! —prorrumpen los más exaltados.
—El caso es —continúa Naveira cuando se apagan las voces— que el telegrama que estábamos esperando ha llegado por fin esta mañana a París, desde donde el Comité nos lo ha reenviado a nosotros y a los compañeros que están en Perpiñán.
Un nervioso murmullo se extiende entre los revolucionarios.
—De hecho —continúa el Portugués—, esta tarde cogerán el tren los compañeros que se quedaron en París. La mayoría irá hacia Perpiñán, pues se espera que en Cataluña sean necesarios más refuerzos. Pero unos pocos llegarán aquí esta madrugada, Durruti entre ellos.
—Entonces —pregunta alguien—, ¿vamos a tener que quedarnos esperando de brazos cruzados hasta que lleguen?
—Bueno, eso es lo que hemos venido a discutir aquí —responde Juan Riesgo—. Yo soy partidario de esperar a Durruti y los suyos, por pocos que sean, porque al parecer traen consigo algunos fusiles.
—Pero también es posible que no lleguen nunca si los descubren con la carga —argumenta Bonifacio Manzanedo, el burgalés de aspecto bonachón y experto en explosivos.
—Yo creo que lo mejor es cruzar la frontera cuanto antes —apuesta Gil Galar, siempre dispuesto a demostrar su gallardía.
—Sí, pero ¿con qué armas? —pregunta uno de los que ha venido de París—. Porque a mí todavía no me han dado ni una miserable herramienta. ¡Y yo no pienso hacer la revolución a vergajazos!
Se oyen murmullos de aprobación.
—Tranquilos, compañeros —interviene Naveira, buscando con la mirada la aquiescencia de Juan Riesgo y del ex guardia civil Julián Santillán, que ayer viajaron hasta Burdeos para recoger un baúl lleno de armas que les proporcionaron los del Sindicato Español—. Habrá pistolas para todos aquellos que sepan utilizarlas, con independencia de si finalmente llegan o no los fusiles de París. Las repartiremos antes de emprender la marcha, y también la munición, aunque me consta que algunos de vosotros ya vais armados. Luego, una vez en España, no será difícil conseguir más armas, sobre todo si los militares se han sublevado, como ha dicho Max…
—Por cierto —interviene Pablo, que no sabe si desvelar en público sus sospechas—, ¿por qué Max no está con nosotros?
—Cogió anoche el nocturno hacia San Sebastián —le informa Naveira—, ¿verdad, Bonifacio?
—Sí —responde el de Burgos—. Me crucé con él en el camino de la estación. Dijo que prefiere esperarnos en España, que cuando estalle el conflicto será más difícil pasar la frontera en tren. Porque, claro, al estar mal del corazón no va a cruzar a pie por el monte…
Otro trueno resuena en el cielo, como impacientándose por la demora en la toma de decisiones. Pero la revolución no es algo que pueda hacerse a la ligera, y los hombres reunidos en el campo de golf no van a precipitarse por una simple amenaza de lluvia cuando lo que está en juego es el futuro de España. Por eso siguen discutiendo aún durante un buen rato, a pesar de las gotas que empiezan a caer. Cuando por fin terminan las deliberaciones, se lleva a cabo una votación a mano alzada. Y el resultado es indiscutible: sólo Juan Riesgo y un puñado de hombres más son partidarios de esperar hasta la madrugada a que lleguen los compañeros procedentes de París. Todos los demás, incluidos los principales cabecillas de la expedición, apuestan por partir de inmediato hacia la frontera. Al fin y al cabo, si la revolución ha estallado, no hay tiempo que perder.
—Nos vemos entonces dentro de un par de horas —propone Naveira—. Aquí mismo. Los que habéis votado a favor de esperar a los de París, quedáis al mando de Juan. Los demás aprovechad este rato para descansar o para comer alguna cosa si no habéis comido todavía, pues la travesía será dura. Así que no llenéis inútilmente los sacos, coged sólo lo indispensable. Los que tengáis armas, traedlas. Mapas, brújulas, linternas, material de curación también serán bienvenidos. ¡Ánimo, compañeros!
Y así, sin más dilación, los revolucionarios vuelven al pueblo a recoger sus pertenencias y a comer alguna cosa antes de partir, aunque muchos tienen un nudo en el estómago que apenas les deja probar bocado. Pablo, Robinsón, Leandro y Julián, encabezados por un Kropotkin más nervioso de lo habitual, se dirigen en silencio al cementerio, pensando cada uno en sus cosas. Una vez en la choza del sepulturero, se ponen a preparar las mochilas y los morrales, intentando quedarse sólo con lo indispensable para hacer la revolución.
—Que no se nos olviden las octavillas —le recuerda Robinsón a Pablo.
—Ni el tabaco —añade Leandro, más pragmático.
Pero como la noción de lo indispensable puede llegar a ser muy subjetiva, en los sacos acaba entrando casi de todo: cédulas personales, pasaportes y partidas de nacimiento; portamonedas, billeteras y carteras; navajas y cuchillos de doble hoja; petacas, pitilleras, cerillas y un mechero (Leandro); ropa interior, alpargatas, pañuelos de bolsillo, camisetas, un cinturón de cuero, un chaleco (Robinsón), una bufanda de seda (Leandro), unos tirantes, incluso un calzador de metal (Julián); también utensilios para la higiene: peines, un espejo pequeño, una pastilla de jabón Heno de Pravia, unas tijeras de bolsillo, enseres de afeitar, una toalla, incluso un tubo de vaselina perfumada para engominarse el pelo (Julián); un paraguas, una cantimplora y algunos efectos personales como fotografías, cartas, cuadernos de notas, un lápiz de la marca alemana Staedtler (Leandro), una pluma estilográfica Parker (Pablo), un reloj de bolsillo sin cadena (Julián), un décimo del sorteo de la Lotería Nacional Francesa celebrado el 11 de julio (Leandro), etcétera, etcétera, etcétera.
Pablo es el primero en terminar de preparar su mochila y se sienta junto al fuego a esperar a los demás. Mientras les observa se da cuenta de que a sus treinta y cuatro años es el mayor del grupo: Robinsón tiene un año menos que él, Leandro rondará los veinticinco y Julián no deja de ser Julianín, con sus dieciocho primaveras recién cumplidas. En realidad, excepto el Maestro y el ex guardia civil Santillán, él debe de ser uno de los más viejos de la expedición. Y de repente le entra miedo, un miedo inconcreto como un presagio: algo le dice que, si van mal dadas, ser de los más veteranos no va a jugar precisamente a su favor. De modo inconsciente se lleva la mano al pecho, allí donde debería estar colgando el ojo de la suerte, y al no encontrarlo el miedo se hace aún más acusado. Entonces, mientras los otros acaban de preparar los morrales, saca su pasaporte y su estilográfica Parker y, con el trazo sutil y preciso de un profesional de la edición, le pone un rabito al cero del año de su nacimiento, y como por arte de magia pasa de haber nacido en 1890 a haberlo hecho en 1899. Ni siquiera Hans van Meegeren, el incipiente falsificador de cuadros que llegará a venderle un Vermeer falso al mismísimo lugarteniente de Hitler, Hermann Goering, lo habría hecho mejor. Y no es una exageración, pues mañana nadie se va a dar cuenta del engaño, a diferencia de lo que ocurrirá con otros revolucionarios más chapuceros.
—Robin —dice Pablo al terminar su obra de arte—: ¿Tú de qué año eres?
—Del 91 —responde el otro mientras intenta cerrar el macuto.
—Pues dame tu cédula.
—¿Para qué?
—Tú dámela, confía en mí.
Y el uno se convierte en un siete como por arte de birlibirloque.
Al acabar los preparativos, los cuatro amigos comen un poco de pan con queso, que ayudan a bajar al estómago con un vino rancio que a pesar de todo consigue templar sus cuerpos y sus corazones. Excepto el de Leandro, que supura tristeza por los dos ventrículos y las dos aurículas. Cuando están a punto de salir, con los macutos a la espalda, el argentino les dice:
—Espérenme afuera, se lo ruego.
Y en la soledad de la que ha sido su morada desde que conoció a Antoinette, arranca una hoja de un cuaderno y con su flamante lápiz Staedtler dibuja un corazón traspasado por una flecha. En la parte inferior escribe este terrible epígrafe: «Volveré a buscarte cuando España sea libre». Y como un sello de amor, una lágrima se suicida para firmar el dibujo.
Antes de salir de la choza, Leandro saca del bolsillo izquierdo de su camisa la fotografía de Antoinette, la que le regaló la primera noche que pasaron juntos. La eleva hacia el cielo, como hace el cura con la hostia antes de comulgar, y se la acerca a los labios para besarla. Luego la guarda de nuevo en el bolsillo, con la imagen vuelta hacia dentro, y abandona la cabaña. Fuera le esperan sus tres compañeros y, sin hacer preguntas, se ponen en marcha bajo la lluvia.