(1909)
Le despertaron los gritos de «¡Vivan los quintos de este año!». Miró el reloj de pared que colgaba sobre la puerta acristalada del despacho del director, la misma por la que años atrás la rolliza Obdulia le había hecho pasar para robarle su virginidad: eran las siete y cuarto de la mañana. Se asomó al balcón y vio a un grupo de jóvenes que se dirigía a la Plaza Mayor entre cánticos y bromas, procurando conjurar con una vigilia regada de alcohol el infausto porvenir que a más de uno le esperaba.
La noche anterior, tras abandonar la hospedería de la señora Cuervo, Pablo se había acercado a la calle Zamora en busca de Ferdinando Fernández. Pero a medio camino cayó en la cuenta de que era sábado y probablemente no habría nadie en la redacción, pues la ley del descanso dominical había sido adoptada por algunos periódicos, entre ellos El Castellano, que ya no salía los domingos. De modo que paró en una cantina a llenar el estómago con un puchero desabrido y recalentado. Fue allí donde leyó la carta de su madre, que se lamentaba de la ausencia del hijo durante las fiestas navideñas; y la del diario, informándole de su fulminante despido por haberse ausentado del trabajo sin justificación alguna; y también la papeleta duplicada del Ayuntamiento de Salamanca, donde le citaban para el sorteo de quintos que tendría lugar al día siguiente. Lo que me faltaba, pensó Pablo, cruzando los dedos para que el destino, por una vez, se mostrase con él un poco más indulgente.
La Constitución de 1876 había decretado el reclutamiento obligatorio para los mozos españoles (obligación que duraba la friolera de doce años: tres de servicio más otros nueve en la reserva), pero no todos los jóvenes se veían condenados a alejarse de su familia al cumplir las diecinueve primaveras, ya que el Gobierno fijaba un cupo de reclutas por cada provincia y era el famoso sorteo de quintos el que determinaba quiénes acabarían siendo los elegidos. Existían, además, otras opciones para librarse del reclutamiento (sin contar con medidas más drásticas como la de hacerse prófugo o automutilarse): para empezar, todos aquellos que no alcanzasen el metro sesenta de estatura estaban prácticamente excluidos, así como los que padeciesen alguna dolencia o defecto físico que les impidiera cumplir como Dios manda con la defensa de la sagrada patria. La anosmia de Pablo, sin embargo, no formaba parte de la lista de enfermedades eximentes, y aunque la herida de bala aún no había sanado por completo, tampoco iba a servirle de excusa. Más fácil habría sido alegar que era hijo de madre viuda y único sustento de su familia, pero a tales alturas el recurso difícilmente podía prosperar, habiendo terminado ya el plazo de alegaciones. Y, por supuesto, tampoco tenía dinero para costearse la llamada «redención a metálico», el soborno legal que los jóvenes de buena familia utilizaban para eludir sus obligaciones, tan legal que hasta salía anunciado aquel mismo día en la página 3 de El Castellano, como pudo leer Pablo en un ejemplar que tenía el dueño de la cantina: la Previsión Andaluza (Sociedad Anónima de Crédito y Seguros) ofrecía a los padres de familia la redención del servicio militar para sus hijos, por el módico precio de ochocientas pesetas, sin más gastos ni desembolsos, a pagar cómodamente en dos, tres o cuatro plazos.
—Qué hijos de puta —masculló Pablo, sintiendo que la sangre revolucionaria volvía a subírsele a la cabeza.
Y no era el único que pensaba así, como bien pronto iba a demostrarse. Pagó la cena con el poco dinero que le quedaba y se dirigió a la sede del periódico para el que había trabajado durante los últimos cinco años, con la remota esperanza de encontrar a Ferdinando. Alguien se había llevado la bombilla del portal, pero se veía luz en la redacción, así que llamó suavemente a la puerta con el dedo corazón flexionado.
—¡Está abierto! —bramó una voz inconfundible.
No habían pasado ni tres meses desde la última vez que estuvo allí. Sin embargo, Pablo tuvo la sensación de que hacía una eternidad: los muebles seguían en el mismo lugar, y también las escupideras, incluso la lechuza disecada continuaba vigilando la sala desde su rincón con la actitud impávida de siempre, pero daba la impresión de que una pátina de tiempo se había adueñado de todas las cosas. El propio Ferdinando, solo y encorvado sobre la máquina de escribir, parecía haberse echado varios años encima. Debe de ser lo que tiene salvar la vida de milagro: que al volver de las puertas del Hades, el mundo se ve siempre con otros ojos.
—¡La madre que te parió! —exclamó el periodista al ver entrar a Pablo, con la cara de quien tiene enfrente a un fantasma—. Ven a mis brazos, chaval, que compruebe que eres de carne y hueso. —Y empezó a palparle el cuerpo como el que cachea a un caco—. Llegaron noticias de que habías muerto…
—Pues ya ves que no —sonrió el redivivo.
—Anda, vámonos al Casino, que esto hay que celebrarlo. Me había quedado solo componiendo la copla del lunes, antes de ir al Variedades a ver a la Bella Americanita… Pero, qué puñetas, ya sabes mi lema: ¡no hagas hoy lo que puedas dejar para mañana!
Cuando tuvieron delante dos copas de coñac, Pablo empezó a explicarle a Ferdinando lo ocurrido, dejando boquiabierto al periodista, que de vez en cuando murmuraba:
—Esto es mejor que el folletín aquel de Manzoni que publicamos hace unos años…
Tras varias copas y más explicaciones de las que habría deseado, Pablo tanteó la posibilidad de poner un anuncio en el periódico alertando de la desaparición de Ángela.
—No serviría de nada —dijo Ferdinando.
—¿Por qué no?
—Porque ya lo pusieron sus padres.
En efecto, mientras Pablo se curaba de la terrible herida sufrida en la Fuente del Lobo, don Diego Gómez había removido cielo y tierra para encontrar a su hija, cuya desaparición había sido anunciada en todos los periódicos de la provincia, incluido El Castellano.
—Si ahora tú pones otro anuncio diciendo que la estás buscando, lo más probable es que ella piense que se trata de una artimaña de su familia para que vuelva al redil. Y encima su padre descubrirá que sigues vivo…
La verdad es que aquel hombre bregado en mil batallas tenía toda la razón del mundo, pero Pablo no estaba dispuesto a dar su brazo a torcer:
—A no ser que ponga un anuncio cifrado.
—¿Un anuncio cifrado? —preguntó Ferdinando levantando las cejas.
—Sí, un anuncio en clave que sólo ella pueda descifrar.
—Tú has leído muchas novelas, chaval. A ver, ponme un ejemplo de anuncio cifrado —dijo el periodista con retintín.
—Pues no sé, algo así como: «Vampiro sin corazón busca desesperadamente a antropóloga caníbal».
Ferdinando estuvo a punto de atragantarse con el coñac.
—Sí, hombre —dijo cuando se hubo recuperado—, y luego debajo ponemos: «En la imprenta de El Castellano darán razón», ¡no te fastidia! ¿Pero tú has perdido la chaveta o qué? Puede que el periódico lo dirija un ciego, pero no un imbécil… ¡Un anuncio así llamaría la atención de todo el mundo!
Algunos parroquianos del Casino miraron con curiosidad a la extraña pareja que formaban el periodista y su discípulo.
—Aunque, espera, déjame pensar… —prosiguió Ferdinando, viendo la cara de desolación de Pablo—. La próxima semana es Carnaval, ¿verdad? Quizá podamos hacerlo pasar como un anuncio de disfraces para el baile de máscaras… ¿Qué te parece si ponemos: «Particular ofrece trajes de vampiro y de caníbal para fiesta de Carnaval»?
A Pablo se le iluminó la cara:
—¡Genial! O mejor pon simplemente: «Particular ofrece traje de vampiro sin corazón para fiesta de máscaras». Con eso será suficiente para que Ángela, si lo lee, se dé cuenta de que he sido yo el que ha puesto el anuncio.
—Si tú lo dices… No sé ni quiero saber qué tienen que ver los vampiros con todo esto, pero veré lo que puedo hacer —concedió Ferdinando—. Ah, y que conste que con esto saldo la deuda que tenía contigo desde el atentado de Mateo Morral…
Pablo sonrió como un vampiro sin corazón:
—Muchas gracias, Ferdinando. Por cierto, ¿sabes de algún lugar donde pueda pasar la noche?
—Hombre, saber, lo que se dice saber —se puso a filosofar el periodista, animado por la bebida y por la charla—, yo sólo sé que no sé nada y que en el mundo no hay más que dos tipos de personas fascinantes: las que lo saben absolutamente todo y las que no saben absolutamente nada… Pero ya que me lo preguntas, te diré que te puedes quedar en mi casa. Eso sí, sólo tengo una cama.
—No quisiera molestarte, Ferdinando.
—Pues quédate en la redacción, entonces. Mañana es domingo y no irá nadie hasta la tarde. Además, si te levantas pronto puedes acercarte al ayuntamiento a ver el sorteo de quintos.
—Vaya, es verdad. Como me manden a África te juro que me hago prófugo.
—Pues menudo futuro le espera a Angelines…, si la encuentras, claro —terció Ferdinando.
—Ángela, se llama Ángela —le corrigió Pablo.
—Ángel o demonio, qué más dará, si a la hora de la verdad siempre nos llevan al infierno.
La conversación terminó pasada la medianoche y no sólo Pablo le sacó provecho: también Ferdinando tuvo su recompensa, pues encontró la inspiración necesaria para escribir la copla que saldría el lunes en la portada de El Castellano: «Porque ya es quinto Fidel | llama a su suerte cruel | y se queja todavía. | Yo en cambio, ¡cuánto daría | por poder ser lo que es él!».
A las siete y cuarto de la mañana, los gritos de los quintos se perdieron calle abajo, camino del ayuntamiento. Pablo se lavó la cara en una jofaina que había en el despacho del director y abandonó la redacción de El Castellano con su maleta a cuestas. Al llegar a la Plaza Mayor, varios grupos de jóvenes se agolpaban a las puertas del consistorio, fumando los últimos cigarrillos antes de someterse a los designios de la diosa Fortuna. El buen humor que destilaban sus cánticos pocos minutos antes parecía haberse fundido como la nieve al sol: ahora todo eran suspiros y caras de preocupación. Un bedel de impoluta librea salió a anunciar que el acto iba a dar comienzo, en sesión pública y solemne.
Pablo arrastró su maleta escaleras arriba, acusando el sobreesfuerzo, y se quedó de pie en un ángulo de la espaciosa sala donde iba a tener lugar el sorteo de quintos. Presidía el acto un tipo de calva reluciente, que en aquel momento introducía en un bombo las bolas que contenían los nombres de los doscientos veinticuatro jóvenes alistados, ante la atenta mirada de los que habían tenido suficiente valor o desconfianza para ir a presenciar el sorteo. Terminada la operación, llegó la hora de introducir en un segundo bombo las doscientas veinticuatro bolas numeradas correspondientes a la totalidad de mozos. Fue entonces cuando aparecieron «los inocentes», dos niños que no tendrían más de diez años vestidos como si fueran a recibir la Primera Comunión. Uno de ellos, el más moreno, se dirigió al globo que contenía las bolas con los nombres; el otro, un querubín de pelo rubio, se situó al lado del bombo de las bolas numeradas. Entonces, el hombre de la calva reluciente se arremangó como un mago o un carnicero y metió las manos en ambos globos a la vez, removiendo con la pompa y la liturgia del que sabe que está mezclando las cartas del destino. «Alea jacta est», creyeron leer algunos en sus labios, pero ya el niño moreno extraía la primera bola y se la daba a un hombre de mostachos generosos que actuaba de regidor:
—Miguel Sáez Aguña —leyó el hombre con inesperada voz de pito.
—Número setenta y siete —le respondió el presidente, tras arrancarle al querubín rubio la bola de los números.
—Mierda —exclamó un joven, y se largó de la sala mientras el secretario del Ayuntamiento anotaba su nombre y su número en un cartapacio de tapas coloradas.
—Podría haber sido peor —escuchó Pablo que alguien decía a su lado—. Por lo menos se libra de ir a Marruecos.
Y tenía razón el que hablaba de aquel modo, pues las bolas determinaban no sólo quiénes debían pagar la llamada contribución de sangre, sino también su destino final: los números más bajos irían a los territorios de Ultramar, los intermedios a la Península y los más altos al cupo de instrucción, es decir, a la reserva. De manera que cuanto más baja era la bola, más probabilidades había de no volver a casa, como la sabiduría popular se encargaría de vocear a lo largo de toda la mañana: «Hijo quinto y sorteado, hijo muerto y no enterrado», diría una madre con el susto en el cuerpo. «Diez mozos a la quinta van, sólo cinco volverán», le daría la réplica su vecina. Y así hasta agotar el refranero.
A los diez minutos de sorteo, salió la bola número 1, que correspondió a Ángel Prieto Beltrán. El infortunado abandonó la sala lívido y más tieso que la mojama, mientras algunos intentaban darle ánimos y otros hacían la señal de la cruz, como si fuera un condenado a muerte. Media hora después salía la bola con el número más alto posible, el 224, y Agustín Arenzana Morán soltaba un grito de júbilo mientras se precipitaba escaleras abajo para ir a celebrarlo a la taberna más cercana.
—¡Mal patriota! —gritó un viejecito al verle atravesar la plaza dando saltos de alegría.
La bola de Pablo fue de las últimas en salir y le correspondió el número 66. Un número que le libraba de África, pero no del servicio militar. Al salir del ayuntamiento alguien le propuso sumarse a la fiesta de los quintos, pero declinó el ofrecimiento sin dar más explicaciones. Tres semanas después tendría lugar el acto de clasificación de los reclutas, pero el ingreso en caja no se haría efectivo hasta el mes de agosto y el destino final no se sabría hasta octubre o noviembre, por lo que a Pablo le quedaban todavía por delante varios meses para buscar a Ángela antes de cumplir con su deber.
Durante los primeros días se dedicó a vagar sin rumbo fijo por las calles de Salamanca, con la esperanza de encontrarla al doblar cualquier esquina, mientras esperaba que el anuncio publicado en El Castellano acabase dando fruto. A veces se descubría a sí mismo gritando el nombre de su amada a orillas del río Tormes, o a las afueras de la ciudad, o incluso a las puertas de la catedral, hasta que algún vecino le amenazaba con avisar a la policía. Algunas noches las pasó en la redacción, otras en casa de Ferdinando; también estuvo un tiempo alojado en la imprenta de unos compañeros anarquistas y llegó incluso a dormir un par de veces debajo del puente romano, en un estado de desesperación cada vez mayor. Cuando se le acabó el último centavo, decidió empeñar lo poco que tenía, incluida la maleta. De lo único que no se desprendió fue del sombrero de su padre, del revólver de bolsillo y del amuleto de la suerte que la vieja pitonisa le había regalado en la cabaña del bosque.
Llegó así el primer domingo de marzo y Ángela seguía sin dar señales de vida. Si había visto el anuncio, no lo había descifrado. Aunque lo más probable es que ni siquiera hubiese tenido el periódico entre sus manos. De hecho, El Castellano sólo se distribuía en Salamanca, y nadie podía asegurar que Ángela continuase en la provincia. Podía estar en Madrid, o en cualquier otra ciudad de España. O más lejos todavía, pensaba Pablo: en América, en África o en Oceanía, llorando su muerte rodeada de jíbaros o de caníbales. Incluso existía la posibilidad —pero el solo pensamiento era capaz de provocarle náuseas— de que estuviese en el fondo del mar con un yunque por pedestal. Más por desterrar aquellos funestos pensamientos de su cabeza que por haber renunciado a la idea de declararse prófugo, Pablo se acercó hasta el consistorio a cumplir con sus obligaciones como quinto número 66. Le tallaron, le pesaron, le hicieron la revisión médica y descubrieron la herida que tenía en el pecho izquierdo, a duras penas cicatrizada. Pablo dijo que era una perdigonada reciente y los dos facultativos parecieron darse por satisfechos. Sólo le preguntaron si sentía molestias, a lo que contestó que veía las estrellas al estornudar y que tenía dificultades para respirar cuando subía escaleras. «Eso nos pasa a todos —dijeron entre risas—: Deja de fumar y ya verás como mejoras». Seguro que si hubiese tenido dinero para sobornarlos, no les habría costado tanto declararle inútil para el servicio.
Tras la revisión, Pablo quedó incluido definitivamente en el reemplazo de 1909. Y aunque aún tenía por delante varios meses para encontrar a Ángela antes de ser llamado a filas, se dio cuenta de que si quería encontrarla tendría que hacer algo más que esperar en Salamanca la llegada de un milagro. Si al menos estuviese Robinsón conmigo, pensó. Y una luz se encendió entonces en algún lugar de su cerebro.
—¿Que te vas a Barcelona? —preguntó Ferdinando al oír la noticia—. ¿Cuándo?
—Mañana mismo. Bueno, primero pasaré por Baracaldo a ver a mi madre y a mi hermana, para asegurarme de que están bien. Pero enseguida me iré a Barcelona.
—¿Y qué pasa con Angélica?
—Ángela, se llama Ángela.
—Bueno, como se llame. ¿No esperarás encontrarla en Barcelona?
Pablo sonrió por primera vez en muchos días, pues un resquicio de esperanza se había abierto en su horizonte. No entendía por qué no se le había ocurrido antes, pero ahora le parecía evidente que si Ángela había huido de Béjar creyéndole muerto, habría ido a buscar a Robinsón sin pensárselo dos veces. ¿Y dónde estaba Robinsón? Hasta nuevo aviso, en una comuna naturista de la costa catalana. Sin embargo, prefirió no compartir con Ferdinando sus reflexiones y se limitó a contestarle con la contundencia de un poeta o de un conquistador:
—Si no está en Salamanca, tendré que ir a buscarla: ya sea al fin del mundo o allí donde haga falta.