ESTE Max era hombre esbelto, de cara pálida y azulada. Padecía del corazón, según él, y se hallaba expuesto a morirse de un momento a otro. Tenía carnet de sindicalista de Barcelona y era hombre astuto y simpático. Al parecer se reía de todo; había visto muchas cosas y era aficionado a la cocaína. Max, según contaron, llevó a algunos de los sindicalistas a un burdel, donde bebieron y armaron gran escándalo.
PÍO BAROJA, La familia de Errotacho
Max Hernández, «el Señorito», tendrá más de cuarenta años, algunos incluso aseguran que ya ha cumplido los cincuenta, pero no los aparenta en absoluto: su esbelta figura, su piel blanca y cuidada con afeites, su cabello rubio peinado con esmero, sus finos dedos de cirujano, su dentadura impecable y su sonrisa luminosa, sus ojos azul turquesa, su traje blanco de rayadillo y sus zapatos de charol le hacen parecer más joven de lo que es en realidad. Y aunque afirma que padece del corazón, aprovecha su dolencia para airear a los cuatro vientos que no le importa arriesgar la vida, lo que le otorga una vitalidad rejuvenecedora, atizada quizá por su afición a la cocaína. Se distingue también por una locuacidad notable y un don de lenguas fuera de lo común, que unidos a su deslumbrante figura le confieren una capacidad de seducción extraordinaria. Aparece en San Juan de Luz el miércoles, poco antes de la hora de comer, con sus aires de dandi y su bastón de empuñadura nacarada. «Es la mejor manera de pasar desapercibido», les dice con cierto cinismo a aquellos que lo conocen y van a su encuentro para preguntarle cómo están las cosas. Y su respuesta no hace sino acentuar la impaciencia y el nerviosismo de los que le escuchan:
—La cosa está a punto de caramelo, chicos, habrá que cruzar la frontera de un momento a otro.
Ayer, tras la reunión improvisada en el campo de golf, los revolucionarios volvieron al pueblo y se desperdigaron al caer la noche. La choza del sepulturero volvió a hacer gala de su hospitalidad, acogiendo a otra alma desamparada de dieciocho años recién cumplidos que hizo compañía a Kropotkin junto a la chimenea. La mañana de hoy ha transcurrido más o menos como la de ayer, y cuando a mediodía llega al pueblo el Señorito, los cabecillas del movimiento están escogiendo junto al quiosco de música a los tres emisarios que deberán cruzar esta noche la frontera para informarse de la situación real en España, con la pertinaz oposición de Juan Riesgo, que sigue considerando inútil y peligrosa la iniciativa. Pero la llegada de Max va a trastocar completamente sus planes.
—La cosa está que arde —repite ante la desconfiada mirada oblicua de Juan Riesgo—. Acabo de llegar de San Sebastián, donde los militares están preparados para sublevarse en cuanto reciban la orden. Al parecer, mañana llegará Rodrigo Soriano de París para hacerse cargo del asunto.
—¿Y qué pinta Soriano en todo esto? —ladra Gil Galar, que considera a todos los políticos unos dictadores en potencia.
—Hombre, siempre es bueno tener a algún político de nuestra parte —responde el Señorito, quitándose los guantes de cuero blanco—. No podemos despreciar la influencia que los políticos puedan ejercer sobre la sociedad y el Ejército, que siempre se quedan más tranquilos si saben que hay una «autoridad» detrás de un movimiento como el nuestro. Incluso hay quien dice que Romanones estaría dispuesto a hacerse cargo de un gobierno revolucionario que destronase al Directorio, y ésa es una opción que no podemos descartar…
—Ésa es una opción que te puedes meter por el culo —continúa indignándose Gil Galar—. No vamos a jugarnos la vida para que luego venga un conde cualquiera a tomar las riendas del asunto. ¡Ésta es una revolución proletaria y anarquista, a ver si te enteras!
—Bueno, oye, bueno —intenta calmar los ánimos Luis Naveira con su voz aflautada—, no nos pongamos nerviosos. Lo importante es hacer la revolución y destronar a la dictadura, luego ya veremos cómo reconstruimos el país. En cualquier caso, Max, nosotros estamos esperando a recibir el aviso desde el interior para cruzar la frontera, pues la coordinación es vital en estos casos. Ahora al menos sabemos que la cosa está a punto de estallar en San Sebastián.
—Y no sólo en San Sebastián, me consta que también en buena parte de la costa cantábrica, desde Bilbao hasta Santiago de Compostela. Y por lo que he podido ver, la mayoría de pueblos vascos y navarros están preparados —afirma con contundencia el Señorito—. Lo ideal sería ir hasta Hendaya y entrar a España por Irún, donde nos uniríamos a los compañeros de allí, que están muy bien organizados, para dirigirnos todos juntos a San Sebastián.
—Muy bien, pero lo que no sabemos es si en otras partes de la Península, sobre todo en Cataluña, la cosa está preparada —dice Juan Riesgo, siempre prudente.
—En efecto —concede Naveira—, por eso debemos esperar a que llegue el telegrama dando vía libre a la intentona.
—Claro —acepta Max—. Supongo que será un telegrama cifrado.
—Por supuesto —confirma Riesgo—. Y cuanta menos gente conozca la clave, mejor.
Tras una discusión que se prolonga hasta que los estómagos empiezan a quejarse, se acuerda abortar por el momento la expedición de los tres emisarios, pues ahora ya tienen una idea de cuál es la situación al otro lado de la frontera. Siempre y cuando lo que ha contado Max sea cierto, claro. Porque aunque la mayoría sucumbe a los encantos de este curioso revolucionario disfrazado de aristócrata, no todos confían en él. Como Pablo, que no se pierde detalle de cuanto dice y hace el Señorito, intentando recordar dónde ha visto antes esa cara, dónde ha observado antes esos gestos y dónde ha escuchado antes esa voz aterciopelada. Y es así como, en vez de ir a comer con Robinsón, Leandro y Julianín (perdón, Julián), se mezcla con el grupo que se forma en torno a Max, en el que se encuentran también los cuatro ludópatas de Villalpando y la curiosa pareja formada por el desdentado Perico Alarco y el sordomudo Manolito Monzón, que parecen convencidos de poder sacar tajada de los aires aristocráticos del Señorito. Pero están muy equivocados, pues no sólo los lleva a comer a un tugurio de lo más birrioso, sino que ni siquiera se digna pagar los puros. Eso sí, tras unas cuantas copas se ofrece a llevarlos a un burdel que hay junto al puerto con esta estrambótica promesa, impropia de un hombre con fular y chistera:
—Le pago la puta al que la tenga más grande que yo.
Unos cuantos jalean la ocurrencia, saliendo tras él, quién sabe si confiados en ganar la apuesta o movidos por el funesto presentimiento de que ésta puede ser la última ocasión que tengan de abrazar a una mujer. Pablo se deja arrastrar por el grupo, más obsesionado en intentar recordar esa mirada turquesa y esa voz afelpada que en aplacar necesidades venéreas.
El lupanar es un discreto local situado a espaldas del pequeño puerto de San Juan de Luz, con más clase de la que cabría esperar y frecuentado tanto por marineros melancólicos como por corredores de comercio, por obreros de la cercana fábrica de cemento Portland y por gendarmes en ronda de servicio. Desde fuera pueden verse las celosías de los amplios ventanales con los listones discretamente bajados. Al entrar en el vestíbulo, que apesta a alcanfor, el viejo portero del inmueble les hace esperar unos segundos, pues hay un cliente respetable que baja las escaleras en este preciso instante y no quiere cruzarse con nadie. También les advierte que no está permitido subir con armas de fuego y Max le hace entrega de su pistola, dando ejemplo a los demás, aunque aparte de él sólo va armado Casiano Veloso, uno de los del clan de Villalpando, que deposita su Browning a regañadientes. Cuando suena una campanilla eléctrica, el viejo portero les permite pasar, no sin antes embolsarse la propina que Max le deja. El grupo de revolucionarios, que no pasará de la decena, sube atolondradamente las escaleras, alucinando con tanto remilgo. Y no es para menos, acostumbrados como están a los antros infestados de chinches de la vieja España o del quartier chinois parisino.
Arriba les recibe madame Alix, con el inevitable lunar galante pintado sobre el labio, y los saluda con un donaire que ya quisieran para ellas muchas reinas, dedicándole a Max un guiño de complicidad, como si de un viejo amigo se tratara. Les hace pasar a un amplio salón casi en penumbra, donde algunas jóvenes se pasean medio desnudas entre clientes que beben cerveza y se tapan la entrepierna con el sombrero antes de decidirse por alguna de ellas. Madame Alix acomoda al grupo en una gran mesa al fondo del salón y descorcha una botella de champán a cuenta de la casa. Los revolucionarios, poco acostumbrados a estas exquisiteces, reciben la ofrenda con vítores y besos, y en un par de minutos vacían la botella bebiendo del gollete. Max saca algunos preservativos del bolsillo de su americana y se los ofrece a los demás, pero la mayoría los rechaza, por mucho que el Señorito les explique que son de látex y no de ciego de animal, que son lo más seguro que hay para evitar la sífilis y que se trata del último modelo que ha sacado al mercado la farmacia londinense Bell & Croyden. Pero la indiferencia o la ignorancia ganan la partida y, poco a poco, los imprudentes revolucionarios van dejándose arrastrar por las chicas, en su mayoría francesas, aunque también hay algunas mulatas antillanas, procedentes seguramente de los territorios franceses de ultramar, que pasean su exotismo exuberante con orgullo colonial. Una de ellas parece lanzarle a Pablo miradas insinuadoras desde la mesa de al lado, donde está sentada entre las piernas de un tipo con pinta de boxeador con el que termina desapareciendo, no sin antes clavar sus lindos ojos rasgados en los del desconcertado cajista. Hay también una española, de Guadix, con el pelo oxigenado a la última moda, que a falta de dientes reparte su gracejo andaluz entre las mesas, y acaba llevándose de la mano al desdentado Perico, quién sabe si conmovidos ambos por sus parejas ausencias.
Al cabo de un rato sólo quedan en la mesa Max, Pablo, Casiano Veloso (con su melena de mosquetero partida en dos y sus pronunciadas ojeras de pendenciero) y Anastasio Duarte (un cacereño de mirada oblicua que llegó a ocupar el cargo de vocal en el Sindicato Unido de San Sebastián, del que fue expulsado por ir siempre borracho).
—¿Y vosotros a qué esperáis, chavales? —pregunta el Señorito tras encender un cigarrillo Kedives, otra de sus aficiones esnobs—. ¿No seréis bujarrones? —Y suelta una risita estrafalaria que a punto está de hacer recordar a Pablo dónde ha visto antes a este hombre.
—Todo lo contrario —responde Casiano Veloso, algo ofendido—. Yo lo que quiero es sacarme la puta gratis.
—Y yo —se suma Anastasio.
—Vaya con los hombrecitos —musita Max con una media sonrisa, y hace un gesto con la mano para llamar la atención de madame Alix—. ¿Y tú? —le pregunta a Pablo mirándole fijamente a los ojos. Y el ex cajista de La Fraternelle vuelve a estar a punto de recordar, pero la memoria le hace un último quiebro y se agazapa en algún rincón de su hipocampo.
—¿Eh? No, yo paso —dice como quien juega al mus.
Y los otros tres le observan con cara de mira por dónde, si al final resultará que había un bujarrón entre nosotros. Pero antes de que puedan decirle nada llega madame Alix para salvar a Pablo de sus chanzas. El Señorito le susurra algo al oído a la madama, que asiente solícita y hace un gesto para que la acompañen. Max, Casiano y Anastasio se levantan, dejando a Pablo sentado a la mesa.
—¿Seguro que no quieres jugar? —le pregunta con sorna el Señorito antes de irse, acariciando obscenamente el bastón de empuñadura nacarada.
Pablo se limita a negar con la cabeza, mientras observa cómo el trío se aleja siguiendo a madame Alix, que va haciendo señas a varias de sus chicas para que se unan al grupo. La comitiva desaparece tras una cortina escarlata al otro lado del salón y el ex cajista de La Fraternelle se queda unos instantes dubitativo, intentando luchar contra la obsesión que le atormenta desde que ha visto llegar a Max esta mañana a San Juan de Luz, pues no hay mayor tortura que esa sensación de un recuerdo que nos roza la memoria sin penetrar en ella. Pero ¿no irás a darte por vencido, verdad, Pablito, ahora que casi has conseguido recordar? Piensa que lo mejor para librarte de una obsesión es sumergirte en ella, así que déjate llevar por el alcohol, levántate y dirígete hacia la cortina escarlata, que aún estás a tiempo de asomar la cabeza y ver cómo los tres hombres franquean una puerta de doble batiente que hay al fondo del pasillo, precedidos por otras tantas chicas semidesnudas.
Madame Alix cierra la puerta desde fuera y desaparece por unas escaleras que hay al final del corredor, dejándolo vacío y en penumbra. Pablo abandona su refugio tras la cortina y se interna por el pasillo, flanqueado a ambos lados por gruesas puertas que no logran acallar los gemidos y los suspiros. Sigilosamente se dirige hacia la última habitación. Y como si de una novela del Marqués de Sade se tratara, se acuclilla y observa por el ojo de la cerradura la obscena escena que tiene lugar en su interior. Pero sólo tiene tiempo de ver tres varoniles traseros en cadena y oír un coro de risas femeninas que asisten divertidas al curioso concurso de pesos y medidas, porque de pronto escucha a sus espaldas una dulce voz caribeña que se parece mucho a la de Ángela cuando imitaba el acento cubano:
—¿Qué tú haces por los suelos, mi niño?
Pablo se incorpora, sobresaltado, y al volverse descubre que la reprimenda procede de la joven mulata que le echaba miraditas en el salón y que al principio creyó oriunda de la isla de Guadalupe o de la Martinica.
—Ven aquí, mi vida, y deja de fisgonear donde no te llaman…
Y sin que Pablo pueda apenas oponer resistencia, lo introduce en la habitación de enfrente. La estancia está decorada con un gusto más que dudoso, ensombrecida por cortinas de flores que ocultan las ventanas, un motivo que se repite en la colcha de la cama y en el tapizado de la chaise longue, así como en la butaca que hay junto al lecho. El suelo está cubierto por una moqueta de cenefas y un reloj de pared parece querer marcar el ritmo de los amores efímeros. Bajo la cama, aunque Pablo no pueda verla, hay una palangana para los lavatorios más íntimos. Pero el sorprendido revolucionario no tiene tiempo de entretenerse contemplando el paisaje, pues ya la joven mulata lo ha tumbado en la cama, sin más preámbulo que un guiño mil veces repetido, y ha empezado a desnudarlo, tras haberse desprendido de las bragas de satén encarnado. La blancura de sus dientes reluce en la penumbra y sus generosos pechos oscilan desacompasados al quitarle las botas a Pablo, que apenas colabora en la operación.
—Pero, mi amor, tienes que poner algo de tu parte, que yo solita no puedo con todo —dice la cubana sin perder el buen humor, al tiempo que consigue arrancarle los pantalones. Y al lanzarlos sobre la butaca de tapiz floreado, algunos francos se escapan de los bolsillos y se desparraman por la moqueta—. Tranquilo, mi hijito, que luego te los devuelvo todos —le susurra al oído mientras le quita la camisa, dejando al descubierto el amuleto de la suerte—. Ay, mi madre, pero ¿qué tú haces con ese farol ahí puesto?
El ojo de cristal mira fijamente a la muchacha, embelesada por la luz verdosa que desprende.
—Es mi amuleto de la suerte —dice Pablo, abriendo la boca por primera vez.
La joven acerca sus labios a los de Pablo y le besa con los besos de su boca, como en una versión impía del Cantar de los Cantares. Cuando las dos bocas se separan, el amuleto está en el cuello de ella y el ojo de cristal parece buscar aposento entre sus senos. No, no es magia ni encantamiento, es el arte de la calle: ese que se aprende con los maestros don Hambre y doña Pobreza.
Entonces, hipnotizado por el ojo de vidrio que oscila con las embestidas de la cubana, el cuerpo de Pablo empieza a abandonarle, aflojándose hasta hacerle perder por completo la noción del tiempo y del espacio. Luego, sin saber cuánto rato ha pasado, va volviendo poco a poco a la realidad.
—Hay que ver, chico —le llega lejana la tierna voz de la joven—, nunca se me habían quedado dormidos así. ¿Qué años tú tienes, mi hijito?
—¿Cuántos me echas? —responde Pablo con otra pregunta, todavía algo atontado.
—No más de veinticinco, que tú eres hijo de la guerra de Cuba, como yo… ¿Quieres, mi vida? —le dice mostrándole un pequeño estuche de tafilete en el que hay una botellita y una jeringuilla hipodérmica.
Y es entonces cuando Pablo ve por fin la luz que lleva todo el día buscando: su mente da un salto mortal hacia el pasado, rebota en las paredes del túnel del tiempo y aterriza quince años atrás en la ciudad de Barcelona, durante los violentos sucesos de la Semana Trágica. En una fracción de segundo ve iglesias ardiendo. Ve gente corriendo y gritando. Ve personas muertas en las barricadas. Y se ve también a sí mismo, con apenas diecinueve años, refugiado en una azotea y rechazando la morfina que le ofrece un sindicalista de ojos azul turquesa, un escultor de voz afelpada y de finas manos que se hace llamar Emilio Ferrer y que resultará ser un confidente de la policía. Los mismos ojos, la misma voz y las mismas manos de ese que ahora se hace llamar Max Hernández, «el Señorito», y usa condones de la marca Bell & Croyden.
Pablo se levanta de la cama de un salto y sale del cuarto sin ponerse los pantalones, ante la atónita mirada de la mulata, sorprendida por el repentino ímpetu de su cliente. Y tal como sale abre la puerta de la habitación de enfrente, provocando los gritos de las tres muchachas que allí se encuentran, enroscadas entre los cuerpos de Casiano Veloso y Anastasio Duarte.
—Pero ¿qué cojones pasa? —pregunta Casiano con los ojos vidriosos—. ¿No ves que asustas a las señoritas?
—¿Dónde está Max? —pregunta Pablo.
—¿Por qué? ¿Ha estallado la revolución o qué?
—¿Dónde está? —insiste Pablo.
—Se ha ido.
—¿Cómo que se ha ido? ¿Adónde?
—Y yo qué sé, chaval, no soy su madre —responde Casiano volviendo a ocuparse de la oronda pelirroja que tiene entre los brazos—. Anda, relájate y ven a disfrutar con nosotros, que hay para todos.
Pero Pablo no está para fiestas.
—¿Seguro que no os ha dicho adónde iba?
Ninguno de los dos contesta.
—¿Y a vosotros no os ha preguntado nada?
Idéntico silencio.
—Menudo par de imbéciles —musita mientras sale de la habitación y vuelve a por sus pantalones. Pero la bella mulata ha desaparecido, no sin antes cobrarse el servicio con los francos esparcidos por el suelo y quedarse como propina el ojo de cristal, el amuleto de la suerte que acompaña a Pablo desde hace más de quince años.
—¡Mierda! —exclama, poniéndose apresuradamente los pantalones.
Vuelve al salón, recupera el gabán y la boina, y baja corriendo las escaleras, sorprendiendo al viejo portero, que se había quedado traspuesto. Al salir a la calle ya ha anochecido y no hay ni rastro del Señorito.
—¡Mierda! —vuelve a mascullar Pablo, y eso que no sabe que Anastasio Duarte le ha revelado a Max la clave del telegrama a cambio de una inyección de cocaína.