X

(1908-1909)

Hay veces en que la vida pasa a cámara lenta. Especialmente, cuanto más fina es la línea que la separa de la muerte. Así ocurrió aquella mañana de invierno en la Fuente del Lobo: al sonar la detonación, el tiempo pareció ralentizarse, como si quisiera postergar el fatal desenlace. La inesperada aparición de Ángela, su grito desgarrado al contemplar la escena, hicieron volverse a Pablo en el preciso instante en que sonaba la voz de fuego. La bala de Rodrigo salió propulsada de la Gastine-Renette, se abrió paso entre la neblina y fue a dar en la tetilla izquierda de su oponente. El brutal impacto hizo saltar por los aires el cuerpo, que quedó suspendido como si una súbita ingravidez se hubiera apoderado de la Tierra. Luego, poco a poco, fue cayendo, y sólo quedaron flotando el sombrero y la pistola. Al golpear el suelo, la escena volvió a recuperar el pulso normal de los relojes.

—¡Noooo! —prolongó Ángela su grito desgarrado.

El cuerpo de Pablo había quedado en posición supina y de la boca le brotaba un hilo de sangre. La joven se tiró a sus brazos y le cogió la cara, le besó los labios y derramó lágrimas de rabia, de pena y de dolor, y él aún tuvo tiempo de acariciarle la cara, sonreír y decirle «No llores» antes de perder el conocimiento. Rodrigo se quedó paralizado, con el brazo extendido y el arma homicida exhalando humo por sus fauces, mientras los padrinos se levantaban de un salto, como muñecos de resorte en una caja de sorpresas, y se acercaban corriendo al lugar en el que Pablo parecía yacer sin vida. Ángela los maldijo, tirándose de los pelos y dándose golpes en el pecho. Entonces vio la pistola que había ido a caer a los pies de su amado y la agarró con ambas manos:

—¡No os acerquéis! —gritó.

Pero don Diego siguió avanzando. Y cuando alargó el brazo para arrebatarle la pistola, Ángela apretó el gatillo. Lo que sonó, sin embargo, no fue una detonación, sino la bofetada de su padre, en una prueba más de que el pretendido duelo había sido, en realidad, un simulacro, una mascarada, una comedia bufa, un asesinato camuflado bajo el vergonzoso nombre de desafío. El guantazo del teniente coronel fue de tal calibre que su hija rodó por los suelos, quedando bocabajo, semiinconsciente. Don Diego se acercó al cuerpo de Pablo, comprobó que la herida era mortal de necesidad y puso en su mano un vulgar revólver de bolsillo, un modelo Velodog fabricado en Éibar del mismo calibre que las Gastine-Renette. Luego, cogiendo a Ángela en brazos, ordenó con tono perentorio:

—Vámonos. Que lo encuentren otros, a este maldito suicida.

El padre Jerónimo le cerró los ojos y le dio la extremaunción, mientras los demás hombres se alejaban camino abajo, sin saber que el primogénito de los Martín no tenía el corazón bajo la tetilla izquierda.

Al recobrar la conciencia, lo primero que notó fue que estaba tumbado en una cama. Hasta sus oídos llegaba, amortiguada, la cadenciosa letanía del Tantum Ergo. Hizo un esfuerzo por abrir los ojos y creyó ver una sombra que abandonaba la estancia, una estancia pequeña y austera, como la celda de un convento. En una hornacina, una Virgen le observaba con mirada piadosa: era la Virgen de El Castañar, que parecía velar atentamente su sueño. Tragó saliva y notó el gusto agridulce de la sangre. Recordó entonces los ojos llorosos de Ángela y el agudo dolor que le había hecho perder el conocimiento. No sabía si habían pasado horas, días o semanas, ni cómo había llegado hasta allí, y pensó por un momento si no estaría muerto, si aquello no sería el cielo o el purgatorio. El infierno seguro que no, se dijo, si no a santo de qué iba a estar la Virgen presidiendo este lugar. Pero cuando intentó incorporarse, una tremenda punzada a la altura del pecho vino a demostrarle que aún estaba vivo: se palpó la zona dolorida y descubrió que le habían vendado el torso. Le costaba respirar, le dolía la cabeza, tenía la boca seca y las fuerzas le flaqueaban, así que cerró los ojos y volvió a quedarse dormido.

Le despertó poco después un carraspeo, tenue pero insistente, como si fuera un tic nervioso. En vano intentó recordar dónde había escuchado antes aquella tos. Dejó que sus párpados se entreabrieran y en su campo de visión apareció la nariz aguileña del padre Jerónimo, acompañado por un fraile franciscano de barba puntiaguda.

—Alabado sea el Señor —exclamó el párroco al ver que abría los ojos.

—Alabado sea —coreó el franciscano.

Pablo los miró con recelo, intentando comprender la situación.

—¿Dónde estoy? —preguntó; y acto seguido—: ¿Dónde está Ángela?

Los dos religiosos intercambiaron una mirada cómplice y el fraile abandonó la estancia, silencioso como un gato o una sombra.

—No conviene que te excites, hijo —intentó tranquilizarle el padre Jerónimo—. Lo peor ya ha pasado. Ahora lo importante es que te recuperes. Ten, tómate esto —dijo, removiendo con una cucharilla el contenido de una taza.

—¿Qué es? —preguntó el chico, con desconfianza.

—Es quinina, para la fiebre…, con unas gotitas de láudano, para el dolor. ¿Tienes hambre?

Pablo afirmó con la cabeza, mientras se bebía aquella poción que sabía a almendras amargas.

—No me extraña. Llevas una semana delirando y sin probar bocado.

El párroco salió de la habitación y volvió al cabo de un rato con un cuenco humeante. Era un caldo de verduras, aguanoso pero reconfortante, y Pablo lo tomó a pequeños sorbos, bajo la incrédula mirada del padre Jerónimo, que hilvanaba expresiones de asombro con latinajos que él mismo traducía un poco a la ligera:

—Ay, amantes, amentes, amantes enloquecidos —suspiró, entornando los ojos y ajustándose el alzacuellos—. Un milagro, esto es un milagro. Ya lo dicen las Escrituras: «Mors certa, hora incerta», la muerte es segura, pero su hora, incierta. Un milagro, un auténtico milagro…

Al oír las palabras del cura, Pablo recordó a la pitonisa del bosque y por un momento pensó si el amuleto de la suerte no le habría salvado de aquella primera muerte. Pero enseguida alejó este pensamiento de su cabeza, atormentado por otras dudas más acuciantes. Al acabarse la sopa se sintió mejor, con fuerzas para disparar una retahíla de preguntas:

—¿Dónde estoy, padre? ¿Dónde está Ángela? ¿Qué me ha ocurrido? ¿Quién me ha traído hasta aquí? ¿Quién sabe…?

—Chssst —le interrumpió el sacerdote, llevándose el dedo índice a los labios—. No hagas esfuerzos, hijo, no te conviene. Y da gracias a Dios por haberte salvado la vida. Cuando te recuperes, podrás preguntar todo lo que quieras. Estás en el Santuario de El Castañar, pero fray Toribio y yo somos los únicos que lo sabemos, así que no debes preocuparte por nada. Descansa y piensa en lo que dijo Séneca: pro optimo est minime malus, lo mejor es lo menos malo…

Aquellas palabras no consiguieron tranquilizar a Pablo, más bien todo lo contrario. Cerró los ojos y esperó a que el clérigo saliera de la habitación. Cuando escuchó que la puerta se abría y volvía a cerrarse, intentó ponerse en pie, pero cayó al suelo como un hombre fulminado por un rayo: una nueva y terrible punzada en el pecho estuvo a punto de hacerle perder la conciencia. Consiguió trepar hasta la cama, se acomodó como pudo y no le quedó más remedio que reconocer que tenía razón aquel maldito cura. Al fin y al cabo, pensó, si sigo vivo supongo que es gracias a él.

—Cuando te di la extremaunción y te cerré los ojos —le explicó el párroco al día siguiente, mientras fray Toribio le cambiaba las vendas y le curaba la herida—, noté que aún salía aire caliente por tu boca. Quise llamar al doctor Mata, pero el hombre ya se alejaba camino abajo. Entonces pensé que era mejor no decir nada, y vine a pedir ayuda a mi buen amigo fray Toribio, doctor en Medicina.

—Y en Teología, padre, y en Teología —apuntilló el franciscano.

—Así que entre los dos te cogimos en brazos y te trajimos hasta aquí —continuó el padre Jerónimo—. Pero seguimos sin entender cómo has podido sobrevivir a un balazo en el corazón.

—¿Y Ángela? —fue la respuesta de Pablo.

—Está en buenas manos, no te preocupes por ella —mintió el cura—. Pero descansa, hijo, descansa, ya habrá tiempo para hablar de ello.

Y los dos religiosos salieron de la habitación.

Durante las siguientes semanas, el padre Jerónimo subió todos los días al santuario a ver al convaleciente, y no pasó uno solo sin que Pablo le preguntara por la hija de don Diego Gómez. Pero la respuesta era siempre la misma:

—Está en buenas manos, no te preocupes. Cuanto antes te recuperes, antes podrás reunirte con ella.

Y así, con la esperanza de un reencuentro cercano, Pablo decidió convertirse en el mejor de los pacientes: obedecer al padre Jerónimo, tomarse la medicación que le daba fray Toribio y aguantarse las ganas de fumar, pues la herida había afectado seriamente a su pulmón izquierdo. Cuando tuvo fuerzas suficientes, pidió papel y tinta, y le escribió una carta a su madre en la que le decía que estaba bien, que no se preocupase, pero que tenía mucho trabajo y no podría ir a Baracaldo a pasar la Navidad.

—¿Cuánto tiempo tendré que guardar reposo? —escuchaba fray Toribio cada vez que pasaba a curar al «paciente impaciente», como él mismo le llamaba.

—El que tu cuerpo necesite —respondía invariablemente el franciscano.

Y el cuerpo del chaval parecía necesitar aún muchos cuidados, pues en cuanto se levantaba de la cama e intentaba caminar, se asfixiaba, la cabeza le empezaba a dar vueltas y tenía que volver a acostarse, exhausto y lívido como la espuma del mar. Llegó Nochebuena, y luego Navidad, y más tarde Año Nuevo; y el día de Reyes el padre Jerónimo subió al santuario, entró en la celda y le dio a Pablo un paquete envuelto en papel de estraza. El pálido y tibio sol de enero se filtraba por el ventanuco, iluminando la estancia con una claridad difusa.

—¿Qué es esto, padre?

—Un regalo, qué va a ser. Anda, ábrelo.

Era un títere de madera articulado, de cuya cintura colgaba un hilo grueso, como una reproducción en miniatura del cordón que ajustaba el hábito de fray Toribio. Al tirar de él, los brazos y las piernas del muñeco se agitaban espasmódicamente, arriba y abajo.

—Lo he hecho yo mismo —confesó el cura con una sonrisa en los labios.

Pablo tiró del hilo varias veces, absorto en el movimiento del títere, hasta que al fin levantó la vista y miró a aquel hombre de nariz aguileña por el que había empezado a sentir aprecio:

—Se lo agradezco, padre, pero… ya no soy un niño. Si quiere hacerme un regalo de verdad, dígame dónde está Ángela.

El clérigo arrugó la frente y convirtió su sonrisa en un suspiro:

—Ay, hijo —se desinfló sobre la única silla que había en la estancia—. Nunca será una duda la que nos haga enloquecer, sino más bien una certeza. Pero, en fin, tarde o temprano te lo tenía que decir…

Una sombra de ansiedad cubrió los ojos de Pablo.

—Ángela te quería…, te quiere mucho —continuó el padre Jerónimo mirándose las manos, cuyos dedos se retorcían sobre su regazo como un grupo de blancas y pequeñas culebras.

—¿Y usted cómo lo sabe, padre?

—Porque yo era…, yo soy su confesor —dijo el cura levantando la mirada, comprobando el efecto de sus palabras—. Y cuando me hablaba de ti, en sus ojos refulgía la llama del amor más puro que he visto en mi vida…

—Padre, me está usted asustando —le interrumpió Pablo con voz temblorosa, sin dejarse engañar por el dulce envoltorio de lo que escuchaba—. ¿Por qué habla de Ángela en pasado?

Los dedos que culebreaban se detuvieron y un espeso silencio se adueñó de la situación, interrumpido tan sólo por el carraspeo nervioso del capellán. Pasó casi un minuto hasta que volvió a abrir la boca, un minuto que a su interlocutor le pareció una eternidad.

—Porque Ángela ha desaparecido —dijo al fin—: Se escapó de casa el día del duelo y nadie sabe dónde está.

Pablo se incorporó bruscamente del lecho y en su rostro se dibujó una mueca de profundo sufrimiento, físico y espiritual a un tiempo.

—Pero ella sabe que estoy aquí, ¿verdad?

El padre Jerónimo movió la cabeza en señal de negación.

—Sólo fray Toribio y yo sabemos que estás aquí. Lo más probable es que Ángela crea que falleciste en el duelo.

—¡Maldita sea! —se enfureció Pablo, saltando de la cama y retorciéndose de dolor—. ¿Por qué no me lo dijo antes?

—No convenía, hijo.

—¿No convenía? ¿Qué quiere decir que no convenía? ¡A saber dónde andará ella ahora, si es que sigue con vida, claro! ¿Dónde está mi ropa, padre? —preguntó Pablo, dirigiéndose hacia la puerta.

Pero apenas hubo dado dos pasos, la vista se le nubló y las piernas le flaquearon. Lo último que vio, antes de caer al suelo y perder el conocimiento, fue el títere articulado que parecía decirle adiós desde los pies de la cama.

Pablo no pudo abandonar el Santuario de El Castañar hasta el sábado 13 de febrero de 1909, festividad de San Esteban y Santa Hermenegilda. El día de Reyes, al recobrar el conocimiento ya bien entrada la noche, fray Toribio y el padre Jerónimo le hicieron comprender que no serviría de nada lanzarse a buscar a Ángela en el estado físico en que se encontraba. Hacía más de un mes de su desaparición y, a pesar de que la familia, la policía y los vecinos de Béjar habían peinado toda la zona y alertado a los pueblos de los alrededores, seguían sin tener noticias de la hija de los Gómez. La posibilidad de un suicidio era cada vez más remota, pues tarde o temprano el cuerpo debería haber aparecido en algún lugar. Lo más probable era que hubiese conseguido huir por sus propios medios, tal vez tomando en alguna estación cercana un tren con destino incierto. Por otra parte, el hecho de que nadie hubiera hallado el cuerpo sin vida de Pablo había dejado desconcertados a don Diego y a Rodrigo Martín, que habían comentado con el padre Jerónimo su extrañeza. «Se lo habrán comido los lobos», aventuró el cura como respuesta, pero no consiguió convencer a los duelistas.

Ahora, tras cinco semanas más de convalecencia, la salud de Pablo había mejorado considerablemente y Ángela seguía en paradero desconocido. Si hay alguien en el mundo que pueda encontrarla, pensó al levantarse una gélida mañana de febrero, ése soy yo. Y decidió, a pesar de las nevadas caídas en los últimos días, que había llegado el momento de ponerse manos a la obra. Aunque en verdad no tenía ni la más remota idea de por dónde empezar a buscarla.

—Ten mucho cuidado —le aconsejó el padre Jerónimo, viendo que su decisión de partir era inamovible—. Si don Diego se entera de que sigues con vida, que Dios nos coja confesados. Abrígate bien y toma las medicinas que te ha dado fray Toribio…

—Sí, padre, no se preocupe usted por mí. Y si tiene noticias de Ángela, escríbame enseguida. Quién sabe, tal vez acabe volviendo a Béjar.

—¿Quién, Ángela? Me extrañaría. Sabes mejor que nadie que estaba harta de este pueblo, que sólo esperaba el día en que vinieras a buscarla y os fueseis a vivir muy lejos, cuanto más lejos mejor. ¿Sabes lo que me dijo un día? Que si soñar contigo era pecado, ella pecaba todas las noches…

—Tengo que encontrarla, padre, que sepa que estoy vivo —dijo Pablo, con la voz quebrada.

—Sí, hijo, sí. Ite cum Deo.

Y los dos hombres se fundieron en un abrazo. Fuera, fray Toribio esperaba en una tartana para sacar al chico del pueblo camuflado bajo unas mantas.

—Pablo —le detuvo el padre Jerónimo antes de salir del santuario.

—¿Qué?

—Creo que esto deberías quedártelo tú —dijo sacando de debajo de la sotana un paquetito cubierto con el mismo papel de estraza que envolviera al títere el día de Reyes.

—¿Otro regalo, padre? —preguntó Pablo con una sonrisa.

Pero una sombra de inquietud cubría el rostro del cura:

—Espero que no sea un regalo envenenado.

En el interior del paquete, frío y pesado como un cadáver, dormía un revólver de bolsillo: el que puso arteramente don Diego Gómez en la mano de Pablo al darlo por muerto el día del duelo.

Era la hora de cenar cuando el tren se detuvo en la estación de Salamanca. Hacía casi tres meses que Pablo había salido de allí dispuesto a enfrentarse a todo un ejército, y ahora volvía herido y derrotado. Le había pedido a fray Toribio que lo dejara en Ledrada para tomar un billete de tercera con destino a la capital. No es que creyera que iba a encontrar a Ángela deambulando por las famélicas calles salmantinas, pero durante las últimas semanas de convalecencia había estado barruntando mil maneras de iniciar la búsqueda y había llegado a la conclusión de que lo más sensato era dirigirse en primer lugar a la casa de huéspedes donde había vivido desde que murió su padre: tenía la esperanza de haber recibido allí una carta, si no de Ángela, al menos de alguien que le pusiera sobre la buena pista; y, en cualquier caso, debía recuperar sus pertenencias…, incluido el dinero ahorrado y escondido bajo el forro del colchón. Ya habría tiempo de ir más tarde a la redacción de El Castellano, donde con toda probabilidad habría perdido su puesto de trabajo, y pedirle ayuda a Ferdinando: quizá él podría conseguir que se publicara en el diario un anuncio de la desaparición de Ángela, aunque fuera con un poco de retraso.

Cuando llegó a la hospedería de la señora Cuervo, la vieja amojamada arengaba a los últimos comensales para que apurasen los platos y se fueran a sus habitaciones. Al ver entrar a Pablo, puso cara de malas pulgas.

—Malhadado sea el señor —murmuró, y se persignó repetidas veces.

—Sé que le debo tres meses de alquiler —le espetó Pablo a bocajarro, yendo a su encuentro—, pero deme la llave de mi cuarto y le pagaré religiosamente.

—Usted ya no tiene cuarto, señorito —gruñó la vieja, apuntándole con el dedo como si fuese una pistola—. ¿Acaso cree que puede aparecer y desaparecer cuando le venga en gana? Pues está muy equivocado…

Dos estudiantes se levantaron y abandonaron el salón.

—Déjeme entonces entrar a recoger mis cosas. ¿Ha llegado alguna carta para mí?

—Sus cosas y sus cartas las tengo yo guardadas, señorito. Pero para recuperarlas tendrá que pagarme los dos meses que quedó vacía la habitación.

—Eso haré si me deja entrar —insistió Pablo, dando a entender con un levantamiento de cejas que el dinero lo tenía dentro.

La patrona pareció dudar un instante y finalmente se dirigió hacia uno de los comensales, un joven de ojos saltones que tomaba una infusión a pequeños sorbos.

—Míster Gregory Cook —pidió disculpas la mujer, con un tono de lo más empalagoso—, ¿sería usted tan amable de permitir que el caballero…?

—No se preocupe, señora, yo mismo lo acompañaré —le atajó el tipo con un marcado acento inglés, haciéndose cargo de la situación. Y tras apurar su taza, se levantó de la mesa y se dirigió al recién llegado con cierta afectación—. Sígame, haga usted el favor.

Subieron las escaleras hasta el segundo piso y, al entrar en la habitación, Pablo se quedó petrificado. No porque apestase a naftalina, que eso a él le traía sin cuidado; ni porque la estancia hubiese sido remozada por el nuevo inquilino, dándole un aspecto de lo más burgués; tampoco porque el embozo de la cama, con las iniciales G. C. bordadas en letras de oro, estuviera doblado con irritante pulcritud, listo para acunar al princesito del guisante; y mucho menos porque la patrona hubiera dejado al inglés meter bajo las sábanas varias botellas de agua caliente, algo que a él le tenía terminantemente prohibido: sino porque el viejo jergón de borra donde estaban escondidos todos sus ahorros había sido sustituido por un flamante colchón de lana.

—¿Y el antiguo colchón? —consiguió preguntar Pablo con voz trémula.

—Le pedí a la patrona que lo tirara, estaba lleno de… ¿chinches, se dice? —respondió el señoritingo con una mezcla muy británica de asco y displicencia.

—Me cago en la madre que…

Pero aquel petimetre no tenía la culpa, y Pablo salió de la habitación dando un portazo. En las escaleras se encontró a la señora Cuervo, que subía a cobrar sus estipendios.

—¿Y bien? —preguntó la mujer con desconfianza.

—¿Qué hizo usted con el colchón? —fue la respuesta de Pablo.

—¿Qué colchón?

—El que usaba yo antes de que el inglés se instalara en mi cuarto.

—Lo vendí por cuatro perras a una familia de gitanos. ¿Por?

—¡Porque lo que les vendió, maldita sea, fueron todos mis ahorros y sus dos meses de alquiler! Así que deme mis cosas y quédese con su míster Cook.

—De eso nada, señorito —salió respondona la vieja arpía—. Sin dinero no hay maleta.

Y entonces a Pablo se le subió definitivamente la sangre a la cabeza, sacó la pistola que el padre Jerónimo había puesto en sus manos y apuntó con ella a la patrona, aun sabiendo que no estaba cargada:

—Déjese de tonterías, señora Cuervo, y devuélvame lo que es mío.

La vieja pareció más contrariada por el apelativo que por la amenaza, pero hizo lo que le decían. Se dirigió al recibidor y abrió un armario de doble batiente. Allí estaba la maleta de Pablo, repleta hasta los topes, y todo lo que no había cabido dentro: sus libros, su paraguas y el sombrero de fieltro de su padre, así como tres cartas que le habían llegado durante su prolongada ausencia.

—Ya sabía yo que con esas lecturas acabaría usted hecho un facineroso —escupió la vieja apergaminada señalando un libro de Bakunin.

Pero Pablo ya no la escuchaba. Se abalanzó sobre las cartas y examinó los remites, con frustración creciente: una era de su madre, otra de El Castellano y la tercera del Ayuntamiento de Salamanca. Ninguna parecía traer noticias de Ángela, así que se puso el sombrero de fieltro, cogió la maleta y salió de la casa de huéspedes, sin sospechar que la tercera epístola iba a marcar el rumbo de sus pasos. Estaba malherido, no tenía trabajo y el amor de su vida había desaparecido, pero la patria no atiende a razones: Pablo acababa de cumplir diecinueve años y había sido incluido en el alistamiento militar, por lo que el Ayuntamiento le informaba de que al día siguiente, 14 de febrero, iba a tener lugar el sorteo de quintos.