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EL dueño del café creía que las reuniones llamarían la atención de la policía y lo advirtió. Se decidió ir al campo de golf de cerca de la playa, donde se discutiría y prepararía el asunto. En la junta celebrada, la fracción de los prudentes dijo por boca de varios de los suyos: «Lo mejor sería enviar dos o tres emisarios a la frontera para que se enterasen de lo que ocurre en España».

PÍO BAROJA, La familia de Errotacho

El cementerio de San Juan de Luz es más grande de lo que cabría esperar en un pueblo como éste. Se extiende por detrás del frontón municipal, coronando una suave colina, y junto al muro del ala norte se esconde la antigua choza del sepulturero, que dejó de utilizarse tras el fin de la Gran Guerra. La construcción, sin embargo, parece estar bien conservada, por lo menos a la luz de la luna, como si alguien se hubiera dedicado a mantenerla en buen estado. Junto a la choza hay un panteón medio derruido. Leandro mete la mano entre las rejas y saca un manojo de llaves, que ilumina con la ayuda de un encendedor de bolsillo: de un golpe seco hace girar la rueda dentada y la chispa prende la mecha de algodón. Entonces elige una de las llaves y abre el candado que protege su guarida.

—¿No tendrás miedo de que los muertos te roben? —pregunta Robinsón, intentando bromear para quitarse el miedo de encima. Y es que el lugar no es muy tranquilizador que digamos. Pero cuando Leandro entra en la choza y enciende la lámpara de queroseno que cuelga junto al dintel de la puerta, la luz consigue calmar al vegetariano.

La estancia es más espaciosa de lo que aparentaba desde fuera y se nota que alguien se ha cuidado de arreglarla últimamente. Hay incluso una chimenea, con las brasas aún calientes, una yacija de matrimonio y un jergón en buen estado hecho con hojas de mazorcas de maíz. En el centro, una mesa ovalada está presidida por un jarrón lleno de crisantemos. Pablo y Robinsón miran a Leandro extrañados, pero el argentino se hace el desentendido.

—Y, bueno —dice al cabo de unos segundos—, ¿qué pasa, les comieron la lengua los ratones? ¿No dicen nada de mi nuevo hogar?

—Hombre —admite Pablo—, la verdad es que no está mal…, si no fuera por los vecinos, claro.

—¿Y esas flores, Leandro? —interviene Robinsón, tras reírle la gracia a su amigo—. ¿Seguro que no se las has robado a ningún muerto?

Entonces, inesperadamente, el hombretón se ruboriza y se hace pequeño como un niño.

—Y, bueno…, es que la choza no es mía…

—No, claro, esto es la casa del Señor —concede Robinsón.

—No, quiero decir que…, que no es sólo mía…, que es de…, de…

—¿De quién? —exclaman impacientes Pablo y Robinsón al unísono.

—De Antoinette.

—¿¿De quién??

—De Antoinette, la hija del antiguo sepulturero…

Una sonrisa empieza a dibujarse en la cara de los dos amigos.

—Fue ella la que puso ahí esas flores —desvela Leandro, cada vez más turbado.

—Ya, pero entonces la tal Antoinette —inquiere Pablo con malicia— ¿quién es? Quiero decir, aparte de ser la hija del sepulturero, será algo más, digo yo… No sé, ¿tu ama de llaves? ¿Tu asistenta personal?

—¿Tu profesora de latín? —se suma Robinsón a la fiesta.

Y los dos amigos se desternillan de risa. Robinsón coge un crisantemo y se lo pone en el pelo:

Bonjour, mon petit coucou! —dice hablando en falsete y lanzando besos al aire—. Soy tu pequeña Antoinette, ¿quieres venir a dar una vuelta conmigo entre los muertos?

Y así siguen durante un rato tomándole el pelo al bueno de Leandro. Al terminar el numerito, el argentino consigue al fin explicarse: cuando hace apenas diez días llegó a San Juan de Luz acompañando a Robinsón y huyendo de la policía parisina, enseguida conoció a Antoinette. Fue un amor a primera vista, y en picado-contrapicado, podría decirse, pues los más de dos metros del gigantesco Leandro contrastan con el metro y medio de la pequeña Antoinette… A los tres días ya paseaban de la mano entre las tumbas del cementerio. Pero, eso sí, al argentino se le ha metido entre ceja y ceja que quiere acompañar a sus amigos a liberar España, y ni siquiera Antoinette va a hacerle cambiar de opinión. Finalmente los tres hombres se acuestan con una extraña mezcla de felicidad, nerviosismo y respeto por los vecinos. Hoy es lunes, 3 de noviembre de 1924, y el primer día de la aventura revolucionaria ha llegado a su fin.

Bonjour! —saluda por la mañana una dulce voz femenina desde fuera de la choza. Leandro se levanta de un salto y despierta a los otros dos a puntapiés.

—Vamos, vamos, atorrantes. Levántense y vístanse, que tenemos visita…

Su tono es completamente distinto al de anoche: parece que la presencia de Antoinette le ha devuelto la gallardía. Cuando Pablo y Robinsón están vestidos, entra la hija del sepulturero, una joven pequeña pero vigorosa, con un cazo de leche y un balde para los lavatorios y afeitados matutinos.

—Buenos días —repite el saludo en castellano.

—Buenos días —responden los dos hombres, algo cohibidos por el tiempo que hace que una mujer no les da los buenos días al levantarse de la cama.

Leandro enciende el fuego y pone a calentar la leche, mientras Antoinette les aconseja que se abriguen bien, porque fuera hace un frío que escarcha las barbas. Luego coge con las tenazas un canto rodado que hay junto a la chimenea y lo calienta al fuego, para echarlo en la leche antes de que empiece a hervir. «Esto lo hacía siempre mi abuela —dice—; le da un sabor muy agradable, como de leche tostada», y sonríe de un modo que deja al argentino literalmente babeando. Toman la leche los cuatro juntos alrededor de la mesa y luego se hace el silencio. Sólo entonces Pablo y Robinsón comprenden que están de más en esta fiesta; o más bien es Pablo el que lo comprende, pues el vegetariano no parece darse por aludido y contempla a Antoinette con la sonrisa seráfica del que se siente en sintonía con el universo.

—Bueno, pareja, nosotros nos vamos, que tenemos cosas que hacer, ¿verdad, Robin?

—Eh, ah, sí, vamos, vamos. ¿Adónde?

—Pues para empezar, vamos a comprarnos una boina, que aquí es lo que se lleva y nosotros llamamos mucho la atención con estas pintas.

—Ah, no, ni hablar, yo mi bombín no lo cambio por nada.

—Bueno, pues acompáñame a mandar un telegrama.

—Como quieras.

—Pues venga.

—Vamos.

Y los dos amigos salen de la choza, dándole las gracias a Antoinette y recordándole a Leandro que han quedado con los demás en la plaza a mediodía.

—Nos vemos allá —dice el argentino.

—Hasta luego, entonces —dice Pablo, y empieza a sortear junto a Robinsón el laberinto de tumbas y panteones, un camino que van a tener que recorrer varias veces más en los tres días de tensa espera que les aguardan antes de lanzarse a hacer la revolución.

En San Juan de Luz el tiempo parece dilatarse. Los minutos se hacen horas, las horas días y los días semanas a la espera de recibir el aviso para cruzar la frontera. Mientras tanto, lo más sensato sería que los revolucionarios no se dejasen ver demasiado por el pueblo, que se escondieran en sus casas y posadas para pasar desapercibidos. Pero ¿quién va a conseguir encerrar entre cuatro paredes a esta tropa de hombres airados? Ya de buena mañana el pueblo de San Juan de Luz se llena de docenas de anarquistas y sindicalistas españoles, exaltados y ansiosos, que intentan acelerar el tiempo hasta la hora de comer comprando boinas y navajas, vaciando vasos de vino en las tabernas o inventando piropos para las escasas jovencitas que se atreven a cruzar a solas la plaza. Algunos hacen corrillos y discuten imprudentemente sobre la mejor manera de llevar a cabo la revolución, pues todos creen tener la llave para el éxito de la intentona. Otros prefieren encerrarse en los bares a jugar al mus, como los cuatro del clan de Villalpando, que con sus cartas abarquilladas dan fe de su fama de jugadores empedernidos. Aunque también los hay que se dedican a menesteres más lucrativos y menos honrosos, como Perico Alarco y Manolito Monzón, a los que echan a patadas de una carnicería por intentar meterse un pollo en el macuto.

Pablo aprovecha la mañana para mandar dos telegramas, uno a los señores Beaumont y otro al viejo Faure, al que imagina echando pestes al recibirlo. Y eso que la Fiera no se habrá enterado aún de que el cajista español ha impreso sin su permiso varios miles de octavillas con el membrete de La Fraternelle. Como tampoco se habrá enterado de algo que Pablo descubre mientras Robinsón se prueba una boina en una sombrerería regentada por un vasco apellidado Mendiburutegia.

—Que sepas que me la pruebo para matar el tiempo —dice Robinsón, mientras Pablo sonríe al ver cómo a su amigo le cambia la fisonomía—, pero yo mi bombín no lo cambio por una cosa de éstas…

Y entonces es a Pablo al que le cambia la cara y sale corriendo de la tienda.

—Bueno, tampoco es para tanto, ¿no? —le pregunta Robinsón al sombrerero, contemplándose en el espejo.

Pero lo que ha hecho a Pablo dar un respingo y salir corriendo a la calle no ha sido el impacto de ver a su amigo tocado con boina, sino el de ver a través del escaparate la figura de alguien a quien no esperaba.

—¡Julianín! —grita al salir a la calle. Y Julián Fernández Revert, el joven ayudante de cajista de La Fraternelle, gira sobre sus talones. Lleva en la mano uno de los pasquines revolucionarios.

—Hay una errata, Pablo. Me debes cinco céntimos —dice con toda la inocencia del mundo—. Y no me llames Julianín, te lo ruego, que ya no soy un crío. Además, hoy es mi cumpleaños…

Pablo se queda sin saber qué decir, mirándole con una imposible mezcla de perplejidad, enfado y alegría.

—Pues felicidades, hombretón —acaba exclamando—, pero supongo que no habrás venido hasta aquí para celebrarlo conmigo y cobrar los cinco céntimos…

—Claro que no, ya te dije que no me iba a quedar de brazos cruzados. He venido a liberar España. Lo que pasa es que me quedé dormido y llegué tarde a la estación —dice bajando la mirada, avergonzado—. Pero anoche cogí otro tren junto a dos compañeros que también lo habían perdido y hemos llegado hace un par de horas.

Pablo no sabe si abrazarle o darle un cachete, hasta que al final opta por la blasfemia:

—Me cago en Dios, Julián, me cago en Dios —claudica, abandonando el diminutivo. Y como regalo de bienvenida le hace entrar en la tienda y compra dos boinas, una para cada uno. Robinsón, en cambio, se lleva puesto un nuevo y reluciente bombín, como si quisiera estar presentable en su regreso a la patria.

Cuando a la hora del almuerzo los revolucionarios van llegando a la casa de comidas, el guerniqués que se parece a Charlot les aconseja que no sigan reuniéndose en su restaurante, pues ya han empezado a levantar algunas suspicacias, por muchas boinas que lleven puestas. Él no tiene inconveniente en darles de comer, faltaría más, pero si se trata de organizar cónclaves o conciliábulos (palabras textuales del tabernero), es mejor que se reúnan en algún lugar más apartado, como el campo de golf de La Nivelle, al otro lado del río. Algunos revolucionarios intentan protestar, alegando que tampoco llaman tanto la atención en un pueblo como San Juan de Luz, que está acostumbrado a ver pasar a montones de obreros españoles en busca de trabajo, sobre todo desde que triunfó el golpe de Estado de Primo de Rivera. Pero no tienen más remedio que hacer caso al vizcaíno y acaban dirigiéndose al campo de golf, a unos quince minutos a pie de la plaza. Algunos, animados por el vino o por el frío, entonan canciones obscenas o revolucionarias al salir del pueblo. El Maestro se atreve con «La donna è mobile» y un coro de pitos le acompaña. Cuando por fin llegan al campo de golf, es Juan Riesgo quien toma la palabra, con su joroba aún más pronunciada por el frío.

—Esta mañana he podido hablar con Durruti —informa—. Pero la señal telefónica era pésima. Figuraos que en la primera llamada ha habido un cruce y he estado escuchando la conversación entre un empresario teatral y su amante, una joven actriz que no paraba de llorar. Así que Durruti no me ha dicho gran cosa, no podemos correr el riesgo de que la policía intercepte nuestras llamadas…

Lo que sí ha podido saber Juan Riesgo es que la compra de armas ha fracasado, aunque prefiere no decírselo a los demás para que no cunda el desánimo. Lo que sí les dice es que el Comité de París pide paciencia y asegura que los compañeros de Perpiñán están también aguardando la señal. Alguien pregunta si es cierto que Caparrós ha sido detenido, a lo que Riesgo responde que no puede confirmar ese rumor. En cambio, está en disposición de asegurar que Jover ha conseguido refugiarse en Barcelona, desde donde piensa dirigir la insurrección interna; es de suponer que cuando la cosa esté preparada enviará el telegrama cifrado (cuya clave secreta, «Mamá ha muerto», se ha ido filtrando inevitablemente entre los que han llegado a San Juan de Luz). Además, en cuanto puedan, los miembros del Grupo de los Treinta que se quedaron en París irán a reunirse con el resto a la frontera; está previsto que Ascaso vaya a Perpiñán y Durruti venga a San Juan de Luz. Es entonces cuando alguien propone enviar un emisario a España para saber de primera mano cuál es la situación. Pero Juan Riesgo se opone:

—Eso es una temeridad innecesaria. Además, primero tendríamos que consultarlo con el Comité de París, que ha insistido en que no tomemos decisiones unilaterales. Ya sabéis que la coordinación entre los diferentes grupos es fundamental.

—Mira, Juanito —le replica Gil Galar, con su melena merovingia al viento—, ahora las decisiones del Comité las tomamos nosotros, que para algo estamos aquí al pie del cañón. No podemos estar consultándoles todo continuamente a los tres mosqueteros, que suficientes problemas tendrán en París.

—El Chino está en Barcelona —le recuerda Riesgo.

—Como si quiere estar en la luna —responde Gil Galar—. Pero ¡si ni siquiera se puede hablar con ellos de manera segura! Yo creo que lo que propone el compañero no es ninguna tontería. Ya voy yo si nadie más tiene cojones.

—No se trata de cojones —interviene Santillán, el ex guardia civil—, sino de cabeza, aunque algunos parece que penséis con la entrepierna. Si decidimos enviar a un emisario, lo lógico es que sea alguien de aquí, alguien que conozca el terreno, ¿no crees?

Pero Gil Galar no contesta, mordiéndose la lengua ante un argumento tan irrebatible. Tras algunas intervenciones más, se toma una decisión intermedia: si en un plazo de veinticuatro horas no se ha recibido ningún telegrama, se mandarán tres emisarios al otro lado de la frontera, escogidos entre los revolucionarios de San Juan de Luz que mejor conozcan la zona: uno con destino a Irún, otro a Vera y un tercero a Zugarramurdi. Además, el plazo es suficiente para que Juan Riesgo, si lo desea, se ponga en contacto con los compañeros de París para informar de la iniciativa, aunque en ningún caso su opinión será vinculante. Y como empieza a llover y en el campo de golf no hay donde resguardarse, los revolucionarios vuelven al pueblo y se dispersan.

Sin embargo, la discusión va a acabar revelándose inútil, pues al final no hará falta enviar a ningún emisario al otro lado de la frontera por la aparición de un personaje al que muchos estaban esperando: Max Hernández, conocido como «el Señorito», que llegará a San Juan de Luz tocado con chistera y apoyándose en un bastón con empuñadura de nácar, de esos que suelen esconder un estilete dentro.