(1908)
—¡Ángela, abre la puerta, por lo que más quieras!
La voz de don Diego Gómez sonó metálica y amenazante, mientras la silla que atrancaba la puerta parecía a punto de sucumbir a sus embestidas. Pablo y Ángela se miraron aterrorizados y se vistieron a toda prisa.
—¡Vámonos! —gritó la joven.
Pero ya era demasiado tarde. La silla salió disparada y la puerta se abrió con estrépito, como la boca de un dinosaurio enfurecido, enmarcando la figura desencajada del teniente coronel, aún en mangas de camisa. Al verlos allí abrazados, se quedó inmóvil, convertido en estatua de sal, apenas un levísimo temblor en su rostro descolorido. Tras él apareció Rodrigo Martín, el primo de Ángela, abrigado con ropa de calle.
—¿Lo ve, tío, como esta rata de alcantarilla es capaz de todo? —dijo mirando a Pablo con una explosiva mezcla de odio, celos y desprecio. Se había dejado crecer la melena y un bigotillo le subrayaba la nariz.
—Calla —ordenó don Diego sin mover los labios, como un perfecto ventrílocuo— y haz lo que debes.
Rodrigo entró en la habitación, se sacó el guante de cabritilla que aún llevaba puesto y lo lanzó a los pies de Pablo, en un gesto que todos comprendieron.
—¡No! —gritó Ángela, abriendo los ojos desmesuradamente.
—No te preocupes —intentó tranquilizarla Pablo con un aplomo trágico—. Si éste es el precio que tenemos que pagar por nuestra libertad, lo pagaremos a gusto.
Y se dispuso a recoger el guante arrojado por Rodrigo.
—¡No! —volvió a gritar Ángela, pisándolo con su pie desnudo.
—No tiene elección, hija mía —dijo don Diego Gómez, sin abandonar su actitud hierática—. O acepta el desafío o saldrá de esta habitación con los pies por delante.
—¡Te odio! —Ángela se abalanzó sobre su padre y le golpeó el pecho con los puños.
El teniente coronel ni siquiera pestañeó. Si acaso se acentuaron su palidez y su aspecto demacrado. Cuando se cansó de recibir bofetadas, agarró a su hija por la cintura, se la echó al hombro y la sacó de la habitación.
—¡No, Pablo, noooo! —gritó Ángela, sin dejar de golpear furiosamente la espalda de su padre.
Pero no quedaba otra alternativa.
—Consideramos gravísima la ofensa —dijo Rodrigo Martín, desafiante—. Y elegimos la pistola como arma del duelo. Mañana al despuntar el alba te estaré esperando en la fuente del Lobo.
—Entendido —respondió Pablo.
Y se agachó para recoger el guante.
Los duelos estaban prohibidos en aquella España de principios de siglo, pero las autoridades solían hacer la vista gorda, demostrando el respeto atávico que sentían por algunas tradiciones. Ya podía el Código Penal proscribir el desafío, que al año se producían varias docenas de duelos a lo largo y ancho del territorio. Ya podía el presidente del Gobierno calificarlo de «trasnochada institución de los lances de honor», que los caballeros más susceptibles seguían desenfundando las pistolas para limpiar su honra. Ya podían las mentes preclaras reclamar mayores penas para los padrinos, que éstos seguían saliendo impunes y lavándose las manos. Hubo incluso quien propuso prohibir a los periódicos dar noticias de los duelos, argumentando que la mayoría de duelistas se baten pour la galerie y que si no hubiese prensa que se hiciese eco de sus proezas, muchos renunciarían a sacar su honor de la chistera. Claro que las más de las veces se trataba de imposturas épicas que terminaban con tiros al aire y comidas de reconciliación; pero en ocasiones, de manera excepcional, la bala daba en el blanco y la opinión pública se echaba entonces las manos a la cabeza. Así había ocurrido en los recientes casos del joven marqués de Pickman o del periodista Juan Pedro Barcelona, que acabaron pagando con su vida un arrebato de honor desenfrenado, el primero a manos del capitán Paredes y el segundo a causa de una bala disparada antes de tiempo por el director del semanario católico El Evangelio, don Benigno Varela, que poco honor hizo a su nombre. La respuesta a tan absurda profusión de sangre fue la creación de la Liga Nacional Antiduelista, formada por personas de reconocido prestigio que pretendían acabar con los carpetovetónicos lances de honor: entre ellas, de modo significativo, numerosos políticos, militares, nobles y periodistas, que eran precisamente los que más tendencia tenían a dirimir sus disputas a veinticinco pasos de distancia.
Pero no fueron estos duelos los que vinieron a la mente de Pablo cuando salió de la casa de los Gómez, sino otro que había tenido lugar casi un siglo antes, protagonizado por un joven matemático francés. «¿Te he contado ya la historia de Évariste Galois?», creyó escuchar la voz de su padre.
Pero don Julián había muerto y ahora era él quien estaba a punto de jugarse la vida. A sus dieciocho años, no había disparado nunca una maldita pistola, pues aún no había sido llamado a filas para hacer el servicio militar. Tampoco los anarquistas de Salamanca le habían enseñado a usar un arma, seguramente porque no tenían ninguna. De hecho, su mayor aproximación a una Browning semiautomática se había producido en Madrid la vigilia de la boda real, hacía ya casi dos años, cuando Vicente Holgado se llevó la mano a los riñones al husmear el peligro. ¡Y ahora su vida dependía de la destreza que tuviera con un revólver en las manos! Qué absurdo, pensó Pablo, qué tremendo absurdo. Pero no veía otra manera de salir de aquel embrollo. ¿Acaso iba a dejar a Ángela en la estacada? ¿Acaso podía permitir que don Diego se saliera con la suya? ¿Acaso debía sacrificar su amor para salvar el pellejo? No, de ninguna de las maneras. Y menos después de aquella noche, menos después de la nox mirabilis. Al fin y al cabo, había ido a Béjar dispuesto a enfrentarse a toda la Armada Española y el destino le ponía enfrente a un único contrincante, así que no era cuestión de amilanarse. Por supuesto, él habría preferido no tener que llegar a tal extremo, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Aquella familia de militares se regía por un código de honor que no admitía más alternativa que la de arrojar el guante al suelo. Para ellos no existía otra resolución posible: había entrado en su casa y había deshonrado a su hija. Ahora sólo cabía esperar que todo se resolviese con un tiro al aire; o, en el peor de los casos, que no fuese suya la sangre derramada.
Con estos funestos pensamientos, Pablo salió del pueblo y tomó el camino de Candelario. Necesitaba aclarar las ideas y desentumecer los músculos. La carretera serpenteaba cuesta arriba, mientras el sol pugnaba por abrirse paso entre los montes y las nubes bajas. El rocío perlaba los bordes de la calzada. Los mirlos calentaban sus voces en el bosque. Una tartana pasó por su lado y se detuvo:
—¿Va usted a Candelario, joven? —preguntó el amable lugareño.
Pablo oyó las palabras, pero no entendió la pregunta: su mente estaba muy lejos de allí.
—¿Cómo dice?
—Digo que si quiere le llevo a Candelario.
Pablo negó con la cabeza y abandonó la carretera: no tenía ganas de hablar con nadie. Se internó en el bosque, abismado en sus pensamientos. Cruzó arroyos pensando en Ángela, subió laderas pensando en su padre, bordeó barrancos pensando en Ángela, se abrió camino pensando en su madre, sorteó un árbol caído pensando en Ángela, descansó un rato pensando en su hermana, tropezó pensando en Rodrigo, se incorporó pensando en Ángela, resbaló pensando en don Diego Gómez, se levantó pensando en Ángela, se enfangó pensando en Évariste Galois, se perdió pensando en Ángela. Y cuando quiso volver a Béjar, estaba completamente desorientado. No tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado, pero la luz del día ya declinaba. Se dirigió hacia el norte guiándose por el liquen de los árboles, como le había enseñado su padre, pero no pudo evitar que la noche le sorprendiera. Sopesó la posibilidad de encender un fuego y dormir a la intemperie, pero se limitó a sentarse en una piedra y liarse a oscuras un cigarrillo. Fue entonces, al ir a prender el fósforo, cuando vio brillar algo a lo lejos. Se incorporó y se encaminó hacia el punto luminoso, que se iba haciendo más grande a medida que se acercaba. Finalmente, pudo distinguir una pequeña construcción de piedra, tal vez una choza de leñadores. Salía humo de la chimenea y había luz en su interior. Se dirigió a la puerta de entrada, pero no tuvo tiempo de llamar, porque al levantar el puño oyó una voz que decía:
—Pase, joven, pase, que está la puerta abierta.
Pablo se volvió, sorprendido, pero no vio a nadie. Sin duda, la voz procedía del interior de la vivienda. Empujó tímidamente la puerta y se encontró a una viejita encorvada que vigilaba una olla hirviendo en el fuego de la chimenea: sólo entonces se dio cuenta de que hacía un día entero que no probaba bocado. La mujer tenía un aspecto de lo más estrafalario y en su rostro rivalizaban arrugas y verrugas por ver quién ganaba la batalla.
—Siéntese, haga el favor —dijo la anciana arrastrando las palabras—. Estaba a punto de servirme la cena.
—No quisiera molestar —se disculpó Pablo—. Me he perdido en el bosque y llevo horas sin comer nada.
—Ya lo sé. Por eso te he invitado a tomar asiento —le dijo la vieja, como si el hecho de haber penetrado en su morada la autorizara a tutearlo.
—Muchas gracias —se limitó a musitar Pablo y se sentó sobre un tocón que hacía las veces de silla.
La choza estaba iluminada por un sinfín de velas que poblaban los rincones como luciérnagas temblorosas. Las paredes, cubiertas de anaqueles, ofrecían un espectáculo multicolor de frascos, tarros y botellas repletos de sales, de ungüentos, de brebajes o de hierbas medicinales con nombres fantásticos como «tragacanto», «vencetósigo» o «escolopendra». De vez en cuando, algún objeto insospechado rompía la serie de recipientes: un búho disecado, una herradura, un colmillo de jabalí, una muñeca de cera, un astrolabio, un libro de anatomía y hasta un supuesto busto de Plinio al que le faltaba la oreja izquierda. En un rincón, bajo una yacija, varios ojos felinos observaban al recién llegado.
—Tú no eres de aquí, ¿verdad? —preguntó la anciana tras sacar la olla del fuego.
Pablo negó con la cabeza y sus entrañas relincharon reclamando la colación.
—Sin embargo, algo importante te ha traído a Béjar, ¿no es cierto?
Pablo asintió, mientras veía cómo su plato se llenaba de un caldo espeso y parduzco salpicado de garbanzos.
—Y apuesto a que ese algo tiene nombre de mujer.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó, llevándose la cuchara a la boca.
—No hace falta ser sibila para darse cuenta de eso, jovencito, basta con verte la cara. Y aun así, a mí me llaman Anita, «la Pitonisa».
—¿Por qué?
—Porque puedo ver el futuro.
La cuchara se detuvo a medio camino entre el plato y la boca de Pablo.
—¿Cuánto futuro? —preguntó.
—El que quieras. Un día, un año, toda la vida si hace falta. Basta con que me muestres la palma de tu mano.
Pablo soltó la cuchara y se miró las manos.
—Pero también sé hacer otras cosas —dijo la vieja, sonriendo por debajo del bigote.
—¿Qué cosas? —quiso saber Pablo, volviendo a coger la cuchara.
—Curar los males del cuerpo, por ejemplo.
—¿Cómo lo hace?
—Depende. Según cuál sea el mal. Para calmar los espasmos, aprieto la muñeca con una tira de hoja de palma. Para bajar la fiebre, pongo sobre la frente un pichón abierto en canal. Para cortar las hemorragias, hago que las gotas de sangre caigan sobre la intersección de una cruz hecha con dos pajas.
—¿Y funciona?
—Por supuesto.
Acabaron de cenar en silencio. El potaje sabía a rayos, pero templaba el estómago. Del exterior llegó un ruido penoso, como de llanto o de gemido.
—Es la veleta —dijo la mujer—, que se pelea con el viento.
Pablo apuró la última cucharada y en el cuenco de latón pudo ver su propio rostro, invertido y deformado por la concavidad. Entonces sintió un ligero mareo, y una extraña embriaguez le embotó el entendimiento, como si la vieja curandera hubiera echado en el puchero alguna sustancia narcótica. Volvió a fijarse en su reflejo y creyó ver una calavera cabeza abajo. El cuenco se le escurrió de las manos, rebotó contra la mesa y fue a caer al suelo de tierra de la choza.
—¿Te encuentras bien? —preguntó la pitonisa.
—Estoy un poco mareado, eso es todo —respondió Pablo, sin atreverse a recoger el cuenco—. ¿Podría leerme el futuro?
La anciana le escrutó amusgando los ojos, unos ojos chiquitos como puntas de alfiler.
—¿Estás seguro?
—Sí.
—¿Con todas las consecuencias?
—Sí.
—Piensa que a veces hay malas noticias.
—Lo sé.
—Entonces dame tu mano izquierda —dijo la mujer retirando la olla y los cuencos.
Como si aquello fuera una señal, los gatos salieron de debajo del camastro y se acercaron a la mesa. La veleta seguía luchando contra el viento en el tejado.
—Todo el mundo quiere llegar a viejo —suspiró la pitonisa mirando a los gatos—, pero nadie quiere serlo. En fin, veamos qué tenemos por aquí.
Cogió la mano de Pablo y empezó a manipularla como si quisiera asegurarse de que era de carne y hueso.
—Tienes manos de pianista —dijo tras la inspección—. Y tus dedos se doblan fácilmente hacia atrás: signo de lealtad y de rectitud.
Entonces, contra toda lógica, cerró los ojos y deslizó las yemas de sus dedos por la palma de una mano que se le ofrecía como un libro abierto, interpretando según las reglas más arcanas de la quiromancia el arrugado mapa vital de aquel joven enamorado. Surcos, planicies y montes conformaban una carta topográfica que Pablo observaba con detenimiento, sorprendido por la multitud de líneas que se entrecruzaban como si fueran ríos, caminos y vías férreas. Y al fijarse bien, pudo ver que los cuatro surcos principales dibujaban la forma de una M, una eme de Martín:
—Estas cuatro líneas en forma de M —dijo la pitonisa como si leyera su pensamiento— son las líneas madre: la línea del corazón, la línea de la fortuna, la línea de la vida y la línea de la cabeza. Veamos en primer lugar la línea del corazón, que a buen seguro es la que más te interesa.
Pablo escuchaba atentamente, mordiéndose el labio inferior.
—La línea del corazón es profunda y marcada. Eso significa que hay un gran amor en tu vida. Pero ten cuidado, porque será un amor que te hará sufrir, como todos los grandes amores: la línea es también sinuosa y retorcida.
La primera fue en la frente.
—Veamos ahora la línea de la fortuna… Ajá: fina pero continua. Eso quiere decir que no tendrás mucho dinero, aunque suficiente para llevar una vida honrada.
La segunda fue algo más benevolente.
—Veamos ahora la línea de la vida.
Y la tercera dejó muda a la vieja pitonisa. Empezaron a temblarle las manos, y cuando abrió los ojos, Pablo pudo ver en ellos una extraña mezcla de temor e incredulidad.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
Pero la mujer se limitó a confirmar con la mirada lo que las yemas de sus dedos le habían revelado.
—¿Qué ocurre? —insistió Pablo, con voz trémula.
—Es mejor que te vayas —le pidió la anciana soltando sus manos—. Yo no soy más que una vieja chocha que no sirve ni para zurcirse la falda.
—¡No puede dejarme así! —exclamó Pablo poniéndose en pie.
Los gatos arquearon sus lomos y lanzaron bufidos amenazadores. La mujer se levantó y se dirigió hacia la cama, con paso vacilante. Se quitó las zapatillas y se acostó.
—Dígame lo que ha visto —le pidió Pablo, arrodillándose a los pies del lecho.
—Está bien, si así lo deseas —concedió tras un largo silencio—. Pero debo advertirte que ni siquiera yo lo entiendo muy bien. Nunca había visto nada igual.
Y cerrando los ojos con un cansancio ancestral murmuró:
—Tu mano dice que vas a morir dos veces.
Pablo se incorporó, pensando que aquella pobre mujer había perdido el juicio.
—No te vayas todavía —le detuvo la vieja, sin abrir los ojos—. Ya te he dicho que ni yo misma lo entiendo. Pero quiero regalarte algo. Si has de morir dos veces, tal vez sea bueno que lo tengas. Anda, acércame aquel cofrecito que hay sobre la chimenea.
Pablo hizo lo que decía la mujer. Era una pequeña caja de madera, del tamaño de un puño, ribeteada de tachuelas.
—Ábrelo tú mismo —dijo la pitonisa.
Y, al hacerlo, una luz verdosa salió de su interior, emitida por un pequeño objeto esférico.
—Es un amuleto de la suerte —dijo la anciana—. Ha salvado muchas vidas.
Sólo entonces Pablo se dio cuenta de que se trataba de un ojo de cristal, rematado por una fina argolla que permitía usarlo como colgante.
—Te ayudará a sortear los peligros —añadió la buena mujer—. Y ahora haz el favor de dejarme sola. Para volver a Béjar, sigue el camino que hay junto al arroyo.
Pablo guardó el amuleto en el bolsillo interior de la gabardina y salió de la choza, aturdido. Luego volvió sobre sus pasos y deslizó un par de monedas por debajo de la puerta. El cielo se había abierto y entre las ramas de los árboles se filtraba algo de claridad, suficiente para poder seguir el arroyo aguas abajo. Al cabo de un rato aparecieron ante sus ojos las luces de la fábrica de Navahonda y llegó a sus oídos la sirena que anunciaba el cambio de turno de los obreros. Esto lo conozco, pensó Pablo, y poco después se encontraba al pie de un majestuoso roble coronado por una cabaña de madera, conocida también con el nombre de «guarida». Hacía frío y tenía los pies mojados, así que no se lo pensó dos veces. Trepó tronco arriba y entró en la cabaña. Palpó el techo y encontró la bujía, que aún conservaba un cabo de vela. Al encenderla, comprobó con satisfacción que el lugar seguía en buen estado: seguro que Robinsón lo había cuidado con mimo hasta el día de su partida. Y lo mejor de todo es que la manta de arpillera continuaba en un rincón, junto a la vieja cantimplora. Pablo se quitó los zapatos y los calcetines mojados, se arrebujó como pudo con la ayuda de la manta y poco a poco se fue quedando dormido, sumiéndose en un sueño intranquilo en el que no escasearon los malos augurios. Soñó que el mundo era la palma de su mano y que el duelo tenía lugar en aquel intrincado mapa de líneas proféticas. Una multitud expectante se amontonaba sobre las falanges de los cinco dedos, y en la muñeca habían instalado una tribuna para los familiares y amigos de los contendientes: allí estaba Ángela, con su vestido azul festoneado, y el teniente coronel don Diego Gómez, ataviado con el traje militar de las grandes ocasiones, y el inspector provincial don Julián Martín, acompañado de su mujer y de su hija Julia; también estaba Robinsón, sentado junto a Ferdinando Fernández, el redactor del El Castellano, que buscaba con la mirada a la señorita Obdulia, remolona como siempre; y en un rincón de la grada, Vicente Holgado intentaba pasar desapercibido. Cuando los duelistas saltaron al ruedo, la multitud empezó a reír estrepitosamente, pues Pablo había salido a batirse en calzoncillos. Pero ya no había marcha atrás: Rodrigo se acercaba por la línea de la fortuna, perfilándose y apuntándole con la pistola. Al querer levantar su arma, Pablo descubrió que tenía las mangas de la camisa cosidas a la cintura.
Le despertó el canto estridente de un gallo. La vela se había consumido, tenía la boca seca y le dolía la garganta. Abrió la puerta de la cabaña, pero el bosque seguía sumido en una espesa penumbra. Bajó del árbol, bebió agua del río y vació la vejiga agradeciendo el calor que desprendían sus orines. Cruzó el puente de madera y subió hasta la carretera de Candelario, que le recibió con los primeros albores. Luego tomó la ruta del Castañar y se dirigió a la Fuente del Lobo, sin encontrarse con nadie en el camino: siendo lunes y tan de mañana, sólo los locos o los pendencieros podrían tener la descabellada idea de aventurarse en aquel paraje. La niebla bajaba de la sierra y difuminaba los contornos de los robles y los castaños, mientras de Béjar llegaba el canto de los gallos más perezosos, que recibían de vez en cuando la réplica de los lobos. Cuando llegó a la fuente, ya le estaban esperando.
—¿Dónde están tus padrinos? —fue el recibimiento de don Diego Gómez, cuya hercúlea figura emergía borrosa entre la bruma, flanqueada por otras cuatro personas: Rodrigo Martín, pálido y distinguido como un falsificador; don Arturo Gómez, hermano menor del teniente coronel, venido directamente de Salamanca; el doctor Mata, médico personal de la familia, cargado con un botiquín de primeros auxilios; y un joven párroco de nariz aguileña que daba la impresión de haber sido llevado allí en contra de su voluntad.
—Vengo sin padrinos —respondió Pablo.
—Pero eso no puede ser —se irritó el padre de Ángela—, va contra las más elementales reglas del duelo.
—Esto nos pasa por batirnos contra ratas de alcantarilla —masculló Rodrigo, cuyo repertorio metafórico parecía limitado a comparar a su contrincante con aquel pariente hediondo de los mustélidos.
Don Diego chasqueó la lengua, meditó un instante mirando al cielo y finalmente dijo, en tono amenazante:
—No pienses que así te saldrás con la tuya. El padre Jerónimo y el doctor Mata pueden hacer de testigos.
—Hombre, don Diego —intentó protestar el párroco, carraspeando a intervalos regulares, como si tuviera un tic nervioso—, una cosa es que haya aceptado venir por si tenía que prestar los auxilios espirituales, y otra muy distinta que tenga que hacer de testigo. Ya sabe usted que estas prácticas fueron castigadas con la excomunión por Su Santidad Pío IX en la Apostolicae Sedis…
Pero la mirada asesina de don Diego bastó para hacerle callar. Parecía tener prisa por acabar con todo aquello.
—El duelo será a veinticinco pasos —continuó—, con cinco balas en la recámara y treinta segundos para disparar a partir de la señal, pudiendo los contrincantes avanzar hasta una distancia de diez pasos. ¿Aceptan los padrinos dichas condiciones?
Así pues, pensó Pablo, nada de tiros al aire: la cosa iba completamente en serio.
—¡Eso…, eso es una locura! —exclamó el padre Jerónimo.
—Una cosa de hombres es lo que es —respondió el teniente coronel—. Y si hay aquí alguna gallina, que se atreva a levantar la mano.
Aquello sonó a verdadera amenaza y el cura se persignó tres veces seguidas, lamentándose quizá del fracaso de la divina providencia que exhortaba a amarse los unos a los otros.
—Doctor —continuó don Diego—, saque usted las cartas.
—Aquí están —dijo solícitamente don Gumersindo Mata, entregándoselas a cada uno de los combatientes.
—¿Y esto qué es? —preguntó Pablo.
—¿Qué quieres que sea? —contestó Rodrigo con desdén—. La confesión de suicidio.
En efecto, para eximir al contrincante de responsabilidad penal en caso de muerte, los duelistas solían firmar una nota anunciando su intención de suicidarse. Rodrigo estampó un garabato, dobló el papel cuidadosamente y lo guardó en el bolsillo de su casaca, dejando escapar una sonrisita sardónica. Y en aquel gesto Pablo pudo ver que la suerte estaba echada. Qué imbécil, pensó, no me dejarán salir de aquí con vida. Pero ya no había escapatoria. Firmó la carta y se la guardó en la faltriquera de la gabardina, donde hizo compañía a un amuleto de la suerte que tendría que emplearse a fondo si quería salvar el pellejo de su nuevo amo.
—¿Y Ángela? —quiso saber.
—No te preocupes por ella, está en buenas manos —respondió Rodrigo, sin perder la sonrisa sardónica.
—Sorteo de armas —informó don Diego Gómez, abriendo un estuche forrado de terciopelo en el que dormitaban dos viejas pero flamantes pistolas Gastine-Renette, con las que se había batido tres veces en duelo y perdido un dedo meñique. Ahora le tocaba a su sobrino tomar la alternativa—. ¿Cara o cruz? —preguntó, mostrando un escudo de plata con la efigie de Isabel II.
—Siempre cara —respondió Rodrigo.
—Cruz para mí —se conformó Pablo.
E Isabel II voló por los aires para caer de nuevo en la mano de don Diego.
—Cara —dijo el hombre, y volvió a guardarse la moneda.
El primo de Ángela tomó entre sus manos una de las dos pistolas y se la dio a su tío Arturo para que la cargara. Pablo cogió la que quedaba y se la entregó al doctor Mata, que hizo lo propio.
—Sorteo de posiciones —anunció el padre de Ángela—. ¿Cara o cruz?
—Siempre cara —insistió Rodrigo.
—Cruz para mí —volvió a conformarse Pablo.
Esta vez Isabel II hizo varias piruetas y cayó mirando al suelo. A la Fuente del Lobo se llegaba a través de un sendero recto y llano, delimitado en uno de sus flancos por un muro de piedra repleto de musgo. Allí era donde iba a tener lugar el desafío y Pablo eligió el punto más alejado de la fuente. La niebla empezaba a disiparse y el sol parecía estar a punto de asomar tras las montañas, dispuesto a disfrutar del escabroso espectáculo. Los dos jóvenes se dirigieron al lugar señalado y juntaron las espaldas, exhalando bocanadas de un vaho espeso que se confundía con la bruma. Cuando los padrinos les entregaron las pistolas cargadas, sus corazones comenzaron a latir agitadamente, como tambores de guerra.
—Súbete el cuello de la casaca —le susurró Arturo Gómez a su sobrino tras entregarle el arma—, que no se vea el blanco de la camisa.
Los padrinos se retiraron a una distancia prudencial y se echaron al suelo bocabajo, al resguardo de las balas perdidas. El padre Jerónimo temblaba como un flan y rezaba en voz baja una sarta de oraciones. Entonces tronó la voz de don Diego, reverberando contra las montañas:
—¿Preparados?
—¡Sí! —respondieron los chicos, doblando el brazo derecho, con la pistola a la altura de las narices y el cañón apuntando al cielo.
—¡Adelante, pues!
Don Diego fue contando los pasos en voz alta, como un goteo inexorable. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce, trece, catorce, quince, dieciséis, diecisiete, dieciocho, diecinueve, veinte, veintiuno, veintidós, veintitrés, veinticuatro… y, cuando llegó al veinticinco, Pablo sintió un escalofrío en la espalda. Se volvió y se perfiló, quedándose inmóvil. Sonó la primera de las tres palmadas convenidas y Rodrigo empezó a avanzar hacia él con pasos cortos pero decididos. Al sonar la segunda palmada, Pablo tenía ya la boca seca. Y cuando sonó la tercera, ambos contendientes estiraron los brazos y dos gritos se superpusieron en el aire:
—¡Fuego! —gritó don Diego.
—¡Noooo! —gritó Ángela, que subía corriendo por el sendero.
Pablo volvió entonces la cabeza, al tiempo que sonaba una detonación.