A los españoles: Atraviesa España un momento tan sumamente crítico, ha sido tal el número de crímenes y de injusticias que sufre este pueblo desgraciado bajo el mando de la canalla de levita, de espuelas y de sotana, que está a punto de estallar como la caldera de vapor a la que le suben demasiado la presión. Si de verdad somos amantes de la justicia y del progreso, si no hemos perdido esa prenda tan preciosa que se llama dignidad, si tenemos, en fin, lo menos que puede tener un pueblo, vergüenza, debemos aprovechar estas buenas circunstancias y marchar todos como un solo hombre a descargar el hachazo vengador sobre los Alfonsos, los Anidos, los Riveras y sobre toda la canalla que nos ha llenado de sangre y de oprobio ante el mundo civilizado. Si dejáramos de obrar así, mereceríamos el calificativo de cobardes, de cómplices de todo el mal que sobre nosotros pesa y de merecedores de las más agrias censuras de todo el mundo culto que nos considerará impotentes para salir del cenagal que nos asfixia. ¡Vamos a salvar a España, compañeros! ¡Viva la libertad!
Octavilla revolucionaria impresa en La Fraternelle
Subirse a un tren y emprender un largo viaje produce casi siempre un cosquilleo en el estómago. Así que imaginemos lo que se puede llegar a sentir si encima uno toma el tren junto a ochenta compañeros dispuestos a hacer la revolución y liberar un país entero.
Pero Pablo tiene aún la cabeza en otra parte, algo embotada por el poco sueño y la premura del viaje. El convoy ha salido puntual de la estación de Saint-Lazare y los expedicionarios se han repartido con discreción por los diferentes vagones, aunque la despedida multitudinaria no ha contribuido precisamente a que pasen desapercibidos. Del Grupo de los Treinta sólo cinco han subido al tren con destino a San Juan de Luz: Robinsón, que repite el mismo viaje de hace apenas una semana; Luis Naveira, «el Portugués», con su acusado acento gallego, su voz estridente y su elegante porte de practicante; Juan Riesgo, que parece querer aunar en su persona todos los defectos físicos: jorobado, bizco y de labio leporino; Enrique Gil Galar, al que le falta un dedo de la mano izquierda, como buen carpintero que es a pesar de su aire de poeta romántico; y Bonifacio Manzanedo, un burgalés de aspecto afable y bonachón, especialista en explosivos, que comparte con Pablo (sin que ninguno de los dos lo sepa) un punto aciago de su biografía: el de haber sido uno de los ciento cincuenta hombres detenidos hace tres años en Bilbao por la sonada muerte del gerente de los Altos Hornos de Vizcaya.
Cada uno se instala en un vagón distinto y se hace responsable de un grupo de unos quince hombres, repartidos por los diferentes compartimentos. Pablo está en el grupo liderado por Robinsón y casi sin pretenderlo se ha erigido en algo así como su lugarteniente (si es que en la jerga anarquista tal denominación tiene algún sentido). Pero mientras su cuerpo viaja hacia el sur, su pensamiento lo hace en dirección contraria: al repantingarse en el asiento no puede evitar acordarse de los señores Beaumont, a los que no ha avisado de su repentina decisión de volver a España y dejar el trabajo de cuidador de la finca. En cuanto llegue a San Juan de Luz les enviará un telegrama. Y ya de paso avisará también al viejo Faure, que sin duda se pondrá a echar espumarajos por la boca. Por suerte, Pablo no ha visto a Julianín entre los expedicionarios y confía en que el joven aprendiz tome las riendas del negocio. Con estos pragmáticos pensamientos, que se dirían impropios de un revolucionario, el ya ex cajista de La Fraternelle pronto se queda dormido, descanso que aprovecharemos para dar cuenta de algunos sucesos que tienen lugar en París mientras el grupo de revolucionarios va dejando atrás ciudades como Orleáns, Tours o Poitiers.
Más o menos a la misma hora en que el revisor del tren con destino a San Juan de Luz apuraba a los últimos viajeros a subirse a los vagones, han empezado a salir de la editorial Flammarion, en el número 26 de la rue Racine, cajas y cajas repletas de los esperados folletos de Blasco Ibáñez, cuyo título escogido para la edición francesa ha sido finalmente Alphonse XIII démasqué: La terreur militariste en Espagne. Las cifras de la edición son apabullantes, pues el escritor valenciano ha cedido a la editorial su porcentaje correspondiente a los derechos de autor para que sea gastado en propaganda y difusión, y así lo han hecho los hermanos Max y Alex Fisher, responsables editoriales de la Maison Flammarion, que han lanzado una primera tirada de ciento cincuenta mil ejemplares, con la que van a empapelar París en pocas horas. Para la edición española, titulada Una nación secuestrada y que estará a cargo del editor Juan Durá, también valenciano y exiliado en París, se quiere hacer la alucinante tirada de un millón de ejemplares, que Blasco Ibáñez piensa introducir en España de modo clandestino. «Con la ayuda de avionetas si hace falta», parece que ha dicho. El librito tiene más de sesenta páginas y en él Blasco se muestra profundamente antimonárquico, más aún que antidictatorial, y pide a gritos un remedio contra la tiranía que desgobierna España. Está previsto que el folleto se traduzca a la mayoría de lenguas europeas, e incluso al hebreo, al árabe y al japonés. Y el gesto del escritor valenciano acabará siendo comparado con el célebre Yo acuso del mismísimo Zola.
Pero si nos hacemos eco de este suceso no es para pasar el rato con chascarrillos literarios mientras esperamos a que Pablo se despierte y llegue a San Juan de Luz junto al resto de compañeros, sino porque el revuelo que se organiza en París a raíz de la aparición del folleto de Blasco Ibáñez va a afectar muy especialmente al desarrollo de esta historia. Recordemos que hoy a mediodía debían volver a reunirse en el restaurante de Pepe, en Montmartre, Durruti, Massoni y Vivancos con el escritor valenciano, para que les hiciera entrega del dinero con el que comprar las armas destinadas a la incursión. Pero ya podemos avanzar que Blasco no se va a presentar a la cita. Quién sabe si porque se ha olvidado, porque está demasiado ocupado disfrutando del éxito de su panfleto, o porque no ha podido reunir el dinero que había prometido: el caso es que cuando los jóvenes anarquistas entren en el restaurante que hay junto a la place du Tertre, la morsa les dirá que el señor Blasco Ibáñez no ha aparecido por allí en toda la mañana. Por la noche irán a buscarle al hotel, pero sólo encontrarán a su secretario, Carlos Esplá, que les explicará que a raíz de la aparición del folleto el escritor ha recibido algunas amenazas (incluso una propuesta de duelo a muerte) y ha preferido retirarse a su casa de Menton. Así pues, adiós a las armas y nuevo varapalo para el Comité de Relaciones Anarquistas. Pero ahora ya no hay marcha atrás.
Cuando Pablo se despierta en el tren, lo primero que ve es una mano furtiva saliendo de su mochila.
—Eh, tú, ¿qué haces? —le pregunta violentamente al dueño de la mano, un tipo calvo y sin dientes que está sentado frente a él. Robinsón ha desaparecido y el compartimento está lleno de humo de cigarros.
—Tranquilo, camarada, no te pongas así, que vamos en el mismo barco. Perico Alarco, para servirte —se presenta el hombre alargando la mano y sonriendo como un piano destartalado—. Y este de aquí es Manolito Monzón. Saluda, Manolito —dice dándole un codazo en las costillas—. Es que es sordomudo.
—Me parece muy bien —contesta Pablo—, pero ¿qué hacíais hurgando en mi saco?
—Quia, compadre, lo que se dice hurgar, nosotros no estábamos hurgando, sólo queríamos ver esos pasquines que dicen por ahí que llevas tú. Si vamos a entrar en España a repartirlos, al menos queremos saber lo que dicen…
Pablo, con cara de pocos amigos, mete la mano en la mochila y saca un par de octavillas.
—Aquí tenéis. Cuando terminéis de leerlas pasádselas a otros compañeros. Pero con discreción, ¿eh?
—Bueno, es que, verás —dice el tal Perico poniendo ojitos de carnero degollado—, aquí el Manolito sabe leer, pero no sabe hablar. Y yo en cambio de darle al pico sé desde la cuna, pero eso de leer, pues como que no… ¿Te importaría leérmelo tú, compadre?
Justo entonces llega Robinsón, con Kropotkin mordiéndole el bajo de los pantalones, y se sienta junto a Pablo.
—Parece que en el primer vagón ha habido problemas —explica el vegetariano, algo inquieto—. Se ve que unos pocos se han puesto a jugar al mus y una señora se ha quejado por el escándalo. No se dan cuenta de que se puede ir todo a la mierda por estupideces así. Bueno, crucemos los dedos para que los gendarmes no aparezcan durante el viaje…
Los que están jugando al mus son cuatro zamoranos de Villalpando, que ya en París iban juntos a todos lados, por lo que se les conoce como los de «el clan de Villalpando».
—Robin —se levanta Pablo aprovechando la ocasión—, ¿te importaría leerle tú la octavilla al compañero, que yo voy a cambiar el agua de las aceitunas?
—Sí, claro.
Pablo se levanta, dándole un ejemplar a Manolito Monzón, el sordomudo, y otro a Robinsón. Cuando pasa por su lado, le susurra:
—Vigila bien los sacos, que no me fío un pelo de estos dos.
—Perico Alarco, para servirte —se presenta el desdentado, levantándose y perfumando las barbas de Robinsón con un aliento que huele a tocino rancio. Y el pobre vegetariano comienza a leerle el pasquín a toda prisa para deshacerse de él cuanto antes.
—Dice así: «Atraviesa España un momento tan sumamente crítico, ha sido tal el número de crímenes y de injusticias que sufre este pueblo desgraciado bajo el mando de la canalla de levita, de espuelas y de sotana, que está a punto de estallar como la caldera de vapor a la que le suben demasiado la presión…».
—¡Olé! —corea Perico, y deja volar su atención por la ventanilla hasta que oye a Robinsón leer el «¡Viva la libertad!» final—. ¡Viva! —responde el desdentado con vehemencia, y a su viva responden dos anarquistas que atraviesan en estos momentos el corredor lateral—. Muchas gracias, compadre. Por cierto, ¿no tendrás por ahí un poquito de vino pa echarnos al gollete, aquí el Manolito y yo?
—Pues no, soy abstemio.
—Uy, cuánto lo siento. Pues nada, nada, ¡a mejorarse! —Y propinándole un nuevo codazo a su compañero, se levantan y se retiran, coincidiendo con la vuelta de Pablo.
—Menudo par —murmura Robinsón.
—Ni que lo digas. ¿Y de esto también tiene la culpa la dictadura?
—No, la culpa la tienen los gobiernos y la Iglesia. Si estos dos hubieran ido a la escuela de Ferrer, otro gallo cantaría, y tú lo sabes mejor que nadie. Pero también por ellos hay que hacer la revolución.
—Por ellos y con ellos.
—Pues sí, qué remedio. Oye, ¿quieres que quitemos los membretes de las octavillas? —sugiere Robinsón al ver que los pasquines llevan todavía el pie de imprenta con el emblema de La Fraternelle (dos manos estrechándose) y la inscripción «Imp. La Fraternelle, 55, rue Pixerecourt».
—Ahora ya da igual, Robin. La Fiera se puede meter la imprenta donde le quepa. Si la revolución triunfa, me quedaré en España. Y si fracasamos, no nos costará encontrar alojamiento en la cárcel o en el cementerio…
Robinsón sonríe amargamente. Poco después, el convoy se detiene y obligan a bajar a todos los pasajeros, con equipaje incluido. Algunos revolucionarios se miran preocupados, temiéndose lo peor. Los que llevan armas, dudan entre esconderlas o deshacerse de ellas. Pero al poner el pie en el andén descubren aliviados que sólo se trata de un cambio de trenes. La mayoría aprovecha entonces para comer lo que han traído de París: una hogaza de pan, un trozo de queso o de tocino, un par de huevos duros o algo de fruta. Los cabecillas hacen un aparte e intercambian opiniones. Al parecer, dos de los expedicionarios que iban en el último vagón se han bajado en Tours y no han vuelto a subir. En Poitiers, otros dos han dicho que estaban mareados, que pasarían allí la noche y que al día siguiente completarían el trayecto; pero nadie da un céntimo por volverles a ver. Y cinco más van a desaparecer en la estación de Burdeos.
Cuando llegan a San Juan de Luz ya es noche cerrada y se han producido otras diez deserciones. San Juan es un pueblo pescador situado a escasos kilómetros de la frontera, y su nombre en vasco, Donibane Lohizune, remite a la leyenda según la cual la localidad fue construida sobre un pantano. El municipio no llega a los siete mil habitantes y queda separado de Ciboure (Ziburu, en vasco) por la cicatriz del río Nivelle, que desemboca en la bahía de San Juan de Luz, antesala del golfo de Vizcaya y del revoltoso Cantábrico. En el andén de la estación les está esperando un grupo de unos doce o quince anarquistas para darles discretamente la bienvenida, y el gesto parece avivar el ánimo de los expedicionarios. Entre los que han acudido a la estación destaca, inconfundible, el gigantón de General Rodríguez, calado con una boina muy propia de estas latitudes.
—¡Leandro! —exclaman a la vez Robinsón y Pablo, fundiéndose en un abrazo triple, mientras Kropotkin da vueltas como un loco alrededor del trío y el argentino mira a Pablo como queriendo decir que ya sabía yo que al final acabarías viniendo.
—Che, creí que no iban a llegar nunca… Estos trenes franceses son más lentos que un gaucho bajando del caballo.
Y salen de la estación junto al resto de compañeros. La comitiva resulta francamente estrafalaria, como un ejército de fantasmas atravesando la noche. De entre el grupito que ha ido a la estación a recibir a los parisinos, parece llevar la voz cantante un hombre de más de cuarenta años, bigote y pelo canosos, ojos claros y mirada inteligente, que responde al nombre de Julián Santillán. Según dicen algunos, ha sido guardia civil, cuerpo del que le echaron por revoltoso, y con el advenimiento de la dictadura ha tenido que exiliarse a Francia. Es él quien dirige al grupo hacia la place de Louis XIV, conversando con los dirigentes de la expedición, excepto Robinsón, que cierra la comitiva junto a Pablo y Leandro.
—Pensábamos que ibais a ser más —dice el ex guardia civil—. Se hablaba de miles de revolucionarios.
—Bueno —contesta Naveira—, piensa que más de la mitad se han dirigido a Perpiñán, y que aún seguirán llegando compañeros en los próximos trenes. La idea es ir reuniendo gente en la frontera a la espera de que llegue el aviso desde España para cruzarla. ¿Y vosotros cuántos sois, oye?
—No muchos, la verdad. Unos pocos de Bayona, otros cuantos de Biarritz, algunos de Burdeos y los de San Juan de Luz que hemos venido a recibiros. En total, una treintena, calculo yo.
—Algo es algo —musita Juan Riesgo, sin poder ocultar su desencanto.
—¿Habéis pensado algún lugar donde podamos quedarnos mientras esperamos el momento de cruzar la frontera? —quiere saber Bonifacio Manzanedo.
—Los compañeros de aquí pueden acoger a tres o cuatro personas por casa. El resto tendrá que buscarse la vida o alojarse en alguna pensión. Precisamente, en la plaza hay varias fondas baratas y decentes…
En el otro extremo del grupo, algo rezagados, Pablo, Leandro y Robinsón se ponen al día, mientras Kropotkin va dejando su sello por todo el pueblo.
—Así que el viejo Dubois me cambió por un japonés… Y, bueno, ¡él se lo pierde! —masculla Leandro, y escupe al suelo y pisa con rabia el gargajo.
—Hombre, dicen que la clientela ha aumentado mucho desde entonces —bromea Robinsón, y Pablo le sigue la corriente.
—Y que por fin se puede ver algo a través de las copas…
El gigante argentino los agarra por el cuello:
—Miren que esta noche los pongo a dormir al raso…
Kropotkin ladra e intenta morderle las piernas a Leandro, que ni se inmuta. Alguien del grupo pide que bajen la voz y que hagan callar al maldito chucho. Por fin llegan a la plaza y el ex guardia civil entra en una casa de comidas. A los pocos segundos saca la cabeza y les dice que vayan pasando, que si se aprietan un poco hay sitio para todos. Efectivamente, el local es enorme y a Pablo le recuerda un poco al bistrot de Marlyles-Valenciennes donde madame De Bruyn hace unos hochepots para chuparse los dedos. El patrón, un vizcaíno de Guernica con cierto parecido a Charlot, se pone a servir vinos y cervezas, mientras en la cocina empieza un trasiego de cazuelas y sartenes para dar de comer a la turba hambrienta que acaba de asaltar el lugar. Los revolucionarios se reparten por las mesas, y empiezan a calentarse los ánimos y los estómagos. Un grupito de vegetarianos, encabezado por el Maestro, se sienta aparte junto a la puerta de entrada y pronto se convierte en la rechifla de algunos, que miran con incredulidad las verduras y los zumos de fruta mientras hincan el diente a sus cabezas de cordero asado. En la mesa del fondo se han reunido los principales líderes de la expedición proveniente de París e intercambian opiniones con los compañeros de San Juan de Luz.
—Entonces, ¿para cuándo creéis que estará lista la cosa? —pregunta Julián Santillán, el ex guardia civil—. No podemos quedarnos aquí mucho tiempo sin levantar sospechas…
—Hay que esperar a recibir la señal —advierte prudente Juan Riesgo, como queriendo llevar la contraria a su apellido—. Mañana nos pondremos en contacto con los compañeros del Comité de París para que nos informen de cómo van las cosas por allí y de cómo les ha ido a los que iban a Perpiñán. Mientras tanto, no nos queda otra que seguir esperando y mantener la calma.
—Oye, Santillán —interrumpe Robinsón—, ¿por qué no está Max con vosotros?
—¿Qué Max?
—Max Hernández, ese al que llaman «el Señorito», el encargado de reclutar gente en esta zona.
—Ah, ya. Pues la verdad es que hace días que nadie lo ve, la última vez fue cuando apareció con un par de oficiales del Ejército, que afirmaron que las guarniciones de Bilbao, Zaragoza, Lérida y Barcelona estaban dispuestas a sublevarse. Hay quien dice que se ha ido a París a entrevistarse con Rodrigo Soriano y Unamuno.
—¿Y para qué hostias iba a querer entrevistarse con esos dos cantamañanas? —interviene Gil Galar, apartándose de un manotazo los pelos de poeta romántico que se le meten en los ojos.
—Hombre, no sé —razona Santillán—, como ellos son los principales dirigentes del movimiento…
—Pero ¿a ti quién cojones te ha dicho eso? —se sulfura Gil Galar, levantándose de la mesa con los ojos, la única parte con vida de su rostro cadavérico, inyectados en sangre.
—Oye, jovencito —le responde con toda tranquilidad el ex guardia civil—, haz el favor de sentarte y calmarte. Yo le oí decir a Max que el movimiento estaba organizado desde París por los señores Soriano, Unamuno, Ortega y Blasco Ibáñez.
—Pues debió decirlo para despistar —interviene Naveira, conciliador—, a lo mejor sospechó que había algún confidente entre los que le escuchabais. O tal vez pensó que invocando sus nombres conseguiría más adeptos para la causa, porque al fin y al cabo ése era su cometido, ¿no?
—Sí —conviene Robinsón—, pero el fin no siempre justifica los medios, Luis. No puedes enviar a la gente engañada a hacer la revolución. Suficiente tenemos con los embustes de la policía como para encima ir mintiéndonos a nosotros mismos…
Y por estos derroteros transcurren las conversaciones hasta que el Charlot de Guernica los echa a todos a la calle. En medio de la plaza, desierta a estas horas, hay un quiosco, un antiguo templete hexagonal abierto por sus seis costados en el que suele tocar la orquesta del pueblo los domingos, y hacia él se dirigen los revolucionarios para acabar de organizarse. Más de la mitad consiguen alojamiento en las casas de los compañeros que residen en San Juan de Luz. Los demás se dirigen a las fondas que hay junto a la plaza, a gastarse los pocos francos que Massoni les repartió al subir al tren. Antes de separarse, acuerdan volver a reunirse mañana a la hora de comer, aquí mismo, en la place de Louis XIV, a la que vendrán también los compañeros de los pueblos vecinos que están dispuestos a liberar España.
Pablo y Robinsón son de los que han conseguido alojamiento gratuito, pues Leandro les ha asegurado que en «su casa» serían recibidos con todos los honores y que podrían dormir como angelitos. Pero la sonrisa enigmática del argentino no ha acabado de convencer a los dos amigos.
—¿Se puede saber adónde nos llevas? —pregunta Pablo cuando ve que empiezan a salir del pueblo.
—Pas de souci, mon ami —le tranquiliza Leandro con su sonrisa de caballo—, ya estamos a punto de llegar.
Y, efectivamente, al cabo de un par de minutos Leandro se detiene ante la puerta del cementerio y, haciendo una reverencia, les invita a pasar:
—S’il vous plaît —dice, y se queda tan ancho.