UNA vez llegó el telegrama dando vía libre al inicio de la operación, en una tumultuosa reunión celebrada en el local de la Bolsa de Trabajo de la calle Château-d’Eau, algunos de los miembros del comité organizador propusieron enviar un delegado a España para confirmar la efectiva preparación y descartar cualquier provocación policial. No se les escuchó y la expedición se puso en marcha. Un intento tan anunciado que hasta contó con despedida pública, en la estación parisina de Saint-Lazare, de algunos de los grupos.
JOSÉ LUIS GUTIÉRREZ MOLINA,
El Estado frente a la anarquía
Era ya noche cerrada cuando Robinsón acabó de contarle a Pablo lo acontecido en el restaurante de Montmartre. El vegetariano salió del local refunfuñando porque se había manchado la camisa con el zumo de frambuesa y decía que la frambuesa no se quita nada bien. Volvieron andando a casa y, tras fumarse el cigarrillo de rigor, se dieron las buenas noches. Robinsón se durmió al instante, pero a Pablo le costó conciliar el sueño.
Esta mañana se han levantado temprano. Los dos tenían cosas que hacer. Fuera llovía como llueve siempre en París: imperceptiblemente, hasta que te calas. Han subido juntos caminando hacia Belleville y se han separado a la altura de la estación del metro, Pablo hacia la derecha para ir a la imprenta, Robinsón hacia la izquierda para ir a la Librería Internacional de la rue Petit. La mañana transcurre sin novedades en La Fraternelle, hasta que aparece Robinsón a última hora, incapaz de controlar su excitación.
—¡Pablo, Pablo! —grita desde fuera mientras aporrea la puerta.
—¿Qué pasa, te has vuelto loco o qué? —le pregunta, dejándole pasar.
—El telegrama, Pablo, el telegrama.
—¿Qué pasa con el telegrama?
—Que ha llegado, lo hemos recibido esta mañana al final de una reunión de la comisión ejecutiva.
—¿Y qué dice?
—«Madre, grave. La operan esta semana. Ven inmediatamente. María».
Pablo deja escapar un silbido.
—¿Y qué vais a hacer ahora?
—No lo sé, esta tarde se ha convocado una concentración en el local de la Bolsa de Trabajo. Habrá asamblea plenaria para tomar una decisión. Por eso es importante que vaya el mayor número de gente. Es probable que tengamos que partir hacia la frontera mañana mismo y esperar allí la orden definitiva para entrar en España. Sin embargo, algunos de la comisión no están del todo convencidos, pues el contenido del mensaje no es exactamente el que se había acordado. Además, aparte del telegrama, no sabemos nada de Jover y Caparrós, lo cual no deja de ser extraño. Bueno, Pablito, me voy, que tengo que intentar avisar a todo el mundo. Oye, ¿me dejas la bici?
—Sí, claro, cógela.
—Por cierto, no hemos conseguido el papel para las octavillas…
Pablo no dice nada. Robinsón insiste:
—No se puede hacer la revolución sólo con armas y tú lo sabes. Las palabras son tan importantes como el fuego.
—Veré lo que puedo hacer —dice Pablo con sequedad—. Todavía no he acabado de editar el semanario, y tiene que salir mañana.
—Si lo que te preocupa es el membrete de los folios, se corta y punto.
—Ya te he dicho que veré lo que puedo hacer, Robin.
Los dos amigos se miran a los ojos unos segundos, intensamente.
—¿Seguro que no quieres venir con nosotros, Pablito? —pregunta Robinsón al fin.
—Ahí tienes la bici —recibe como respuesta.
Poco después de las siete, Pablo ya ha terminado de imprimir todos los ejemplares de Ex-ilio. Saca la petaca de picadura y se lía un cigarrillo, con parsimonia, mientras piensa en lo que le ha dicho Robinsón. Coloca un poco de tabaco en la palma de la mano, limpia de palos la picadura, la desmenuza a conciencia distribuyéndola a lo largo del papel del fumar, lía el pitillo por la parte engomada y lo retuerce con delicadeza. En el fondo sabe que acabará cediendo a la petición de su amigo, pero si la expedición parte mañana debería ponerse a imprimir los pasquines ya mismo. Sólo entonces cae en la cuenta de que no le han dado el texto que hay que publicar. Así que se fuma el cigarrillo, cierra la imprenta y se dirige a casa andando, pues Robinsón no le ha devuelto aún la bicicleta. Casi es mejor así, piensa, porque aunque haya dejado de llover, se ha levantado un viento sorprendentemente gélido para esta época del año. Pablo se arrebuja en el gabán y procura calentarse echándose el aliento en las manos. Quiere llegar a casa cuanto antes y tomar algo caliente, pero cuando llega a la place de la République sus pies deciden sin previo aviso torcer a la derecha y enfilar la rue du Château d’Eau. El edificio de la Bolsa de Trabajo se yergue majestuosamente, coronado por un reloj que parece alentar las aspiraciones revolucionarias: «Fluctuat Nec Mergitur», se puede leer sobre la esfera (y aunque se trata tan sólo del lema de la ciudad de París, Pablo no puede evitar interpretarlo en clave alegórica: podréis ser batidos por las olas, camaradas, pero no conseguirán hundiros). Al menos en el interior del edificio se está calentito, sobre todo en el amplio sótano, donde más de trescientos revolucionarios se han congregado esta tarde de domingo y discuten acaloradamente la estrategia a seguir en las próximas horas.
Pablo se queda junto a la puerta de entrada a la sala. El local está cargado de humo y de tensión a partes iguales. Ascaso, subido encima de una mesa, intenta moderar la improvisada asamblea. Pero todos quieren hablar a la vez e imponer su punto de vista. Algunos sospechan que el telegrama lo ha enviado la policía, y sugieren que se aplace la salida de la expedición mientras Jover y Caparrós no den señales de vida. No es una sospecha descabellada, pues con el revuelo que está armando la colonia española en París lo más probable es que la noticia de la conspiración haya llegado hace tiempo a oídos de Martínez Anido. Y ya se sabe que la mejor manera de hacer fracasar una conspiración es provocarla uno mismo, para así tenerla bajo control. Por eso algunos, como Gibanel y Pedro Orobón, proponen enviar un delegado a España para confirmar la veracidad del telegrama. Pero el grupo de los prudentes está en franca minoría, y pierden definitivamente la partida cuando el persuasivo Durruti sustituye a Ascaso en lo alto de la mesa y pronuncia estas palabras, en medio de un silencio expectante:
—Camaradas, creedme que entiendo el desasosiego de muchos de vosotros. ¿Cómo saber a ciencia cierta si la cosa está madura? ¿Cómo asegurarnos de que los telegramas, tanto el que hemos recibido hoy como el que llegó el jueves, no han sido enviados por los secuaces del dictador? En mi opinión, sólo hay una manera: yendo a la frontera para ver con nuestros propios ojos qué es lo que está pasando. Quedándonos aquí no vamos a solucionar nada. De lo que no hay duda es de que existen y se han creado las condiciones necesarias para llevar a cabo una acción revolucionaria. En Barcelona, el dictador se ha metido con el catalanismo y con ello no ha hecho más que proporcionarnos aliados con los que no contábamos. Se ha permitido el lujo de desterrar a intelectuales como Unamuno y Soriano, sembrar el descontento en las clases medias y practicar el favoritismo más descarado. La guerra de Marruecos sigue en pie y los soldados no quieren irse a morir a África. ¿No veis en todo esto, compañeros, signos positivos que nos llaman a la revolución? Por supuesto, también los hay negativos, ¿pero acaso no es el choque entre lo positivo y lo negativo lo que produce la chispa? ¡Nosotros tenemos el derecho y la obligación de hacer chocar lo negativo con lo positivo y producir esa chispa! Si alguien me reprocha que eso es aventurismo, entonces yo le digo que no hay revolución que no haya sido desencadenada por aventuristas… Es posible que esta vez nos equivoquemos y paguemos con nuestras vidas, o demos con los huesos en la cárcel; es posible que tras esta derrota tengamos otras; pero de lo que estoy seguro es de que cada vez que se produce una situación de este tipo se da un paso que nos acerca un poco más a la revuelta generalizada, y que nuestra acción no será nunca un acto inútil.
Un aplauso prorrumpe espontáneamente en la sala. Pero Durruti aún quiere añadir algo más:
—No os equivoquéis, compañeros: yo no pretendo convencer a nadie, porque un acto de esta naturaleza sólo puede ser obra de quienes ya están convencidos de los principios elementales que acabo de recordar aquí esta noche.
Tras la decisiva intervención de Durruti, se resuelve partir de inmediato hacia la frontera y esperar a que se produzcan nuevos acontecimientos. Mañana a primera hora, antes de las ocho, todos aquellos que sigan dispuestos a entrar en España para hacer la revolución deben presentarse en la estación de Saint-Lazare con la carga de equipaje indispensable. Allí se les proporcionará un billete de tren y, si es posible, algo de dinero. Las armas se les entregarán en la frontera para evitar problemas durante el viaje. Se lleva a cabo entonces la formación de los dos grupos, el que irá a San Juan de Luz y el que viajará hasta Perpiñán.
—Los que quieran ir a Perpiñán que se pongan a la izquierda; los otros a la derecha —ordena Ascaso recuperando su posición en lo alto de la mesa—. Los que no tengan preferencias, que se queden de momento en el centro. Pensad que el conocimiento del terreno es importante y también los contactos que podáis tener en el interior. Lógicamente, los catalanes deberíais ir a Perpiñán, y los vascos o navarros a San Juan de Luz.
La gente empieza a distribuirse, incluidos algunos miembros del Grupo de los Treinta, como Juan Riesgo, Luis Naveira, Gil Galar o Bonifacio Manzanedo, que se sitúan a la derecha. También Robinsón está entre los que van a ir a San Juan de Luz, junto a Anxo, el vegetariano al que llaman «el Maestro». En el grupo de la izquierda, Pablo puede distinguir a Agustín Gibanel y a los hermanos Orobón. Una vez terminada la primera distribución, los del grupo del centro se reparten de forma equitativa. Al ver que los principales ideólogos del movimiento no se integran en ninguno de los dos grupos, alguien pregunta:
—¿Y vosotros adónde vais a ir?
—Bueno —responde Ascaso—, algunos de nosotros nos quedaremos aquí hasta mañana por la tarde para gestionar la compra de armas y acabar de organizar el plan. No podemos ir con el grueso de la expedición porque la policía francesa nos tiene controlados y pondríamos en peligro el éxito de la revuelta. Pero en cuanto sea posible nos reuniremos con vosotros en la frontera. De todos modos, mañana en la estación acabaremos de conformar los grupos. Seguro que hay gente que no ha podido venir o que no se ha enterado de la asamblea. Además, durante el viaje se os irán sumando nuevos efectivos, y en San Juan de Luz y Perpiñán ya están preparados para recibiros. Camaradas —dice engolando la voz—, no hay tiempo que perder: en España está a punto de estallar la revolución y no podemos abandonar ahora a nuestros hermanos. Haced correr la voz y venid todos mañana a la estación de Saint-Lazare. El futuro de España está en nuestras manos. ¡Viva la revolución!
—¡Viva! —gritan a coro los presentes, algunos con más entusiasmo que otros. La mayoría empieza a abandonar la sala, algunos pensando cómo explicarán a sus mujeres que mañana se largan a liberar España, otros con el fuego de la revolución chisporroteándoles en el estómago.
Pablo se queda esperando a Robinsón junto a la puerta, observando detenidamente los rostros de los que van saliendo. Muchos reflejan la excitación del momento, varios tienen la mirada extraviada, algunos llevan la marca del miedo grabada en la cara, otros reflejan sólo cansancio. Por la expresión de algunos, Pablo deduce que mañana no acudirán a la estación; en la de otros, en cambio, cree ver el sincero reflejo de un ideal a punto de realizarse. Cuando Robinsón ve a Pablo junto a la puerta, va a su encuentro, acompañado de Teixidó.
—Gracias por venir… —saluda con su voz rasposa el responsable de propaganda.
—¿Cuántas necesitáis? —le corta Pablo.
—Lo ideal serían diez mil. Cinco mil para cada grupo. Pero con la mitad podremos apañárnoslas. Supongo que en el interior habrán conseguido también sacar algunas copias clandestinamente.
—Está bien, intentaré llegar hasta las diez mil, pero no puedo asegurároslo. Mañana llevaré las que tenga a la estación. Si me dais el texto, me voy ahora mismo a La Fraternelle. Eso sí, intentad quitarle el membrete a las octavillas durante el viaje, no quiero que el viejo Faure me eche de la imprenta. Ya tendré bastante con intentar justificar la desaparición de varios miles de cuartillas…
—Eso está hecho —promete Teixidó con firmeza—. Espera un momento, que ahora mismo te traigo el texto. —Y se dirige hacia la mesa en la que estaba subido Ascaso, alrededor de la cual siguen discutiendo acaloradamente Durruti, Vivancos, Recasens y compañía.
—De todos modos —le advierte Pablo a Robinsón aprovechando la ausencia de Teixidó— sigo pensando que la expedición es una locura. Y más si los principales dirigentes acaban quedándose en París…
—¿Qué estás insinuando?
—No estoy insinuando nada, Robin. Sólo digo que si van mal dadas, ellos no van a recibir los palos; pero si la revolución triunfa, serán los primeros en ponerse las medallas.
—Empiezas a pensar como un maldito burgués, Pablito. Deberías venir con nosotros para quitarte la tontería de encima.
Llega Teixidó.
—Aquí tienes.
—No es muy largo —constata Pablo echando un vistazo al texto.
—Preferimos que sea contundente. Como dice siempre don Miguel: lo bueno, si breve…
—… dos veces bueno —concluye Robinsón.
—Y lo malo, si largo, dos veces más caro —aporta Pablo, citando al viejo Faure—. En fin, nos vemos dentro de unas horas en la estación.
—Muchas gracias —le tiende la mano Teixidó—. Por España.
—Por la libertad —prefiere Pablo.
Y sale de allí, acompañado por Robinsón. En el hueco de la escalera está esperándolos Kropotkin, vigilando celosamente la vieja bicicleta Clément Luxe. Tras cruzar el gélido anochecer parisino, llegan de nuevo a la imprenta.
—No sé quién me explota más, la verdad, si el patrón o el proletariado —ironiza Pablo al poner en marcha otra vez las máquinas.
—Seguramente igual —se ríe Robinsón—. Pero uno lo hace para sacar lo peor de ti y el otro lo mejor.
—Ya, pero uno me da de comer y el otro me quita el sueño.
—Bueno, en eso tienes razón —acepta Robinsón—. Aunque también lo puedes ver de otra forma: uno compra tu alma y el otro te regala su amistad.
—¿No has pensado nunca en hacerte poeta? —pregunta Pablo con sorna mientras alinea los tipos en el componedor—. A ver: ¿de qué me sirve la amistad si no tengo alma?
Y así continúan filosofando durante un buen rato, Robinsón haciéndose cargo de la vieja Minerva y Pablo sacándole humo a la Albatros. Pasadas las tres de la madrugada dan por terminado el trabajo. Llevan ya casi ocho mil copias y están exhaustos.
—¿Y cómo nos llevamos todo esto? —pregunta Robinsón.
—En el bolsillo de la camisa, si te parece —responde Pablo bajando al almacén. Enseguida vuelve con dos sacos, en los que meten las octavillas. Pesarán casi diez kilos cada uno—. ¿Vienes a casa a descansar un rato antes de hacer la revolución?
—Claro, cómo no —sonríe Robinsón—. ¿A qué hora sale tu tren para Marly?
—A las nueve. Te ayudaré a llevar los sacos a la estación de Saint-Lazare y luego me iré a la del Norte a coger mi tren.
Atan los dos sacos entre sí, los acomodan en la bici a modo de alforjas y vuelven a casa llevándola a rastras. Durante el camino apenas abren la boca. En las últimas horas se han acelerado de tal manera los acontecimientos, que el momento de la despedida les ha cogido desprevenidos. Ni se les pasa por la cabeza que éstos puedan ser los últimos momentos que vayan a compartir: están demasiado cansados para pensamientos tan funestos. De todos modos, el destino aún les tiene reservada una sorpresa.
Al llegar a casa suben cargados con los sacos los siete pisos que conducen hasta la buhardilla. Ya son casi las cuatro y aún podrán descansar dos o tres horas antes de levantarse para ir a la estación de Saint-Lazare. Esta vez es Robinsón el que no consigue conciliar el sueño. Pablo, en cambio, se queda enseguida traspuesto. Y sueña. Sueña con alguien que hace mucho que no ve, con alguien por quien estuvo a punto de perder la vida: sueña con Ángela, a quien ha intentado olvidar durante mucho tiempo. Pero ya se sabe que el deseo de olvidar a alguien hace que se grabe aún más fijamente en nuestra memoria. Ángela lleva un camisón de dormir, de una blancura que daña los ojos, una blancura que contrasta con el moreno de su piel. Está en un camino solitario, en medio de un terreno llano que se extiende en todas direcciones, sin que se aprecie vida alrededor. De repente, aparece de la nada un hombre vestido con traje de lino y sombrero de jipijapa. La coge por la cintura y se la carga a hombros. Ángela grita y le golpea la espalda con los puños cerrados, pero el hombre no se inmuta y empieza a alejarse por el camino. Entonces Ángela levanta la cabeza y alarga los brazos hacia alguien: Ven, ven, ven, dice una y otra vez, mientras su rostro se va transformando sucesivamente en el de María, la madre de Pablo, y después en el de Julia, su querida hermana, e incluso en el de la pequeña Teresa, su sobrina de diez años, para volver a adoptar al fin el rostro de Ángela, que sigue gritando Ven, ven, ven, sin que nadie llegue a rescatarla. Y sólo al oír su nombre, Pablo se da cuenta de que es a él a quien están llamando: Ven, Pablo, ven, ven, Pablo, Pablo, ven, Pablo…
—¡Pablo, Pablo! —le despierta Robinsón—. Pablo, ¿te encuentras bien?
—¿Eh? Sí… Estaba soñando. Lo siento…
—Tranquilo, no podía dormirme. Soñabas en voz alta, parecías pasarlo mal. Te he despertado cuando has empezado a gritar y a mover los brazos…
—Gracias. ¿Qué hora es?
—Todavía es pronto, descansa un rato más. De hecho estaba pensando en ir a buscar a Naveira, que vive aquí al lado, para que me ayude con los sacos y así te puedas quedar un rato más durmiendo.
Pablo no dice nada, pero se incorpora sobre la cama y abre el cajón de la mesita de noche. Saca un objeto iridiscente, que desprende una luz verdosa, y lo observa con atención: es su amuleto de la suerte, un ojo de cristal reconvertido en colgante que le ha acompañado a todas partes desde que le salvó la vida hace ya unos cuantos años. Lo aprieta en la mano, se levanta y abre el único ventanuco que hay en la buhardilla. Está empezando a amanecer y el aire frío le golpea la cara.
—Robin.
—¿Qué?
—He tenido un sueño.
—Ya, ¿y?
Pero la pregunta de Robinsón es casi retórica, pues en la cara de su amigo adivina la respuesta.
—Que me voy contigo a España.
Son las ocho de la mañana del lunes 3 de noviembre de 1924 cuando Pablo y Robinsón llegan a la estación de Saint-Lazare, cargados con miles de panfletos y un par de mochilas llenas de ropa y de objetos personales. Kropotkin, el fiel perro salchicha, les abre alegremente el camino, intuyendo que la excursión va a ser más larga de lo habitual. Varios centenares de personas se han dado cita en el exterior de la estación, aunque no todas van a subir a los trenes con destino a Perpiñán y San Juan de Luz: la noticia ha corrido como reguero de pólvora entre la comunidad de españoles residentes en París y muchos se han acercado hasta aquí para decir adiós a las dos comitivas, que parten casi al mismo tiempo. Hay algunas mujeres llorosas despidiendo a sus maridos y niños legañosos besando a sus padres. También hay viejos republicanos que han acudido a la estación para intentar convencer a los expedicionarios de que esto es una locura, pero nadie les hace el más mínimo caso. La mayoría de los que han venido, sin embargo, lo ha hecho para jalear y despedir con todos los honores a estos hombres dispuestos a dar sus vidas por la libertad de la amada patria, algunos de los cuales, los más temerarios sin duda, traen armas envueltas en papel de periódico, poniendo en peligro a toda la expedición. Pero ¿quién va a convencerlos de que se desprendan de ellas a estas alturas?
La mayor parte son anarquistas, aunque también hay algunos comunistas, sindicalistas varios y revolucionarios sin etiqueta. Es verdad que no han acudido todos los que estuvieron anoche en el local de la Bolsa de Trabajo, pero a cambio se han sumado otros a quienes no se les esperaba: emigrados que han visto en la improvisada aventura una buena ocasión para volver a casa, desertores que pretenden beneficiarse del decreto de amnistía recientemente aprobado, e incluso gentes de mal vivir que se han apuntado con la esperanza de obtener algún dinero y un poco de comida, o al menos un billete de tren gratis hacia las cálidas tierras del Mediodía francés, ahora que en París empieza a notarse ya el fresquito. Pero qué se le va a hacer, todos valen para engrosar las filas de la revolución. Y más aún cuando las optimistas previsiones hablaban hace un mes de varios miles de hombres dispuestos a cruzar la frontera.
También están en la estación, faltaría más, los principales organizadores del movimiento, intentando poner orden a la variopinta expedición y eligiendo a los cabecillas de los dos grupos, que se dirigen hacia sus respectivos andenes tras haberse despedido de familiares y amigos. Al tren que va hacia San Juan de Luz suben unos ochenta o noventa revolucionarios, sin ninguna mujer entre ellos, aunque con un perro llamado Kropotkin; al que va a Perpiñán montan más de un centenar, con Ramona Berri y Pepita Not en el grupo. Los expedicionarios, cargados con sacos, macutos y morrales, se distribuyen por los compartimentos de los diferentes vagones, creyendo que así van a llamar menos la atención. Algunos incluso pretenden instalarse en los de primera clase, pero pronto son desalojados por el interventor, que pone el grito en el cielo al verles escupir y tirar los cigarrillos al suelo alfombrado. Agustín Gibanel y Valeriano Orobón son los encargados de repartir los billetes de tren a los que se dirigen a Perpiñán, mientras Robinsón y Naveira hacen lo propio con los que van a San Juan de Luz. Pablo encaja algunos fajos de pasquines en los morrales de sus dos compañeros y le da el segundo saco a Teixidó, para que lo distribuya entre los cabecillas del otro convoy. Pedro Massoni, con su aire de usurero, reparte al final unos pocos francos a los que han subido a los trenes, vigilando que nadie se baje de nuevo una vez cobrado el ridículo botín.
A las ocho y treinta y cinco minutos, un largo silbido anuncia que va a salir el tren con destino a Perpiñán. El intrépido Gibanel es el último en subir, arrastrando una pesada valija en la que afirma llevar varios jamones, cuando en realidad son fusiles Winchester. Algunos pañuelos se agitan en las ventanillas y el aire se llena de besos fugaces. Diez minutos más tarde un nuevo silbido anuncia la salida del tren con destino a San Juan de Luz. Nuevos pañuelos azotan el aire, nuevos besos desesperados lo atraviesan. Cuando se pone en marcha, los que han venido a despedir a los libertadores empiezan a abandonar la estación, hasta que en el andén sólo quedan Durruti y Ascaso, viendo cómo el tren desaparece de su vista.
—¿No te da la impresión de que los estamos mandando directamente a la boca del lobo? —pregunta Ascaso con la voz quebrada, sin atreverse a mirar a Durruti, que tarda en responder.
—¿Sabes, Francisco? —dice al fin, sin dejar de mirar el lugar por donde ha desaparecido el tren—. Si algo he aprendido en estos últimos años es que se puede ganar la lucha sin héroes, pero no se puede ganar sin mártires.
Y es que Pablo no lo sabe, pero acaba de coger un tren cuya última parada es el patíbulo.