VIII

(1906-1908)

El autor del atentado se llamaba Mateo Morral. Tenía veintiséis años, era natural de Sabadell y el ramo de rosas preñado de dinamita que lanzó desde un balcón del número 88 de la calle Mayor terminó con la vida de más de veinte personas, dejando heridas a otras varias decenas. Las pruebas grafológicas demostraron que había sido el propio Morral el que había grabado a punta de navaja la amenaza de muerte en el árbol del Retiro, quién sabe si con el inconfesable objetivo de delatarse y librarse de su destino. Dos días después fue descubierto en Torrejón de Ardoz y se quitó la vida de un disparo en el corazón, tras haber mandado al más allá a uno de sus perseguidores. Otros dieciséis anarquistas serían detenidos posteriormente, pero fueron dos intelectuales los que acabaron pagando los platos rotos, acusados de colaborar en el frustrado regicidio: el viejo José Nakens, director del semanario El Motín, en cuya redacción dio cobijo a Mateo Morral tras la fallida intentona, y Francisco Ferrer Guardia, fundador de la Escuela Moderna de Barcelona, donde el fracasado magnicida había trabajado como bibliotecario durante los meses previos al atentado. Nakens fue condenado a nueve años de presidio, mientras a Ferrer lo absolvían por falta de pruebas, tras haber pasado varios meses entre las herrumbrosas rejas de la cárcel Modelo de Madrid. El nombre de Vicente Holgado, sin embargo, no apareció por ninguna parte.

Pablo y Ferdinando permanecieron un día más en Madrid para poder cubrir la noticia del atentado desde el mismo lugar de los hechos, y luego volvieron a Salamanca.

—¿Quién era el tipo con el que chocamos? —preguntó por enésima vez Ferdinando mientras el tren atravesaba los campos de Castilla.

—Ya te he dicho que apenas lo conozco, Ferdinando.

—¿No dijiste que era un viejo amigo?

—Fue una manera de hablar.

—Pero al menos sabrás cómo se llama, ¿no?

—No.

Con aquella obstinada negativa, el revolucionario que Pablo llevaba dentro empezó a ganarle la partida al periodista en ciernes. Al llegar a Salamanca se puso a leer de un modo frenético a Bakunin, a Proudhon, a Kropotkin. Su madre, ante aquellas lecturas, se echaba las manos a la cabeza, extrañando los días en que le veía devorar las novelas de Julio Verne o de Emilio Salgari. Pero fue la muerte de Julián Martín la que acabó desatando definitivamente su espíritu anarquista. Un mal día, estando en la redacción de El Castellano, sonó el teléfono con fatídica estridencia:

—Es para ti, Pablito —dijo Obdulia, saboreando el diminutivo.

—¿Para mí? —se extrañó el chaval, que era la primera vez que recibía una llamada.

Al otro lado del aparato sonó la voz llorosa de su madre: le llamaba desde el Hospital de la Santísima Trinidad, donde habían tenido que ingresar a Julián. Al parecer, dos hombres le habían atacado mientras se dirigía a una escuela de las afueras de Salamanca, asestándole varios navajazos en el abdomen para robarle las cuatro perras que llevaba encima.

Cuando Pablo llegó al hospital, encontró a su madre y a su hermana llorando desconsoladamente en la antesala de la habitación, mientras el doctor intentaba convencer al cura de que sus servicios no eran necesarios. Julián apenas tenía fuerzas para hablar y había perdido mucha sangre.

—Acércate —le dijo a su hijo al verlo llegar, con un hilo de voz casi inaudible. Parecía que hubiese estado esperándole para morir, pues sólo tuvo tiempo de acariciarle el pelo y dejar a medias su última frase—: No te olvides de…

Pablo se mordió los nudillos con tanta fuerza que la boca se le llenó de sangre. El abogado de los asesinos dijo en el juicio que había sido el hambre la que había empuñado los cuchillos: aquellos desgraciados llevaban cinco días sin comer cuando se les nubló el entendimiento y asaltaron al inspector. Desde entonces, el hambre se convirtió para Pablo en su peor enemigo y La conquista del pan, de Piotr Kropotkin, en su libro de cabecera. A los dos meses de la tragedia, María y Julia se llevaron el luto a Baracaldo, pero él se quedó en Salamanca (ahora más que nunca la ciudad de la muerte) y no tardó en entrar en contacto con los focos anarquistas y sindicalistas de la zona, creyendo honrar la memoria de su padre con un compromiso ideológico cada vez más acusado. Dejó el piso en el que vivía, demasiado grande y costoso para él solo, y alquiló una habitación cerca de la universidad, en una casa de huéspedes repleta de estudiantes con pinta de señoritingos y regentada por una vieja cascarrabias a la que todos llamaban «señora Cuervo». Su compromiso ideológico acabó derivando en activismo libertario y a principios de 1907 fue arrestado por haber pintado sobre la fachada de la catedral la mítica frase de Josiah Warren: «Todo hombre debe ser su propio gobierno, su propia ley, su propia iglesia». Como consecuencia de aquel arresto estuvo a punto de perder su empleo en El Castellano, donde cada vez barría menos escaleras y cubría más noticias, llenaba menos tinteros y corregía más erratas. Sin embargo, gracias a la intervención de Ferdinando, consiguió mantener el trabajo, con la seria advertencia de que si volvía a las andadas sería puesto de patitas en la calle sin contemplaciones.

Pero Pablo no estaba dispuesto a renunciar a sus ideales, fueran políticos o amorosos. Así, mientras su boca se iba alimentando con términos como «acción directa», «autogestión» o «propaganda por el hecho», su corazón seguía bebiendo de la misma fuente: la de las cartas que Ángela le enviaba dos veces al mes, unas cartas que la muchacha perfumaba amorosamente aun a sabiendas de que Pablo era incapaz de disfrutar de los olores. Y aunque no se habían vuelto a ver desde aquella lejana despedida en la estación de Béjar, el intercambio epistolar era de tal intensidad que estaban convencidos de que tarde o temprano podrían reanudar su relación como si no hubieran pasado los años. A veces hacían planes de futuro y Pablo fantaseaba con dar la vuelta al mundo en su viaje de novios, y Ángela le decía que ya no quería ser espeleóloga, sino antropóloga, y que se irían a vivir juntos a África, a América o a Oceanía, donde ella podría estudiar las costumbres de los jíbaros o de los caníbales. También el carteo con Robinsón había sido fluido al principio, pero se había interrumpido cuando cumplió su promesa de largarse de casa e inició una vida errática por los pueblos de media España, desde donde enviaba cartas y postales sin remite a las que Pablo no podía contestar. En la última que mandó, Robinsón le anunciaba su intención de hacerse definitivamente vegetariano e ingresar en una comuna naturista de la costa catalana, donde pensaba aislarse del resto del mundo hasta nuevo aviso.

Entre unas cosas y otras, Pablo cumplió dieciocho años, se dejó crecer la barba y se aficionó a fumar cigarrillos, sujetándolos entre el dedo anular y el corazón, con cierta impostura dandi. Un buen día se miró en el espejo y se sintió mayor, lo suficientemente mayor como para formar una familia. Una cosa es ser anarquista, se dijo, y otra muy diferente predicar el amor libre. Y le escribió una carta a Ángela en la que le proponía matrimonio. No especificó que su idea era casarse por lo civil, aberración que Pío IX había calificado de concubinato, pero ya habría tiempo de entrar en detalles. Esperó con cierto nerviosismo la respuesta de ella: pasó una semana, luego otra, y otra más, y seguía sin llegar contestación alguna. Pablo le echó la culpa al servicio de correos y escribió una nueva carta, en la que volvía a sacar el tema del matrimonio. Y aquella vez sí que obtuvo respuesta. Pero no de Ángela, sino de don Diego Gómez, ex teniente coronel del ejército español en la ya lejana guerra de ultramar. Eran apenas cinco líneas de noble caligrafía, pero herían como dagas de maleante:

Señor Martín: Ignoro si éstas son las maneras que le enseñó su padre, q. e. p. d., pero antes de hacer propuestas matrimoniales a mi hija Ángela, debería haber hablado conmigo. Sepa que tengo para ella planes de boda muy distintos de los que usted propone, por lo que le ruego, y aun exijo, que deje de importunarla con sus epístolas. Espero haber sido suficientemente claro. Atte.

DON DIEGO GÓMEZ ARQUÉS

Pablo pasó tres noches sin poder dormir, intentando convencerse de que la voluntad de Ángela era ajena a los designios de su padre. En los momentos de mayor delirio, la imaginaba secuestrada en lo alto de una torre, esperando a que llegara su vampiro a rescatarla. Y al amanecer del cuarto día mandó un telegrama a El Castellano anunciando que se tomaba sus primeras vacaciones en cuatro años. Luego se fue a la estación y compró un billete de tren con destino a Béjar, dispuesto a raptar a Ángela si fuera necesario. Aunque para ello tuviese que enfrentarse a toda la Armada Española.

Le recibió un cielo trufado de nubarrones negros que presagiaban tormentas o desgracias. Los pájaros volaban casi a ras de suelo, nerviosos y atolondrados. Entre la estación y la casa de los Gómez, Pablo se cruzó con varias caras conocidas, pero ninguna le devolvió el saludo, como si los más de cuatro años transcurridos desde su última visita le hubieran hecho invisible o como si aquella barba rala que se había dejado crecer fuera una máscara impenetrable para los que le recordaban con su cara de adolescente lampiño. Fuera como fuese, sintiéndose más forastero que nunca, llegó a la calle Flamencos y golpeó la puerta de los Gómez con determinación. Pero no obtuvo más respuesta que el silencio. Cuando se disponía a llamar por segunda vez, oyó una voz a sus espaldas:

—Es mejor que no insistas.

Don Veremundo Olaya, el padre de Robinsón, succionaba con avidez una pipa y sonreía amargamente:

—Casi no te reconozco, Pablo. Cómo has cambiado.

—Espero que sea para bien, don Veremundo —respondió devolviéndole la sonrisa amarga—. ¿Por qué no debería insistir?

—Porque últimamente los ánimos están un poco revueltos en la familia Gómez. Y me parece que tú tienes buena parte de culpa en ello. Anda, vamos adentro, no te quedes ahí plantado.

La posada seguía igual, con sus artríticas escaleras de madera que se quejaban a cada paso y la gran mesa de roble presidiendo el comedor, la misma que había albergado diez años atrás una improvisada cena de Nochebuena.

—Ya sabes cómo es el viejo militar —continuó don Veremundo—. Cuando se le mete una idea en la cabeza no hay quien se la quite…

—Las ideas, cuando son injustas, se vencen con los hechos —le interrumpió Pablo, tirando del manual del buen anarquista.

—Tú verás lo que haces, pero ten cuidado. Don Diego Gómez no se anda con chiquitas: quiere casar a Ángela con su primo Rodrigo…

Pablo sintió que aquellas palabras eran una estocada mortal a punto de atravesarlo. Afortunadamente, la inacabada frase de don Veremundo consiguió desviar la espada en el último momento:

—… pero ella se niega en redondo a aceptar el matrimonio. Dice que su corazón ya está comprometido.

La estocada mortal se mudó en caricia de astracán y Pablo no pudo reprimir una orgullosa sonrisa de macho ganador.

—No te las prometas tan felices —le advirtió el posadero, más versado en tales lides—. Don Diego la ha encerrado con doble llave en su cuarto hasta que no entre en razón. Varias semanas lleva ya la pobre entre cuatro paredes…

—Será hijo de puta —musitó Pablo apretando los dientes—. Ahora mismo voy a hablar con él.

Salió de la posada y se dirigió de nuevo a la casa de los Gómez, sin que de nada sirvieran las advertencias de Veremundo Olaya. Y es que si había algo que podía sacarlo de sus casillas era la injusticia de los fuertes contra los débiles.

—¡Abran, abran la puerta! —gritó Pablo varias veces, dando golpes con la aldaba.

Por fin se oyeron las voces de los padres de Ángela, que discutían en el zaguán. Luego se escuchó una bofetada y ruido de pasos subiendo las escaleras. Al abrirse la puerta, se recortó a contraluz la imponente figura de don Diego Gómez, que salió a la calle precedida por el ojo amenazador de una escopeta Remington traída de Cuba:

—Como no te largues de aquí ahora mismo —dijo con el tono que se le supone a un viejo militar retirado y derrotado—, te compro un billete hacia el otro barrio.

Y al ver que Pablo no se movía, levantó el fusil y le apuntó directamente al entrecejo.

—¿Me has entendido?

«No hace falta ser muy hombre para hacer infeliz a una hija», quiso responderle Pablo, pero su cerebro ya estaba funcionando a mil por hora, como le ocurría siempre ante el peligro, y las palabras que salieron de su boca fueron otras bien distintas:

—No se ponga así, don Diego —dijo reculando y levantando las manos—. Sólo venía a decirle que…, que renuncio a la mano de su hija. Disculpe usted las molestias…

Y dando media vuelta salió corriendo camino de la estación. Esperó a que llegase el primer tren con destino a Salamanca y, asegurándose de que le oyesen bien todos los presentes, se despidió de Béjar al grito de:

—¡Hasta nunca, pueblo ingrato!

Pero Pablo no tenía intención de llegar muy lejos. En la siguiente parada bajó discretamente y rehízo el camino a pie. Cuando llegó a Béjar, había empezado a anochecer y el frío era cada vez más intenso. Se subió las solapas de la vieja gabardina estilo Sherlock Holmes que Ferdinando le había regalado tras el atentado de Mateo Morral y se dirigió dando un rodeo hasta la posada de don Veremundo, evitando pasar por delante de la casa de Ángela. Esperó a que se hiciese noche cerrada y llamó suavemente a la puerta de la fonda. Cuando el padre de Robinsón le vio aparecer de nuevo, meneó la cabeza de un lado a otro:

—Cabezón como don Julián, que desde el infierno me perdone. Anda, entra, que te vas a helar ahí fuera.

—¿Quedan habitaciones libres para pasar la noche? —preguntó Pablo sacando un billete del bolsillo.

—Guarda eso, hombre, Roberto se enfadaría si se enterase. Puedes quedarte en su habitación. Ya sabes que se marchó de casa, ¿no?

—Sí.

—Pues no se hable más. Pero que conste que yo no me hago responsable de lo que pueda ocurrirte a partir de ahora.

Tras cenar con los padres de Robinsón, Pablo se acostó temprano, o más bien hizo ver que se acostaba. Porque ni siquiera se quitó la ropa. Cuando sonó la medianoche en el campanario de San Juan Bautista, se levantó de la cama y salió sigilosamente de la habitación, alumbrándose con un cabo de vela. El desván estaba tal como lo recordaba, aunque le pareció más pequeño, como si hubiese ido menguando con el paso de los años. En un rincón dormitaba el viejo baúl carcomido, pero esta vez no hizo falta arrastrarlo hasta el tragaluz: Pablo podía sacar perfectamente la cabeza sin tener que ponerse siquiera de puntillas. Abrió la ventana con chirriante esfuerzo y comprobó que lo último que se pierde no es la esperanza, sino la costumbre: Ángela seguía durmiendo con la luz encendida. Las cortinas echadas no le permitían ver el interior de la estancia, pero creyó intuir una sombra paseándose de un lado a otro de la habitación, a pesar de lo avanzado de la hora. Ignoraba si la habrían informado de su llegada, pero era más que probable que los gritos y aldabonazos se hubieran colado hasta su cuarto, pues no hay llave ni candado que pueda impedir al amor atravesar los muros de una cárcel, pensó Pablo tergiversando a Bakunin, que hablaba de otros amores menos carnales. Llevado por aquel pensamiento, sacó medio cuerpo por la ventana y susurró todo lo fuerte que pudo:

—Sssht, Ángela…

Pero la única respuesta fue el gemido del viento, que se coló en el altillo y apagó la vela.

—Ángela, soy yo, Pablo…

Apenas habría cuatro metros de distancia entre un edificio y otro, pero un mundo entero parecía empeñado en separarlos. Ojalá fuera un vampiro de verdad, pensó Pablo, para poder volar hasta tu cuarto. Y como si aquello fuera el conjuro que abría la puerta de Alí Babá, la luz de la habitación de Ángela se apagó súbitamente y silbaron los goznes de su ventana. Asomado al tragaluz, Pablo contuvo la respiración. Y en la oscuridad de la noche pudo ver cómo centelleaban aquellos ojos que llevaba años imaginando en sueños.

—Pablo… —musitó Ángela.

—Ángela… —musitó Pablo.

Un escalofrío les recorrió la espalda.

—¿Cómo has…? —intentó preguntar ella, algo turbada.

—¿Por qué no me dijiste…? —intentó responder él, a trompicones.

El escalofrío dejó paso al sofoco.

—Casi no te veo —dijo ella, alargando un brazo.

—Yo tampoco —dijo él.

Pasó un ángel por el callejón, mientras los dos chicos intentaban distinguir los contornos de sus rostros.

—Voy a encender la luz —dijo Ángela—. Así podremos vernos mejor.

—¿No será peligroso?

—No, qué va. Yo siempre duermo con la luz encendida —confesó antes de desaparecer—. Estás guapo con barba —dijo al asomarse de nuevo a la ventana.

—Tú también —respondió Pablo.

—¿Yo también estoy guapa con barba? —sonrió ella.

—Sí. O sea, no. Bueno, ya me entiendes… —enrojeció él bajo la máscara.

Un segundo ángel atravesó el callejón, más largo aún que el primero.

—Pablo —rompió finalmente Ángela el silencio, con voz trémula.

—¿Qué?

—¿Tú hasta dónde estarías dispuesto a llegar por mí?

El hijo del inspector meditó un instante su respuesta y sentenció:

—Hasta el infinito.

—Pues entonces sácame de aquí, por lo que más quieras, y vámonos a vivir juntos muy lejos, a África o a América.

—¿Sabes qué he soñado estos últimos días? —fue la respuesta de Pablo.

—No, ¿qué? —dijo Ángela en un suspiro.

—Que eras una princesa secuestrada en una torre y que yo venía a rescatarte. Parece que no me equivocaba demasiado…

—¿Y qué pasaba?

—¿Dónde?

—En el sueño, hombre. ¿Me rescatabas o no me rescatabas?

—No lo sé. Siempre me despertaba cuando estábamos a punto de descolgarnos por la ventana…

—Pues más vale que esta vez tardemos un poco más en despertarnos —dijo Ángela con firmeza—. Ya no aguanto más este pueblo, esta familia, esta vida. Quiero irme de aquí, Pablo, y quiero irme contigo.

—Está bien —dijo él, notando que su cabeza empezaba a carburar de nuevo a toda velocidad—. Espera un momento.

Pablo se apartó del tragaluz y volvió a encender la vela. Sus ojos recorrieron el desván como un tigre al acecho de su presa. Al fin el pulso se le aceleró al encontrar lo que buscaba: en un rincón, cubiertas de polvo y tiempo, varias vigas apiladas parecían lamentar su ostracismo. Intentando hacer el menor ruido posible, arrastró uno de aquellos largos travesaños hasta la claraboya, lo apoyó contra el alféizar y volvió a asomar la cabeza.

—Ángela —susurró.

—¿Qué?

—Voy a intentar llegar hasta tu ventana, pero necesito que me ayudes.

—¿Estás loco?

—No, escucha. He encontrado una viga que puede servirme de puente. Está en buen estado y es suficientemente larga. Pero pesa mucho.

—¿Y qué quieres hacer?

—Voy a empujarla desde aquí, pero llegará un momento en que ya no pueda aguantar el peso. Será entonces cuando tú tengas que asomarte y coger la viga por el otro extremo. ¿Entendido?

—Sí.

—Muy bien. Allá voy.

Pablo se alejó del tragaluz y agarró el extremo opuesto del travesaño, empujándolo con ambas manos. El alféizar rechinaba por el roce y Ángela se mordía las uñas con el corazón en un puño, temerosa de que el ruido pudiera despertar a sus padres. La viga se equilibró al reposar sobre su punto medio, como una balanza. Había llegado el momento más difícil y aún debían de faltar casi dos metros hasta el otro lado. Ángela alargó los brazos y Pablo continuó empujando, cada vez con mayor esfuerzo, notando cómo el peso aumentaba exponencialmente con cada centímetro avanzado. Al final, cuando ya no pudo empujar más, tuvo que colgarse del travesaño para impedir que cayera con estrépito a la calle. Pero ya no había marcha atrás, sólo era cuestión de tiempo que le flaquearan las fuerzas y la viga se le escapara de las manos. Fue entonces cuando notó que el peso disminuía: ¡aquello sólo podía significar que Ángela había conseguido agarrar el otro extremo! Intentó empujar nuevamente y volvió a sonar el chirrido del alféizar.

—Un poco más —escuchó el jadeo de Ángela.

Tras un último esfuerzo, desapareció por completo el peso del travesaño. Pablo sacó la cabeza por el tragaluz y pudo ver la amplia sonrisa de Ángela iluminando la noche: lo habían conseguido. Ahora sólo hacía falta cruzar aquel estrecho puente de madera que colgaba sobre el abismo.

—Voy para allá —dijo Pablo.

—¿No sería mejor que cruzara yo? —respondió Ángela.

—¿Estás loca? ¿Y si te caes?

—¿Y si te caes tú?

—Bueno, la idea ha sido mía. Yo asumo el riesgo. Si luego veo que no hay peligro, cruzamos los dos hacia este lado.

—Espera un momento —dijo Ángela, desapareciendo de la ventana.

—¿Qué pasa? —dijo Pablo cuando volvió a aparecer.

—Nada, que he ido a atrancar la puerta con un silla.

Los dos chicos se miraron en la oscuridad, pensando tal vez que aquel juego era más emocionante que el hinque o la rayuela. Y mucho más peligroso, desde luego.

—Sujeta bien de ese lado —dijo Pablo, encaramándose al alféizar.

—Pablo… —susurró Ángela.

—¿Qué? —respondió el otro mientras se sentaba a horcajadas sobre la viga y se abrazaba a ella como un koala.

—Ten cuidado.

—Cuenta con ello —dijo, y empezó a avanzar poco a poco, arrastrándose por el travesaño.

Pero Ángela aún no había terminado su frase:

—Porque si te caes, yo iré detrás.

Más presión para el pobre Pablo.

—No digas eso y sujeta fuerte.

Al llegar a mitad de camino, una racha de viento sopló con virulencia.

—Pablo… —volvió a susurrar Ángela, a quien los nervios parecían haberle provocado incontinencia verbal.

—¿Qué? —respondió Pablo levantando la cabeza.

—Que te quiero.

No era el mejor momento para decir aquello, desde luego, pero quién sabe si podría volver a decírselo.

—Yo también te quiero, Ángela —respondió Pablo, colgando sobre el vacío. Y pensó que después de aquello ni siquiera la muerte tendría importancia.

Entonces un ruido rompió el hechizo y vieron aparecer al principio del callejón el farol del sereno. «Mierda», musitó Pablo, que tuvo un acceso de vértigo al mirar hacia abajo. Se agarró con fuerza al travesaño y contuvo la respiración, mientras Ángela apagaba la luz del cuarto y el sereno empezaba a farfullar frases incomprensibles: no era ningún secreto que al beodo de don Miguel le gustaba hacer la ronda bien calentito. En un momento dado, levantó la vista y no pareció creer lo que intuían sus ojos, pues empezó a negar con la cabeza y a darse golpes en la coronilla, antes de desaparecer murmurando incongruencias.

—¿Nos habrá visto? —preguntó Pablo, cuando se recuperó del vértigo.

—No creo —respondió Ángela—. Además de miope, va siempre borracho.

Y Pablo acabó de cruzar aquel improvisado puente que unía dos casas y dos corazones. Al llegar al otro lado, Ángela le tendió la mano y le ayudó a entrar en su habitación. El abrazo que se dieron fue de los que paran los relojes y hacen arder el hielo. Luego sus bocas se buscaron, y se encontraron; sus lenguas se reconocieron, y se agradaron; sus ojos se miraron, y relucieron; sus manos se aventuraron, y se perdieron; sus labios murmuraron, y se callaron; sus gargantas se estremecieron, y jadearon; sus corazones bombearon, y enloquecieron; sus pieles exudaron, y palidecieron; sus cuerpos se pelearon, y sucumbieron; sus ropas se deslizaron, y desaparecieron; sus sexos se humedecieron, y se engarzaron; sus mentes se obnubilaron, y perdieron la noción del tiempo y del espacio.

Cuando volvieron en sí, la luz del alba entraba por la ventana y alguien aporreaba la puerta de la habitación:

—¡Ángela! ¡Ángela! ¡Abre la puerta, Ángela!

Era la voz de don Diego Gómez, teniente coronel de la Armada Española.