CUANDO cundió en París la noticia de la postura revolucionaria adoptada por Blasco Ibáñez, acudieron a él los descontentos, los entusiastas de buena fe, los revolucionarios que románticamente creen en su radicalismo. Y una tarde, en un restaurant que en las alturas de Montmartre posee un español, se celebró el cónclave conspirador.
EL CABALLERO AUDAZ, El novelista que vendió a su patria.
A la altura del número 8 de la rue Danton, a cuatro pasos de la Île de la Cité, un grupo bastante numeroso de gente se agolpa intentando acceder al interior del edificio. Hoy es viernes, 31 de octubre de 1924, y en la Salle des Sociétés Savantes no cabe ni una aguja: dentro de unos minutos va a dar comienzo el anunciado mitin de Blasco Ibáñez y Miguel de Unamuno, en un nuevo intento de concienciar a la opinión pública de la necesidad de derrocar al gobierno autoritario de Primo de Rivera. La presencia de ciudadanos franceses es mayor que en el acto que tuvo lugar hace casi un mes en la Casa Comunal, en el que Blasco salió aclamado por una multitud de fervientes españoles exiliados, pues el mitin ha sido organizado con la ayuda de los izquierdistas parisinos, de la Liga de los Derechos del Hombre e incluso de algunos miembros destacados de la francmasonería. La gente no para de quejarse a gritos en el exterior del edificio, a pesar de que el conserje intenta explicar de buenas maneras que por motivos de seguridad no puede entrar nadie más a la sala y que, además, según le acaban de informar, el mitin ya ha comenzado. Pablo, aunque ha cogido el metro para venir desde la imprenta, está entre el grupo de los que se han quedado fuera. Al ver la situación, decide dar media vuelta y marcharse a casa. Al fin y al cabo, tampoco tiene muchas ganas de encerrarse a escuchar a aquellos dos revolucionarios de papel, después de todo lo que le ha contado Robinsón a mediodía. Mientras se abre paso entre la muchedumbre, una militante francesa intenta convencerle de que compre un sello «pro liberación de España». Se desembaraza de la joven con cualquier excusa y empieza a andar por la acera hacia el puente de Saint-Michel, instante en que se abre una puerta lateral del edificio en que tiene lugar el mitin y alguien lo agarra del brazo, atrayéndolo hacia el interior.
—No creerías que ibas a librarte tan fácilmente, ¿verdad? —sonríe en la penumbra Robinsón—. Su señoría tiene siempre un asiento reservado en la Salle des Sociétés Savantes.
Y lo conduce por unas empinadas escaleras hacia un palco desde el que podrá escuchar a los conferenciantes. Una lujosa lámpara de araña ilumina el barroco salón y a los cientos de asistentes, entre los que se encuentran muchos de los miembros del Comité de Relaciones Anarquistas. Abajo, junto a una puerta excusada que hay al fondo de la sala, Pablo reconoce a Durruti y a Ascaso, acompañados de dos muchachas con el pelo a lo garçon: Ramona Berri y Pepita Not, las dos únicas mujeres que hay en el Comité, antiguas integrantes del grupo Los Solidarios. También le parece ver, entre la gente de las primeras filas, a Juan Riesgo, a Massoni y a Vivancos, con el brazo en cabestrillo, y al mayor de los hermanos Orobón. Solo, junto a la puerta de entrada, está Recasens haciendo guardia, metido en su papel de Napoleón. No están, por supuesto, ni Jover ni Caparrós, que esta mañana han partido hacia la frontera. También hay un buen número de comunistas y de sindicalistas, muchos de los cuales han sido reclutados por Robinsón para formar parte de la expedición revolucionaria. Y en el espacio reservado para los periodistas, Pablo descubre al menudo redactor de Ex-ilio, con su pelo engominado y su bigotito recién recortado, listo para apuntalar la crónica que aparecerá el lunes en el semanario.
—Pablo —dice Robinsón al llegar al palco—, creo que ya conoces a Anxo, Carlos y Baudilio.
Son los tres vegetarianos reclutados por Robinsón en el restaurante de la rue Mathis.
—Sí, claro, ¿cómo estáis? —saluda Pablo dándoles la mano.
Abajo, en el estrado, acaba de abrir el acto Charles Richet, un viejo y conocido profesor de la Sorbona, masón, espiritista y experto en metempsicosis. Sus palabras son coreadas por los gritos de algunos de los asistentes, que la emprenden contra el fascismo, contra Mussolini y contra Primo de Rivera, e incluso contra el gobierno francés presidido por el Cartel des Gauches. Tras él toma la palabra un orador portugués, vestido de esmoquin, que hace un breve pero sentido homenaje en recuerdo de la trágica e injusta muerte de Ferrer Guardia. Luego le toca el turno a Ortega y Gasset, que pronuncia un discurso valiente y sin concesiones. Pero el plato fuerte llega cuando sube al estrado el antiguo rector de la Universidad de Salamanca, don Miguel de Unamuno, con su barbita blanca reluciente, y encandila a los asistentes con un discurso apasionado que mezcla ira e ironía a partes iguales, como en este preciso instante en el que arranca las risas de los presentes con un soberbio ataque a la yugular de Primo de Rivera:
—Ya me perdonarán ustedes la expresión, pero dice ese tonto entontecido que yo soy un mal hijo de España. ¿Un mal hijo yo? ¡Pero si yo no soy hijo de España! ¡Si soy, como todo profesor, su padre!
Envejecido por el destierro y con sesenta años cumplidos, Unamuno parece revigorizarse con las risas y los aplausos de la concurrencia.
—No es que ese militar borracho y putañero esté vacío, no: es que está lleno de vacío, que no es lo mismo. Y luego ese otro cerdo epiléptico de manos ensangrentadas —dice para referirse a Martínez Anido— va y me llama conspirador. De acuerdo, lo acepto, seré un conspirador. Pero yo conspiro a la luz del día, señores, no como ellos. Yo lo que quiero es que se sepa todo lo que digo. Y si lo digo es precisamente porque quiero que se sepa…
Sus ataques a Primo se suceden, regodeándose en el conocido chisme de la Caoba, la protegida del dictador, a quien ordenó poner en libertad cuando fue detenida y procesada por posesión de cocaína.
—¡Buena muestra del respeto que ese pequeño Buda charlatán profesa a la justicia!
Acto seguido, llueven los palos contra la monarquía:
—¿Y qué me dicen de ese narizotas que nos ha caído en suerte? Alfonso XIII es un mal hombre y el responsable principal de todo lo que está ocurriendo en Marruecos. ¡No se puede ir a la guerra como quien va a batirse en duelo! ¿Saben lo que ha dicho el jefe moro Abd el-Krim tras las acusaciones de nuestro audaz monarca a Francia e Inglaterra por haber vendido armas a los marroquíes? Que para qué va a necesitar que le den armas las otras naciones europeas, si le basta con las que le proporcionan los españoles en sus retiradas y derrotas. ¡Somos la rechifla de Europa!
Unamuno se ha acalorado y toma un respiro para beber agua.
—¿Y qué decir de sus vástagos? —continúa su diatriba contra la monarquía—. El príncipe de Asturias ha heredado la hemofilia de su madre, el segundo es sordomudo de nacimiento y el tercero vete tú a saber qué tendrá. ¡La República es la única alternativa! Y si para ello se necesita hacer la revolución, ¡pues habrá que hacerla, digo yo!
Una ensordecedora salva de aplausos y vítores inunda la sala. Y el profesor, envalentonado, prosigue con su filípica contra la dictadura y la monarquía. Al descender del estrado, lo hace bajo una cerrada ovación, saludando como un torero. Es entonces cuando Pablo ve entrar en la sala a Luis Naveira, acompañado por el conserje del edificio, que parece haber accedido de mala gana a dejarle pasar, aunque sólo sea para avisar a alguien. La propina debe de haber sido generosa. A Naveira se lo ve muy alterado y prorrumpe en grandes aspavientos al encontrar a Recasens, que le hace un gesto para que lo acompañe hacia el fondo de la sala, donde están Durruti y Ascaso. Los dos hombres se abren paso a codazos entre la gente que abarrota el local y consiguen llegar hasta los dirigentes anarquistas. Intercambian unas palabras y desaparecen por la puerta excusada. Robinsón, que no se ha perdido detalle, se levanta bruscamente:
—Voy a ver qué pasa —le dice a Pablo, y abandona el palco dejándolo allí sentado con los tres vegetarianos.
Tras Unamuno, le llega el turno a Blasco Ibáñez, que sube al estrado retocándose el escaso pelo, de ese color negro mate que dan las malas tinturas vegetales; se apoltrona detrás de la mesa, se llena un vaso de agua y da cuerda al reloj de bolsillo Roskopf que siempre le acompaña mientras espera a que se apaguen los aplausos. El escritor valenciano no ha preparado mucho su intervención, ya que estos últimos días ha estado ocupado en dar el visto bueno a la traducción francesa de su incendiario folleto, hecha por un joven estudiante de filosofía que frecuenta su tertulia en el café Américain. Pero aunque se trata de un refrito mal hilvanado de lo que dijo hace un mes en la Casa Comunal, su labia y su presencia van a bastar para enardecer los ánimos de los asistentes, que no dudarán en interrumpirle continuamente para dar vivas a la anarquía y fueras a la burguesía.
—Republicanos —comienza Blasco, y se escuchan algunas protestas entre el público—. ¿Acaso sois monárquicos? —pregunta con evidente retintín, dejando perplejo a más de uno—. Españoles, entonces —continúa, pero tampoco esta vez consigue contentar a todos, pues muchos de los asistentes no lo son—. En fin, compañeros: quiero deciros de buenas a primeras que yo no me ando por las ramas, como los monos. Yo tiro al tronco. ¡Y mi hacha da certera en el árbol hasta hacerlo caer!
Un coro de gritos y aplausos responde como un eco a cada una de sus intervenciones, pronunciadas con tal beligerancia que asustan a los más moderados. No las reproduciremos todas aquí, pues ya las oímos mutatis mutandis en la Casa Comunal, pero no podemos resistirnos a consignar la intervención de un espontáneo que, aprovechando la pausa que hace Blasco para beber un sorbo de agua, grita:
—¡Cuando gobernéis vosotros nos fusilaréis lo mismo que los que gobiernan ahora!
A lo que don Vicente responde, con voz enérgica:
—Fusilaremos a los que se rebelen contra la República, sean de la derecha o de la izquierda…, pero sobre todo fusilaremos a los agentes provocadores —replica señalando al interruptor con el dedo.
Y entre los aplausos de la concurrencia, el escritor valenciano da la puntilla a su discurso con una declaración de intenciones que hace subir varios grados la temperatura de la sala:
—Yo no estoy aquí porque sí, ni para pasar un rato agradable con vosotros. No, no, en absoluto. ¿Queréis saber por qué estoy aquí esta noche? —Y tras un silencio expectante, concluye elevando el puño—: ¡¡Yo estoy aquí para hacer la revolución!!
Tras el rugido enfervorizado de buena parte de los presentes, un joven comunista de las primeras filas se sube al estrado al grito de:
—¡Viva la república social! ¡Viva Rusia!
A lo que Blasco responde, invitándole a bajar de la tarima:
—Sí, muchacho: ¡viva la república social! Pero, primero, vayamos a la república democrática…
Tras la respuesta del afamado escritor, el mitin acaba derivando hacia un coloquio encendido en el que unos defienden la revolución bolchevique, otros la revolución democrática, otros la anarquista y los más despistados la revolución capitalista. Cuando termina el mitin y Blasco desciende del estrado, un anciano español de las primeras filas le increpa por su adhesión al comunismo bolchevique. El escritor lo mira con benevolencia, se acerca hasta él y le susurra al oído: «No se alarme, abuelo, que la república comunista no triunfará nunca en España. Dejemos que estos jóvenes nos ayuden a conseguir la república democrática y luego ya les pararemos los pies…».
Como Robinsón no ha vuelto, Pablo abandona el palco con los tres vegetarianos. Ya en la calle, se despide de ellos y vuelve andando a casa. Al atravesar el puente de Saint-Michel oye una fuerte discusión entre dos mendigos que se pelean por un sitio en el muelle que ambos reclaman como propio. Parece que el sentido de la propiedad privada ha arraigado también entre los más desfavorecidos. Quince minutos después, al llegar a la buhardilla, se tumba en la cama sin quitarse los zapatos y se queda profundamente dormido.
Le despierta Robinsón al cabo de un rato, pero Pablo no sabe si ha pasado un minuto o ya es hora de levantarse.
—¿Qué, qué pasa? —pregunta aturdido, al tiempo que se incorpora sobre la cama.
—Quítate los zapatos, anda, que no son formas de dormir.
Pablo gruñe, se quita las botas y se las lanza a Robinsón, que las esquiva de milagro.
—Bueno, hombre, no te pongas así. Encima que me preocupo por tu descanso… ¿Sabes qué? —pregunta el vegetariano.
—¿Qué? —ladra Pablo tapándose con la manta y escondiendo la cabeza bajo la almohada.
—Nada, nada… Bueno, sí —dice finalmente—. Que te voy a echar de menos.
Pero Pablo ha vuelto a dormirse y su única respuesta es un ronquido largo y sibilante. Cuando despierte por la mañana, Robinsón ya no estará en casa.
La jornada del sábado transcurre sin sobresaltos. A mediodía, Pablo se arriesga a ir a comer al Point du Jour. Al fin y al cabo, él no tiene nada que temer y tal vez pueda encontrar la manera de abordar al viejo Dubois para pedirle que retire su denuncia contra Leandro. Pero el tabernero no está, pues ya ha encontrado sustituto para el argentino: un japonés discreto y etéreo, que se pasea entre las mesas como la sombra de un samurái. Pablo intenta convencer a algunos de los parroquianos para ir a hablar con Dubois y todos se muestran dispuestos a echar una mano al bueno de Leandro, muy querido entre la clientela. Pero cuando comenta que habría que hacer una colecta para ablandar al viejo tabernero, todos bajan los ojos y se concentran en el plato que tienen enfrente de sus narices.
La tarde transcurre aún más tranquila que la mañana, excepto a última hora. Julianín ha hecho en poco tiempo grandes progresos y empieza a ser más una ayuda que un estorbo. Parece que la estrategia de los cinco céntimos por errata ha surtido efecto y ahora corrige las pruebas con tanto celo que Pablo tiene que ir con sumo cuidado a la hora de componer los textos si no quiere arruinarse. Se diría que el chico se ha tomado en serio la máxima del gran tipógrafo Firmin Didot que hay colgada sobre el dintel de la puerta: «Una errata hiere la vista como hiere el oído una nota falsa en un concierto». La verdad es que, a pesar de su carácter discreto y taciturno, Pablo le está cogiendo cariño al chaval. Por eso da un respingo cuando al final de la jornada, mientras limpia diligentemente unas planchas, rompe su habitual mutismo para decir a bocajarro:
—Me voy a enrolar en la expedición.
—¿Qué? —pregunta Pablo, descolocado.
—Que me voy a enrolar en la expedición revolucionaria. No quiero quedarme aquí toda la vida de brazos cruzados, esperando a que me dejen volver a mi país.
—¿Pero tú tienes idea de lo que estás diciendo? —le increpa Pablo—. Si no eres más que un chiquillo.
—Pensaba que tú también te habías apuntado.
—¿Yo? ¿Apuntarme yo a esa expedición suicida? ¿Pero quién te ha dicho a ti eso?
—No sé, como últimamente vas siempre con el cojo del bombín, ese que se encarga de reclutar gente, pensaba que…
—Pues no pienses tanto, Julianín, no pienses tanto. Y quítate de la cabeza esas tonterías.
—Ya lo tengo decidido y no pienso cambiar de opinión —responde con aplomo el muchacho.
—¿Y qué dicen tus padres? —es lo único que acierta a preguntar Pablo, sorprendido por su coraje.
—Que digan lo que quieran, que ya soy mayorcito.
—Anda, vete a casa y mañana tómate el día libre. A ver si lo aprovechas para pensar un poco con la cabeza y no con los pies, que buena falta te hace…
Julianín da las gracias, recoge sus cosas y se va. Y tal como sale, entra Robinsón.
—¡Hombre, a usted quería yo verle, ilustre corruptor de menores!
—Escucha, Pablo, no sé a qué te refieres, pero tengo que contarte muchas cosas sin pérdida de tiempo.
—¿Sin pérdida de tiempo, dices? —exclama Pablo, algo irritado—. Eso es precisamente lo que no he dejado de hacer desde que apareciste: perder el tiempo. ¡Y ahora encima le llenas la cabeza al chaval con tus ideas revolucionarias!
—Si te refieres al que acaba de salir, fue él quien me vino a buscar. Y deberías seguir su ejemplo. Parece que no te quieras dar cuenta de la gravedad de la situación. ¡Se trata de salvar España, joder!
—¡De salvar una mierda se trata! —y tira al suelo con rabia la plancha que acaba de limpiar Julianín. El tintineo metálico resuena durante unos segundos, mientras los dos viejos amigos se miran a los ojos. Entonces Pablo se deja caer en una silla, pesadamente—. Lo siento, Robin, no sé qué me pasa, quizá me estoy haciendo viejo. Tú sabes que hace diez años habría sido el primero en coger las armas y lanzarme a liberar la Antártida si hubiera hecho falta. Pero no lo veo claro. Tengo la sensación de que Primo está deseando que hagamos algo así. Si entramos y fracasamos, entonces ya no habrá manera de acabar con él: reprimirá la revuelta y legitimará su mandato, argumentando que España necesita mano dura contra los que intentan desestabilizarla.
Robinsón sopesa las palabras de su amigo.
—Si de verdad piensas eso —dice finalmente—, ¿por qué nos estás ayudando? ¿Por qué llevaste la carta a Amiens? ¿Por qué has aceptado imprimir los pasquines?
Ahora es Pablo el que medita las palabras de su amigo.
—No lo sé. Supongo que mi corazón admira lo que estáis haciendo, pero mi cabeza se empeña en llevarle la contraria. Aunque quizá lo que pasa es simplemente que tengo miedo y busco excusas para no reconocerlo.
Robinsón sonríe:
—¿Miedo, tú? No creo —dice, acuclillándose a su lado—. Y aunque fuera cierto, ya sabes lo que decía mi padre: que sólo los valientes pueden sentir miedo. No sé, es posible que tengas razón y que nos salga el tiro por la culata, pero es un riesgo que hay que asumir. Está en juego nuestra dignidad, Pablito, como personas y como pueblo. Anda, vámonos, que hoy te toca a ti invitarme a una copa.
Y mientras bajan por la rue de Belleville en busca de un bar discreto en el que sirvan bebidas sin alcohol, Robinsón le cuenta a Pablo todo lo que ha pasado desde que abandonó el palco de la Salle des Sociétés Savantes. Porque la cosa está que arde.
Cuando anoche Ramón Recasens le preguntó a Naveira si le acompañaba al mitin de Unamuno y Blasco Ibáñez, el Portugués le contestó que fuera tirando, que él se quedaba un rato más en el piso franco de la rue Vilin, a ver si acababa de revelar las últimas fotografías para los pasaportes falsos. Cinco minutos después, mientras se afanaba en el cuarto oscuro que han improvisado en lo que fuera un baño, llamaron a la puerta. Naveira pensó por un momento que sería Recasens, que se habría olvidado algo, pero la forma de llamar no era la convenida. Se secó las manos y salió del cuarto con el tiempo justo de escaparse por la ventana cuando la policía empezó a derribar la puerta. No pudo recoger el material antes de salir. Y allí estaban las fotos de los miembros más conocidos del Grupo de los Treinta, las de aquellos que necesitan a toda costa los pasaportes falsos para no poner en peligro la expedición revolucionaria: Durruti, Ascaso, Vivancos, Massoni, el propio Recasens, Teixidó y tantos otros. Naveira se refugió en el tejado, tiritando de frío y rezando para que no lo descubrieran los gendarmes. Sólo cuando dejó de oír sus voces se atrevió a abandonar el escondite y dirigirse a toda prisa a la Salle des Sociétés Savantes. Tuvo que discutir con el conserje para que le dejara entrar, pero el hombre no accedió hasta que se escucharon los aplausos que ponían fin a la intervención de Miguel de Unamuno. Fue entonces cuando Naveira pudo hablar con Recasens y reunirse con Durruti y Ascaso para contarles lo sucedido.
—El golpe ha sido tremendo —dice Robinsón atacando un zumo de frambuesa—. Ya nadie confía en nadie. Se supone que las autoridades francesas deberían hacer la vista gorda con nosotros, que al fin y al cabo somos sus refugiados políticos, pero luego los gendarmes no nos dejan en paz. Hay quien asegura haber visto en París a Fenoll Malvasía, el jefe de Seguridad del gobierno de Primo de Rivera. Algunos dicen que ha venido a negociar con la policía francesa, otros que lo ha hecho para entrevistarse con los numerosos infiltrados que tiene entre los nuestros. Caramba, está bueno este zumo.
—¿Y qué pensáis hacer?
—Bueno, cada uno propone una cosa. No podemos echarnos atrás a estas alturas, tenemos que seguir adelante y continuar trabajando mientras esperamos a que lleguen los telegramas de Jover y Caparrós desde la frontera, aunque la gente empieza a ponerse nerviosa, pues no es normal que tarden tanto en dar señales de vida. En cualquier caso, Recasens y Naveira volverán a ponerse manos a la obra en cuanto encontremos otro piso franco donde montar el taller de falsificación.
—¿Y si al final llegan los telegramas diciendo que hay que entrar en España y no están listos los pasaportes?
Robinsón chasquea la lengua y da un nuevo trago a su zumo:
—Es muy probable que así sea. Entonces habrá que tomar una decisión. Yo creo que es demasiado arriesgado que gente como Durruti o Ascaso viajen con sus pasaportes auténticos junto al resto de la expedición, pues podrían ponerla en peligro. Pero hay otros que piensan que los cabecillas no pueden quedarse en París y mandarnos a los demás a hacer la revolución.
—¿Y qué pasa con las armas?
—Hoy hemos hablado con Blasco Ibáñez. Es muy probable que nos dé dinero para comprarlas.
Efectivamente, mientras anoche Luis Naveira les explicaba a Durruti y Ascaso que la policía había descubierto el taller de falsificación, Pedro Massoni se situaba en un lugar estratégico para abordar al escritor valenciano cuando acabara su discurso. Se le adelantó un viejecito para reprocharle a Blasco sus coqueteos con el comunismo bolchevique, pero el novelista consiguió calmarlo con palabras susurradas al oído. Sólo entonces Massoni pudo hablar con él y acompañarlo a un reservado donde estaba también Unamuno, charlando con Marcelino Domingo y Ortega y Gasset. Allí intentó explicarle para qué necesitaban su ayuda.
—Mire, joven —le cortó al poco don Vicente—, en otro momento le habría mandado a freír espárragos. Pero en momentos como éste uno tiene que apoyar incluso las causas más disparatadas. Los sábados suelo ir a comer al restaurante que mi amigo Pepe tiene en Montmartre, entre el Lapin Agile y la place du Tertre. Si usted quiere, pásese por allí mañana a eso de las dos, y mientras tomamos un coñac me lo cuenta todo con detalle. Éste no es lugar para hablar de según qué cosas: mis amigos podrían asustarse.
Y tras soltar una carcajada, fue a reunirse con el trío de asustadizos.
De modo que hoy a mediodía Durruti y los renqueantes Massoni y Vivancos han subido después de comer a lo alto de la colina de Montmartre. La ciudad lucía sus mejores galas para celebrar la festividad de Todos los Santos y multitud de parisinos se habían acercado hasta el viejo cementerio de Montmartre y el flamante Sacré Cœur (terminado de construir hace apenas cinco años) para rendir tributo a sus difuntos. El sol lucía tímidamente y desde la puerta de la basílica se tenía una vista magnífica de la ciudad, que se extendía como un tupido bosque, salpicado aquí y allá por algunas especies diferenciadas: a la izquierda el Bois de Vincennes, en línea recta la catedral de Notre Dame y el Panteón, a la derecha la Torre Eiffel asomando el pico por entre las ramas de unos árboles cercanos… Al llegar los tres anarquistas a la place du Tertre, un zepelín ha cruzado el cielo, llamando la atención de los presentes, que no han olvidado el bombardeo alemán durante la Gran Guerra. «¡Mirad, una ballena volando!», ha gritado un niño, provocando las risas de algunos transeúntes. Pero los tres hombres han subido hasta Montmartre con un propósito menos festivo: reunirse con Blasco Ibáñez y pedirle cincuenta mil francos para poder comprar las armas ofrecidas por un contrabandista español que trabaja en París.
Poco antes de llegar al cabaret del Lapin Agile, Durruti, Massoni y Vivancos han encontrado el restaurante del amigo Pepe. Blasco Ibáñez, elegantemente vestido y con el broche de la Legión de Honor en la solapa, ha puesto cara de sorpresa al ver a aquellos tres hombres con pinta de pistoleros entrar en el local y dirigirse hacia la mesa en la que él estaba fumándose un puro, distraído en hacer aros de humo mientras observaba por la ventana a los numerosos transeúntes. Lo más probable es que hubiera olvidado la cita. O que sólo esperara a Massoni. Sea como fuere, les ha saludado cortésmente uno por uno y les ha invitado a sentarse a su mesa. Pero el restaurante estaba todavía lleno y no resultaba adecuado hablar de determinados asuntos, por lo que, tras unos minutos de conversación superflua, Blasco ha cogido su copa de coñac y se ha levantado de la mesa:
—Espérenme aquí, caballeros. Vuelvo en un instante.
Los tres anarquistas le han visto dirigirse hacia un tipo diminuto y gordinflón, de espeso bigote y frondosas cejas, con pinta de morsa. Tras intercambiar con él unas palabras, ha vuelto a la mesa.
—Don José nos cede gentilmente su selecto reservado para charlar unos minutos. No olviden dejarle una buena propina cuando salgan.
Y los ha conducido hacia el fondo del restaurante, donde tras apartar una cortina de terciopelo rojo y franquear una puerta acristalada, han entrado en un pequeño salón con una tosca mesa redonda en el centro y varias butacas a su alrededor, raídas y macilentas. Quién sabe adónde habrían ido a parar muchas revoluciones de no haber existido los reservados.
—Voilà! —ha exclamado Blasco haciendo un gesto teatral con el brazo, ofreciéndoles asiento.
El primero en tomar la palabra ha sido Durruti. Le ha explicado someramente al escritor las actividades que está llevando a cabo el Comité en París, antes de poner sobre la mesa el asunto que les ha llevado hoy a Montmartre: la expedición revolucionaria que están organizando para entrar en España y derrocar a la dictadura.
—¿Y qué quieren que haga yo por ustedes, caballeros? ¿No pretenderán que a mis años coja las armas y me lance a liberar España? —ha preguntado Blasco, frotándose con fruición la enorme panza.
—No, claro que no —ha tomado Massoni la palabra—. Del material humano nos encargamos nosotros. Hay cientos de hombres dispuestos a cruzar la frontera. Pero necesitamos armas.
—Bueno, podemos hablar con don José, a ver si nos deja unos cuchillos —ha bromeado Blasco, soltando una carcajada que le ha hecho atragantarse y toser con violencia.
—No es momento para bromas —ha intervenido Vivancos con inesperada dureza.
—Siempre hay tiempo para bromas —ha proseguido Massoni en tono conciliador—. Pero estoy convencido de que don Vicente es mucho más que un bromista. Después de escucharle hablar anoche y el otro día en la Casa Comunal, no nos queda duda de que usted es uno de los nuestros. Hemos oído decir que los amigos rusos le han entregado una enorme cantidad de dinero para costear un panfleto que piensa distribuir gratuitamente. Estoy seguro de que aunque sólo fuera cierta una décima parte de lo que la gente comenta, tendría usted de sobra para empapelar con sus palabras toda Europa…
—Bueno, bueno, no exageremos —le ha cortado Blasco—. Si fuera cierto lo que usted dice, el folleto ya estaría circulando de mano en mano. Por cierto, tengo pensado titularlo Una nación secuestrada, ¿qué les parece?
—Magnífico —ha respondido Durruti—, pero si nos deja el dinero tal vez pueda empezar a escribir ya la segunda parte: Una nación liberada. Claro que nosotros esperaríamos a que se hubiera agotado la primera para entrar en España a hacer la revolución.
El escritor ha dudado un instante, sorprendido por la respuesta, pero al final ha soltado una carcajada:
—Tiene usted gracia, joven. A ver, ¿de cuánto estaríamos hablando?
—De cuarenta o cincuenta mil francos —ha respondido Massoni.
—Mon Dieu! Eso no es una bagatela…
—Queremos hacer las cosas bien —ha intervenido Durruti.
—Ni que lo diga, joven, ni que lo diga. Bueno, veré lo que puedo hacer. España no se merece estar gobernada por esos anormales y yo siempre apoyaré cualquier iniciativa encaminada a echarlos a patadas. Es mucho dinero, pero en cuanto haga unas gestiones podrán contar con él. ¡Siempre que me prometan que esperarán a que salga mi folleto para hacer la revolución, claro! —ha exclamado antes de echarse a reír de nuevo estruendosamente.
—Por supuesto, don Vicente, faltaría más —ha contestado Durruti sin vacilar, por lo que casi ha parecido que lo decía en serio.
—Si quieren, nos vemos el lunes aquí a esta misma hora. Con un poco de suerte habré podido reunir ya el dinero. En fin, vive la bagatelle, que diría aquél…, ¡todo sea por la República! —ha suspirado Blasco Ibáñez levantando su copa.
—Y por la libertad —ha añadido Durruti.
—¡Por la libertad! —han dicho Massoni y Vivancos al unísono, imitando el gesto de un brindis, pues sólo el orondo escritor ha entrado con bebida al reservado. Pero si brindar con la copa vacía trae mala suerte, brindar sin copa tiene que desembocar necesariamente en una catástrofe.
Tras despedirse, los tres jóvenes han abandonado el local, dejándole a la morsa la propina convenida. Fuera, el cielo de Montmartre se había encapotado. Han echado a andar colina abajo, cada uno absorto en sus reflexiones, y a la altura de la rue des Martyrs el pitido de un claxon les ha sobresaltado.
—¿Los llevo a algún sitio, caballeros? —ha dicho Blasco con una sonrisa de nuevo rico desde el asiento trasero de su Cadillac, conducido por el fiel Ramón.
Los tres anarquistas se han mirado un instante y han negado con la cabeza, antes de que el Cadillac de Blasco se perdiera calle abajo, camino del Hôtel du Louvre.