(1904-1906)
A falta de pan, buenas son tortas. Y cuando el pan es la pasión, las tortas suelen ser meros sucedáneos: a unos les da por el juego, a otros por la bebida, hay quienes se entregan a Dios y quienes se entregan a causas perdidas. A Pablo le dio por escribir cartas de amor y cultivar ideas revolucionarias. Las primeras, cada vez más atrevidas, recibieron respuestas cada vez más fervientes. Las segundas, cada vez más peligrosas, fueron engordando a medida que el trabajo en El Castellano le iba poniendo en contacto con «la actualidad del momento», como decía Ferdinando en un estupendo pleonasmo. Fue allí, en la calle Zamora, mientras vaciaba papeleras e intentaba esquivar las embestidas de Obdulia, donde oyó hablar por primera vez de los derechos de los trabajadores y de la ley que acababa de promulgar en España el descanso dominical.
—A ver cuándo nos la aplican a nosotros —decía Fulano, el optimista.
—No lo verán mis ojos —respondía Mengano, el pesimista.
—Pues el Times no sale los domingos y allí nadie se rasga las vestiduras —terciaba Zutano, redoblando las expectativas.
Fue también en la redacción de El Castellano donde Pablo se familiarizó con las ideas comunistas y siguió con enorme interés la revolución rusa de 1905, desde los terribles sucesos del domingo sangriento hasta el Manifiesto de Octubre y la creación del primer sóviet en San Petersburgo, presidido por un jovencísimo León Trotski.
—Estos rusos están mal de la cabeza —se indignaba Mengano, el carlista.
—Pues son más peligrosos de lo que tú piensas —le advertía Zutano, el liberal.
—A ver si no se extenderá la revolución por toda Europa —decía Fulano, el exaltado.
Pero la revolución terminaría en agua de borrajas, pues aunque el zar se había comprometido a crear un régimen constitucional, lo cierto es que acabó reservándose la potestad de vetar cualquier ley y limitando el derecho de sufragio a las clases más acomodadas. Aquello desilusionó enormemente a Pablo, que había tomado partido por el equipo revolucionario, siguiendo las evoluciones del conflicto ruso con la misma expectación con que otros seguían las hazañas de los escaladores en el Tour de Francia o los partidos de fútbol de los primeros clubes españoles. Y, sintiéndose estafado, cambió la zamarra roja por la negra el día en que Ferdinando apareció por el número 28 de la calle Zamora y le habló del anarquismo:
—Ha salido Berkman de la cárcel —dijo el de la piel cobriza, entrando en la sala y abriéndose paso entre la bruma de los cigarros—. ¿Tú sabes quién es Alexander Berkman, chaval? Pues coge papel y lápiz, que hay que traducir este artículo del New York Tribune y tengo la vista cansada.
Alexander Berkman se había convertido en uno de los anarquistas más conocidos de América tras su intento frustrado de asesinar en 1892 a Henry Clay Frick, el sanguinario ejecutor del programa elaborado por la Carnegie Company para reprimir la huelga de sus propios trabajadores; ahora, tras catorce años de presidio, había salido nuevamente a la calle convertido en un auténtico icono de la causa libertaria, cuya rama más radical apostaba por los tiranicidios y los regicidios como el camino más recto para lograr sus objetivos. Y si no que se lo preguntaran al vigésimo quinto presidente de Estados Unidos, William McKinley, asesinado a principios de siglo por el anarquista León Czolgosz.
—¿Sabes qué dice Berkman, chaval? Que antes que hombre es revolucionario y que el único amor que puede permitirse un revolucionario es el amor a la humanidad. ¿Y sabes qué es lo primero que ha hecho al salir de la cárcel? Comerse el ramo de flores que le había llevado su compañera…
Pero habría que esperar a que el joven catalán Mateo Morral entrara en acción para que el anarquismo ocupara las primeras páginas de todos los diarios nacionales, coincidiendo con la celebración de la real boda entre Alfonso XIII de Borbón y Victoria Eugenia Julia Ena de Battenberg el 31 de mayo de 1906. Fue aquél un año de grandes turbulencias políticas y sociales en España, como reflejaría apocalípticamente la insigne escritora y condesa Emilia Pardo Bazán en un artículo publicado en La Ilustración Artística: «¡Adiós, año de 1906! Año de calamidades, asolamientos, erupciones, inundaciones de lava ardiente y de agua fangosa, incendios, fusilamientos, ahorcamientos, matanzas, explosiones de bombas desde Rusia hasta Madrid, terremotos que destruyen ciudades enteras, tifones y ciclones que devastan comarcas, sequías que hacen perder las cosechas, duelos a muerte, crímenes a granel, suicidios a manta, choques y descarrilamientos de trenes a diario, naufragios colectivos en que se ahogan centenares de seres, y amenazas sordas de lepra y de pestes orientales. Sólo la guerra faltó». Y fue precisamente una de estas calamidades, calificada por la Pardo de «espeluznante», la que estaría a punto de hacer descarrilar a la nación entera.
Cien reporters extranjeros y más de quinientos periodistas españoles se habían inscrito en el Ministerio de la Gobernación para cubrir la boda de Su Alteza Real, y entre ellos se encontraba, alborotando el gallinero, un tal Ferdinando Fernández, de El Castellano de Salamanca. Le acompañaba el joven Pablo Martín, convertido en su fiel escudero desde el día en que asistieron al rescate de los suicidas del río Tormes. Hacía diez años que Pablo no pisaba la capital del reino, pero aún recordaba con nitidez aquella mañana de primavera en que estuvo en otro reino, como lo llamó Máximo Gorki: el reino de las sombras del cinematógrafo. También tenía grabados en su memoria la cara y el nombre del voceador de periódicos que le había acompañado en su aventura: Vicente Holgado. Lo que no esperaba es que en una ciudad de más de medio millón de habitantes como Madrid fuera a encontrárselo de nuevo.
Lo que tampoco esperaba Pablo es que la Villa y Corte hubiese acogido con tanto entusiasmo la aparición de un nuevo animal en su rebaño, destinado a convertirse pronto en el rey de la selva: el automóvil. Cuando llegaron a la capital el miércoles por la noche, víspera del enlace, aún tuvo tiempo de ver algún que otro coche motorizado. Había oído hablar de ellos en Salamanca, pero nunca había visto ninguno, y en Madrid circulaban ya a puñados. Claro que sólo las clases más acomodadas podían permitirse el lujo de adquirir un Panhard de 12 CV, como el del duque de Alba, pero incluso una conciencia proletaria como la de Pablo fue incapaz de sustraerse a la fascinación de aquellos monstruos rugientes de carrocería irisada.
—Cierra la boca, chaval —le dijo Ferdinando—, que parece que te quieras comer el mundo.
El espectáculo terminó al llegar a la roñosa posada que les había reservado Obdulia en la calle de Barcelona, a escasos metros de la Puerta del Sol, por donde debía pasar la carroza real camino de la iglesia de San Jerónimo.
—¿Cuatro duros por esta pocilga? —se indignó Ferdinando cuando la posadera les enseñó la habitación, adornada con ronchas de humedad en las paredes y dotada únicamente de un par de camastros raquíticos y una jofaina descantillada.
—Sí, señor —dijo la mujer, ceceando gaditanamente—. Pero si no la quieren, no se preocupen, hay gente haciendo cola para conseguir alojamiento esta noche…
En efecto, según estimaciones oficiales, la población flotante había aumentado en más de cien mil almas con motivo de la real boda, y los hosteleros madrileños, que nunca han tenido un pelo de tontos, habían subido los precios sin contemplaciones. Afortunadamente, pagaba El Castellano. Ferdinando se negó a cenar en la fonda y se llevó a Pablo al café Pombo, en la vecina calle Carretas, famosa por sus librerías, sus joyerías y el buen vino de sus tabernas, pero sobre todo por sus tiendas de ortopedia, cuyos escaparates rebosaban de brazos articulados, piernas de madera, ojos de cristal, dentaduras postizas y toda clase de bártulos para sustituir los estropicios del cuerpo humano. Las lámparas de gas daban un aire acogedor al café, formado por un salón central y cinco gabinetes independientes, aunque comunicados entre sí por viejos arcos de piedra. En uno de los reservados, varios periodistas españoles hacían apuestas sobre el lugar que elegirían los anarquistas para atentar contra Alfonso XIII, pues había corrido la voz de que Madrid estaba infestado de hombres dispuestos a hacer volar la berlina real por los aires y resarcirse del frustrado regicidio de hacía ahora exactamente un año en París, cuando una bomba con forma de piña había estado a punto de segar la vida de Su Majestad al salir de la Ópera. Había quien aseguraba, incluso, que la ciudad estaba llena de pintadas anunciando el atentado y que en un árbol del Retiro alguien había grabado a punta de navaja la inscripción «Ejecutado será Alfonso XIII el día de su enlace», rubricando la amenaza con el dibujo de una calavera con dos tibias cruzadas. No es de extrañar, así, que las medidas de seguridad se hubiesen reforzado como nunca y que a la Guardia Real se hubieran añadido efectivos del Ejército, de la Guardia Civil y de la Policía Montada, sin olvidar a los detectives ingleses que la familia de la novia había hecho venir expresamente para protegerla.
Ferdinando se dirigió al grupo de reporteros que elevaban sus apuestas a medida que vaciaban sus copas y saludó a dos o tres conocidos. Luego se acercó al mostrador y pidió una ración de riñones al jerez, dos bistecs con patatas y una botella de vino tinto.
—Hala, a coger fuerzas, chaval, que mañana nos espera un día de perros —le dijo a Pablo, y empezó a devorar los riñones a cucharadas.
Cuando terminaron de cenar, los periodistas se habían enzarzado en una discusión entre monárquicos y republicanos que parecía destinada a acabar como el rosario de la aurora. El más exaltado era un joven de aire enfermizo que vociferaba estirando el cuello como un pavo desplumado y amenazaba a su interlocutor con un sombrero de fieltro, cuya cinta había sido reemplazada por una especie de cordón trenzado, lo que le daba un aspecto de lo más ridículo.
—Anda, chaval, vámonos de aquí, que en Ceres habrá mejor ambiente —resolvió Ferdinando.
La calle de Ceres era por entonces la calle de las putas de menor rango de todo Madrid, frecuentada por lo más granado de la golfemia, aquella bohemia golfa formada por pintores harapientos, músicos alcoholizados y plumíferos desesperados que le dedicaban alejandrinos de dudoso pie y peor gusto: «Las rameras en esta calle tan silenciosa | a la luz del farol muestran su cara bruja | y el farol las envuelve en una luz lechosa; | son la Pepa, la Moños, la Rosa y la Maruja». La calle acabaría siendo engullida por las obras de remodelación de la Gran Vía, pero a principios de siglo aún constituía uno de los puntos de referencia del lumpen más castizo. Ferdinando y Pablo atravesaron la Puerta del Sol, atiborrada de gente que admiraba la iluminación pública o intentaba conseguir a última hora un billete para la corrida regia; tomaron luego la calle del Arenal, en la que varios obreros aún trabajaban para tener listas las tribunas del día siguiente; y callejearon hasta la plaza de Santo Domingo, la misma en que Julián Martín había dejado a su hijo diez años atrás mientras se sacaba las oposiciones a inspector de provincias.
—Esto lo conozco —dijo Pablo.
—No me digas que ya habías estado antes en el paraíso de la calle Ceres —se sorprendió Ferdinando, señalando una calleja que comenzaba un poco más adelante.
—No, me refiero a la plaza. Vine con mi padre cuando era chico.
—¿Y no te llevó a ver a la Moños? ¡Qué padre tan desconsiderado! —exclamó el reportero meneando la cabeza—. Venga, vamos, que no tenemos toda la noche, chaval.
—No, ve tú. Yo prefiero dar una vuelta —se disculpó.
—Oye, si no te gusta el pescado, también puedo llevarte a un par de sitios donde te darán filete en barra —insinuó haciendo un gesto obsceno. Y viendo que Pablo rechazaba el ofrecimiento, se despidió—: En fin, allá tú, chaval. Yo voy a vaciar el depósito, no vaya a ser que me dé por arrimarme a ti esta noche.
Y, soltando una carcajada de las suyas, se perdió en la oscuridad.
Pablo fue a sentarse en el mismo lugar donde se había sentado años atrás. La plaza no había cambiado mucho, pero vista así, en penumbra, tenía un aire fantasmal. Un gato negro pasó arqueando el lomo y sus ojos ambarinos refulgieron entre las sombras. Cómo me gustaría retroceder en el tiempo, pensó Pablo poniéndose en pie, y volver a estar aquí escuchando a aquel hombre que anunciaba el cinematógrafo Lumière. Hacía una noche espléndida y comenzó a caminar sin rumbo fijo, dejando que sus piernas tomaran la iniciativa mientras su cabeza viajaba a tiempos pasados y volvía a ver imágenes de trenes en movimiento, de mangueras que echaban chorros de agua por la boca, de caballos que participaban en concursos hípicos y de padres que daban de comer a sus felices hijos. En las calles engalanadas colgaban guirnaldas y banderolas de papel, dormitando para relucir con brío al día siguiente. Había gente acampada en los soportales, ante la desesperación de los serenos, que blandían el chuzo con impotencia, conscientes de su inferioridad numérica. Serían las once cuando Pablo decidió volver al hostal. No le fue difícil encontrar la Puerta del Sol, donde aún había movimiento y varios infortunados arrastraban sus maletas buscando un techo para pasar la noche. Tomó entonces la calle Carretas y, al pasar por delante del café Pombo, vio salir al joven periodista exaltado que un par de horas antes alargaba el cuello como un pavo y amenazaba ridículamente a su interlocutor con un sombrero de fieltro. El hombre sacó un reloj del bolsillo de su chaleco, miró la hora y puso rumbo a la calle de Atocha, con premura y aire conspirador. Sin saber muy bien por qué, Pablo le siguió a cierta distancia, hasta que le vio desaparecer en el interior de un edificio. Se acercó hasta la entrada y se quedó con la boca abierta al ver el rótulo que anunciaba: «COLISEO IMPERIAL. El más perfecto cinematógrafo. Seguido de los notables trabajos del ilusionista Canaris, con la hermosa madama Albani y el ventrílocuo Sanz». La entrada costaba cincuenta céntimos, la mitad que diez años atrás, y había sesión nocturna a las once y media.
—Una entrada —pidió Pablo, olvidándose por completo del hombre al que andaba siguiendo.
Cuando se apagaron las luces, en la pantalla apareció una pareja de recién casados que llegaban a un hotel. Pero no era un hotel cualquiera, sino un hotel mecánico, donde todo funcionaba como por arte de magia: las maletas subían solas a las habitaciones, la ropa se colocaba por iniciativa propia en los cajones de la cómoda, los cepillos lustraban las polainas sin que ningún limpiabotas los manejara y los troncos corrían en procesión hacia la lumbre para arder en un fuego prendido por cerillas automáticas. Sin duda, la ilusión era mayor de la que pudiera lograr cualquier mago de feria con espejos, dobles fondos, poleas camufladas o hilos invisibles, y Pablo se quedó asombrado al ver cómo había evolucionado el cine en aquellos diez años: ya no se limitaba a mostrar la realidad, ahora pretendía incluso cambiarla. Recordó entonces que meses atrás había oído hablar en Salamanca de una película en la que el hombre viajaba a la Luna y se preguntó si aquel invento de los Lumière no sería un anticipo del porvenir, una máquina capaz de avanzar en el tiempo para ver lo que verían las generaciones futuras.
Cuando la proyección llegó a su fin y el ilusionista Canaris saltó al escenario con la intención de hipnotizar a algún espectador dispuesto a someterse a los embrujos del mesmerismo, Pablo se levantó de su asiento y abandonó la sala, convencido de que ningún prestidigitador podría superar lo que acababa de ver. Y tan abstraído estaba en sus propios pensamientos que, al salir al hall, casi se dio de bruces con dos tipos que discutían junto a la puerta de entrada: uno era el periodista enclenque y descolorido al que había estado siguiendo; el otro era un joven fuerte y moreno, uno de esos rufianes con pinta de galán que quitan el hipo a las mujeres. A Pablo le resultó inmediatamente familiar. Habían pasado muchos años, pero no cabía duda: aquella mirada desafiante, aquella piel agitanada, aquel tono chulesco en su voz…
—¿Vicente Holgado? —preguntó.
Los dos hombres interrumpieron en seco su discusión y el aludido se llevó la mano a los riñones, como si allí tuviera la respuesta en forma de Browning semiautomática.
—¿Quién manda? —intervino el del sombrero de fieltro, alargando el cuello como un avestruz.
—Pablo Martín, de El Castellano de Salamanca —respondió el chaval con tono profesional, sin dejar de mirar a Vicente Holgado.
—Coño —dijo el otro, reconociéndole—. No fastidies que tú eres el mocoso que me acompañó a ver el cinematógrafo Lumière.
—No, yo fui el mocoso que te llevó a ver el cinematógrafo Lumière —corrigió Pablo con una sonrisa.
Vicente vaciló un instante, mirando alternativamente a Pablo y al gacetillero enclenque, como quien deshoja una margarita o lanza un luis de oro al aire para saber si su amor platónico le quiere o no le quiere. Al final debió de salir cara, porque escrutó con ojos inquisidores el vestíbulo y añadió:
—Anda, acompáñanos.
Y así fue como Pablo entró en contacto con el movimiento anarquista, aunque aún tardaría unas horas en descubrir hasta qué punto aquello podía ser peligroso. Por el momento, se limitaron a llevarlo a una taberna que había a la vuelta de la esquina e hicieron las presentaciones de rigor. El periodista del café Pombo trabajaba para el Diario Universal y había sido redactor de Tierra y Libertad, el semanario ácrata fundado en Madrid por Juan Montseny, alias «Federico Urales», un maestro de Reus reconvertido en sindicalista, periodista y dramaturgo frustrado. Vicente, por su parte, dijo estar sin trabajo y no quiso dar más explicaciones. Sin embargo, fue él quien pagó los vinos, con un billete arrugado de cien pesetas que provocó las protestas del camarero.
—O aceptas a Quevedo o nos invitas —le respondió Vicente Holgado con cara de pocos amigos, dejando sobre la barra el billete dedicado al insigne escritor. Y luego, dirigiéndose a Pablo, se disculpó—: Lo siento, pero tenemos que marcharnos. Mañana va a ser un día intenso. Espero que volvamos a encontrarnos en alguna parte.
—Eso espero yo también —dijo Pablo. Y lo decía sinceramente.
Cuando llegó a la posada, Ferdinando roncaba como sólo pueden hacerlo los locos o los que tienen la conciencia tranquila.
A la mañana siguiente se despertaron temprano, se lavaron en la jofaina deslavazada y se fueron al café Pombo a desayunar un bien merecido chocolate de tres tantos (cacao, azúcar y canela en proporciones iguales), acompañado de unos churros dulzones y grasientos que se deshacían en las manos. Sólo entonces se sintieron dispuestos a comenzar aquella jornada laboral que habría de prolongarse hasta altas horas de la madrugada. En la iglesia de los Jerónimos, donde tendría lugar el enlace, habían instalado una tribuna reservada para los periodistas, pero Ferdinando prefirió quedarse en la Puerta del Sol a ver pasar la comitiva regia.
—Todas las bodas son iguales, chaval. Lo interesante está en la calle.
En realidad, le daba pereza tener que ir hasta la iglesia y había decidido montar su centro de operaciones allí mismo, en el punto donde se cruzaban las cuatro calles principales del recorrido nupcial.
—Atiende bien —dijo sacando un plano y trazando con el dedo una especie de ocho achaparrado—. Éste es el itinerario que va a seguir la comitiva: calle Arenal, Puerta del Sol y carrera de San Jerónimo a la ida; calle Alcalá, Puerta del Sol y calle Mayor a la vuelta. ¿Entendido?
—Entendido.
—Así que vamos a hacer lo siguiente: yo te esperaré aquí y tú seguirás a la carroza real, tomando nota de todo lo que veas, oigas, escuches, sientas, presientas o huelas. ¿Entendido?
—Perfectamente —dijo Pablo, pensando que aquello último iba a ser un poco más difícil.
—Y si pasa algo extraordinario, vienes corriendo y me lo cuentas. ¿Entendido, chaval?
—Sobradamente, su señoría —dijo con pomposa afectación, y puso rumbo a la calle del Arenal, contento por poder perder de vista las pupilas dilatadas del pesado de Ferdinando. Al pasar por delante del número 22, vio un cartel que decía: «Gran éxito de la voiturette Clément, construida ex profeso para las carreteras de España. Sube todas las cuestas. Manejo facilísimo». Era el concesionario de los hermanos Santos, pioneros del negocio del automóvil.
Lamentablemente, no había tiempo que perder, pues los corresponsales de El Castellano no eran los únicos que habían madrugado: cuando Pablo llegó al Ministerio de Marina, la calle Bailén ya estaba atestada de gente. Los tenderos habían improvisado pequeños palcos en sus escaparates para ver mejor el paso de la comitiva y ahora eran ellos los que parecían estar a la venta. También en los balcones empezaban a congregarse los curiosos, y algunos se habían subido a tejados y azoteas, arriesgando la vida por ver pasar a la hemofílica Victoria Eugenia de Battenberg y al prognato Alfonso XIII. Finalmente, a las nueve y media, el monarca salió de palacio, flanqueado por carrozas, automóviles y escoltas a caballo. Vestía el uniforme de gala de capitán general y saludaba desde la berlina regia con hieratismo de guiñol, acompañado por el infante don Carlos y el infantito don Alfonso María. A su derecha, sin quitarle el ojo de encima, cabalgaba don Rodrigo Álvarez de Toledo, primer lacayo de Su Majestad, mientras la multitud enardecida agitaba sus pañuelos y lanzaba sombreros al aire al grito de «¡Viva el Rey!». Una mujer sufrió un síncope y una niña estuvo a punto de asfixiarse entre el tumulto, pero el destino de la nación estaba por encima de tamañas menudencias. No fue hasta las diez y media cuando salió del Ministerio de Marina el cortejo de la futura reina: para entonces, Pablo se encontraba ya encaramado a la estatua de Neptuno, viendo cómo la berlina de gala de Alfonso XIII se dirigía a los Jerónimos.
La boda transcurrió sin sobresaltos, aunque la tensión se palpaba en el ambiente, como un volcán a punto de entrar en erupción. La iglesia había sido peinada una y mil veces por las fuerzas de seguridad, pero hasta que los novios no se dijeran el «Sí, quiero» la gente tenía miedo de que se produjera un atentado. ¡Como si una vez casados, por gracia divina, los cónyuges se volvieran inmunes al fuego y la dinamita! En el interior de la parroquia se había congregado la flor y nata de la aristocracia española y europea, así como los más altos mandatarios políticos, desde el archiduque Francisco Fernando de Austria hasta el conde de Romanones, pasando por Maura, Canalejas o los príncipes de Bélgica, de Suecia, de Grecia y de Portugal. Cuando entró Victoria Eugenia de Battenberg, colgada del brazo de su inminente suegra, todos los asistentes se pusieron en pie al unísono, mientras un murmullo de excitación recorría los bancos y las tribunas dispuestas en el interior del templo. Las lámparas eléctricas colocadas en el altar mayor parecieron reverberar con mayor intensidad, deslumbradas por el vestido blanco de la princesa, bordado en plata y salpicado de azucenas y azahares. El eminentísimo cardenal Sancha, primado de España y arzobispo de Toledo, ofició la ceremonia y los novios se convirtieron en esposos, hasta que la muerte tuviese el capricho de separarlos. Cuando salieron de la iglesia y empezaron a descender las rojas escalinatas alfombradas, sonó por enésima vez la Marcha Real y se desató la locura entre la multitud enfebrecida, que agitaba y lanzaba a los recién casados todo lo que encontraba a mano. Más de una estuvo a punto de quitarse las enaguas y lanzárselas a aquel rey caballuno, del que se rumoreaba que tenía una entrepierna del tamaño de su espada.
Subido a un árbol, Pablo contemplaba la escena a cierta distancia, embobado ante la belleza de la reina, que saludaba con su grácil mano enguantada a los que la vitoreaban, mientras el sol arrancaba destellos áureos a la diadema que coronaba su ondulada cabellera. Y, de pronto, se sintió culpable. Culpable por estar disfrutando de aquel espectáculo fastuoso, mientras la gente se moría de hambre en los pueblos de media España. Culpable por haber admirado la belleza de una reina que simbolizaba la fuerza de los poderosos y la marginación de los oprimidos. Culpable por dedicarse a tomar notas de aquel acontecimiento en vez de combatirlo como hacían los anarquistas.
—Somos lo que nuestro padre nos enseñó en sus ratos libres —oyó que un viejito decía a sus espaldas—, cuando no se preocupaba por educarnos.
Por un momento Pablo creyó que el anciano le estaba hablando, pero al volverse vio que el hombre era ciego y desvariaba en voz alta. Sin embargo, empezó a dar vueltas a aquellas palabras, como si hubiesen sido dichas expresamente para él, y consiguió olvidar poco a poco su sentimiento de culpa. Cuando quiso darse cuenta, el cortejo ya estaba tomando la calle Alcalá e iniciaba su recorrido de vuelta a palacio. Bajó del árbol de un salto y se mezcló entre el gentío, avanzando a trompicones para ponerse a la altura de la carroza real. Al llegar a la Puerta del Sol, fue a reunirse con Ferdinando, que bostezaba bajo la sombra de una calesa aparcada en una esquina.
—Menuda gaita, chaval —dijo con voz cansina—. Y encima este sol de mil diablos. ¿Sabes qué? Que te voy a acompañar un rato, que ya me duele hasta el alma de estar aquí plantado.
Tomaron juntos la calle Mayor, último tramo del itinerario que debía seguir la comitiva regia. Las tropas del regimiento de Wad-Ras formaban dos filas infranqueables a ambos lados de la calzada, obligando al público a apretujarse en las aceras. En la cercana iglesia de Santa María sonaron dos campanadas y apagaron los rugidos del estómago de Pablo, que hacía unas cuantas horas que no recibía visita. Fue justo entonces cuando alguien chocó contra ellos al avanzar en dirección contraria a la del cortejo.
—¡Oiga, joven! —le increpó Ferdinando agarrándolo del brazo—. Tenga usted un poco de cuidado, hombre.
—Suélteme —gruñó el tipo zafándose del agarrón, y bajo el ala de su sombrero brillaron los ojos acerados de Vicente Holgado—. ¿Qué coño…? —masculló al reconocer a Pablo—: Largaos de aquí ahora mismo.
Y siguió su camino en dirección contraria a la comitiva.
—¿Lo conocías? —preguntó Ferdinando chasqueando la lengua.
—Sí, un viejo amigo —respondió Pablo, distraído, mientras su cabeza funcionaba a mil por hora.
—Pues menudos modales tienen tus viejos amigos, chaval. Bueno, ¿seguimos o qué?
Pablo dudó un instante. Observó cómo la berlina real seguía su recorrido y cómo la mano de Alfonso XIII saludaba a la muchedumbre desde la ventanilla. Entonces tuvo un presentimiento.
—No, Ferdinando. Creo que es mejor que no sigamos.
Y, tomándolo del brazo, se lo llevó por donde habían venido. Al reportero apenas le dio tiempo a protestar, pues en aquel instante se escuchó una explosión atronadora que les hizo saltar por los aires. Sobre sus cabezas llovieron cristales rotos y el aire se llenó de humo, de polvo, de gritos y de relinchos. Un intenso olor ácido se adueñó de la atmósfera y alguien exclamó:
—¡Han matado al rey y a la reina!
Pero se equivocaba el agorero. Como el año anterior en París, Alfonso XIII iba a salir ileso, incrementando la leyenda de su inmortalidad. Hasta en cinco ocasiones intentarían atentar contra su vida, pero ni siquiera la República iba a acabar con ella. Al lado de Su Majestad, refugiada en el interior de la carroza real, la recién proclamada reina, Victoria Eugenia Julia Ena de Battenberg, intentaba reprimir las lágrimas mientras observaba el vestido de novia salpicado de sangre equina. No había tardado ni una hora en descubrir el precio que debía pagar por ser la esposa del rey de España.
A pocos metros de allí, Ferdinando se sacudió el polvo del chaleco y miró a Pablo con las pupilas más dilatadas que nunca.
—Corre a telefonear a la redacción —dijo con voz trémula—. Diles que han intentado asesinar al rey. Luego te vuelves corriendo, que tenemos que hablar tú y yo de muchas cosas.
Y antes de que el chaval saliese corriendo, añadió:
—Por cierto, Pablo: buen trabajo.
Era la primera vez que pronunciaba su nombre.