DE París y Soissons comunican nuevos detalles de la compra de armas en Francia. Hace algunas semanas la policía fue avisada de que un español que ejercía en Amiens la profesión de barbero se había puesto de acuerdo con varios obreros empleados en la zona roja de recuperación de material de guerra para negociar con ellos la compra de armas y municiones que pudieran descubrir. Fueron detenidos dos españoles, que dijeron llamarse Serrano Blas y Rodríguez Juan, y han declarado que adquirieron estas municiones para hacer contrabando de guerra en Marruecos. La policía cree, sin embargo, que se trata de individuos al servicio de las organizaciones revolucionarias españolas.
El Pensamiento Navarro, 16 de noviembre de 1924
Hoy es jueves por la tarde, y, en Marly, Pablo se recupera de tres días de duro trabajo. Las lluvias torrenciales han destruido el pequeño embarcadero del estanque, han inundado buena parte del jardín y han desprendido algunas tejas de la casa, ocasionando goteras. Por suerte, el martes ya empezó a clarear y Pablo ha tenido un par de días sin lluvia para arreglar los desperfectos. Además, el trabajo le ha servido para no obsesionarse con lo que pasó en el tren, aunque no haya resistido la tentación de bajar todas las noches al pueblo por si oía algo. Pero el nombre de Vivancos no ha surgido en ninguna conversación ni ha aparecido en ningún diario, así que, si no hay noticias, buenas noticias son, que decía su padre. Empieza ya a anochecer y Pablo, después de lavarse en el estanque y cambiarse de ropa, desciende por el camino que conduce hasta el pueblo con la idea de acallar los rugidos que salen de su estómago. Le apetece comer algo caliente y tomarse un buen vino tinto, o rojo, como dicen los franceses, demostrando una vez más que la realidad depende siempre del color del cristal con que se mira. Lo que no sabe Pablo es que esta misma metáfora será utilizada dentro de poco en su contra.
El bistrot de madame De Bruyn está lleno de gente a estas horas, en su mayoría trabajadores que han terminado la jornada laboral y empinan el codo antes de volver a casa para encontrar la cena lista. Por eso la mayoría está de pie, junto a la barra, intentando alargar el mejor momento del día. Pero al fondo del local hay unas largas mesas de madera, con bancos a ambos lados, donde algunos comensales que no tienen quien les haga la cena se ponen las botas con los manjares que prepara madame De Bruyn por cuatro perras. Como ese pantagruélico hochepot que acaban de servirle a Pablo: un potaje a base de carnes y verduras varias, idéntico al que comen al otro lado de la mesa dos aldeanos mientras conversan animadamente. Al principio, el cajista no les presta atención, ya que está concentrado en atender las protestas de su estómago; pero a medida que el hambre va menguando, el cerebro le empieza a funcionar y algunas palabras consiguen filtrarse a través de sus oídos. Una de ellas es «Amiens». Otra es «armas». También está «policía». Y cuando se cuela el sintagma «anarquistas españoles», entonces Pablo casi se atraganta.
Los dos comensales no conocen todos los detalles de la historia. Lo único que han oído es que ayer por la tarde cerca de Amiens la policía abortó una operación de contrabando de armas, al sorprender in fraganti a dos hombres mientras intentaban comprar un arsenal de guerra a unos obreros de Reims. Al ser detenidos, dijeron que querían las armas para hacer contrabando en la guerra de Marruecos, pero la policía sospecha que se trata más bien de un plan tramado por grupos de anarquistas españoles. Y no anda desencaminada, pues los dos hombres detenidos cerca de la carretera que lleva de Amiens a Reims, a la altura de Voyennes, son Juan Rodríguez, «el Galeno», y Blas Serrano, su inseparable compañero, encargados de conseguir las armas para la expedición revolucionaria.
El fatal desenlace empezó a fraguarse a principios de la semana pasada, cuando el Galeno recibió de manos de Pablo la carta que le encargaba la búsqueda de armas. A los pocos días de ponerse manos a la obra le llegó la primera oferta: un recuperador belga acababa de encontrar en un bosque próximo a Daméry un antiguo depósito alemán enterrado, del que había extraído numerosos fusiles, cartuchos y granadas en buen estado de conservación. Estaba dispuesto a vender los fusiles y las granadas al precio estipulado, mientras los cartuchos los incluía en el trato sin coste adicional, pues algunos estaban húmedos y era probable que la pólvora se hubiera echado a perder. Rodríguez se puso en contacto con Vivancos y acordaron hacer la compra de inmediato, para no perder aquella gran oportunidad. Y así fue como Vivancos viajó el lunes hasta Amiens para entregarle el dinero al Galeno, operación que la policía estuvo a punto de abortar y que sólo llegó a buen puerto gracias a la presencia de Pablo en el tren. Algunos pensaron entonces que la intervención de los gendarmes no había sido casual y la sospecha ha cobrado fuerza tras lo ocurrido ayer por la tarde, cuando una patrulla apareció de improviso en el lugar en que se estaba realizando la compraventa.
El encuentro se había programado para las seis de la tarde. Rodríguez y Serrano salieron de Amiens con un autocamión de carnicero, de la marca Renault, y llegaron con media hora de adelanto al lugar de la cita, cerca de Voyennes. El recuperador, un tipo de pocas palabras, tan rubio que parecía albino, se presentó veinte minutos más tarde. Con un gesto les indicó que subieran al camión y le siguieran por un camino de tierra que se adentraba en el bosque; al poco rato, llegaron a una casa en ruinas. El Galeno y Blas Serrano bajaron del vehículo y entraron en la casa detrás del hombre albino, que apartó unas maderas del suelo y abrió una trampilla que bajaba al sótano. Allí había, metidos en cajas, más de un centenar de fusiles máuser, varias docenas de granadas y unos cuantos paquetes repletos de municiones. Hicieron el recuento a la luz de una linterna y entregaron al recuperador el dinero correspondiente. Sin decir una palabra empezaron a sacar entre los tres el cargamento y a meterlo en el camión. Necesitaron hacer varios viajes. En el último, al salir del sótano, les esperaba la policía apuntándoles al entrecejo.
Pablo aún no conoce todos estos detalles, pero deja su hochepot a medias y pide la cuenta. La conversación entre los dos comensales le ha quitado el apetito, ya que tiene el presentimiento de que las detenciones de Amiens guardan relación directa con las actividades del Comité de Relaciones Anarquistas. Y más concretamente con el hombre del tren al que él ha entregado en las últimas semanas un sobre y un maletín. No sabe ni qué decía el primero ni qué contenía el segundo, ni siquiera sabe cómo se llama en realidad el hombre del maletín de médico, pero si resulta ser uno de los detenidos y acaba cantando, el futuro de Pablo se avecina muy negro: la policía tomó sus datos en el tren y puede que su nombre ya esté circulando por las comisarías. Pero no hay que ser tan pesimista, también puede ser que el tipo del tren no suelte prenda, que sea un héroe de los que ya no quedan. Porque, según han dicho los dos comensales del bistrot de madame De Bruyn, los detenidos han declarado que querían las armas para hacer contrabando en Marruecos. Tendrás que esperar hasta mañana, Pablito, cuando llegues a París y puedas enterarte mejor de lo sucedido. Aunque todo parece indicar, bien es verdad, que al movimiento revolucionario están pisándole los talones.
Por la noche, a Pablo le cuesta conciliar el sueño, y no precisamente por la pesada digestión del potaje, aunque todo suma. Cuando consigue dormirse, vienen las pesadillas a impedir su descanso. Sueña con una vía férrea que empieza bajo sus pies y se pierde en el infinito. Al principio del camino hay un cartel en el que se puede leer: «La salvación, al final del todo». Comienza a andar, primero pausadamente, pero cada vez con mayor velocidad, a medida que va encontrando otros carteles que dicen: «Date prisa, la salvación está en tus manos» o «Ya queda menos, la salvación depende de ti». Pablo empieza a correr y por fin lee en un cartel: «Salvación a 2 km»; luego ve el cartel de 1 km, luego el de 500 m, está asfixiado, ya no puede más, 200 m, está a punto de desfallecer, 100 m, 50, 20, 10… Entonces aparece un cartel que dice: «Lo siento, la salvación ha pasado de largo», y se vuelve con el tiempo justo de ver cómo un tren se le tira encima. Se despierta gritando y empapado de sudor. Sale de la caseta y se refresca en el estanque. El agua casi helada lo desvela. Pero enseguida vuelve adentro e intenta descansar, intuyendo que le esperan tiempos revueltos. Y no le falta razón, pues nunca más volverá a Marly ni a la casa del estanque.
A la mañana siguiente, Pablo se queda dormido en cuanto sube al tren. Hace el trasbordo en Lille y vuelve a quedarse traspuesto. Al cabo de un rato le despierta el revisor, el mismo que le defendió ante las suspicacias de los gendarmes. Siente la tentación de preguntarle qué ocurrió al final el otro día, pero en el último momento se contiene. Al llegar a París, compra el periódico nada más salir de la Estación del Norte y, antes de que pueda leer siquiera los titulares, se le tira encima un perro salchicha, poniéndole perdidos de barro los pantalones.
—¡Kropotkin, maldita sea! —se queja Pablo mientras se sacude con el periódico—. ¿Qué haces aquí? ¿Dónde está Robinsón? —pregunta, temiéndose lo peor. Pero Kropotkin se le vuelve a tirar encima, aunque esta vez Pablo consigue esquivar la embestida con una auténtica verónica—. ¿Qué pasa, qué quieres?
Y entonces Kropotkin se dirige hacia un callejón que se pierde detrás de la estación. Pablo le sigue, pero al entrar en la callejuela, el perro ha desaparecido de su vista. Cuando está a punto de dar media vuelta, oye que alguien le chista, pero sigue sin ver a nadie.
—¡Eh, Pablo, aquí! —es la voz de Robinsón, que parece provenir de un montón de escombros que hay al fondo del callejón, junto a una casa a medio construir. Al acercarse, Pablo ve una cabeza que emerge por el hueco de una ventana del primer piso, medio camuflada por las maderas de un andamio: es la cabeza de Robinsón, con Kropotkin ya a su lado.
—¿Qué haces ahí metido?
—Calla y sube, rápido. Por la derecha del andamio.
Pablo sube a reunirse con su amigo, que se comporta como un conspirador. Aunque, bien mirado, es lo que es.
—¿Qué ocurre? —dice mientras entra por el hueco de la ventana. El edificio tiene pinta de estar en construcción desde hace tiempo, como si hubiesen parado las obras por falta de liquidez. En el interior, alguien ha apañado un banco con un tablón y dos ladrillos.
—Muchas cosas —dice Robinsón, dejándole un sitio a Pablo en el banco.
—¿Buenas o malas?
—Más bien malas. A partir de ahora tendremos que actuar con más discreción.
—Pues estamos buenos. Cogieron a Vivancos, ¿verdad?
—No, qué va. Casi se mata al saltar del tren, pero consiguió escapar. Por cierto, los del Comité te dan las gracias por todo lo que hiciste, lástima que luego no sirviera para nada.
—¿Por qué?
—Por la detención de Rodríguez.
—¿De quién?
—Del Galeno, el tipo al que le diste el maletín que te dejó Vivancos.
Y entonces Robin le cuenta a Pablo la historia completa de la detención del barbero de Amiens y de su inseparable ayudante.
—Pero ¿tú sabes si han cantado?
—Todo parece indicar que no, que están aguantando la presión policial en los interrogatorios y siguen manteniendo la versión de que las armas eran para hacer contrabando en Marruecos. Pero no sabemos hasta cuándo podrán resistir. Así que ya te imaginas cómo están los ánimos entre los del Comité.
—Sí, me lo figuro.
—Y encima ha ocurrido lo del telegrama.
—¿Qué telegrama?
—Uno que llegó ayer procedente de España. De Barcelona, concretamente. Decía: «Todos a la frontera. Revolución a punto de estallar».
—No fastidies.
—Sí, imagínate la situación. Intentamos reunirnos en el local de la Librería Internacional, pero había corrido la voz de la llegada del telegrama y allí no cabíamos todos. Al final acabamos en el sótano de la Bolsa de Trabajo. Algunos querían salir inmediatamente hacia la frontera, pero otros decían que el telegrama era muy sospechoso, que era demasiado explícito para haber sido enviado desde España. Total, que después de una tremenda discusión, ganaron los más prudentes y esta mañana han partido hacia la frontera Jover y Caparrós para comprobar de primera mano cómo están las cosas. Jover ha ido a Portbou y Caparrós a Irún. Desde allí nos enviarán un telegrama en clave para informarnos de la situación.
—¿Y cuál es la clave? —pregunta Pablo, más por inercia que por verdadera curiosidad.
—Mira que eres preguntón, Pablito —le responde Robinsón con una sonrisa maliciosa—, se supone que la clave sólo debemos conocerla los de la comisión ejecutiva… En fin, es bastante simple: si el telegrama dice «Mamá, estable», significará que los compañeros del interior todavía no están preparados para la revolución; si el mensaje es «Mamá, grave», querrá decir que ya están preparados y que debemos partir hacia la frontera a la espera de iniciar la incursión; y si el telegrama dice «Mamá ha muerto», es que ha estallado la revolución y debemos entrar en España sin pérdida de tiempo.
—Menudo panorama —es la escueta respuesta de Pablo—. ¿Y cómo pensáis hacer la revolución si no tenéis armas?
—Bueno, que haya fallado lo de Amiens no quiere decir que no tengamos armas. El Comité tiene sus propios recursos y todavía quedan cartuchos por quemar. En última instancia, podemos arriesgarnos a traer de Barcelona los mil fusiles que Los Solidarios compraron en Éibar tras el asalto al banco de Gijón y que están almacenados en un lugar seguro del puerto. Aunque lo mejor sería no tener que usar esa última carta, desde luego. Parece ser que hay un contrabandista español aquí en París que está dispuesto a vendernos un buen arsenal, y esta noche pensamos abordar a don Vicente Blasco para pedirle dinero. Además, los compañeros del sur también tienen el encargo de conseguir material. Precisamente ése es uno de los puntos de los que he hablado con Max estos días.
—¿Qué Max?
—El encargado de la propaganda y de la captación en el suroeste. Uno al que llaman «el Señorito».
—Ah, sí. ¿Entonces no se confirmaron las sospechas del Comité?
—Bueno, a mí no me dio tan mala impresión, a pesar de sus aires aristocráticos y su afición a la cocaína. Hay que reconocer que es el mejor disfraz para que la policía no te detenga por anarquista, de eso no te quepa la menor duda. Además, tal y como están las cosas, tampoco podemos pedirle peras al olmo.
—Mal asunto. Yo conocí a un tipo así en Barcelona durante la Semana Trágica y acabó resultando ser un confidente de la policía, aunque se hacía llamar Emilio Ferrer y se presentaba como escultor. Oye, ¿y qué ha sido de Leandro?
—Se ha quedado en San Juan de Luz. Dice que se ha enamorado del pueblo, pero yo más bien creo que se ha enamorado de una pueblerina… Espero poder recuperarlo para la causa cuando llegue el momento de combatir.
—Vaya, ¿y qué pasa con las octavillas que teníamos que imprimir?
—No tengo ni idea, supongo que Teixidó aún no habrá conseguido el papel.
—Pues si llega el telegrama diciendo que os tenéis que ir al galope, os vais a largar sin los pasquines.
—Es verdad. ¿Y no podrías imprimirlos tú con el papel que hay en la imprenta? Siempre se puede tachar el membrete… Venga, va, no te lo tomes así —dice ante la cara de circunstancias de su amigo—. Oye, ¿nos vemos esta noche en lo de Blasco y Unamuno?
—Ya veremos, Robin, ya veremos —dice Pablo, y desaparece por el hueco de la ventana, camino de La Fraternelle, mientras Kropotkin suelta un par de ladridos y menea el rabo a modo de despedida.