(1900-1904)
—¿Veis como sí que tengo corazón?
Tras su descubrimiento, Pablo había vuelto a la guarida de Robinsón para demostrar a sus amigos que no era un vampiro.
—Lo que pasa es que lo tengo a la derecha. ¿Sabréis guardar el secreto?
Ángela y Robinsón se besaron el pulgar, convenientemente intercalado entre los dedos índice y corazón, a modo de promesa. Luego volvieron los tres a casa, en silencio, entristecidos por tener que separarse.
—No os preocupéis —les animó Pablo al despedirse—. Nos veremos pronto, os lo prometo.
Y no faltó a su palabra, pues los Martín regresarían a Béjar en más de una ocasión. De hecho, a partir de entonces, cada vez que Julián tenía que inspeccionar el sur de Salamanca se las apañaba para pasar unos días en la fonda de don Veremundo y doña Leonor, sabedor de que su hijo había trabado buena amistad con el hijo de los posaderos. Así, tras aquella Navidad que habría de cambiarle la vida, Pablo consiguió mantener encendido el fuego de la amistad y el amor verdaderos. Como un soplillo, cada nuevo reencuentro avivaba los lazos de unión entre Pablo, Robinsón y Ángela, a pesar de los intentos de Rodrigo Martín por mantener a su prima alejada de aquellos dos «papanatas» y de las transformaciones que se iban produciendo en los chicos de manera inevitable a medida que se acercaban a la adolescencia. La primera vez que los Martín volvieron a Béjar, Robinsón ya no llevaba aparato ortopédico, aunque seguía cojeando sensiblemente, y Ángela medía medio palmo más, altura desde la que continuaba observándolo todo con aquellos ojos suyos, enormes y chispeantes. En el siguiente reencuentro, Robinsón había aprendido a fumar cigarrillos y Ángela a tocar la flauta, así que mientras el uno se dedicaba a practicar las inhalaciones, la otra se aplicaba con las exhalaciones, atormentando a sus amigos en su empeño por emular al flautista de Hamelín. En otra ocasión, Robinsón había cambiado las novelas de aventuras por los libros de ciencias naturales, practicaba con pericia el arte del dibujo, criaba gusanos de seda y tenía un perro de aguas al que llamaba Darwin; Ángela, por su parte, había adoptado la costumbre de hablar intercalando un «te» entre cada sílaba y al ver a Pablo le decía: «Hotelate Pateblote, cuantetote tiemtepote sinte vertetete». En una visita posterior, con motivo del primer Tour de Francia de la historia, don Veremundo había comprado una bicicleta y Robinsón se había convertido en un consumado ciclista, pues subido al velocípedo conseguía hacer pasar desapercibida su cojera: en dos días le enseñó a montar a Pablo, y también a Ángela, aunque a escondidas de sus padres y del cura de la parroquia, que censuraba desde el púlpito a las indecentes mujeres que se subían a horcajadas en una bicicleta. La última vez que el inspector y su hijo llegaron a Béjar a lomos de Lucero, en febrero de 1904, a Ángela ya le habían crecido los pechos y a Robinsón le sombreaba el bigote, aunque no tenía prisa por afeitárselo, obsesionado como estaba por hacerse vegetariano, una moda que empezaba a introducirse tímidamente en España:
—Ya no quiero comer más animales —les explicaba—. ¿Sabíais que a lo largo de la historia ha habido gente que no comía carne? Pitágoras, por ejemplo. ¡O el propio Jesucristo! Pero mis padres me obligan a comerla, dicen que aún estoy creciendo y que me quedaré raquítico si no lo hago. Cualquier día de éstos me largo de casa y entonces se van a enterar, ya veréis.
—Pues yo he oído decir —intervenía Ángela— que hay sitios donde la gente come carne humana.
—Eso se llama canibalismo —explicaba Pablo, haciéndose el entendido—. Hace poco, en una isla de Oceanía naufragó un barco inglés, y los caníbales mataron a toda la tripulación y luego se la comieron con patatas. Así que si tú te haces vegetariano, Robin, yo pienso hacerme caníbal.
—Tú ríete —decía Robinsón, cuyo apodo se había consagrado en formato reducido—, pero he leído en el Blanco y Negro que la carne no es buena para el corazón.
—Yo como de eso no tengo… —respondía Pablo, y reían todos juntos a costa de aquel secreto compartido.
—Pero ¿los animales tienen sentimientos? —preguntaba Ángela, interesada por el tema.
—Toma, pues claro —aseguraba Robinsón—: ¡Si el hombre desciende de las ranas! ¿Sabíais que un pez en una pecera se puede llegar a morir de pena si vive solo? Pero basta con que le pongas un espejo para que vuelva a estar contento…
—¡Venga ya! —decían Ángela y Pablo al unísono.
—Os lo juro —replicaba Robinsón.
Cuando Pablo salió por última vez de Béjar a lomos de Lucero, acababa de cumplir catorce años, y el viejo mulo sufría sobre sus espaldas una carga cada día más pesada. Julián ya le había advertido que tarde o temprano deberían poner fin a aquella vida trashumante, instalarse en Salamanca con su madre y la pequeña Julia, y encontrarle un trabajo que ayudase a sufragar los gastos familiares, pues se anunciaban tiempos de vacas flacas. Sin ir más lejos, en la vecina Valladolid se acababa de producir un enfrentamiento entre la Guardia Civil y un grupo de mujeres que se manifestaba pidiendo «pan y trabajo», resuelto a tiros por las fuerzas del orden, con el resultado de varias mujeres heridas, dos muertos y un aumento de la inquina proletaria contra el Benemérito Instituto. Pero los acontecimientos iban a precipitarse de un modo inesperado para los Martín cuando, al salir de Béjar con dirección a Ciudad Rodrigo, una terrible tormenta les sorprendió a mitad de camino. El cielo se oscureció súbitamente y las nubes violetas descargaron con fiereza toda su metralla, con tan mala suerte que cuando el aguacero cayó Pablo y Julián se encontraban en medio de la nada, sin un mal sitio donde cobijarse. El inspector espoleó al viejo mulo, pero Lucero se limitó a gemir con indolencia. Al poco rato creyeron ver una luz a lo lejos y hacia ella se encaminaron, abandonando la carretera principal. Sin embargo, las aguas revueltas de un arroyo vinieron a cortarles el paso. Julián intentó buscar algún lugar seguro por donde cruzar al otro lado, pero la tormenta arreciaba con fuerzas renovadas y la cortina de lluvia apenas dejaba ver más allá de veinte o treinta metros.
—Agárrate fuerte —le dijo a su hijo, y atizó a Lucero para atravesar la corriente.
El mulo se resistió al principio, con terquedad profética, pero acabó sucumbiendo a los dictados de la fusta. La crecida del arroyo aumentaba por momentos y, en lo más hondo del cauce, el agua le llegaba a Lucero a la altura de la grupa. Un rayo iluminó el cielo y cayó muy cerca, a juzgar por la rapidez e intensidad con que retumbó el trueno. El viejo mulo, asustado, intentó levantar las patas delanteras, perdió el equilibrio y la riada se lo llevó por delante, arrastrando consigo a Pablo y a Julián.
—¡A la orilla, a la orilla! —gritó el inspector, pero la pierna de su hijo había quedado enredada en una de las alforjas y la corriente se lo llevaba río abajo. Julián alcanzó el lado contrario con el tiempo justo de ver, iluminada por un relámpago, la cara de terror de Pablo al ser engullido por las aguas. Empezó a correr por el margen del arroyo, con la esperanza de ver emerger de nuevo la cabeza de su hijo, mientras el cielo seguía exprimiéndose como una esponja inagotable y el viejo Lucero gemía y pataleaba intentando resistir la embestida de la riada. De repente, las alforjas se separaron del cuerpo del animal y, tras unos segundos de incertidumbre, Pablo consiguió salir a la superficie.
—¡Por aquí! —gritó Julián, entrando de nuevo en el torrente y alargando la mano hacia su hijo.
Cuando Pablo alcanzó la orilla, el viejo mulo se había quedado ya sin fuerzas y era arrastrado definitivamente por las aguas. Padre e hijo se fundieron en un abrazo bajo la lluvia, todavía con el susto en el cuerpo, y se despidieron en silencio de aquel compañero con el que habían recorrido todos los pueblos de Salamanca.
—Hasta aquí hemos llegado, Lucero —musitó Julián al perderlo de vista. Y pusieron rumbo a la luz que brillaba allá a lo lejos.
Las lluvias duraron una semana entera y provocaron inundaciones en buena parte del país. Algunos pueblos quedaron literalmente sumergidos bajo las aguas, se perdieron numerosas cosechas, varios barcos naufragaron en el Cantábrico y la prensa acabó calificando el temporal de «horrorosa tragedia nacional». Para cuando amainó la tormenta, Julián ya había alquilado una tísica casucha en una anémica calleja de Salamanca (por usar la enfermiza adjetivación con que don Miguel de Unamuno calificaba la complexión urbanística de la ciudad), donde no tardaría en instalarse con su familia al completo. Envió a Pablo a Baracaldo, y durante las vacaciones de Pascua hicieron la mudanza. Por supuesto, él debería seguir viajando de pueblo en pueblo, inspeccionando las escuelas de toda la provincia, pero al menos tendría a sus seres queridos cerca y un hogar adonde volver cada poco tiempo, sin contar los dos meses al año que debía pasar en la capital para poder dar buena cuenta de las más de cincuenta escuelas que había en la ciudad y sus alrededores. Además, pensó con visión de futuro, seguro que, con esto de los automóviles, en cuatro días ya no harán falta mulos para ir de un pueblo a otro. Y no se equivocaba demasiado.
A Pablo fue al que más le costó adaptarse a la nueva situación. Habían sido ocho años de trashumancia, ocho años de peregrinaje continuado, ocho años deambulando de acá para allá: y no de una etapa cualquiera, sino de una etapa de formación, aquella en la que el niño descubre el mundo y se convierte en persona. La aventura castellana no le había curado la anosmia, desde luego, pero le había hecho crecer como un ser errante y ahora la vida sedentaria le cogía a contrapié. Claro que disfrutaba de la compañía diaria de su madre y de su hermana Julia, del calor familiar y de las comodidades de una casa en condiciones, pero su felicidad era una felicidad agridulce, pues en el fondo echaba de menos los viajes y la libertad de la vida ambulante. Además, Béjar quedaba ahora muy lejos, aunque sólo estuviera a setenta kilómetros de distancia. Y quien dice Béjar dice Robinsón. Y quien dice Robinsón, ay, dice Ángela y sus enormes ojos. Pero no hubo tiempo para lamentaciones: a los pocos días de instalarse en Salamanca, Pablo entraba a trabajar en la redacción del diario El Castellano, dirigido a la sazón por el poeta ciego Cándido Rodríguez Pinilla. Su tarea: chico para todo. Su horario: desde las tres de la tarde hasta medianoche, siete días a la semana. Su sueldo: una peseta por jornal y una comida caliente. Pero antes de empezar a trabajar, pidió dinero a su padre para comprar un billete de tren con destino a Béjar y poder despedirse de sus amigos.
Llegó a la estación a media mañana y atravesó el pueblo a todo correr, subiendo las pronunciadas cuestas que llevaban hasta la calle Flamencos. En la puerta de la posada encontró a don Veremundo, disfrutando de aquel domingo primaveral y fumándose tranquilamente un puro:
—Hombre, mira a quién tenemos por aquí —masculló el padre de Robinsón—. ¿Y don Julián, no viene contigo?
—No, señor, esta vez he venido yo solo —respondió Pablo, jadeando por el esfuerzo.
—Vaya con el hombrecito —sonrió, y soltó una bocanada de humo con forma de arandela—. ¿Te vas a quedar unos días?
—No, esta tarde vuelvo a Salamanca. Nos hemos instalado allí, con mi madre y mi hermana.
—Sí, eso he oído decir. Pero supongo que no habrás venido hasta aquí para hablar conmigo… Están todos en misa, incluidos Roberto y la hija de los Gómez.
—Muchas gracias, don Veremundo. Que tenga un buen día —dijo Pablo, y se largó corriendo a la iglesia de San Juan.
Cuando llegó, empezaban a salir los fieles más impacientes, entre ellos Robinsón y doña Leonor. Al verse, los dos amigos se abalanzaron el uno contra el otro y se dieron golpes en la espalda con los puños cerrados, simulando un combate de boxeo. Pero a medio abrazo, el hijo del inspector se quedó paralizado: Ángela salía de la iglesia, acompañada de su familia. Sus miradas se cruzaron y el corazón de Pablo quiso saltarse un latido. Robinsón se volvió con el tiempo justo de hacerle una señal a Ángela antes de que el primo Rodrigo se percatase de su presencia: juntó los dedos índices en forma de V invertida y le dijo a su amigo:
—Anda, vámonos.
—¿Y Ángela?
—La veremos en la guarida, no te preocupes.
Media hora después estaban los tres reunidos en la cabaña del bosque.
—Así que no sé cuándo podré volver a venir —les decía Pablo, tras contarles su nueva situación—. Pero os escribiré, de eso podéis estar seguros.
—¿Y qué dirección vas a poner en el sobre? ¿Guarida de Roberto Olaya, principal izquierda? —bromeaba Robinsón.
—Entonces, ¿vas a ser periodista? —preguntaba Ángela, con admiración.
—Quién sabe —respondía Pablo misteriosamente, sin sospechar que le iba a tocar usar más la escoba que la estilográfica.
—Pues yo voy a ser espeleóloga, como Robin —decía Ángela.
—Eso es imposible —intervenía el aludido.
—¿Por qué?
—Porque no hay mujeres espeleólogas.
—Pues yo seré la primera, ya verás.
Y así pasaron el resto de la mañana, haciendo planes de futuro, que es lo que uno debe hacer cuando tiene toda la vida por delante.
—Bueno, chicos, yo tengo que ir a comer a casa —dijo finalmente Ángela—. ¿A qué hora sale tu tren de vuelta, Pablo?
—A las seis y media.
Y a las seis y media Ángela estaba en la estación, despidiéndose de su vampiro. Cuando el tren se puso en marcha, empezó a andar junto al vagón, mientras Robinsón se quedaba parado en el andén agitando la gorra con entusiasmo.
—Ángela —dijo Pablo sacando la cabeza por la ventanilla.
—¿Qué? —respondió la chica, acomodando el paso al ritmo de la locomotora, que aumentaba por momentos su velocidad.
—Volveré a buscarte —dijo cuando ella empezó a correr—. ¿Me esperarás? —añadió a la desesperada, mientras Ángela se iba quedando atrás y sus ojos brillaban por última vez en la distancia.
Lo último que Pablo alcanzó a ver fue cómo ella se detenía al final del andén y asentía con la cabeza, los brazos caídos a lo largo del cuerpo, sin saber que un sabio dijo una vez que si las palabras se las lleva el viento, los gestos los carga el diablo, y que la diferencia entre dos síes mudos puede llegar a ser mayor que entre un sí y un no pronunciados en voz alta. Aunque no siempre es cierto lo que los sabios dicen.
Salamanca era por entonces una ciudad decadente, de calles estrechas y tortuosas, viviendas insalubres que a menudo carecían de agua corriente, habitadas por personas y animales en insano contubernio, con una iluminación escasa y un alcantarillado obsoleto que hacían de la capital provincial uno de los lugares con mayor índice de mortalidad de toda España: no en vano, si Salamanca era conocida de puertas afuera como Roma la Chica o Atenas la Pequeña por sus monumentales edificios y su célebre pasado universitario, de puertas adentro muchos la conocían como «la ciudad de la muerte», a causa de las habituales epidemias de viruela, difteria o gripe, a las que había que añadir las frecuentes muertes violentas que escandalizaban al vecindario y llenaban las páginas de los periódicos. No es de extrañar, así, que a la redacción de El Castellano llegaran las noticias más espeluznantes que uno pueda imaginar, por mucho que los diarios salmantinos, presionados por las fuerzas vivas de la sociedad, se hubiesen puesto de acuerdo para iniciar una campaña de saneamiento higiénico y moral.
Pablo empezó a trabajar a mediados de abril de aquel año de 1904. El primer día, antes de salir de casa, su madre le dio un beso en la frente e intentó animarle con la consabida arenga de que el trabajo dignifica. Pero el primogénito de los Martín no tardaría en darse cuenta de que si es verdad que dignifica, no menos cierto es que mortifica, pues ya en su primera jornada laboral iba a toparse con dos personajes singulares que le harían entrar súbitamente en la edad adulta. Si hubiera leído a Freud, tan en boga por entonces, habría podido ponerles nombre: a uno lo llamaban Tánatos; el otro respondía al nombre de Eros. Con el beso materno aún fresco en la frente, Pablo salió de casa, cruzó las vías del tren y atravesó el parque de la Alamedilla, uno de los lugares con peor reputación de aquella Salamanca de comienzos de siglo. La redacción de El Castellano se encontraba en la planta principal del número 28 de la calle Zamora, junto a la Plaza Mayor, y lo que más sorprendió a Pablo al entrar allí fue el enorme ajetreo y el asfixiante humo del tabaco que irritaba su laringe y sus lacrimales. Un gran espacio repleto de mesas, sillas, papeleras y escupideras funcionaba como centro de operaciones, presidido desde un rincón por una lechuza disecada que parecía controlarlo todo con sus exangües ojos de cristal. Habría unas diez personas en la sala, hablando, fumando, escribiendo o aporreando una máquina de escribir, pero al principio nadie se dio cuenta de su presencia.
—Tú, chaval, ven aquí —oyó por fin una voz que le llamaba. Entre la espesa neblina, un hombre calvo y de rostro cobrizo le hacía señas para que se acercara.
—No me llamo chaval —dijo Pablo cuando estuvo a su lado, intentando hacerse respetar.
—¿Ah, no? ¿Y cómo te llamas, si se puede saber?
—Pablo, Pablo Martín.
—Muy bien, Pablo Martín, escúchame bien: a partir de hoy te vas a olvidar de tu nombre. Aquí te llamaremos chaval, ¿entendido, chaval? —dijo el hombre sin quitarse el cigarrillo de los labios. Tenía los ojos rojos y las pupilas dilatadas, como si padeciese midriasis o hubiera tomado belladona.
—Entendido —acabó transigiendo el recién llegado. Tampoco era cuestión de que lo echaran a las primeras de cambio.
—Así me gusta. Anda, lleva este artículo a la imprenta. Sabes dónde está, ¿no?
Pablo negó con la cabeza.
—Hay que fastidiarse.
—Ya le enseño yo el camino —dijo una voz femenina desde la mesa de al lado.
El hombre se volvió hacia su compañera, una mujer rolliza con el pelo rizado como una escarola: era la secretaria del director de El Castellano.
—Como quieras, Obdulia. Pero no te entretengas, que te conozco —dijo el hombre guiñándole un ojo.
—Mira que eres patán —respondió la tal Obdulia. Y, levantándose de su mesa, le indicó a Pablo que la siguiera.
—Muchas gracias —dijo el chico al salir de la redacción.
—Las que tú tienes —contestó la mujer con desenfado, guiñándole un ojo. Al parecer, en aquel oficio, los guiños iban más baratos que el pan de centeno.
La imprenta estaba en la misma calle Zamora, en un pequeño sótano sin luz natural ocupado por dos viejas Marinoni que funcionaban a todo trapo. Completaban el cuadro una platina, una guillotina, una estereotipia, una máquina de glasear, varias resmas de papel, galeras, fundiciones y un hombrecillo con guardapolvos y manos entintadas. Obdulia hizo las presentaciones, sobreponiéndose al ruido de las máquinas. Luego Pablo entregó el artículo al impresor y volvieron al periódico, donde encontraron a varios redactores en plena discusión:
—Que no, cojones, que a mí hoy no me toca —decía uno.
—A mí tampoco, que anoche estuve en lo del burdel —argumentaba otro.
—Pues yo llevo toda la semana pateando la ciudad —decía un tercero.
—Entonces lo echamos a suertes y sanseacabó —dijo el de las pupilas dilatadas, cogiendo cuatro lápices de su escritorio—. El que saque el más corto, pringa.
Pero fue él el que pringó.
—Pues me llevo al chaval conmigo —dijo contrariado.
Y así fue como Pablo le vio la cara a Tánatos: en el fondo del río Tormes, a la altura del puente romano, acababan de encontrar dos cadáveres en estado de putrefacción, con los pies atados entre sí y un pequeño yunque a modo de lastre. Cuando llegaron, la Guardia Civil intentaba dispersar a los curiosos, que se agolpaban sobre el puente para presenciar la escena desde primera línea. En el centro del cauce, una lancha equipada con un torno izaba los cuerpos de un hombre y una mujer.
—¿Suicidio o asesinato? —le preguntó el periodista a un guardia civil tras identificarse como redactor de El Castellano.
—No sabemos, no sabemos —respondió el agente.
—Seguro que ha sido un suicidio. Tal como están las cosas, la gente prefiere morirse con los pulmones llenos que con el estómago vacío. Toma nota, chaval, toma nota —le dijo a Pablo, tirando una colilla al río.
Pero Pablo ya no le escuchaba, hipnotizado por los dos cuerpos que se balanceaban en el aire. Aunque su estado de descomposición era avanzado, no cabía duda de que pertenecían a un hombre y a una mujer jóvenes, casi adolescentes, a juzgar por la ropa que llevaban. Y lo más curioso era que parecían haber muerto consolándose, pues el rígor mortis los había dejado fundidos en un abrazo. De repente, a Pablo le vino a la cabeza la imagen de Ángela y sintió un miedo muy concreto: miedo a no volver a verla. Entonces se prometió que algún día volvería a Béjar para casarse con ella.
Pero las emociones aún no habían terminado. Cuando regresaron a la redacción ya había anochecido y el reciente alumbrado eléctrico instalado en el centro de la ciudad le daba un aspecto incorpóreo, como de decorado teatral. Pablo y el periodista llegaron a la calle Zamora, pero se detuvieron a la altura del número 11, frente a la puerta del Casino de Salamanca:
—Anda, entremos a echar un trago antes de volver al infierno —dijo el periodista.
—Yo no llevo dinero —contestó Pablo.
—Invita la casa, no te preocupes. ¡Manolito, dos coñacs!
—¡Marchando, don Ferdinando! —respondió el camarero con retintín.
Y así fue como Pablo descubrió el nombre del redactor de las pupilas dilatadas.
—Venga, chaval, brindemos por tu primer día de trabajo y tus dos primeros muertos: ¡salud!
—Salud —musitó Pablo levantando la copa, y dejó que aquel líquido pardo le abrasara la garganta.
—Por cierto —le advirtió Ferdinando cuando salieron del Casino—, ten cuidado con Obdulia: se pirra por los jovencitos.
Y soltó una carcajada que hizo retumbar los adoquines del empedrado.
Ya en la redacción, Pablo pudo comprobar que era cierto lo que decía: Obdulia no dejaba de observarlo de una forma que alguien con mayor bagaje no habría dudado en calificar de voluptuosa. La mujer entornaba los ojos y le lanzaba miraditas a través del humo de los cigarros. Ya podía estar él vaciando una papelera, moliendo el café o rellenando el depósito de tinta de una pluma estilográfica, que seguía notando en su cogote la mirada persistente de la secretaria de don Cándido, aquel poeta ciego que dirigía el periódico desde su casa. Cuando el reloj del ayuntamiento dio las nueve, los redactores se levantaron en bloque, como activados por un resorte, y se abalanzaron sobre sus sombreros y gabardinas para salir a cenar.
—Chaval, tú quédate aquí con Obdulia por si llega alguna noticia urgente y tienes que venir a avisarnos —le dijo Ferdinando a Pablo—. Ya le diremos al camarero que te guarde nuestras sobras. —Y volvió a soltar una carcajada de las suyas.
—No te lo tomes a mal —le dijo Obdulia cuando se quedaron solos—. En el fondo no son malos chicos, ya lo verás. Anda, ven aquí y cuéntame cómo te ha ido la tarde.
Pablo se acercó y empezó a contarle lo de los suicidas del río Tormes, hasta que la mujer le puso un dedo en la boca y emitió un suave siseo pidiéndole silencio. Luego le acarició la cara, y el cuello, y la cabeza. Se puso en pie y arrastró al chaval hasta el fondo de la sala, donde una puerta de vidrio esmerilado daba acceso al «Despacho de la Dirección», según indicaban unas grandes letras góticas pintadas a conciencia. Lo último que vio Pablo, antes de desaparecer tras ella, fueron los ojos cristalinos de la lechuza disecada, que parecía divertirse desde su rincón observando cómo la señorita Obdulia volvía a hacer de las suyas.
—Ven aquí, perejil mío —susurró la secretaria con un tono que pretendía ser cariñoso, pero que a Pablo le dejó completamente estupefacto—, que te voy a enseñar cómo se dirige un periódico.
Y, sin encender la luz, cerró la puerta con llave y se llevó a su presa hasta la mesa sacrificial. Entonces, como en un sueño o una pesadilla, Pablo se encontró amasando unos pechos descomunales, mientras una lengua viscosa se introducía en su boca y la convertía en un acuario lleno de peces. Sus papilas gustativas descubrieron el metálico sabor de los besos ajenos y sus calzones se quedaron involuntariamente pequeños. Una mano se le deslizó por debajo del pantalón y sacó el catalejo de su virginidad, coronado por un glande rojizo e hinchado que parecía observarlo todo con su ojo polifemo. Unas enaguas cayeron al suelo, unos suspiros rasgaron el aire, una mesa de madera se quejó del sobrepeso y Pablo fue succionado por un animal fabuloso, a medio camino entre una medusa y un folículo piloso. Por fin, notó que su cuerpo entraba en erupción, mientras una descarga eléctrica le recorría de pies a cabeza. Se mordió la lengua para ahogar un jadeo y las fuerzas le abandonaron como a Sansón tras cortarse el pelo.
En el exterior, asomado a la ventana, Eros contemplaba la escena tronchándose de risa.