MIGUEL García Vivancos aprendió el oficio de mecánico a los trece años, antes de emigrar a Barcelona en 1909, donde se quedó enseguida huérfano de padre. Desde su creación en 1922, formó parte del grupo de acción Los Solidarios, junto a Buenaventura Durruti, Francisco Ascaso y Juan García Oliver, entre otros. Tras el asalto en agosto de 1923 al Banco de España en Gijón, fue arrestado y encarcelado durante tres meses, pero consiguió burlar las investigaciones policiales y fue puesto en libertad. Partió entonces hacia París con buena parte de los miembros del grupo y fue el encargado de conseguir armas para organizar la lucha contra la dictadura de Primo de Rivera. Tras haber negociado con un traficante belga la compra de fusiles y municiones, participó el 7 de noviembre de 1924 en la operación de Vera de Bidasoa.
Diccionario internacional de militantes anarquistas
Tras unos días en Marly bastante tranquilos, Pablo vuelve a París el viernes, 24 de octubre. Al pasar por Amiens, observa por la ventana del vagón de cola si el hombre del maletín de médico está otra vez en la estación. No lo ve, pero de todos modos sale al pasillo y se dirige hacia la plataforma trasera. Ni rastro. Vuelve a su asiento y espera la llegada a París observando el paisaje. Caen algunas gotas, pero el sol consigue colarse por una grieta del techo que han construido las nubes, y el resultado es de una belleza inusual: el arco iris se dibuja con la tramposa nitidez de los espejismos. Por un momento, Pablo cree estar en los campos de Castilla, a lomos de Lucero y agarrado a la cintura de su padre. Cierra los ojos y fantasea con sus recuerdos durante un buen rato. Al abrirlos de nuevo, el triste espectáculo de las casas humildes del extrarradio parisino, eso que algunos llaman con cierto desdén la banlieue, le devuelve a la realidad sacándole de sus ensoñaciones.
Como llega con tiempo de sobra, decide pasar por casa antes de ir a la imprenta. Al entrar, algo le llama la atención. La esterilla sigue en el suelo y en una esquina hay una maleta de cuero verde que no estaba allí cuando se fue a Marly. Y encima de la mesa, un cuenco de calabaza: ese que suele usar Leandro, el gigante argentino, para cebar su mate. Sólo entonces descubre una nota sobre la almohada de la cama. Es de Robinsón y dice así: «Pablo, a Leandro le busca la policía. Se ve que el viejo Dubois le denunció. Han registrado su casa y han dictado una orden de búsqueda y captura. Lo mejor es que se esconda aquí unos días, ¿no te parece? De todos modos, el muy loco dice que si en Francia no le quieren, se viene conmigo a España a hacer la revolución. Luego nos vemos y te lo cuento con calma. Robinsón». Pablo deja escapar un suspiro y rompe la nota en pedazos.
Pero el fin de semana va a ser más tranquilo de lo esperado. Primero, porque Sébastien Faure está de tournée por tierras suizas, dando una serie de conferencias en las que pretende demostrar la inexistencia de Dios. Segundo, porque el Comité de Relaciones Anarquistas no ha conseguido todavía el papel para imprimir las octavillas. Y tercero, porque Robinsón y Leandro se irán de viaje, tal como le hacen saber a Pablo por la noche cuando pasan a buscarlo por La Fraternelle. Bueno, cuando pasa Robinsón acompañado de un fantoche vestido con un sayo negro hasta los tobillos y un sombrero de ala ancha que le oculta el rostro.
—¿Venís de una fiesta de disfraces o qué? —pregunta Pablo con mofa al verlos entrar en la imprenta.
—Che, ¿no sabés que me busca la policía? El viejo me denunció.
—Sí, ya lo sé. Pero con esas pintas llamas más la atención que otra cosa. Vaya, que vestido de mujer pasarías más desapercibido…
Pero Leandro no está para bromas, algo inusual en él. Abatido, se desploma sobre una silla, que no resiste la embestida y se desmorona como un castillo de naipes. Pablo y Robinsón intentan contener la risa mientras le ayudan a levantarse.
—Mira, Leandro, lo que deberías hacer es esconderte unos días en la buhardilla —propone Pablo mientras reúne los trozos de madera e intenta recomponer la silla—. O, mejor aún, irte una temporada al campo; podrías venir conmigo a Marly y refugiarte en la caseta. Lo que no puedes hacer es seguir paseándote así por París.
—Sí, eso le decía yo viniendo hacia aquí —interviene Robinsón—. De hecho, estábamos pensando en irnos juntos mañana hacia el sur. El Comité me ha pedido que vaya a supervisar cómo va por allí el trabajo de captación. Al parecer no se fían demasiado de la persona encargada de reclutar gente en Burdeos, Bayona, Biarritz, San Juan de Luz y otros pueblos y ciudades de la zona.
—Yo pensaba que de quien no se fiaban mucho era de ti y de tus amiguitos del sindicato de Lyon. Demasiadas desconfianzas para hacer una revolución, ¿no crees?
—Bueno, las precauciones siempre son pocas en casos así.
—¿Y tú qué dices, Leandro? —pregunta Pablo.
—¿De qué? —responde el argentino, algo despistado.
—De lo del viaje, ¿de qué va a ser?
—Por mí, perfecto. Con tal de no seguir llevando estas ropas… Además, ya estoy harto de esta maldita ciudad, mal rayo la parta.
El viaje de Robinsón tiene su origen en un telegrama que el Comité de Relaciones Anarquistas recibió a principios de semana, procedente de Burdeos, donde los compañeros del Sindicato de Emigrados Españoles renunciaban a continuar con el trabajo de difusión y captación que les había sido asignado: «Lo sentimos, no podemos hacernos cargo asunto. San Juan de Luz persona ocupándose. Nombre Max Hernández. Atte., Sindicato Emigrados Españoles». La noticia no ha gustado nada al Grupo de los Treinta, que ayer se reunió en el local de la rue Petit y tomó la decisión de enviar a alguien a la zona a supervisar el trabajo realizado por el tal Max, más conocido como «el Señorito». Y ha sido a Robinsón a quien le ha tocado la rifa.
—No se hable más —concluye el vegetariano—, mañana nos vamos juntos a buscar el sol del sur, que aquí ya empieza a hacer un frío que pela. Y así dejamos un poco tranquilo a Pablito, que incluso él necesita intimidad de vez en cuando —añade guiñándole el ojo.
Pero eso no será hasta mañana, porque esta noche aún dormirán los tres juntos en la buhardilla. Bueno, los cuatro, pues Kropotkin empieza a pasar frío en el rellano, el pobrecito.
El fin de semana transcurre apaciblemente y, como queriendo llevar la contraria a Robinsón, el tiempo se muestra generoso con los parisinos, ofreciéndoles un inesperado veranillo de San Martín. Hay que aprovecharlo, parecen decirse todos, y salen en tromba a las calles, con caras de perpleja alegría y excepcional buen humor. En el Jardín del Luxemburgo, algunas jóvenes pretenden incluso tomar el sol, como queriendo imitar a estas alturas a Coco Chanel, quien hace dos veranos inauguró la moda de la piel tostada al pasearse por Cannes con un bronceado de lo más llamativo. Pero Pablo sabe que se trata de un espejismo, de la calma que anuncia la tormenta. Y no sólo porque del norte del país lleguen noticias de lluvias torrenciales, sino porque presiente que su vida va a dar pronto un vuelco inesperado.
El lunes por la mañana Pablo se dirige a la Estación del Norte para tomar el tren con destino a Lille. El cielo ya se ha encapotado y antes de subir al vagón compra Le Quotidien a un chiquillo repartidor de periódicos, uno de los muchos voceadores que proliferan en París desde el final de la Gran Guerra. En portada aparece una foto de la nadadora inglesa miss Zetta Hills, que pretende atravesar el Canal de la Mancha a nado, embutida en un traje de caucho que se ha hecho confeccionar para la ocasión. También se informa en titulares de que un profesor de la Universidad de Barcelona, el doctor Dualde, ha sido detenido en Gerona por leer precisamente Le Quotidien. Y ya en páginas interiores viene un artículo de Unamuno, en el que tras atacar con dureza al Gobierno español y a Primo de Rivera, acaba anunciando su participación en un mitin en la Salle des Sociétés Savantes (junto a Blasco Ibáñez y Ortega y Gasset), al que espera que asistan todos aquellos con la dignidad suficiente para alzar la voz contra un Directorio que es la vergüenza de la vieja Europa y del mundo entero. Pero Pablo aún no ha leído el artículo cuando sube al vagón de cola y se sienta junto a la ventana, en el preciso instante en que por el andén pasa hecho un pincel el mismísimo Vivancos, con monóculo y chistera. Sus miradas se cruzan y Vivancos le hace un gesto apenas perceptible, pero elocuente: es mejor que no nos vean juntos, parece querer decirle, y se dirige hacia los vagones de primera clase, pues ya se sabe que para que te dejen tranquilo, lo mejor es ir bien vestido y aparentar tener dinero.
Pablo intenta leer el artículo de Unamuno, pero no consigue concentrarse. Y menos aún cuando en la estación anterior a Amiens suben dos gendarmes, con sus porras y sus pistolas al cinto. «Inspección rutinaria —dicen al ponerse de nuevo el tren en marcha—, vayan preparando las cédulas personales». Se dirigen al furgón delantero y empiezan a pedir la documentación, seguidos de cerca por el revisor del tren. Segundos después, aparece Vivancos en el vagón de tercera clase, con un maletín en la mano, y le hace un gesto a Pablo para que le siga hasta la plataforma trasera, donde nadie los pueda oír. De hecho, casi no se oyen ni ellos mismos con tanto traqueteo.
—Escucha —dice Vivancos, cuya suave voz no consigue disimular su nerviosismo—. Esos gendarmes me dan mala espina. Coge este maletín, y si me pasa algo a mí bajas en Amiens y se lo das al Galeno, el tipo al que le entregaste la carta el otro día. Estará esperando en el banco que hay junto a la cafetería. Luego vuelves a subir al tren como si no hubiera pasado nada. Llevas los papeles en regla, ¿verdad?
—Sí, sí.
—Perfecto. Ahora vuelve a tu asiento y actúa con normalidad.
Pablo vuelve a su banco con el susto en el cuerpo y un objeto candente entre las manos. Ya van dos en los dos últimos viajes, primero una carta y ahora un maletín. Afortunadamente, esta vez tampoco sabe lo que contiene, porque si no, habría empezado a arder. Lo deja en el suelo, disimulándolo debajo del asiento. Desde su posición puede ver la plataforma exterior, pero no a Vivancos, que apoyado en la barandilla lateral queda fuera de su campo de visión. Cuando los gendarmes llegan a su lado, Pablo saluda con el mejor acento francés del que es capaz.
—Espagnol? —pregunta el más joven de los dos al ver su cédula personal.
—Oui, bien sûr —responde Pablo.
El joven le mira con desconfianza y comenta algo en voz baja con el otro gendarme, que mueve la cabeza negativamente y señala algo en la parte baja del documento, donde se dice que Pablo Martín Sánchez está domiciliado en Marlyles-Valenciennes. Parece que el dato los tranquiliza, pero de todos modos llaman al interventor, que se acerca arrastrando los pies. El hombre les explica, tartamudeando, que se trata de un viajero habitual que hace aquel trayecto todas las semanas. El gendarme más joven se muestra contrariado, pero le devuelve a Pablo la documentación. Siguen pidiendo los papeles al resto de viajeros y, al terminar, intercambian unas cuantas palabras, sin acabar de ponerse de acuerdo. Finalmente, el más joven vuelve hacia la cabeza del convoy, mientras el otro saca un puro de un estuche, se lo lleva a la boca y se dirige hacia la plataforma trasera. Pablo puede ver desde su posición la sorpresa del gendarme al descubrir a Vivancos, cómo se quita el puro de la boca y le dice algo, tal vez reclamándole la documentación. El policía pone entonces cara de extrañeza, vuelve a hablar y hace un gesto como queriendo decir «Acompáñeme, caballero». Durante un momento no ocurre nada. Luego, se lleva la mano a la cintura en señal de amenaza. Y es entonces cuando aparece inesperadamente en el campo de visión de Pablo un puño que conecta en pleno rostro del gendarme y lo derriba. Cuando consigue incorporarse, desenfunda su pistola y dispara, pero no hacia el lugar de donde ha salido el puño, sino hacia atrás, a lo lejos, allí donde Vivancos se acaba de dar un batacazo al saltar del tren en marcha.
Al oír los disparos, los viajeros más próximos se ponen a chillar. La gente empieza a asomarse por las ventanillas y los pasillos. Una mujer que hay al fondo del vagón pierde el conocimiento y su acompañante pide a gritos la presencia de un médico. El gendarme joven llega corriendo con el arma desenfundada, mientras su compañero aparece derramando sangre por la nariz. «¡Que paren el tren!», grita mientras se acuerda de la madre del fugitivo y de toda su familia, pero el tren ya está frenando al entrar en la estación de Amiens. Cuando se detiene, los dos gendarmes saltan a tierra. «¡Que no baje nadie!», ordena el más joven, mientras empieza a correr hacia el lugar por donde ha huido Vivancos. El otro entra en la cafetería a pedir un paño con agua para limpiarse la sangre, momento que aprovechan algunos viajeros, entre asustados e intrigados, para bajar de los vagones, haciendo caso omiso de las advertencias tartamudeantes del revisor, que les recuerda la prohibición expresa de la policía. Alguien saca una petaca de anís para intentar reanimar a la joven desmayada, que sigue sin recobrar el conocimiento. Otros, los que tenían Amiens como destino, aprovechan para largarse, no vayan a perder toda la mañana por culpa de aquello. Pablo baja con el tiempo justo de ver al Galeno abandonando la estación. Y, como si llevase en la maleta una bomba a punto de estallar, sale corriendo tras él sin pensárselo dos veces. Lo encuentra en la calle, haciendo un gesto con la mano a un coche de alquiler que se acerca a la estación, y se pone a su lado y deja el maletín en el suelo. El Galeno le mira de reojo y le reconoce, o al menos comprende la situación. Coge el maletín y sube al coche, que arranca a toda velocidad. Cuando Pablo vuelve al tren, la gente sigue alborotada, aunque la joven ya se ha recuperado del desmayo. El gendarme herido sale de la cafetería, con dos trozos de tela metidos en las fosas nasales, y manda subir a todos al convoy; avisa por teléfono a la gendarmería de Amiens y espera la llegada de refuerzos. Enseguida aparece su compañero, sudando y con los zapatos llenos de barro.
—Rien de rien —dice.
A los pocos minutos llegan cinco gendarmes más. Dos de ellos suben al tren y avisan al maquinista de que ya puede continuar el viaje. A partir de hoy, Pablo Martín Sánchez estará fichado por la policía francesa. Eso sí, junto a otros ochenta y tres pasajeros tan inocentes como él. O un poco más, si cabe, porque el maletín que Pablo acaba de entregarle al Galeno lleva en su interior quince mil francos destinados a la compra ilegal de armas procedentes del contrabando.
Cuando el tren arranca de la estación de Amiens, suena el primer trueno. Al poco rato una furiosa lluvia se desata.