V

(1899-1900)

Roberto Olaya no se equivocó. Como había pronosticado, el inspector y su hijo no pudieron marcharse de Béjar en todas las Navidades. Con lo que no acertó, sin embargo, fue con que Pablo tendría tiempo de leer Robinson Crusoe durante aquellos días: ¡si apenas pudo hojear las primeras páginas, tan entretenido andaba descubriendo la amistad y el amor verdaderos! El puerto de Vallejera no estuvo transitable hasta Año Nuevo, pero para entonces ya se habían terminado prácticamente las vacaciones, unas vacaciones que habrían de marcar el destino de Pablo Martín Sánchez.

Aquella Nochebuena de 1899, una vez acabada la misa del gallo, los dos chavales abandonaron su escondite tras los balaustres y fueron a reunirse de nuevo con los demás huéspedes de la posada.

—¿Dónde te habías metido? —preguntó Julián a su hijo.

Pero Pablo no contestó. En sus ojos brillaba una luz que su padre sólo recordaba haber visto una vez: aquel día ya lejano en que lo encontró tiritando en la madrileña plaza de Santo Domingo. Los cuatro cómicos, el tratante de ganado y la pareja de recién casados decidieron alargar un poco más la noche, así que sólo volvieron a la pensión Julián, Pablo, doña Leonor, Robinsón y el viajante de comercio, que intentó convencerles durante el corto trayecto de las propiedades milagrosas del ungüento Palleschy, remedio infalible contra los sabañones. Cuando estaban a punto de llegar a la fonda, Robinsón se acercó a Pablo y le susurró:

—Mira, en esa bocacalle está la casa de la familia Gómez. Y aquella ventana de allí arriba es la del cuarto de Ángela.

Pablo levantó la vista.

—Por cierto —añadió Robinsón como quien no quiere la cosa—. El tragaluz de nuestro desván queda justo enfrente de su ventana.

A Pablo le costó conciliar el sueño aquella noche. Dio vueltas y vueltas en la cama, pero no consiguió dormirse. A su lado, Julián roncaba a pierna suelta, ataviado con un gorro de dormir terminado en borla. Una iglesia cercana, probablemente la de San Juan Bautista, marcaba con sus campanadas el paso de las horas. Dieron las dos, dieron las tres, dieron las cuatro, y cuando dieron las cinco Pablo seguía sin poder dormirse. Los ojos de Ángela parecían mirarle desde los intersticios del sueño, enormes y turbadores. Al final, se levantó y salió de la habitación a tientas, sin calzarse siquiera unas zapatillas. Subió las escaleras que llevaban hasta el desván y empujó la puerta, que chirrió con insolencia al verse forzada a horas tan intempestivas. Se acercó hasta el tragaluz, por donde se filtraba una ligera claridad, y se subió a una silla que encontró justo debajo, como si alguien la hubiera puesto allí expresamente. Abrió el ventanal y se asomó al exterior, recibiendo una bofetada de aire gélido, acompañada de algunos copos de nieve que se derritieron sobre su cara. Justo enfrente estaba la casa de la familia Gómez y no le costó localizar la ventana de la habitación de Ángela, tal como le había indicado Robinsón. No habría siquiera cuatro metros de distancia y pudo ver luz en su interior, a través de las cortinas echadas. Tal vez ella tampoco pueda dormir, pensó Pablo. Y, como contestando a su pensamiento, una voz sonó a sus espaldas, dándole un susto de muerte:

—Siempre duerme con una luz encendida.

Pablo dio un respingo, se tambaleó sobre la silla y cayó al suelo con estrépito.

—Lo siento —dijo Robinsón sin poder contener la risa—. Pensé que ya no vendrías.

—Casi me mato —balbuceó el de Baracaldo.

—¿Del susto o del batacazo? —ironizó el bejarano.

—De las dos cosas, creo.

Y ambos sonrieron en la oscuridad.

—¿Te gusta Ángela, verdad? —preguntó Robinsón.

—No lo sé —respondió Pablo, ruborizándose—. Supongo que sí.

—Pues entonces a partir de ahora deberemos andarnos con mucho cuidado.

—¿Por qué?

Pero Robinsón ya estaba arrastrando el baúl que les había dado cobijo la noche anterior y lo ponía debajo del tragaluz:

—Sube, anda —dijo sin responder a la pregunta de su amigo. Y ya en lo alto de su atalaya, repitió—: Siempre duerme con una luz encendida.

—¿Y eso por qué? —quiso saber Pablo.

—Porque tiene miedo.

—¿Miedo de qué?

—Pues de la oscuridad, digo yo.

—Qué raro.

—No te creas, a mí también me pasa. Pero ¿sabes qué dice mi padre?

—No, ¿qué dice?

—Que sólo los valientes pueden tener miedo, y que los que no tienen miedo no pueden ser valientes, porque los valientes son los que saben superar sus miedos…

Los dos chicos se quedaron callados, observando la ventana iluminada de Ángela e intentando comprender el sentido profundo de aquellas palabras, hasta que el frío les hizo castañetear los dientes.

—Anda, vámonos a dormir, que se está haciendo de día —bostezó Robinsón—. Y yo de ti me olvidaría de Ángela, si no quieres que su primo te haga picadillo.

Pero hay veces en la vida en que uno se empecina en convertirse en picadillo.

Durante los siguientes días, Pablo no volvió a ver a la niña del vestido azul, por mucho que pasara largas horas haciendo guardia frente a su ventana desde el desván de la fonda. Robinsón le acompañaba, reemplazándole cuando se le acalambraban las piernas o tenía que ir al baño. Pero Ángela no parecía querer dejarse ver tras el marco de la ventana. Tampoco la encontraron en la calle, ni en la misa de Navidad, ni en la fiesta de Año Nuevo que se celebró en el Casino Obrero. Sí vieron en cambio a su padre, vestido siempre al estilo colonial, con aquellas largas patillas que se perdían bajo el cuello de la camisa. Vieron también a su madre, y a dos de sus hermanas mayores, e incluso al primo Rodrigo Martín, que los amenazó desde lejos con el puño en alto. Pero Ángela no apareció por ningún lado, como si tras el fugaz encuentro en la iglesia de San Juan la tierra se la hubiera tragado misteriosamente. Y así llegó el nuevo año, y con el nuevo año se acabaron las vacaciones, y con el fin de las vacaciones mejoró el tiempo, y la mejora del tiempo restableció la comunicación entre Béjar y el resto del mundo, permitiendo que el inspector y su hijo pudieran subirse de nuevo a lomos de Lucero y seguir su ruta más allá del puerto de Vallejera.

—Mañana será el último día que pasemos aquí —le dijo Pablo a Robinsón la víspera de Reyes.

Un silencio espeso se apoderó del desván, sin que ninguno de los dos se atreviese a romperlo.

—¿Sabes qué? —dijo al fin el hijo de los posaderos, rascándose la pelambrera—. El camino hasta mi guarida ya está despejado. Podríamos ir mañana, si quieres…

Pablo no pudo evitar que se le iluminaran los ojos.

—… aunque antes tendrás que pasar la prueba, claro. La prueba de la amistad.

—¿Y qué tengo que hacer? —inquirió Pablo.

La pregunta flotó en el aire durante algunos segundos.

—Tenemos que confesarnos un secreto y jurar con nuestra sangre que no se lo contaremos nunca a nadie —dijo finalmente Robinsón, sacándose un cortaplumas del bolsillo—. Empiezas tú.

Pablo miró el cortaplumas y notó un hormigueo en el estómago. Era el momento de demostrar que sólo pueden ser valientes los que sienten miedo. Estaban sentados el uno frente al otro sobre el baúl y fuera hacía rato que había anochecido, aunque el cielo despejado dejaba entrar la luz de la luna por la claraboya, provocando destellos plateados sobre la hoja bruñida de la navaja. La gata embarazada se restregaba contra las piernas de los chicos, buscando el calor o el arrumaco. Al cabo de unos segundos que parecieron horas, Pablo cogió el cortaplumas con mano temblorosa, sin saber muy bien qué hacer con él.

—Es la primera vez que haces esto, ¿verdad? —preguntó Robinsón en un susurro.

Pablo asintió con la cabeza.

—Dame, entonces, ya empiezo yo.

Y, cogiendo con la mano izquierda el cortaplumas, se hizo un fino corte en la yema del dedo índice. Una sangre escarlata brotó casi al instante.

—Ahora tú —dijo ofreciéndole la pequeña navaja.

Pablo la tomó de nuevo, apoyó el filo en la yema del dedo índice de su mano derecha y cerró los ojos. Suspiró profundamente, y cuando volvió a mirar, la sangre empezaba ya a manar de la hendidura.

—Junta tu dedo con el mío —dijo Robinsón—. Y ahora jura que nunca nunca le contarás a nadie el secreto que te voy a confesar.

—Juro que nunca nunca se lo contaré a nadie —dijo Pablo apretando con fuerza su dedo contra el de su amigo.

—Yo también juro que nunca le contaré a nadie tu secreto —replicó Robinsón, y se llevó el dedo a la boca.

Pablo imitó aquel gesto y notó el sabor agridulce de la sangre, propia y ajena.

—Ahora los secretos —dijo el bejarano.

Y el de Baracaldo le contó que no tenía olfato, que para él olían igual un cuesco y una rosa, un huevo podrido y la hierba recién cortada. A Robinsón aquello le pareció el colmo del misterio y correspondió con una confesión a la altura de las circunstancias: le contó que Juan, el monaguillo, había encontrado en la sacristía una caja de hojalata llena de fotografías de mujeres desnudas.

—Cuando me las enseñó —dijo— le robé una sin que se diera cuenta. ¿Quieres que te la enseñe?

Pablo nunca había visto a una mujer desnuda y asintió con la cabeza, expectante y temeroso a un tiempo. Robinsón fue al fondo del desván, donde había un montón de muebles desvencijados, y volvió con una fotografía. Bajo la tenue luz del farol de sebo, apareció la imagen de una joven de senos pequeños y firmes, apoyada grácilmente contra una escalera de tijera, los brazos en alto, la mirada perdida, la sonrisa cincelada en el rostro y las piernas cruzadas uniéndose en un triángulo de abundante vello púbico. Sólo llevaba cubiertos los pies, con lustrosos botines y calcetines de lana negra que dejaban ver apenas el despertar de la pantorrilla. Pablo se quedó mudo, fascinado ante aquella imagen que tardaría en borrarse de su cabeza, mientras Robinsón sonreía al observar la cara de su amigo.

—Bueno, ya está bien —dijo al cabo de un rato—, que si la miras mucho se gasta.

Y volvió a esconder la fotografía entre los viejos muebles del desván.

—¿Tú ya habías hecho esto antes? —preguntó Pablo cuando recuperó el habla.

—¿El qué?

—La prueba de la amistad.

—Sí, una vez.

—¿Con quién?

Roberto Olaya observó a través del ventanal la noche estrellada y, volviendo a mirar a su amigo, respondió:

—Con Ángela.

Aquel año los Magos de Oriente no le trajeron ni tambor de hojalata ni soldaditos de plomo, ni siquiera un polichinela de raso verde y rojo, pero Pablo iba a recibir el mejor regalo posible. Se levantó temprano el día de Reyes y dejó que su padre aprovechara el día festivo para dormir todo lo que quisiera. Se aseó en la jofaina sin hacer ruido, se vistió apresuradamente y bajó a desayunar con Robinsón a la cocina de la fonda, como si fuera un hijo más de don Veremundo y doña Leonor. La noche anterior había superado con éxito la prueba de la amistad y hoy iba a tener su recompensa. Aún notaba cierto escozor en la yema del dedo índice, pero aquello no era nada comparado con la ilusión que le hacía conocer la «guarida» de su amigo de sangre, como él mismo la llamaba. Desayunaron leche migada, salpicada con canela y con las batallitas del padre de Robinsón, que entre cucharada y cucharada rememoraba sus gloriosos años de sindicalista:

—Yo estuve en la Segunda Internacional —explicaba orgullosamente, recargando un poco las tintas—. Hasta París me enviaron los compañeros del sindicato textil, en representación de los obreros españoles. ¡Y allí conocí a Federico Engels y fui testigo de la elección del primero de mayo como día internacional de los trabajadores!

Cuando acabaron el desayuno, metieron en un zurrón una hogaza de pan y un buen trozo de chorizo, por si les entraba hambre a media mañana. Se pusieron guantes y gorro de lana, y salieron de la pensión. El sol emergía tras las montañas nevadas, anunciando un día espléndido. Avanzaron por la calle Flamencos y, al llegar a la bocacalle de la casa de los Gómez, Pablo levantó la vista, casi instintivamente, con la vana esperanza de ver aparecer a Ángela. Y ocurrió. Vaya si ocurrió. Justo en aquel instante se abrió la ventana de la habitación y una cabeza de pelos castaños y alborotados se asomó por ella. Al ver a los dos chicos, exclamó:

—¡Roberto, eh, Roberto! ¿Adónde vais?

—A mi guarida —respondió.

—¿Puedo ir con vosotros? —preguntó la niña.

Robinsón miró a Pablo de reojo, pero no necesitó preguntarle nada:

—Claro, te esperamos en la fuente.

Cinco minutos después, Ángela llegaba a la fuente y Pablo perdía la compostura. Se había recogido el pelo en una cola de caballo y era tan morena de piel que casi parecía mulata, por lo que los más chismosos murmuraban que era fruto de los amores ilícitos de su madre con algún negro antillano. Por supuesto, esto nadie se atrevía a sostenerlo en público, no fuera a llegar a oídos de don Diego Gómez, teniente coronel del ejército español en la guerra de ultramar, muy capaz de encabritarse por la ofensa y desafiar al atrevido con un duelo a muerte.

—Ángela, éste es Pablo —dijo Robinsón—. Pablo, ésta es Ángela.

—Hola —dijeron ambos al unísono, y sus voces juguetearon en el aire. La chica esbozó una sonrisa sin apartar los ojos de Pablo.

—¿Dónde has estado? —preguntó Robinsón—. No te he visto en todas las vacaciones.

—He tenido la gripe —contestó Ángela con desenfado, ignorando que por culpa del bacilo de Pfeiffer iban a morir aquel año más de diez mil personas en España—. Hoy es el primer día que mis padres me dejan salir a la calle. ¿Nos ponemos en marcha?

Atravesaron el pueblo y tomaron el camino de Candelario. La nieve se empezaba a derretir, aunque aún quedaban zonas umbrías con bancos de hielo. Al cabo de cinco minutos, antes de llegar a la fábrica textil de Navahonda en la que don Veremundo había perdido su mano izquierda, abandonaron la pista principal y descendieron por la abrupta ladera de un bosque de robles. Olía a musgo y a tierra húmeda. Poco después, apareció ante ellos el río Cuerpo de Hombre, cortándoles el paso.

—Está congelado —dijo Robinsón tras intercambiar una mirada con Ángela, que Pablo no supo interpretar—. No sé si aguantará nuestro peso, será mejor que pasemos de uno en uno. ¿Empiezas tú, Pablo?

El de Baracaldo no había cruzado nunca un río helado, ni siquiera sabía que un río pudiera helarse, pero no quería parecer un gallina. Tragó saliva y asintió con la cabeza.

—Ten cuidado no vayas a resbalarte. Intenta ir en línea recta y mira siempre hacia delante —le aconsejó Robinsón.

Pablo puso un pie sobre la superficie congelada y notó cómo la capa de hielo se estremecía bajo su peso mientras el agua seguía fluyendo por debajo. Si quito el pie ahora, pensó, ya no me atreveré a ponerlo de nuevo. Así que adelantó la otra pierna y se encontró atravesando el Cuerpo de Hombre, temeroso y maravillado, como Pedro caminando hacia Jesús por encima de las aguas. Por un momento sintió que perdía el equilibrio, que el mundo se tambaleaba bajo sus pies, pero levantó los brazos y aleteó como un equilibrista, recuperando el control. Avanzó entonces con determinación y alcanzó la otra orilla. Sonriendo, se dio la vuelta y la sonrisa se le congeló en la cara: Robinsón y Ángela habían desaparecido. Entonces, río arriba, alguien gritó su nombre, y al volverse pudo ver a sus dos compañeros de aventura cruzando un pequeño puente de madera, muertos de risa. Pablo se quedó allí plantado, hasta que los otros llegaron junto a él.

—No te lo tomes a mal —dijo Robinsón, pasándole un brazo por encima de los hombros—: Es la novatada que hay que pagar para llegar hasta mi guarida. ¿Verdad, Ángela?

—Claro. Y tú has tenido suerte —le dijo a Pablo, sonriéndole con la mirada—: Yo vine en primavera y acabé como una sopa.

—Vamos —dijo Robinsón, poniéndose en marcha—, que ya estamos a punto de llegar.

Avanzaron algunos metros y se detuvieron. De sus bocas salía un vaho espeso como el humo de las fábricas textiles que daban de comer a los bejaranos. El sol se filtraba entre las ramas y Robinsón se acercó a un roble de tronco grueso y majestuoso, señalando hacia la copa. Allí, camuflada entre las ramas, Pablo pudo distinguir una cabaña de madera.

—Mi guarida —dijo con orgullo el hijo de los posaderos, mientras se dirigía a la parte posterior, donde varias ramas cortadas y clavadas al tronco hacían las veces de peldaños. Trepó por aquellas escaleras y empujó la puerta de la guarida. Tras él, subía ya Ángela, con una agilidad digna del Tarzán que una década después iba a reemplazar a Robinson Crusoe como ídolo de las mentes infantiles más intrépidas y aventureras. Desde arriba, le hicieron señas a Pablo para que subiera. La cabaña era pequeña, pero había espacio suficiente para los tres. El suelo estaba cubierto de paja y del techo colgaba una bujía, con una vela dentro a medio derretir. En un rincón había una manta de arpillera, una cantimplora de latón, una caja de cerillas, un libro enmohecido y algunas herramientas básicas, algo oxidadas: un martillo, un serrucho, una caja con clavos.

—La construyó mi padre cuando yo nací —dijo Robinsón—, antes de quedarse manco.

Hacía frío, pero se taparon con la manta y poco a poco fueron entrando en calor.

—¿A qué jugamos? —preguntó Ángela.

—Podríamos jugar a los acertijos —sugirió Robinsón—. Venga, empiezo yo. Adivina, adivinaleja, ¿qué animal lleva los pies encima de la cabeza?

—Mmm, no sé —dijo Ángela.

—Yo tampoco —se rindió Pablo.

—¡El piojo! —dijo Robinsón, triunfante—. ¿Y cuál es el animal que tiene cara de hortaliza?

—Muy fácil —dijo Ángela chascando la lengua—: ¡El caracol! Me toca —continuó—. Esta adivinanza la contaban en Cuba y a la gente le hacía mucha gracia: a la vuelta de la esquina me encontré con un viejito, le bajé los pantalones y le comí lo mejorcito.

A Pablo y Robinsón también les hizo gracia el acertijo, pero no adivinaron la respuesta.

—El plátano —resolvió Ángela—. Otra: a Juanito le han colocado en una oficina y dice que está allí como pez en el agua. ¿Qué hace?

—¡Nada! —respondió Robinsón riendo—. Me toca: entre dos piedras feroces sale un hombre dando voces; le oirás pero no le verás, ¿qué es?

—Mmm, no sé —dijo Pablo.

—¿El aire? —probó Ángela.

—No, ¡el pedo! —gritó Robinsón, revolcándose de risa.

—¡Guarro! —le insultó Ángela, dándole un coscorrón—. Y tú, Pablo, ¿no te sabes ninguna?

Pablo se quedó un rato pensando, y al final dijo:

—Mientras estoy preso, existo; si me ponen libre, muero. —Y viendo que los otros no respondían, concluyó—: El secreto.

Y así pasaron la mañana, divirtiéndose con los acertijos, con el veo-veo, con las tabas o con el juego de las manos calientes, que les hizo entrar definitivamente en calor. Luego bajaron del árbol y jugaron al hinque, y al escondite inglés, e incluso dibujaron sobre la tierra húmeda una rayuela y Robinsón demostró que era insuperable saltando a la pata coja. Más tarde buscaron restos de nieve y construyeron un muñeco, pero la cosa acabó en batalla campal, en un fuego cruzado de risas y bolas lanzadas con demasiada puntería. También cazaron ranas a la orilla del río helado y buscaron madrigueras de topos y de conejos. Cuando les entró el hambre, fueron a buscar la cantimplora y la llenaron con agua del río, rompiendo con el martillo la capa de hielo, y se comieron el pan y el chorizo que habían llevado los chicos. Ángela los devoró con fruición, después de diez días alimentándose a base de caldos, huevos y leche mezclada con vino de Jerez. Luego volvieron a subir a la cabaña, se estiraron sobre la paja, se taparon con la manta y empezaron a contar historias. Robinsón explicó una de miedo que le había oído contar a Juan, el monaguillo de la parroquia. Ángela habló de su vida en Cuba, y su acento adquirió por momentos resonancias caribeñas. Pablo les contó cómo era el cinematógrafo Lumière que había visto en Madrid, dejando a los otros boquiabiertos. Pero, poco a poco, el cansancio fue apoderándose de ellos y se quedaron dormidos. Cuando Pablo despertó, Ángela tenía la cabeza apoyada sobre su pecho, como si intentase escuchar los latidos del corazón. Al notar que se despertaba, la niña le miró con sus enormes ojos. Levantó la cabeza y estuvo a punto de decir algo. Pero luego se lo pensó mejor y volvió a poner su oreja sobre el pecho izquierdo del hijo del inspector. Y entonces sí que se incorporó y le hizo a Pablo la pregunta más rara que le habían hecho en su vida:

—Eres un vampiro, ¿verdad?

Pablo no supo qué contestar, pues nunca había oído hablar de los vampiros.

—¿No sabes lo que es un vampiro? Los vampiros no tienen corazón, por eso se alimentan de sangre. Y tú no tienes corazón.

—Sí que tengo —replicó Pablo, desconcertado.

—No, no tienes. He estado escuchando y no se oye nada. Eres un vampiro.

—Yo no soy un vampiro.

—Sí que lo eres, Pablo. Mira, ponte la mano aquí —dijo Ángela señalándole el lado izquierdo del pecho—. ¿A que no late? En cambio el mío sí que late, ¿ves? —añadió, llevando la mano de Pablo hasta su pecho.

—¿Se puede saber qué estáis haciendo? —preguntó Robinsón, desperezándose.

—Eh, nada —dijo Pablo, apartando la mano del pecho de Ángela.

—Es que no tiene corazón —dijo la niña—. Es un vampiro. Mira, toca.

—Anda, pues es verdad —se extrañó Robinsón.

—Estáis locos —dijo Pablo, poniéndose en pie—. Yo no soy ningún vampiro.

—Sí que lo eres —insistió Ángela—. Pero no importa. A mí me gustan los vampiros.

Pablo sintió una quemazón en el estómago, como si sus vísceras hubieran empezado a arder.

—¡Yo sí que tengo corazón! —gritó, poniéndose de nuevo la mano en el lado izquierdo del pecho. Y al constatar que no latía, hizo un mohín y salió de la cabaña.

—¡No te vayas, Pablo! —gritaron Ángela y Roberto.

Pero Pablo ya corría en dirección al río. Tras cruzar el puente de madera, llegó hasta el camino de Candelario y volvió corriendo a la pensión, donde subió directamente al altillo y se escondió en el baúl, sin saber que así estaba imitando un comportamiento típico de los vampiros. Y allí metido, resoplando por el esfuerzo, pudo escuchar los latidos de su corazón. Pero al buscarlo con la mano descubrió que no palpitaba en el lado izquierdo del tórax, sino más bien en el derecho.

Pablo no lo sabía entonces ni lo sabría nunca, pero aquel hecho insólito se debía a una malformación congénita consistente en la disposición invertida de los órganos internos, que años después iba a recibir el nombre de situs inversus, aunque era conocida por lo menos desde el siglo XVII, cuando murió un viejo soldado que había luchado a las órdenes de Luis XIV y al abrirle el pecho los médicos descubrieron que tenía el corazón en el lado equivocado. Una malformación, por cierto, que suele llevar asociado un síntoma llamado anosmia.