LA edición y la difusión de las proclamas anarquistas correspondían en estos meses a la Librería Internacional del número 14 de la rue Petit, que servía asimismo de sede al Grupo Internacional de Ediciones Anarquistas, bajo la administración de Férandel; de lugar de edición del órgano trilingüe Revista Internacional Anarquista, fundada en noviembre, y, en fin, de residencia al Comité de Relaciones Anarquistas español.
ANTONIO ELORZA,
El anarcosindicalismo español bajo la dictadura
—Menuda encerrona —le reprochó Pablo a Robinsón al salir de La Rotonde. Y cuando estaban llegando a casa, añadió—: Merecerías pasar la noche en la alfombra con Kropotkin.
Pero Robinsón respondió con la más inocente de sus sonrisas, y hoy ha ido a buscar a su amigo para invitarle a comer. Como esta mañana ha trabajado duro, Pablo acepta de buena gana la invitación, haciendo un esfuerzo por olvidar la jugarreta del café de La Rotonde.
—Hoy te llevo a comer al vegetariano de la rue Mathis —dice Robinsón mesándose las barbas con deleite—. Para celebrar que desde anoche vamos en el mismo barco.
—Siempre hemos ido en el mismo barco, Robin, pero nunca te habías empeñado tanto en hacerme naufragar contigo. ¿De verdad crees que va a triunfar el movimiento revolucionario?
—Si no lo creyera, no haría lo que estoy haciendo.
—Pues yo apuesto a que en España ya se han enterado hasta las ratas, con el revuelo que estáis montando. Martínez Anido debe de estar relamiéndose los bigotes.
—Bueno, ésa es la paradoja de toda revolución, Pablito. Por un lado tienes que hablar a gritos para que el pueblo se entere y se una a ella, y por el otro tienes que susurrar para que no llegue a oídos de aquellos a los que quieres derrocar. Por supuesto que en España son conscientes de que en el exterior nos estamos preparando para destronar al Gobierno; lo saben desde el mismísimo día en que dieron el golpe. Y nos temen, claro que nos temen, porque a los del interior los pueden controlar, pero a nosotros no, sobre todo porque el Gobierno francés nos protege más de lo que ellos desearían. Mira si no lo que ha pasado con la repatriación de Cándido Rey: que el primer ministro ha cesado al que la autorizó por no haber respetado el derecho de asilo. Y ahora parece que Primo va a tener que bajarse los pantalones y devolvérnoslo. En cualquier caso, lo importante es mantener el plan en secreto, que no sepan cómo, ni cuándo, ni por dónde vamos a entrar. Y eso desde luego que no lo saben, ¡si ni siquiera lo sabemos nosotros mismos!
Ambos amigos sonríen al salir de La Fraternelle y se dirigen a la place des Fêtes para coger el metro. Cuando pasan por delante del Point du Jour, oyen gritos en el interior. Asoman la cabeza y ven a Leandro fuera de sí, blasfemando mientras intenta estrangular al dueño del local, monsieur Dubois, que acorralado contra la barra prueba a defenderse dando pataditas a su adversario. Pablo y Robinsón entran corriendo y liberan a la presa de las manos de Leandro. Dubois cae al suelo resollando, mientras los dos amigos intentan sacar a empellones al gigante argentino, que acaba saliendo del local dejando tras de sí la ristra de insultos franceses más injuriosos que conoce y que no merece la pena detallar aquí: que cada cual ponga los más gordos que le vengan a la cabeza y con un poco de suerte habrá llegado a la mitad.
—¿Pero se puede saber qué coño te pasa? —le suelta Pablo mientras hace el último esfuerzo para sacar a Leandro de allí—. ¿Te has vuelto loco o qué?
El argentino sigue fuera de sus casillas, gritando como un poseso en dirección al Point du Jour, hasta que Pablo, que nunca lo había visto así, le da un sopapo y lo deja boquiabierto a mitad de un insulto. Hay un instante de silencio y de incertidumbre ante su reacción, hasta que Leandro se lleva la mano a la mejilla, escupe al suelo y pisa el gargajo, una manía irrenunciable que ya le ha traído más de un disgusto, como aquel día que le cayó encima a un perro y lo estuvo persiguiendo hasta conseguir pisarlo.
—Venga, vámonos de aquí antes de que Dubois avise a los gendarmes —dice Pablo; y al cabo de unos segundos añade—: ¿Te gusta la comida vegetariana, Leandro?
—¿Me estás tomando el pelo? —ladra el argentino, aún dolorido—. En mi país es delito comerse a las plantas.
—Pues hoy te va a tocar delinquir, lo siento.
Y los tres jóvenes bajan al metro, con rumbo al restaurante vegetariano.
—Che, ni mi padre me daba así —se queja Leandro frotándose el moflete, mientras pide tres billetes de segunda clase.
—Pues debería haberlo hecho —replica Pablo.
Como hoy es domingo, el metro está más vacío que de costumbre y quedan algunos asientos libres, algo impensable entre semana en una ciudad en la que diariamente toman el transporte subterráneo cientos de miles de personas. La publicidad se ha dado cuenta del negocio y en los muros de las estaciones hay carteles de colores, como ese que anuncia el aperitivo Dubonnet, una imagen que está en boca de muchos parisinos: un gato detrás de una botella, en cuya etiqueta aparece un gato detrás de una botella, en cuya etiqueta aparece un gato detrás de una botella… y así hasta que la vista ya no distingue más. Leandro se deja caer sobre el asiento de segunda clase, que parece quejarse amargamente haciendo crujir sus huesos de madera y envidiando tal vez a sus colegas de primera, forrados con un cuero que amortigua las embestidas.
Y mientras el metro serpentea bajo tierra, con un rugido que refuerza la sensación de velocidad, Leandro les cuenta lo que ha pasado. Monsieur Dubois le ha acusado de haber robado dinero de la caja del bar, a lo que él ha respondido que ésa era una acusación muy grave y que exigía disculpas. El viejo le ha dicho que él era el amo y no tenía que pedir disculpas a nadie, y que además podía demostrar sus acusaciones. El argentino le ha gritado que si tenía testigos, y Dubois le ha contestado que su único testigo era la nueva caja registradora, más eficiente que el mejor de los soplones. Entonces al gigante de General Rodríguez se le ha subido la sangre a la cabeza y ha empezado a insultar a su jefe, a decirle que si era un explotador burgués y un chupasangre, y que si daba más crédito a una máquina registradora que a un trabajador honesto es que estaba más podrido que Rockefeller. Dubois le ha dicho que estaba despedido. Y lo siguiente que recuerda Leandro es la bofetada de Pablo…
—Estabas a punto de estrangularlo —le refresca la memoria Robinsón—. Y la caja registradora estaba tirada en el suelo.
—Se lo tiene merecido, el muy hijo de puta —reivindica Leandro—, deberían haberme dejado acabar la faena. El viejo se cree muy listo… ¡pero si no hubiera sido por esa maldita caja registradora no se habría dado cuenta en su vida!
Pablo y Robinsón miran asombrados al recién despedido, mientras bajan en la estación Louis Blanc, para enlazar con la línea que lleva hasta Crimée:
—¿Qué miran? —se defiende Leandro, encogiéndose de hombros—. ¿De verdad se creían que podía ganarme la vida con lo que me pagaba ese miserable?
Y los tres amigos siguen entre risas su camino. El restaurante vegetariano está en el barrio de La Vilette, uno de los más peligrosos de París según los burgueses adinerados, pero en el que se come de maravilla si te adentras sin prejuicios, como va a poder comprobar Pablo, e incluso Leandro, siguiendo los consejos de Robinsón y del gallego que habla esperanto y de otros dos vegetarianos que se sientan a su mesa y se muestran decididos a sumarse a la expedición revolucionaria.
Por la noche, mientras Pablo cierra la imprenta y saca la bici, oye un silbido a sus espaldas, acompañado de los ladridos de Kropotkin: al fondo de la rue Pixerecourt aparece la silueta recortada del bombín de Robinsón, con su ligero pero inconfundible cojear. Pablo va a su encuentro.
—Pareces mi sombra, Robin. ¿Tienes miedo de que te deje por otra?
—En absoluto. No hay mejor sombra que yo en todo París. Oye, los del Comité quieren hablar contigo.
—¿Ya han conseguido el papel?
—No, se trata de otra cosa.
—¿De qué?
—No lo sé, no me lo han querido decir.
—Bueno, pero podrán esperar hasta que vuelva de Marly, ¿no?
—Mmm, creo que no, parece urgente. Están reunidos en el local de la rue Petit. Les he dicho que venía a buscarte y te llevaba…
Pablo pone cara de malas pulgas.
—Venga, Pablito, que con la bici llegamos en un periquete. Y la reunión seguro que será cortita.
—Mira, Robin, empiezas a hartarme con tus asuntos. Si algún día decido enrolarme en vuestra absurda expedición, serás el primero en saberlo, no te preocupes. Mientras tanto, déjame tranquilo. Y no pongas esa cara de perrito apaleado…
Pero Robinsón pone cara de perrito apaleado. Y Kropotkin también.
—Venga, va, sube —acaba cediendo Pablo—: Cuanto antes terminemos con esto, mejor.
Cruzan la rue de Belleville y bajan por la empinada rue Crimée, bordean el parque de Buttes Chaumont y enseguida llegan a la rue Petit. A la altura del número 14, una farola ilumina el cartel de la Librería Internacional, con las letras desconchadas. Tras los sucios cristales pueden verse estanterías repletas de libros y varios ejemplares expuestos del semanario Le Libertaire, que editan allí mismo los camaradas franceses de la Unión Anarco-Comunista, bajo la supervisión de Séverin Férandel y de su compañera Berthe Favert, que algunos dicen que es la amante de Francisco Ascaso.
—Por detrás —indica Robinsón, cuando ve que Pablo se dirige a la puerta principal—. Y tú, Kropotkin, quédate aquí vigilando la bici.
«Por detrás» significa que hay que ir hasta la rue du Rhin, saltar un muro de unos dos metros de altura, atravesar un pequeño descampado lleno de matorrales y llamar a una portezuela medio disimulada en la pared. Uno, dos, tres toques; luego, tras una pausa, dos toques más. Y la puerta se abre como por arte de magia. Al otro lado está la pequeña habitación donde tienen lugar las reuniones del Grupo de los Treinta, presidida por una amplia mesa que ocupa casi toda la estancia; alrededor, algunas sillas y cajas de libros que sirven de taburetes. La plana mayor se encuentra allí reunida, pero cuando entran Robinsón y Pablo, algunos saludan y se van, entre ellos Durruti. Sólo se quedan Vivancos, Ascaso y Massoni. La habitación apesta a tabaco y en las paredes la humedad dibuja mapas de nuevos mundos. Mal clima para los libros.
—Siéntate, Pablo, por favor —toma la voz cantante Vivancos, quien en la reunión de anoche en el café de La Rotonde no se dignó abrir la boca. Tiene una voz dulce y tranquilizadora, como si hablase en sordina, que contrasta con su aspecto de verdugo o mayordomo, y arrastra un poco las eses al hablar—. No te entretendremos demasiado. Robinsón nos ha dicho que mañana viajas a Lille en el tren de las nueve.
—Bueno, no exactamente —corrige Pablo—. Voy hasta Marly, pero el tren para primero en Lille, sí.
—Y en Amiens.
—Sí, en Amiens también, claro.
—Entonces querríamos pedirte un favor, un pequeño favor para ti, pero de enorme importancia para nosotros.
—Adelante, si está en mis manos…
—Se trata solamente de entregar una carta en Amiens, sin bajar siquiera del tren. Nuestro contacto subirá al último vagón, aprovechando la parada. Llevará un maletín de médico en la mano, ligeramente abierto. Cuando le veas subir, ponte en pie y haz que os crucéis en el pasillo. Entonces dejas caer la carta dentro del maletín.
—¿Y ya está?
—Sí, eso es todo. Bueno, espera, ¿cuándo vuelves?
—El viernes por la mañana.
—¿Se te puede localizar en Marly?
—Sí, voy a cuidar una finca, pero tiene teléfono.
—No, nada de teléfonos. En todo caso, cuando vuelvas el viernes, estate atento por si ves subir de nuevo al médico en Amiens. Eso querrá decir que tiene algo que darte. Repetid la jugada al revés y ya está.
Pablo mira fijamente a Vivancos, luego a Massoni y a Ascaso.
—Sólo una pregunta. ¿Por qué yo? Quiero decir, si tanta importancia tiene esa carta, ¿por qué no la lleváis vosotros mismos en vez de confiar en mí, a quien apenas conocéis? Amiens no está tan lejos…
—Tienes razón, pero es el método más seguro. —Esta vez es Ascaso quien habla—. Tú haces ese viaje cada semana desde hace tiempo, imagino que los vendedores y los revisores te conocen, así que no levantarás sospechas. En cambio, a nosotros, los que nos conocen son los gendarmes.
—¿Y puedo saber el contenido de la carta?
—Por tu seguridad es mejor que no lo sepas. Es altamente confidencial, sólo lo conocemos los que estábamos aquí cuando has entrado.
—Me lo figuro, si no, habríais echado el sobre al buzón. ¿Y qué pasa si hay un registro antes de llegar a Amiens y me confiscan la carta?
—Esperemos que no ocurra —responde tajantemente Ascaso—. De todos modos, si ves movimientos extraños o sospechosos, lo mejor es que te deshagas de ella rompiéndola y tirándola por la ventana.
—Entendido. ¿Algo más?
—Sí: gracias por todo.
—Suerte —añade Vivancos con su voz aterciopelada, dándole la mano y el sobre.
—Espero no tener que necesitarla —responde Pablo, metiéndose la carta en un bolsillo disimulado en el forro de la chaqueta. Y sale acompañado de Robinsón, asumiendo resignadamente su papel de conejillo de Indias.
A la mañana siguiente Pablo se despierta sobresaltado, después de una noche de insomnio, con la impresión de haberse quedado dormido en el último suspiro. Pero no, no es una impresión, es la realidad: te has quedado dormido, Pablito, y como no te des prisa perderás el tren de la mañana. Así que salta de la cama y lárgate corriendo a la estación, pero ten cuidado, no le vayas a pisar la cabeza a Robinsón, que sigue roncando a tus pies plácidamente.
Pablo se pone los pantalones y los zapatos a toda prisa, coge una bolsa en la que mete las cuatro cosas que necesita y sale corriendo de casa, con tanto atolondramiento que le pisa la cola a Kropotkin y el perro se pone a aullar como un histérico. Baja las escaleras de tres en tres y al salir a la calle se da cuenta de que no ha cogido la chaqueta. Y en la chaqueta está la carta que tiene que entregar en Amiens. Vuelve a subir los siete pisos corriendo y descubre que Kropotkin ya no está en el rellano, sino subido a la cama junto a Robinsón. Ambos le miran con los mismos ojos, entre adormecidos y culpables. Sin decir nada, Pablo agarra el abrigo y sale pitando. Al entrar en la Estación del Norte, el tren acaba de arrancar, pero alcanza a cogerlo en marcha y, tal como le indicó Vivancos, va a sentarse al vagón de cola, recordando lo que decía su padre: que, en caso de colisión, es el vagón más seguro. De todos modos, es el que coge siempre y el que seguiría cogiendo aunque fuera el más peligroso, pues es el único que hay de tercera clase, con sus toscos bancos de madera alineados de dos en dos. Pero por mucho que Pablo intente distraerse pensando en otras cosas, la carta le quema en el bolsillo de la chaqueta. Y si conociera su contenido, aún le quemaría más.
El contacto de Amiens es Juan Rodríguez, un exiliado extremeño algo amanerado más conocido como «el Galeno», aunque no haya terminado siquiera la carrera de Medicina. En Amiens, sin embargo, trabaja como barbero en la trastienda de una droguería que hay detrás de la catedral. Le ayuda otro exiliado español, Blas Serrano, que según dicen las malas lenguas es su amante. Han cambiado mucho los tiempos y el barbero del pueblo ya no se encarga de arrancar muelas, provocar abortos o poner cataplasmas de mostaza, ahora se ocupa de recabar dinero para el movimiento anarquista entre los obreros españoles residentes en esta zona del norte de Francia conocida como la Picardía. La carta que Pablo lleva en el bolsillo, escrita en un folio cuadriculado, está firmada con las iniciales M. G. V. y es tan breve como peligrosa. La caligrafía, suave y elegante, no consigue camuflar la acritud de las palabras, que se quejan de la falta de recursos del movimiento anarquista y de la escasa colaboración de los camaradas franceses, advirtiendo a Juan Rodríguez de la importancia de seguir recaudando fondos entre los obreros españoles residentes en Amiens y lamentándose de la esclavitud a que nos somete «ese poderoso caballero llamado don dinero, ese opio traicionero inventado por la burguesía para ensuciarnos las manos y el espíritu».
La caligrafía se torna algo más vacilante cuando la carta entra en materia, como si las palabras temiesen decir más de lo que deben al pedirle al Galeno una misión «de la más absoluta trascendencia»: conseguir armas, en gran cantidad y a bajo precio, pues el estudiante de Medicina reconvertido en barbero tiene buenos contactos entre los obreros de la región empleados en la recuperación de material de guerra, que acostumbran a traficar con lo que encuentran aunque el reglamento exija que las armas sean entregadas a los ingenieros militares para su destrucción. A continuación, las palabras vuelven a quejarse de los problemas financieros del movimiento y se convierten en cifras que acotan los precios que puede ofrecer Rodríguez a los traficantes: un máximo de treinta francos por fusil y de quinientos por cada caja de «bombillas», nombre con que se conocen las granadas en la jerga revolucionaria; y nada de «herramientas», que pistolas hay de sobra en estos momentos. Lo último que leerá el Galeno serán unas escuetas palabras de despedida y de agradecimiento, y la advertencia de destruir la carta en cuanto la haya terminado.
Por fin aparece a lo lejos la imponente catedral de Amiens, anunciando que el tren se acerca a la ciudad. Pablo no se ha quitado el abrigo y el sudor empieza a correr por su espalda. De repente le asalta la duda de si no estará llamando demasiado la atención con el abrigo puesto. Mira a su alrededor y le parece que todos le observan, como recriminándole en silencio su actitud. Una viejecita que está frente a él, con la cara llena de verrugas, pone cara de ya verás cuando salgas, ya, vas a coger un catarro de mucho cuidado. Por suerte, el tren empieza a frenar al llegar a la estación de Amiens, estremeciéndose con ligeras sacudidas. Pablo se levanta, baja el cristal de la ventana y asoma la cabeza. Cuando el convoy se detiene, descienden algunos viajeros. Entonces ve al hombre del maletín de médico ayudando a una mujer embarazada a subir el equipaje. Con el pulso acelerado, Pablo abandona su posición en la ventana y se dirige al fondo del vagón, hacia la puerta por la que acaba de entrar el hombre. Ya en el pasillo, saca con disimulo la carta del forro de la chaqueta y a punto está de tropezar con la mujer embarazada; un segundo después se cruza con el supuesto médico, que lleva ligeramente abierto el maletín. Al pasar por su lado, suelta el sobre y continúa adelante. Ni siquiera han necesitado mirarse a los ojos. Cuando vuelve a su asiento, Pablo aún tiene tiempo de ver por la ventana al hombre del maletín saliendo de la estación en compañía de otro sujeto. Antes de sentarse de nuevo se quita por fin el abrigo y la viejecita de la cara llena de verrugas menea la cabeza como diciendo que ya era hora, hijo, ya era hora.