IV

(1899)

—Me llamo Roberto Olaya. Pero puedes llamarme Robinsón —dijo el chico levantando la vista de un libro con todos los pliegos cortados.

Pablo y su padre habían llegado diez días antes a Béjar, uno de los pueblos más grandes de la provincia de Salamanca. Situado a unos setenta kilómetros al sur de la capital y rodeado por montañas, a menudo se quedaba incomunicado por las fuertes nevadas invernales, tal como había ocurrido en aquella ocasión.

—Yo me llamo Pablo Martín. Pero puedes llamarme Pablo.

Los dos chavales se miraron en silencio. Robinsón era algo más joven, aunque parecía mayor.

—¿Qué libro estás leyendo? —preguntó el de Baracaldo.

Robinson Crusoe —respondió el de Béjar.

—¿Me lo dejas leer?

—Cuando acabe te lo dejo. Pero que no te vea mi padre.

El padre del niño era el dueño de la pensión donde se habían alojado el inspector y su hijo, situada en la parte alta de la calle Flamencos, junto a la iglesia de San Juan Bautista. El hombre había sido sindicalista en sus años mozos, pero un despiste en la fábrica textil donde trabajaba le había dejado sin mano izquierda y había tenido que abrir una fonda para ganarse la vida. En el pueblo decían de él que era ateo y librepensador, y los más entendidos aseguraban que era marxista, palabra que dejaba desconcertado a más de uno.

—¿Por qué no me puede ver tu padre? —quiso saber Pablo.

—Porque a él no le gusta este libro, dice que defiende la esclavitud. Pero yo ya me lo he leído tres veces.

—¿Y te falta mucho para acabarlo?

—No, no mucho —dijo el hijo del posadero mostrándole las páginas que le quedaban por leer.

Béjar era el último pueblo que Julián Martín tenía que inspeccionar antes de volver a Baracaldo a pasar la Navidad con su familia. El municipio contaba con ocho escuelas de primera enseñanza (cuatro de niños y cuatro de niñas) y el inspector provincial pensaba visitarlas todas antes de marcharse de vacaciones, dejando para la vuelta las escuelas de poblaciones vecinas como La Calzada, Ledrada o Candelario. Pero con lo que no contaba era con la tremenda nevada que iba a caer justo antes de su partida y que los dejaría incomunicados con el resto del mundo, una nevada que tardaría días en fundirse y décadas en borrarse de la memoria de los bejaranos.

—De todas maneras —dijo aquel niño que se hacía llamar Robinsón—, con la nevada que ha caído no creo que podáis iros del pueblo en toda la Navidad, así que tendrás tiempo para leerte el libro entero.

Julián envió un telegrama a María anunciándole el contratiempo, con la esperanza de poder cruzar bien pronto a lomos de Lucero el puerto de Vallejera, camino de Salamanca. Pero el día siguiente era ya Nochebuena y muy difícilmente conseguirían llegar a Baracaldo para comerse los dulces de Navidad. Otros huéspedes de la posada se encontraban en la misma situación y pronto se organizaron para poder celebrar juntos el nacimiento de Cristo, pues en ocasiones así más vale estar mal acompañado que tremendamente solo, a pesar de lo que diga el refrán. Cuando corrió la voz de que un inspector provincial se encontraba alojado en la pensión, se le designó como jefe de ceremonias, y Julián no tuvo más remedio que hacer honor a su cargo y oficiar los humildes festejos de la velada. Y fue aquella misma noche, pocas horas antes de la cena, cuando el hijo del inspector encontró al hijo del posadero leyendo en el desván un libro titulado Robinson Crusoe.

—¿Por qué te escondes aquí? —preguntó Pablo, que había llegado hasta el altillo siguiendo a una gata embarazada que se paseaba por la pensión como Pedro por su casa.

—Es mi refugio provisional. Con la nevada de ayer no puedo llegar hasta mi guarida —respondió Robinsón imitando la jerga de las novelas de aventuras.

—¿Y dónde está tu guarida?

—Eso no puedo decírtelo. Por lo menos de momento.

Los dos chicos se observaron atentamente, bajo la tenue luz del farol de sebo que iluminaba el desván, un esqueleto de vigas y postes que a Pablo le pareció la bodega de un viejo barco pirata. Robinsón estaba sentado encima de un enorme baúl carcomido, con una manta a cuadros cubriéndole de cintura para abajo, sobre la que se había acurrucado la gata embarazada.

—¿Y cuándo me lo podrás decir?

—Cuando pases la prueba.

—¿Qué prueba?

Robinsón cerró el libro que estaba leyendo y soltó un suspiro.

—Pues qué prueba va a ser. La prueba de la amistad.

—¿Y ésa qué prueba es? —preguntó Pablo, que en materia de amistades andaba más bien perdido.

Pero Robinsón no respondió, pues una voz llegaba desde las escaleras:

—¡Roberto! ¿Dónde te has metido, Roberto?

El chico le hizo un gesto brusco a Pablo para que guardara silencio. Asustada, la gata dio un brinco y desapareció tras unas vigas de madera que había apiladas en un rincón.

—¡Roberto! ¡Robertooo! ¡Como estés otra vez en el gallinero, me voy a sacar la zapatilla!

Robinsón se quitó la manta de encima y se puso en pie, dejando al descubierto el aparato ortopédico con el que los médicos intentaban reforzar los músculos de su pierna izquierda, maltrechos por una reciente poliomielitis.

—Métete ahí dentro y hazme sitio —susurró mientras abría el baúl y apagaba el farol de sebo—, que si nos encuentra aquí mi madre nos va a zurrar de lo lindo.

Se acomodaron a oscuras en el interior del arca y escucharon los pasos que se acercaban por las escaleras. Cuando gimieron los goznes de la puerta, los dos chavales contuvieron la respiración.

—Sé que estás ahí, Roberto —exclamó su madre—. ¿Te piensas que no noto el olor a sebo recién quemado? Pero no creas que voy a perder el tiempo buscándote a ciegas. Como en cinco minutos no estés ayudándome a mondar patatas en la cocina, ¡te quedas sin cena de Nochebuena!

Dicho lo cual, salió del desván dando un portazo. En el interior del baúl, Pablo y Robinsón no podían contener la risa. Cuando salieron de su escondite, parecían amigos de toda la vida.

—Lo siento, pero tengo que ayudar a mi madre —se disculpó el hijo de la posadera mientras abría la puerta para que entrara algo de claridad.

—Y tu guarida, ¿cuándo vas a enseñármela? —preguntó el hijo del inspector, que no había olvidado aquel tema pendiente.

—Primero tienes que pasar la prueba, Pablo, no te olvides. Anda, toma, quédate el libro de momento si quieres. Total, yo ya me lo sé de memoria.

—Gracias, Roberto.

—Robinsón, llámame Robinsón —le corrigió el chico, y empezó a bajar las escaleras arrastrando su pierna renga.

Aquella Nochebuena cenaron en la posada trece personas y a nadie le pasó desapercibida la cifra. Alrededor de la mesa de roble que presidía el comedor se congregaron un viajante de comercio que vendía productos farmacéuticos, un tratante de ganado gordo como un tonel, una pareja de recién casados que pretendían llegar a Lisboa para ver el océano Atlántico y cuatro cómicos de una compañía itinerante que salpimentaron la cena con sus chanzas y sus cantares, además de los anfitriones don Veremundo y doña Leonor, y del inspector provincial, don Julián Martín Rodríguez. A los dos chicos, aunque ya habían hecho la Primera Comunión, los sentaron en una mesa aparte y acabaron de confraternizar mientras sorbían el caldo de repollo y daban buena cuenta del pavo, al que nadie hizo ascos, todo sea dicho, a pesar de la prohibición de comer carne que dictaba la católica doctrina. Sólo el viajante de comercio se atrevió a objetar tímidamente que Nuestro Señor no estaría muy contento de ver en su mesa a aquel bicho con patas, pero doña Leonor se excusó diciendo que debido a la nevada no había llegado pescado a Béjar y que no iban a celebrar la Nochebuena a base de caldo de verduras. Tema zanjado.

—El clima de Salamanca es muy bueno para la cría de pavos —decía con la boca llena el tratante de ganado—. Por esta zona hay muchas castañas, que es lo que más les gusta, siempre que se las demos cocidas, claro…

—Yo he oído decir —le interrumpía uno de los cómicos, con voz de galán trasnochado— que también se alimentan de nueces.

—Sí, es verdad —reconocía el tratante, limpiándose la grasa que se le escurría por las comisuras de los labios—, pero entonces la carne tiene un gusto aceitoso. En otras zonas los ceban con una masa de patata, harina y leche. Pero ya les digo: como las castañas, nada.

—¿Y cómo ha hecho usted esta deliciosa salsa? —preguntaban a la anfitriona los recién casados.

—Receta secreta —respondía doña Leonor, con una media sonrisa.

—Pues está para chuparse los dedos —decía una de las actrices, mientras interpretaba la metáfora en su sentido más literal.

—Las guindillas de hoy día no hacen saltar como las de antes —intentaba meter baza el viajante de comercio, sin que nadie le hiciera caso.

En la mesa de los pequeños, la conversación tomaba unos derroteros insospechados:

—¿Sabes cuántos pelos tenemos en la cabeza? —preguntaba Robinsón tocándose la pelambrera, áspera como un cepillo de cerdas.

—No —contestaba Pablo, que nunca había pensado en ello.

—¡Cien mil! —decía el hijo del posadero, abriendo los ojos como si hubiese encontrado un tesoro—. ¿Y sabes qué es lo mejor?

—No, ¿qué?

—Pues que igual que las serpientes cambian de piel, nosotros también cambiamos de pelo. ¿Y sabes cuánto tiempo necesitamos para cambiarlos todos?

—No, ¿cuánto?

—¡Tres años!

—¿Y si se caen y no salen pelos nuevos qué pasa? —preguntaba Pablo.

—¿Pues qué va a pasar? ¡Que te vuelves calvo!

Cuando del pavo no quedaron más que los huesos y el recuerdo, llegó la hora de los polvorones y de las zambombas, del vino dulce y de los villancicos. Don Veremundo ofreció a los hombres cigarros puros, y todos aceptaron sin remilgos aquella exquisitez, con la excepción del quisquilloso viajante de comercio, que antes quiso asegurarse de que no procedían de Cuba. Los cómicos recitaron algunos versos, muy aplaudidos por el improvisado público, y Julián acabó tomando la palabra, ante la insistencia de los presentes:

—El azar o la providencia han hecho que esta noche tan especial estemos aquí reunidos, cuando hace unas horas muchos ni siquiera nos conocíamos. No les voy a engañar: habría preferido pasar la Nochebuena con mi mujer y mi pequeña Julia, y no sólo con mi hijo Pablo y con todos ustedes. Pero ya que Dios lo ha querido así, ¡disfrutemos de la velada!

—Regálenos algún buen consejo para el año nuevo, inspector —pidió el tratante de ganado, masticando las palabras y los polvorones al mismo tiempo.

—Lo siento, pero yo no doy consejos —dijo Julián—. Ya me disculpará usted, pero por norma general la gente pide consejos para no seguirlos; y, si los sigue, es para poder tener a alguien a quien reprocharle luego el habérselos dado.

La ocurrencia fue celebrada por todos, menos por el tratante, que no esperaba una respuesta como aquélla. Acabó de tragarse el polvorón con la ayuda de un lingotazo de vino dulce y, dirigiéndose al posadero, preguntó:

—¿Y la misa del gallo se celebrará igual, a pesar de la nevada?

—Por descontado —respondió don Veremundo, limpiándose los morros con el muñón—. Los vecinos se han pasado el día quitando la nieve de las calles y cubriéndolas con sal, así que si quieren pueden ir a la iglesia de San Juan, que está aquí al lado.

—¿Cómo? ¿No piensa usted acompañarnos? —se extrañó el viajante de comercio.

—No, ya me disculparán, padezco dispepsia y no digiero bien las comidas copiosas…

—Pues para eso no hay nada mejor que el estomacal Parodium —le interrumpió el viajante, por deformación profesional.

—Pero mi mujer y mi hijo estarán encantados de acompañarles, ¿verdad? —continuó don Veremundo, mirando a su esposa.

—Claro —respondió doña Leonor, sabedora de que lo que no podía digerir su marido eran los hábitos y las sotanas. Tampoco tenía Julián el estómago muy fino para tales alimentos, pero su cargo le obligaba a determinados sacrificios, aunque luego necesitara una buena dosis de bicarbonato espiritual para conciliar el sueño.

La comitiva se puso en marcha poco antes de la medianoche, con doña Leonor encabezando el cortejo y los cómicos canturreando coplas ligeras, pero al salir a la calle el aire gélido les quitó de sopetón las ganas de hacer gorgoritos. Caían algunos copos y los hombres levantaron las solapas de sus gabanes, mientras las mujeres aguantaban con una mano las faldas de sus vestidos y con la otra los chales que les protegían el cuello. Cerraban el grupo los dos pequeños, ligeramente rezagados por la cojera de Robinsón, cuyo aparato ortopédico tenía dificultades para abrirse paso entre la sal y la nieve.

—Ve con los de delante, que yo ya me sé el camino —dijo con orgullo el hijo de los posaderos.

Pero Pablo no se movió de su lado hasta que llegaron a la iglesia. En el exterior había gran agitación, pues todo el mundo había apurado bien la sobremesa. De un tílburi bajaba un hombre con bastón y zapatos de charol, seguido por una mujer enfundada en un abrigo de astracán, mientras el jadeante caballo intentaba entrar en calor orinando sobre la nieve y un espeso vaho se elevaba como si fuera incienso. Al ver llegar a la elegante pareja, los mendigos que se arremolinaban a la puerta de la parroquia sacaron de los bolsillos sus agarrotadas manos y pidieron limosna para los más desfavorecidos. En el interior, la gente se agolpaba y el organista se disponía a tocar las notas celestiales del Puer natus est nobis. Reinaba una penumbra ambigua que predisponía al recogimiento, pero también a la disolución, especialmente en aquellos que habían abusado de las bebidas espiritosas durante la cena. La titilante luz de los cirios no podía impedir que ciertos rincones de la iglesia quedaran en la oscuridad, lo que era aprovechado por algunos para achuchar más de la cuenta. Cuando el órgano enmudeció, el sacerdote elevó la voz sobre los fieles y, ajustándose la casulla bordada, comenzó a recitar la Epístola de san Pablo a Tito.

—Sígueme —oyó Pablo a su lado, y vio desaparecer a Robinsón entre las sombras. Miró a Julián buscando su consentimiento, pero el inspector parecía haberse quedado dormido escuchando aquella voz afelpada que hablaba de piedad y de esperanza. Se abrió paso entre los fieles y siguió a Robinsón hasta el trascoro, donde un monaguillo custodiaba una pequeña puerta de madera disimulada en la penumbra.

—Hola, Juan —susurró Robinsón.

El monaguillo saludó con la cabeza y miró a su alrededor.

—He venido con un amigo —añadió, señalando a Pablo.

—Eso no era lo convenido —dijo el monaguillo con tono gansteril.

—Te daré el doble, si quieres.

—Está bien, entrad —y les franqueó el paso, al tiempo que extendía la mano con disimulo.

Robinsón le entregó un paquetito alargado, que desapareció al instante como por arte de magia, y le hizo una señal a Pablo para que le siguiera. Unas empinadas y estrechas escaleras conducían hasta el órgano. El sacerdote recitó las últimas palabras de la Epístola y el instrumento volvió a rugir con ímpetu, sobresaltando a los dos chicos.

—Por aquí —leyó Pablo en los labios de su amigo.

A dos o tres metros del imponente órgano, justo detrás del hombretón que bombeaba el fuelle para hacerlo funcionar, había un pequeño entrante en la balaustrada. Desde allí, ocultos a las miradas ajenas, los dos chicos podían ver buena parte de la iglesia: subido al púlpito, el capellán se disponía a leer el Evangelio de san Lucas, mientras los feligreses, ricos o pobres, jóvenes o ancianos, carlistas o liberales, se amontonaban en los bancos, en los pasillos laterales o alrededor de la pila bautismal, y los más fervorosos se apretujaban contra las verjas del altar mayor.

—¿Qué le has dado? —preguntó Pablo, intrigado por el trapicheo.

—¿A quién, a Juan? Nada, un par de puros de mi padre. Mira, ¿ves aquel hombre que hay allí, ese que se apoya en el confesionario?

Pablo dirigió su mirada en aquella dirección y pudo distinguir, bien iluminado por un cirio cercano, a un hombre de unos cincuenta años que daba cabezadas.

—Es don Agustino Rojas, el maestro de mi escuela. Seguro que va borracho. ¿Y ves aquella mujer de la primera fila que está besando el devocionario? Pues ésa es la querida del alcalde, que es aquel de allí, ese que no para de echarle miraditas cada vez que su mujer se despista…

Pablo intentaba distinguir entre la multitud a todas aquellas personas que Robinsón parecía conocer como si fuesen de su familia, mientras se hacía el silencio y el sacerdote empezaba a leer el pasaje del nacimiento del niño Jesús:

—Y sucedió que estando allí María, llegó la hora del alumbramiento, y dio a luz a su hijo primogénito, y lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, por no haber sitio en el mesón…

Pablo dejó que sus ojos vagaran por aquel espacio sagrado que conmemoraba un parto de hacía mil ochocientos noventa y nueve años, y a pesar de que los efluvios del incienso le eran indiferentes a su insensible pituitaria, una extraña calma le invadió el ánimo. Encajó la frente entre dos balaustres, mientras Robinsón seguía contándole historias, y su mirada fue a caer sobre una niña que llevaba un vestido azul festoneado. No podía verle la cara, pues estaba justo debajo de ellos, pero le llamó poderosamente la atención. A su lado, un hombre ataviado al estilo colonial le estrechaba la mano con firmeza.

—Ésa es Ángela —susurró Robinsón, viendo que Pablo no dejaba de mirarla—. Lleva sólo un año en Béjar. Sus padres se fueron a Cuba cuando ella aún no había nacido, y ahora han tenido que volver. Viven justo enfrente de casa.

—¿Y quién es ese que la coge de la mano?

—Es su padre, don Diego Gómez, teniente coronel del ejército español en la guerra de ultramar —dijo Robinsón como si recitara de memoria un estribillo mil veces repetido—: La mano derecha del general Weyler. Ahora ya está retirado, pero dicen que se ha batido en duelo tres veces, y que en una de ellas perdió un dedo. Por eso siempre lleva guantes.

—¿Y qué les pasó a los otros? —preguntó Pablo sin dejar de mirar a Ángela, tal vez pensando en la historia del desafortunado Évariste Galois, el intrépido matemático que fascinaba a su padre.

—¿A qué otros?

—A los que se enfrentaron con él.

—Están todos criando malvas.

En aquel momento, un chico se acercó hasta donde estaba Ángela y le dijo algo al oído, pero ella pareció no hacerle caso.

—¿Y ése quién es?

—Ése es el idiota de su primo. Yo me he peleado con él siete veces. Se llama Rodrigo, Rodrigo Martín.

—Anda, como yo.

—Sí, por aquí hay muchos Martín.

—¿Y él también ha venido de Cuba?

—No, qué va, él nació en Béjar. Su familia era una de las más ricas del pueblo, pero sus padres murieron cuando él era chico…

Entonces, justo en aquel instante, cuando el sacerdote terminó su lectura y el órgano volvió a sonar, la niña del vestido azul, la hija de don Diego Gómez, sin saber muy bien por qué, levantó la vista al cielo y sus ojos coincidieron con los del hijo de Julián Martín, el inspector de provincias. Ella se quedó así durante unos segundos, con la boca abierta y a punto de desnucarse, intentando descubrir quién era aquel chico que la espiaba tras los barrotes de la balaustrada. Él se quedó también paralizado, sin pestañear, enrojeciendo en la penumbra. Y así habrían seguido hasta la misa de Navidad, o incluso hasta la de Año Nuevo, si Rodrigo Martín no hubiese querido saber qué estaba mirando su prima. Robinsón se apartó de la barandilla, arrastrando a Pablo en su retirada.

—Maldita sea —musitó—, si nos ha visto, estamos perdidos.

—¿Por qué? —preguntó Pablo cuando se hubo recuperado de la sorpresa.

Robinsón tardó en responder, pero su respuesta fue una doble confidencia:

—Porque yo me he peleado siete veces con él y no he ganado nunca… Y porque Rodrigo está enamorado de Ángela.

Pablo sintió una extraña opresión en el pecho, como si le faltara el aire. La música del órgano seguía sonando majestuosamente, inundando de notas la iglesia y de lágrimas los ojos de algunos feligreses. Pocos días después iba a llegar el año nuevo y, tras él, el nuevo siglo. Las carreteras se llenarían de automóviles, los cielos de aeronaves y las ciudades de cinematógrafos, pero a Pablo se le iba a llenar el corazón de amor y de ideales.