—4—

LA vida de Unamuno en París tuvo como eje el café de La Rotonde. Apropósito de tal establecimiento, todos los cronistas de esa etapa repiten idéntico clisé: La Rotonde es el café de las rebeldías.

EDUARDO COMÍN COLOMER, Unamuno, libelista

Un trabajo impecable —masculla el tipo de la voz rasposa y la cara picada de viruela, sujetando entre las manos un ejemplar de España: un año de dictadura—, realmente impecable. En una semana hemos conseguido inundar París de panfletos. El éxito ha sido rotundo, y no sólo entre las colonias de españoles, también los franceses están abriendo los ojos. Entre los mítines y esto, la cosa está al rojo vivo. Acabo de oír que Blasco Ibáñez ya ha conseguido traductor al francés para su folleto y que su editor en español, Juan Durá, está impaciente por publicarlo. Parece que Vicentito va en serio, que lo va a traducir también al inglés y a distribuirlo en América. Un millón de ejemplares en total, dicen, subvencionados por los comunistas rusos, que quieren exportar su revolución a toda Europa. Hay quien asegura que le han enviado quinientos mil francos para sufragar los gastos de edición y distribución, pero Blasco ni lo confirma ni lo desmiente. ¿Un poquito de rapé?

—No —rechaza Pablo bruscamente, algo incómodo en esta reunión improvisada en un reservado del café de La Rotonde.

Por supuesto, el hombre que no para de hablar es Teixidó, responsable de propaganda del Comité, el mismo que le abordó hace un par de semanas en el mitin pronunciado por Blasco Ibáñez. A su lado está Vivancos, encargado de conseguir las armas para la expedición revolucionaria. Y junto a él, Robinsón, con una sonrisa seráfica que no consigue tranquilizar del todo a Pablo.

—Durruti y Massoni no creo que tarden en llegar —señala Teixidó mientras se lleva el polvo a la nariz y aspira a fondo—. Esperaremos cinco minutos y, si no, te lo contamos nosotros. Me alegro en cualquier caso de que hayas decidido colaborar con el Comité.

—Bueno, yo sólo he cumplido con mi trabajo. A quien tenéis que dar las gracias es al viejo Faure.

—No, no me refiero al panfleto, sino a las octavillas que queremos imprimir para llevar a España. Es una suerte poder contar con tu ayuda, porque no te creas que está siendo fácil la cosa…

—¿Cómo? No, no, yo con las octavillas no me he comprometido a nada.

—¿Ah, no? Pero si Robinsón nos ha dicho que…

Y seis ojos se vuelven al unísono hacia un hombre que se refugia bajo un bombín.

—Hablando se entiende la gente, ¿no? —alcanza a defenderse el vegetariano, a punto de ser devorado por tres miradas carnívoras. Pero antes de que nadie pueda replicarle, se abre la puerta y entra Durruti, quitándose atolondradamente su habitual gorra azul de mecánico, seguido de Massoni, con su aire de banquero despistado. De fuera llega el jaleo de la tertulia de don Miguel.

Hoy es sábado, 18 de octubre de 1924, y en París cae esa lluvia fina pero persistente que humedece las ropas y los corazones. Pablo ya fue a Marly y ha vuelto de nuevo. Y esta noche se ha dejado convencer por Robinsón para venir a La Rotonde, el café por excelencia de las rebeldías y las conspiraciones, situado en el ángulo que forman los bulevares Raspail y Montparnasse. Aquí fue donde Lenin empezó a gestar su particular cruzada, mientras jugaba al ajedrez con los compatriotas nihilistas, y donde Trotski se dio a conocer con sus soflamas, mientras bebía a grandes sorbos un café espeso como el lecho del Sena. También los escritores han frecuentado el café: Rubén Darío solía venir a vaciar botellas de coñac antes de irse a dormir la mona a la redacción de la revista Mundial, que él mismo dirigía; Pío Baroja aparecía a menudo con alpargatas y bufanda, lamentándose de que en París se aburría mucho más que en los alrededores del Bidasoa; e incluso Josep Pla, con su aire de campesino enfurruñado, entraba y se sentaba en un rincón a despotricar contra todo lo que se movía. Pero no sólo de plumíferos y de revolucionarios ha vivido La Rotonde: esto ha sido también durante muchos años un hervidero de artistas, de bohemios, de estudiantes, de travestidos, de confidentes de la policía, de delincuentes de poca monta y de un sinfín de gente que pasaba las horas discutiendo, bebiendo absenta o contemplando los cuadros que se abigarraban en las paredes, cuyas modelos se dejaban caer de vez en cuando y sorprendían a la concurrencia enseñando las ligas y pintándose los labios en público.

Y, como no podía ser de otro modo, La Rotonde ha sido el lugar elegido por buena parte de los españoles exiliados para juntar sus fuerzas y sus verbos contra la dictadura de Primo de Rivera. Poco antes del golpe de Estado, el masón Carlos Esplá (secretario particular de Blasco Ibáñez) fundó en el café una interesante tertulia, la de «la peña de los españoles», que enseguida consiguió hacerse notar, y no tanto por la cantidad o calidad de sus participantes, sino porque, aunque eran pocos, chillaban mucho: ya podía estar el local lleno de gente hablando a gritos, que sólo se oía a los españoles. Con la llegada al poder del Directorio militar, la tertulia empezó a llenarse de emigrados de alto copete, como Marcelino Domingo, Francesc Macià o el ex ministro Santiago Alba, pero los que le han dado el glamour definitivo no han sido los políticos, sino los escritores e intelectuales, como Ortega y Gasset o Miguel de Unamuno, quien ha acabado convirtiéndose en el protagonista indiscutible de las reuniones, hasta el punto de que la antigua «peña de los españoles» ha sido rebautizada como la «peña de don Miguel». De hecho, la vida en París del desterrado profesor tiene su epicentro en el café de La Rotonde, al que acude diariamente a componer los sonetos de su libro De Fuerteventura a París, uno de los cuales se acabará inspirando en el joven que en estos momentos, en un reservado del propio café, se levanta para estrechar la mano de Buenaventura Durruti y Pedro Massoni:

—Buenas noches, camaradas —saluda Durruti mientras tiende hacia Pablo su áspera mano, que estrecha con firmeza—. Encantado de conocerte.

—Salud —contesta Pablo, respondiendo al apretón.

Massoni se sienta sin decir nada y empieza a hojear unos papeles. Durruti, supersticioso o precavido, se queda de pie, ya que la única silla libre está de espaldas a la puerta.

—¿Le habéis contado de qué va el asunto? —pregunta.

—Bueno —se disculpa Teixidó, frotándose la nariz—, es que resulta que… Vamos, que parece que ha habido un malentendido.

—¿Cuál es el problema? —pregunta Massoni, levantando la vista de sus papeles; y mirando sin disimulo a Vivancos aclara—: Si es cuestión de dinero, no tenemos ni una perra chica.

—El problema es que no quiere colaborar —suelta Teixidó.

—A ver, a ver —se defiende Pablo—, no es que no quiera colaborar, pero no es tan sencillo. Ya le he dicho a Robinsón —y aquí lanza una mirada asesina a su amigo— que no podemos imprimir las octavillas sin el consentimiento del viejo Faure, y por lo que parece se ha negado en redondo.

—Sí, así es —resopla Durruti—, y por eso habíamos pensado en ti. Conociendo tu pasado militante, creíamos que no te negarías a echarnos una mano, sobre todo en estos momentos tan difíciles para los nuestros. El papel te lo proporcionaríamos nosotros, de eso no tienes por qué preocuparte, hemos hecho ya un pedido de diez mil folios…

Todos miran a Pablo, menos Robinsón, que se entretiene quitándole una pelusilla al bombín, mientras en la sala de al lado Unamuno recibe una ovación al terminar de leer el último soneto que ha compuesto.

Pero que conste que Unamuno no viene al café de La Rotonde sólo para recibir ovaciones, pues desde el primer día se dio cuenta de que este lugar es una fuente inagotable de historias, y siempre que puede aprovecha para escuchar y recoger al vuelo lo que se dice, los secretos que se revelan y los rumores y chismes que se cuentan; un material sin contrastar con el que luego escribe esos artículos en Le Quotidien que levantan ampollas al otro lado de los Pirineos y hacen frotarse las manos a Henri Dumay, director del periódico y organizador del rescate de Unamuno en Fuerteventura. Ha llegado a ser tal la fama adquirida en París por la afilada y deslenguada pluma del ex rector de Salamanca, que un periodista francés ha dicho de él que utiliza la tinta para desesperar a sus adversarios, como los pulpos o los calamares. El punto culminante tuvo lugar a finales de verano, cuando el mismísimo Primo de Rivera escribió una indignada carta a Dumay en la que pretendía desmentir las acusaciones vertidas contra él por Unamuno, una carta que fue publicada de inmediato en primera plana y a tres columnas, acompañada de la implacable réplica del antiguo rector. La venta de Le Quotidien, faltaría más, ha quedado desde entonces terminantemente prohibida en España.

El poder que Unamuno ha alcanzado en la tertulia es tan grande, que se ha permitido el lujo de expulsar tácitamente a Rodrigo Soriano, rescatado al mismo tiempo que él de Fuerteventura. El detonante ha sido la publicación de un artículo de Soriano en Paris-Soir, en el que criticaba a los «revolucionarios de salón», en clara referencia a Unamuno. Desde entonces, el ex rector no se cansa de repetir, mientras hace bolitas de pan y recuerda los días de confinamiento en la isla canaria, que «A mí el dictador no me castigó con el destierro a Fuerteventura; a mí me ha castigado obligándome a convivir con Rodrigo Soriano, y eso sí que no se lo puedo perdonar»; y, animado por las risas del coro, prosigue: «Ya sé que don Rodrigo no es más que un mosquito, pero es que los mosquitos se meten a veces en el oído de las fieras y las marean hasta volverlas locas. Y a mí no me marea ese mosquito». Uno de los que más celebra estos comentarios es don Blasco Ibáñez, enemigo público de Soriano, que aunque tiene su tertulia particular en el café Américain no desdeña la ocasión de pasar por La Rotonde para aprovechar el tirón popular de don Miguel y soltar sus diatribas, seguidas casi siempre de un poco de autobombo. Como ahora, que acaba de llegar a la tertulia con una dama elegante y algo bizca colgada de su brazo, mientras Pablo está reunido en el reservado con la cúpula dirigente del Comité de Relaciones Anarquistas. Al primero que ve es a José María Carretero, joven y prolífico escritor español que firma sus obras con el poco modesto seudónimo de «el Caballero Audaz»:

—¡A mis brazos, Carretero! —exclama don Vicente, con su enorme tripa como ariete. Y Carretero se deja abrazar, hasta casi desaparecer.

—¿Cómo está usted, don Vicente?

—Bien, bien, gracias. ¿Ha leído el Quotidien? —pregunta sin presentarle siquiera a la dama que le acompaña.

—Sí, ya he visto la entrevista. Parece que está usted en plan revolucionario. ¿Es eso cierto?

—Absolutamente.

—¿Y qué piensa hacer?

—Pues qué va a ser: ¡la revolución!

—¿Y eso cómo se hace, don Vicente? —inquiere con falsa ingenuidad el Caballero Audaz, como queriendo llevar la contraria a su seudónimo.

—No se me haga el inocente, Carretero, y abra los ojos. España no puede seguir así, se mire como se mire. Y ése es el problema, que la gente que debería hacer algo cierra los ojos y mira hacia otro lado. En España lo que necesitamos son más Strogoffs, ya me entiende, gente que sea capaz de llorar por su pueblo y salvar la vista de la nación entera, a pesar de los hierros candentes con que quieren cegarla esos bastardos. Hay que despertar al pueblo, Carretero, hacerlo saltar. Y yo pienso conseguirlo, sea como sea. Daré los mítines que haga falta, escribiré artículos en los periódicos, repartiré yo mismo el folleto que estoy escribiendo, si me apura…

—¿Y no ha pensado en tomar las armas? —le interrumpe el joven escritor.

Blasco empalidece levemente y suelta después una tremenda carcajada, que hace callar a los que le rodean. Y poniéndose serio de golpe, contesta:

—Mire usted, caballero, comete una grave equivocación si piensa que yo soy un Capitán Araña que embarca a su tripulación y luego se queda en tierra. No, querido amigo. No. Yo iré delante de todos, ¿me entiende?, yo seré el primero en dar el pecho a las balas… —Y, elevando la voz, concluye enfáticamente—: He vivido bastante y no me importa morir. ¡No les tengo miedo ni a la lucha ni a la muerte!

Una salva de aplausos sirve de colofón a sus últimas palabras. Carretero se disculpa y sube a cenar al primer piso con un grupo de españoles más comedidos, decidido a escribir un opúsculo mordaz contra el escritor valenciano, que acabará titulando El novelista que vendió a su patria. Pero dejemos a Blasco y al audaz caballero con sus pugnas dialécticas, bajemos ese par de escaleras que al fondo a la izquierda llevan al reservado, y acabemos de escuchar la conversación que mantiene Pablo con Durruti y compañía. Porque no hay que olvidar que La Rotonde no sólo alberga a políticos e intelectuales que hacen la revolución a base de ripios y figuras retóricas, sino también a verdaderos hombres de acción, anarquistas ilustrados que valoran por encima de todo la perfección de formas de una Browning semiautomática, la belleza imposible de una pistola de armónica o la sutileza romántica de un cachorrillo, esa pistola de bolsillo que Larra usó para suicidarse. Y así, mientras los Unamuno y compañía hacen la guerra de papel, en la mesa de al lado se habla habitualmente de incursiones, atentados, ofensivas e intentonas; aunque, si la cosa se pone seria o se sospecha de la presencia de algún soplón o confidente, entonces van a reunirse al reservado del fondo a la izquierda.

—Está bien, de acuerdo, lo haré —acaba concediendo Pablo, aunque sigue sin tener muy claro que una intentona revolucionaria sea la mejor de las opciones—. ¿Para cuándo lo necesitáis?

—La fecha de la expedición no se ha concretado todavía, no depende tanto de nosotros como de los compañeros del interior, pero las octavillas podrían imprimirse ya. Bueno, cuando nos llegue el papel, claro.

—Y el dinero —apunta Massoni—, que entre Vivancos y Teixidó han vaciado ya la caja.

Los aludidos intentan protestar, pero Durruti corta cualquier atisbo de discusión:

—Por favor, compañeros, aquí hemos venido a hacer queso: dejemos los trapos sucios para discutirlos más tarde. Pablo, gracias por tu colaboración, sin duda será una ayuda inestimable. No hace falta que te pida la máxima discreción en este asunto. Nos mantendremos en contacto a través de Robinsón, si te parece.

Y así, después de dar la mano a cada uno de los presentes y mirar a Robinsón con cara de circunstancias, Pablo sale de La Rotonde, mientras en la tertulia de don Miguel alguien termina de contar un chiste y suena un estruendoso redoble de carcajadas. Definitivamente, Pablo ha entrado a formar parte de la Orquesta de la Revolución.