III

(1896-1899)

«CINEMATÓGRAFO LUMIÈRE», ponía. Y debajo, en letras más pequeñas, el precio de la entrada: «Una peseta». Pablo y el voceador de periódicos habían llegado al número 34 de la carrera de San Jerónimo con el corazón desbocado, tras haber pasado por la redacción de La Época en la calle Libertad, y ahora se encontraban haciendo cola para asistir a lo nunca visto, a lo impensable, a lo inimaginable: la fotografía animada. La primera sesión iba a tener lugar a las diez y no querían perdérsela por nada del mundo, aunque tuvieran que gastarse todo lo que llevaban en los bolsillos. Cuando llegó su turno, el mayor de los dos chicos preguntó:

—Los niños pagamos media entrada, ¿no?

El taquillero les miró a través de su monóculo, con cara de pocos amigos:

—Si tenéis menos de diez años, sí —se limitó a decir, acariciándose una tupida barba que le crecía desde los pómulos.

—¿Diez años entre los dos o cada uno? —quiso saber el chico.

Y el hombre quedó tan sorprendido por la pregunta que dijo:

—Anda, dadme una peseta y entrad antes de que me arrepienta.

Pablo sacó los dos reales que le había dado su padre y los dejó encima del mostrador, mientras el vendedor de periódicos juntaba varias perras chicas hasta sumar media peseta. El taquillero les entregó dos boletos y farfulló algunas palabras incomprensibles, mientras el cielo se encapotaba súbitamente, celoso del júbilo de aquellos dos chavales.

En el interior del local, varios hombres y mujeres discutían las bondades del nuevo artilugio. Los optimistas aseguraban que el cinematógrafo ayudaría a mejorar la vida de la gente y contribuiría a desarrollar el pensamiento humano. Los pesimistas parecían convencidos de que aquello no pasaría de ser un entretenimiento de feria, como tantos otros que habían nacido y desaparecido con más pena que gloria. Y los apocalípticos de turno vaticinaban que secaría el cerebro a los niños y acabaría con el teatro, la ópera y la zarzuela. Pero allí estaban todos, expectantes, impacientes por asistir al acontecimiento del año. De pronto se abrió una puerta lateral y entró un hombrecillo engalanado; pasó por debajo de la gran tela blanca que presidía el fondo de la sala y fue a sentarse frente a un flamante piano alemán de la fábrica Spaethe. Sólo entonces, con rigurosa puntualidad, se apagaron las luces de la sala y todos corrieron a buscar asiento. En la penumbra, la espesa neblina de los cigarros pareció condensarse y los espectadores aguantaron la respiración cuando un runrún empezó a sonar a sus espaldas. Casi de inmediato, un foco iluminó la tela blanca y ante los ojos de los espectadores apareció la imagen de una calle de París, con sus coches, sus casas y sus habitantes congelados, inmóviles. Un cuchicheo de decepción empezó a llenar la sala, pero entonces, de repente, todos los asistentes callaron de golpe y un escalofrío recorrió muchas espaldas: la imagen había empezado a moverse, casi como en la vida misma, aunque fuera en tonos grises. Los carruajes circulaban de un lado al otro de la pantalla; los transeúntes se desplazaban, sorteando los coches, y desaparecían más allá de la tela blanca; unos niños jugaban con un perro, que ladraba en sordina y daba saltos como un loco; varios ciclistas pasaban por delante de la cámara y saludaban sonrientes a los atónitos espectadores madrileños, que instintivamente levantaban el brazo para devolver el saludo. Y todo ello amenizado por la alegre música del hombrecillo engalanado.

—¡Ooohh! —dijeron varias voces cuando terminó la cinta, de apenas un minuto de duración.

Pero no hubo mucho tiempo para comentar la jugada, pues enseguida una nueva imagen gris se apoderó de la pantalla y se puso en movimiento. Esta vez era un tren que se aproximaba hacia los espectadores a gran velocidad.

—¡Aaahh! —gritaron algunos, y giraron la cabeza o se agarraron con fuerza a sus asientos.

Afortunadamente, el tren pasó de largo, perdiéndose por el flanco izquierdo, y los más asustadizos respiraron aliviados. Al fin se detuvo, y numerosas personas subieron y bajaron de los vagones. Tras varios segundos de oscuridad, en la pantalla apareció la imagen de un jardinero regando flores, seguido de un granujilla que entraba silenciosamente en escena y le pisaba la manguera sin que se diese cuenta, cortando la salida del agua: el jardinero, sorprendido, miraba la boca de la manguera y justo en ese instante el chiquillo levantaba el pie y el hombre recibía el chorro en plena cara.

—¡Ja, ja, ja! —rieron algunos espectadores, entre los que se encontraban Pablo y el joven vendedor de diarios.

Tras el jardinero, aparecieron tres hombres jugando a las cartas alrededor de una mesa. Luego, diversas personas paseando junto al mar. Más tarde, los esbeltos caballos de un concurso hípico, seguidos de varios obreros saliendo de una fábrica… Por último, los espectadores madrileños pudieron disfrutar de un idílico desayuno en familia: un padre y una madre daban de comer a un gracioso bebé, que sonreía como un angelito con la boca rebosante de papilla.

Las luces se encendieron de golpe, mientras se apagaban las últimas notas del piano Spaethe. Pero las imágenes animadas permanecieron aún durante mucho tiempo en las retinas de los espectadores: para algunos, como Pablo, aquél acabaría siendo su mejor recuerdo de infancia.

—¡Uau! —dijo el chico de los diarios mientras abandonaba la sala.

Y Pablo le respondió con el más elocuente de los silencios. La sesión había durado apenas quince minutos, pero sus ojos brillaban ahora de un modo distinto. Fuera, las nubes se habían desatado y llovía con violencia.

—¿Cómo se vuelve a la plaza de Santo Domingo? —preguntó Pablo cuando recuperó la palabra.

—Vamos, que te acompaño —le respondió el otro.

Y empezaron a correr bajo la lluvia, con la cabeza llena de imágenes en movimiento. Al llegar a la plaza ya había dejado de llover y el sol se abría paso tímidamente entre las nubes.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Pablo.

—Holgado, Vicente Holgado —respondió el vendedor de periódicos—. ¿Y tú?

—Martín, Pablo Martín.

Y se dieron la mano como hombres, sin sospechar que años más tarde volverían a verse las caras.

Cuando Julián volvió a la plaza, encontró a su hijo arrebujado en un rincón, tiritando de mala manera y con un brillo en los ojos que nunca antes le había visto. Le puso la mano en la frente y comprobó que estaba ardiendo. Tomaron un tranvía de mulas para volver a la pensión y Pablo se metió en la cama tras haber ingerido un brebaje de quinina que consiguió bajarle la fiebre. Al día siguiente, festividad de San Isidro, volvieron a la bulliciosa Estación del Norte y se subieron al tren con destino a Bilbao: la aventura madrileña había llegado a su fin. En los días sucesivos, la familia Martín Sánchez estuvo esperando impacientemente el resultado de las oposiciones, mientras en Madrid el cinematógrafo Lumière cosechaba un éxito rotundo, hasta el punto de que la mismísima Casa Real pidió asistir a un pase privado, que contaría con la presencia del joven Alfonso XIII y de las infantas María Teresa e Isabel, así como de la reina regente María Cristina. Por fin, a principios de junio de aquel año de 1896, la esperada noticia llegó a Baracaldo: Julián Martín Rodríguez había obtenido la plaza de inspector de primera enseñanza en la provincia de Salamanca. Y aunque se trataba de un puesto de tercera clase, el sueldo ascendía a tres mil pesetas anuales.

—No podemos decir que no —dijo María.

—No podemos decir que no —repitió Julián.

—Además, a Pablo le vendrá bien para su enfermedad —añadió María.

—Sí, a Pablo le vendrá bien para su enfermedad —volvió a repetir Julián.

Y así fue como los Martín Sánchez convinieron lo siguiente: que los dos varones se trasladarían a Salamanca al empezar el nuevo curso y la madre y la hija se quedarían de momento en Baracaldo, pues la vida de un inspector de provincias consistía en viajar continuamente, de pueblo en pueblo y de fonda en fonda. Más adelante, en todo caso, si Julián conseguía ahorrar lo suficiente, podrían instalarse los cuatro en la ciudad de Salamanca, aunque él tuviese que seguir trashumando por toda la provincia. Pasó el verano, llegó septiembre, y Pablo y Julián hicieron las maletas, preparándose para el duro invierno de la meseta castellana. En la estación de trenes, como si repitiesen la escena vivida cuatro meses atrás, Julia y María agitaron sus pañuelos mientras Pablo pegaba su nariz al cristal de la ventana y repetía para sus adentros aquello de «guapa, guapa, guapa». Esta vez, sin embargo, iba a tardar bastante más en volver a ver a su hermana.

Lo primero que hicieron los Martín al llegar a Salamanca, tras instalarse en una modesta hospedería junto a la nueva estación ferroviaria, fue visitar al antiguo inspector, don Cesáreo Figueroa. El hombre, viudo, vivía retirado en Villares de la Reina, un pueblecito pegado a la capital. Los recibió en alpargatas y echando continuamente esputos por la boca, fruto de la bronquitis crónica que arrastraba desde hacía años.

—Estos filipinos se nos están subiendo a las barbas —dijo a modo de saludo, enarbolando un ejemplar de El Adelanto—. ¡Y todo por culpa del mal ejemplo de los cubanos! Pero pasen, pasen, hagan el favor.

Don Cesáreo Figueroa los condujo hasta el salón de la casa y les ofreció un vaso de vino tinto, que Julián rechazó cortésmente.

—Lo primero que debe usted hacer —dijo el hombre dirigiéndose a Julián, mientras Pablo se entretenía mirando las manchas de una piel de vaca que hacía las veces de alfombra— es comprarse un borrico, o una mula, para ir de un pueblo a otro, pues el camino más largo entre dos puntos suele ser el verdadero.

Julián asintió con la cabeza, sin acabar de entender muy bien aquellas últimas palabras.

—Si quiere, yo mismo le puedo vender el mío, que ya no me hace ninguna falta… ¡y además conoce el camino! —añadió, y soltó una carcajada que le produjo un acceso de tos.

Cuando se recuperó, don Cesáreo los condujo hasta el establo, situado en la parte posterior de la casa.

—Cuidado con las escaleras —advirtió—, son tan viejas que aúllan como si las matara cada vez que bajo a dar de comer a Lucero.

El mulo levantó la cabeza al ver llegar a su dueño, acompañado por dos forasteros.

—Lo compré hace tres años en la feria de Béjar, y es listo como ninguno —dijo acariciando el morro del animal—. Lucero, te presento a los señores Martín. —Y un nuevo ataque de tos interrumpió las presentaciones.

Dos horas después, Pablo y Julián regresaban a Salamanca montados a lomos del mulo Lucero.

Los primeros años fueron duros. El trabajo de Julián consistía en recorrer las escuelas de toda la provincia, incluidas las de la capital, y controlar el trabajo de los maestros de primaria, tanto los de enseñanza elemental como los de enseñanza superior: la primera era de carácter obligatorio, estaba orientada a niños y niñas de entre seis y nueve años, y su objetivo era conseguir que aprendieran a leer, a escribir y a dominar las cuatro operaciones matemáticas; la segunda ya no era obligatoria, llegaba hasta los trece años e incorporaba materias como historia y geografía, e incluso física, geometría o agrimensura en el caso de los niños, y labores o higiene doméstica para las niñas, sin olvidar la enseñanza de la doctrina cristiana. Como las escuelas no eran mixtas (sólo en los pueblos más pequeños estaban permitidas), Julián tenía que dejar a Pablo en la posada cuando iba a inspeccionar colegios femeninos, pero se lo llevaba consigo a las escuelas de niños para que se mezclara con chicos de su edad mientras él se entrevistaba con el maestro del centro, al que le pasaba un cuestionario de sesenta pautas que debían respetarse escrupulosamente. Si no se cumplían, lo anotaba en el cuaderno de visitas, un gran cartapacio de tapas verdes que los maestros miraban con miedo o con recelo, y advertía en tono admonitorio:

—Espero que la próxima vez que venga hayan solucionado ustedes estas pequeñas deficiencias.

Por las tardes, acabada la jornada laboral, se dedicaba a instruir a su hijo, que absorbía con avidez todos los conocimientos que su padre le enseñaba, sin importarle demasiado aprenderlos en Ciudad Rodrigo o en Cantalapiedra, en Alba de Tormes o en Guijuelo. Y así, durante los primeros años, aprendió gramática y ortografía, matemáticas y geografía, un poquito de latín y otro poquito de francés, algo de ciencias naturales y las cuatro reglas básicas del catecismo, pues Julián era en el fondo un anticlerical y siempre encontraba alguna excusa para postergar la enseñanza de la católica doctrina. Pero cuando más disfrutaba educando a su hijo era los domingos y los días festivos. Si hacía buen tiempo, se lo llevaba de excursión al campo y le enseñaba a distinguir entre un Lactarius deliciosus (el sabroso níscalo) y un Lactarius torminosus (el falso níscalo, sumamente tóxico), o entre un estornino y un mirlo:

—Mira, fíjate bien, los estorninos no construyen nidos. Duermen allí donde encuentran refugio, a menudo en los huecos de los árboles. En cambio, los mirlos aprovechan todo lo que encuentran para hacer su casa: raíces, ramas, hojas, musgo, hasta cáscaras de castaña si hace falta, y luego lo refuerzan todo con barro para que sea más consistente. ¿Tú qué preferirías ser, Pablo, mirlo o estornino?

Si hacía mal tiempo, se quedaban en la pensión y Julián le enseñaba a su hijo a jugar al ajedrez o a construir castillos con mondadientes, o le contaba historias extraordinarias, inspiradas muchas veces en la biografía de personajes históricos:

—¿Te he contado ya la historia de Évariste Galois? —le preguntaba mientras preparaba una infusión o removía los troncos de la salamandra. Y, como Pablo no respondía, le contaba por enésima vez la vida de aquel genio matemático que había muerto en duelo en 1832, con tan sólo veinte años—. Pobre chico, a saber lo que habría hecho de no haber tenido tan mala fortuna. Intentó dos veces ingresar en la Escuela Politécnica, que era la academia matemática más prestigiosa de Francia, y las dos veces suspendió el examen. ¿Y sabes qué dijo años después un ilustre matemático francés? Que no había pasado las pruebas porque era más inteligente que los jueces que le examinaron. Parece ser que el propio Galois dijo, al ser rechazado: «Hic ego barbarus sum quia non intelligor illis»; es decir: como ellos no me comprenden, soy un bárbaro.

Pablo escuchaba atentamente las historias de su padre, como si fueran los cuentos de Perrault.

—A los diecisiete años había hecho ya algunos descubrimientos matemáticos fundamentales, así que escribió una memoria con todas sus teorías y la envió a la Academia de Ciencias. ¿Y sabes lo que pasó? ¡Que perdieron el manuscrito! Pero eso no fue lo peor: dos años después presentó una nueva obra que aspiraba a ganar el Gran Premio de Matemáticas de la Academia de Ciencias. El secretario de la Academia se la llevó a su casa para examinarla… ¡y murió aquella misma noche! Cuando intentaron recuperar el manuscrito de la casa del difunto, no lo encontraron por ningún lado. Así que Évariste Galois, decepcionado con el mundo y con la estupidez humana, renunció a la gloria matemática y se lanzó a hacer la revolución política. «Si se necesita un cadáver para despertar al pueblo, yo daré el mío», dijo.

—¿Y qué pasó? —preguntaba Pablo, impaciente, aunque ya conocía la historia.

—¿Pues qué iba a pasar, hijo? Que lo metieron en la cárcel. Y cuando salió, sus enemigos políticos estaban esperándole. Alguien le retó a un duelo y Galois no pudo, o no supo, o no quiso negarse. Tal vez buscase morir, después de tanto fracaso. La noche antes del duelo se puso a escribir como un loco todos los descubrimientos matemáticos que había hecho a lo largo de su vida. Cada cierto tiempo escribía al margen: «No tengo tiempo, no tengo tiempo». Y cuando la aurora entró por la ventana, redactó una carta de despedida y se dirigió hacia su propia muerte. Pero esto ya te lo he contado, ¿no? —preguntaba Julián.

Pablo negaba con la cabeza y su padre aprovechaba para dar un sorbo a su infusión o añadir un tronco a la lumbre.

—El duelo fue a pistola, a veinticinco pasos. Los dos jóvenes se volvieron a la vez, pero sólo se oyó un disparo. Galois cayó al suelo, de rodillas, con los intestinos perforados. Lo dieron por muerto y lo dejaron allí tirado, hasta que alguien lo encontró y se lo llevó a un hospital. Evaristo aún tuvo tiempo, antes de morir, de avisar a su hermano menor. «No llores —le dijo al verlo llegar—. Que necesito todo el valor para morir tan joven». ¿Y sabes qué es lo mejor de todo? Que lo que dejó escrito aquella última noche aún está siendo estudiado por los matemáticos más importantes…

En verano y por Navidad, padre e hijo volvían a Baracaldo para pasar las vacaciones junto a María y la pequeña Julia, que crecía a pasos agigantados de una visita a otra. Pablo pasaba entonces horas y horas junto a su hermana, contándole lo que había visto y aprendido durante los últimos meses, aunque mezclando realidad y fantasía a partes iguales. Y como seguía sin recuperar el olfato, sus padres aprovechaban para llevarlo nuevamente al médico.

—Este niño lo que necesita es el clima seco del interior —repetía una y otra vez el doctor con voz cansina; y los despachaba como en él era costumbre—: No olviden que la mayor astucia del diablo es hacer creer que no existe.

De manera que padre e hijo volvían a tierras castellanas y continuaban su particular periplo, mientras el país se desmoronaba por los conflictos de ultramar: en febrero de 1898 Estados Unidos declaraba la guerra a España y aquel mismo verano se perdían definitivamente las colonias, algo que ya no vería el presidente del Gobierno, Antonio Cánovas del Castillo, asesinado un año antes por el anarquista italiano Michele Angiolillo mientras practicaba la hidroterapia en el balneario de Santa Águeda.

—¿Qué es un anarquista? —preguntaba Pablo, al escuchar por primera vez aquella palabra.

—Ya te lo explicaré cuando seas mayor —le respondía su padre—. Todavía eres demasiado pequeño para entenderlo.

Pero poco después, otro anarquista italiano, Luigi Lucheni, asesinaba en Ginebra a la emperatriz Sissí, clavándole un estilete en el corazón, y Pablo volvía a preguntar:

—¿Qué es un anarquista, papá?

Y Julián ya no sabía cómo escurrir el bulto, así que cambiaba de tema o sacaba la cabeza por la ventana y le explicaba otra vez el nombre de las constelaciones:

—Mira —decía señalando el cielo—, aquella que tiene forma de carro es la Osa Mayor. Y aquella más pequeñita es la Osa Menor. Y aquella otra, esa que tiene la forma de una M aplastada, se llama Casiopea. Sí, hijo, sí: una M, la eme de Martín.

Así pasaron los días, las semanas, los meses y los años, y a pesar de los problemas patrios, de la nostalgia y de la vida errante, si alguien hubiese tenido la descabellada idea de preguntar a los Martín si eran felices, lo más probable es que la respuesta hubiese sido afirmativa. Aunque, en el fondo, tal vez de un modo inconsciente, había algo que Pablo echaba de menos. Algo que aparecía siempre en las novelas de aventuras que leía por las noches. Algo que no había tenido nunca y que la continua trashumancia hacía aún más difícil. Algo que podía resumirse en una sola palabra: un amigo. Julián no podía cumplir aquella función, de ninguna de las maneras. Y tampoco Lucero, por mucho que Pablo lo tomara de vez en cuando como interlocutor. No, lo que el chaval necesitaba era un Athos, un Porthos, un Aramis. Es cierto que cuando permanecían varios días en un mismo pueblo, Pablo acababa por conocer a los niños de su edad, con los que a veces jugaba en la Plaza Mayor o iba a cazar saltamontes a la orilla del río. Pero al volver a pasar por allí al año siguiente, muchos ya no se acordaban de él y entonces prefería quedarse en la posada leyendo sus novelas de aventuras. Y así habría seguido siendo durante mucho tiempo si a finales de 1899, poco antes de las vacaciones de Navidad, no hubiese conocido a Robinsón Crusoe.