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PRODUCTO de la propaganda efectuada en suelo francés fue la conquista de infinidad de desdichados allí residentes, en su mayoría anarquistas, comunistas, sindicalistas y otros, que, espoleados por la idea de volver a sus distintos puntos de origen o arrastrados por los dictados de un egoísmo más o menos ideológico, pero siempre en pugna con deberes hacia su madre España y conciudadanos, se prestaron, previa entrega que se les hizo de cantidades en metálico, armas, municiones y medios de locomoción, a venir a España con el fin de poder ejecutar el plan trazado por sus inductores.

Diario de Navarra, 13 de enero de 1927

El torbellino de la revolución parece querer atrapar a Pablo, pero él será el último en darse por aludido. Tras la conversación en el Point du Jour con sus dos amigos, vuelve a la imprenta, donde Julianín ha hecho menos chapuzas de las que cabría esperar. Trabaja hasta bien entrada la noche, con la ayuda de Robinsón, que sustituye al joven aprendiz cuando éste termina su jornada, poniéndose un guardapolvo y arremangándose la camisa como un auténtico profesional para que el semanario Ex-ilio pueda ser distribuido sin problemas desde primera hora de la mañana. Luego montan los dos en la bicicleta de Pablo, haciendo equilibrios para no caerse, y bajan la cuesta de la rue de Belleville a toda velocidad, disfrutando del aire que les azota la cara y haciendo sonar gamberramente el timbre, como en los lejanos años de infancia en la meseta castellana. Kropotkin, enloquecido y con la lengua fuera, intenta seguirlos cuesta abajo, pero no les da alcance hasta el Faubourg du Temple, donde la pendiente es menos pronunciada. Al llegar a la place de la République, los dos amigos bajan de la bici y terminan a pie el camino que ha de llevarles a la buhardilla de Pablo. Una vez allí, el improvisado anfitrión desenrolla una esterilla que tiene bajo el camastro y pone una vieja manta encima.

—No sé si voy a poder soportar tanto lujo —dice uno.

—Siento no poder ofrecerte las comodidades de tu palacete de Buttes Chaumont —responde el otro. Y ambos ríen de buena gana. La pobreza, con humor, es sin duda más llevadera.

Pasan la noche hablando y recordando anécdotas de los viejos tiempos. De vez en cuando oyen gemir en sueños a Kropotkin tras la puerta, donde lo han dejado durmiendo sobre la alfombra que da el «Bienvenus». Cuando se quieren dar cuenta, ya ha empezado a amanecer. Sólo entonces se quedan dormidos. Y como Pablo no usa despertador, dos horas después abre los ojos de milagro, con el tiempo justo de ir a la estación a coger el tren y dejar que Robinsón disfrute de su colchón durante algunos días.

Pablo trabaja de lunes a jueves en Marlyles-Valenciennes, un pueblecito al norte de París, lindando ya con Bélgica, donde cuida la finca de los señores Beaumont para que esté en condiciones cuando vayan a pasar el fin de semana. Vigila la casa, cuida el jardín y el estanque, mantiene limpias las instalaciones, arregla los desperfectos ocasionales y da de comer a dos perros bóxer que madame Beaumont mima hasta rozar lo intolerable para una conciencia obrera como la suya; por eso algún día los deja en ayunas y les da la comida a los chuchos callejeros que pululan por los alrededores, en un acto repentino de justicia de clase. A decir verdad, el trabajo es una sinecura: escaso, bien pagado y con alojamiento incluido en una caseta que hay junto al estanque. Por eso Pablo sube todas las semanas, y seguirá subiendo hasta que encuentre algo mejor para completar el raquítico sueldo que le paga el viejo Faure.

Toma el tren en la Estación del Norte, pasa por Amiens y llega a Lille, donde le despierta el revisor, pues se ha quedado profundamente dormido; desde allí aún debe tomar otro convoy que lo lleve a Valenciennes y luego caminar veinte minutos hasta la finca de los señores Beaumont. Los días en el campo transcurren sin mayores sobresaltos y Pablo aprovecha los ratos libres para leer y pasear, o para bajar al pueblo a tomar unos vinos. A veces se sorprende sonriendo sin motivo, lo cual achaca a la feliz aparición de Robinsón en París; otras, sin embargo, se descubre con el ceño fruncido, y de esto también acaba culpando a su amigo de infancia: más concretamente, a la conversación que mantuvo con él en el Point du Jour el domingo por la tarde. Los tambores de la acción han vuelto a sonar a su lado, y no sabe si sumarse a la orquesta o salir corriendo antes de que sea demasiado tarde.

Cuando el viernes a mediodía llega de nuevo a París, va directo a la imprenta. Allí se encuentra a monsieur Faure, más enrojecido y vehemente que nunca, recibiéndole a gritos, según su costumbre:

—¡Dios mío de mi vida! ¡Llevo esperándole toda la mañana! ¿Se puede saber dónde se había metido?

—Pero, monsieur Faure, mi hora de entrada es a las dos de la tarde y no es ni siquiera la una…

La Fiera abre los ojos hasta sacarlos casi de sus órbitas y empieza a hincharse como un globo, pasando del rosa al rojo y luego al morado en cuestión de segundos. Finalmente, suelta un gruñido y va desinflándose poco a poco.

—Está bien —dice atusándose las guías del mostacho, ya grasientas de tanto manoseo—, entonces vayamos al Point du Jour, que le invito a una copa mientras hablamos.

Y allí le cuenta el nuevo encargo que tiene para la imprenta, lo del panfleto contra la dictadura española, la revista trilingüe y la enciclopedia anarquista. Pablo simula no saber nada del asunto y escucha con atención, intercalando de vez en cuando alguna pregunta o sugerencia.

—Escúcheme bien, Martín. El panfleto hay que publicarlo inmediatamente, y no me vale la excusa de la Minerva, porque ya está arreglada. Así que mire de tenerlo listo para el lunes, que sólo son ocho páginas, hombre; y si no, lo termina el próximo viernes en cuanto llegue.

La revista y la enciclopedia no corren tanta prisa, le explica, son proyectos a medio y largo plazo, por lo que tampoco significarán demasiada carga extra de trabajo para Pablo. Aunque, por si acaso, el viejo anarquista le pregunta si estaría dispuesto a trabajar también los viernes por la mañana.

—Pero, monsieur Faure, si la imprenta está hasta los topes los viernes por la mañana.

—Vaya, es verdad. ¿Y los lunes?

—No sé, tendría que consultarlo. Mire, mejor lo dejamos de momento como está, y ya veremos más adelante. Julián está haciendo grandes progresos, tal vez entre los dos podamos ocuparnos de todo. Claro que lo ideal sería renovar la maquinaria; si pudiéramos invertir en una Roto-Calco, que llega a imprimir casi dos mil pliegos por hora…

—¡Por encima de mi cadáver! —grita Sébastien Faure volviendo a encolerizarse—. ¿Aún no ha entendido usted que esto es una imprenta y no una fábrica de chorizos de esas que tienen en su país? Ándese con cuidado, Martín, no me busque las cosquillas.

Y sale del bar sin pagar las copas.

Por la noche, al cerrar la imprenta, aparece Robinsón arrastrando la vieja Clément Luxe de Pablo, con una sonrisa de oreja a oreja y el bombín más ladeado que de costumbre. Eso es lo bueno que tiene Robinsón, que no pierde la sonrisa por ningún motivo, se nota que pase lo que pase él siempre está en comunión con la naturaleza.

—Me he tomado la libertad de usar estos días tu velocípedo —dice el vegetariano a modo de saludo y mascando con cierto recochineo la última palabra.

—Bien que has hecho —responde Pablo—, pero hoy me apetece volver a casa dando un paseo, si no te importa.

—En absoluto.

Y Kropotkin lo agradece moviendo el rabo, en clara sintonía con el espíritu de su amo. Durante el camino, mientras arrastra la bicicleta, Robinsón le cuenta a su amigo de infancia lo que ha estado haciendo estos últimos días en París.

—He sido elegido para reclutar gente dispuesta a hacer la revolución. Obreros, sindicalistas, anarquistas, comunistas si hace falta; en fin, cualquier inmigrante español con el coraje necesario para dejarlo todo y coger las armas.

—Vaya, parece que los del Comité han acabado rindiéndose a tus dotes mesiánicas —ironiza Pablo—. ¿Y has conseguido engañar a alguno?

—A unos cuantos, sí.

—¿Y qué les dices?

—«Hermanos —empieza a recitar Robinsón impostando la voz como lo haría un actor de teatro—, ha llegado la hora de derrotar a la dictadura. En España han clausurado los sindicatos y las asociaciones obreras, nuestros presos abarrotan las cárceles. No podemos cerrar los ojos. La revolución es la única alternativa. Estamos preparando una insurrección en la frontera que anime al resto del país a sublevarse. Cuando logremos entrar en España, el pueblo se unirá a nosotros y un gobierno de extrema izquierda tomará el poder. A aquellos que decidáis alistaros, se os proporcionará algo de dinero y el billete del tren; las armas se os entregarán en la frontera, para evitar que puedan ser confiscadas por la policía francesa durante el trayecto…».

—No me creo que hayas tenido éxito con un discurso tan chapucero —le interrumpe Pablo.

Y aunque Robinsón da la callada por respuesta, lo cierto es que metido en su papel de flautista de Hamelín ha conseguido ya varias decenas de adeptos, muchos de ellos en la fábrica de coches Renault en la que trabaja Durruti, donde ha tenido gran predicación entre los obreros más descontentos por su situación en Francia. También en los locales sindicales se han mostrado proclives a secundar la intentona y ha habido numerosas adhesiones, así como en la Casa Comunal y en los alrededores de la Bolsa de Trabajo. Incluso en el local del Grupo Lírico Teatral Español consiguió anoche captar a algunos voluntarios al acabar la función, con la inestimable ayuda de Felipe Sandoval, un miembro del Comité que siempre anda por allí y que se subió al escenario para arengar a los presentes y asegurarles que la revolución traerá la amnistía para los presos y para los prófugos, para los desertores y para todos aquellos que han tenido que huir de España intentando salvar el pellejo. Su apasionada intervención terminó con los asistentes gritando a coro «¡Viva la revolución!». Además, Robinsón tiene pensado recorrer la semana que viene los barrios en los que se concentra el mayor número de exiliados españoles, como Saint-Denis o Ménilmontant, y los bares y cafés con mayor afluencia de anarquistas y sindicalistas, como el café Floréal de la avenue Parmentier, o los de la avenue Gambetta y la rue de Bretagne.

—Por cierto —dice Robinsón, como quien no quiere la cosa—, en el Point du Jour también ha habido gente interesada, y por un momento he tenido la impresión de que tu amigo argentino me iba a decir que él también se apuntaba.

Pablo no dice nada, pero algo se le remueve en el estómago.

—Y ya que voy a comer cada día al restaurante vegetariano de la rue Mathis, también he conseguido remover allí las conciencias de dos o tres parroquianos españoles. Hay un gallego que está bastante convencido de querer alistarse, un tipo con pinta de intelectual que da conferencias en esperanto sobre el naturismo y el amor libre. Supongo que por eso le llaman «el Maestro». En fin, podrías venir a comer conmigo un día de éstos y te lo presento.

Pero el trabajo de reclutamiento que le han encomendado a Robinsón es sólo una pieza más del conglomerado de actividades que forman parte del plan revolucionario. Como le explica a Pablo mientras enfilan el Faubourg du Temple, el grupo funciona de manera asamblearia, aunque en la práctica los principales ideólogos de la operación son Buenaventura Durruti y Francisco Ascaso. Los dos hombres se complementan perfectamente: Durruti es el hombre de acción, el líder carismático que sabe enardecer a las masas con su ímpetu y sus palabras; Ascaso pone la reflexión y el cálculo, la frialdad y la estrategia. Ambos tienen una idea parecida de lo que deben ser la revolución y la lucha anarquista; una idea bastante alejada, por cierto, de la que tiene Robinsón, que cuando alguien le pregunta qué es el anarquismo responde: «¿El anarquismo? Es la doctrina del amor universal». Y se queda tan ancho.

Aparte de Robinsón como responsable del reclutamiento, Durruti y Ascaso han nombrado a diferentes personas de confianza para las tareas más específicas. Como responsable de la financiación ha sido elegido Pedro Massoni, hombre con buenos contactos, acostumbrado a trabajar con números y dinero desde que los esbirros de Bravo Portillo lo dejaron tuerto y renqueante en la Barcelona de 1919. Su primera iniciativa ha sido organizar una colecta interna para comprar armas: treinta francos por cabeza, que podrán recuperarse con la venta de unos sellos «pro liberación de España» destinados a los simpatizantes de la causa.

Miguel García Vivancos, uno de los miembros de Los Solidarios que participó en el asalto al Banco de Gijón, es el hombre encargado de conseguir las armas, para lo cual tiene tres frentes abiertos: por un lado, los bolcheviques rusos instalados en Francia, siempre dispuestos a proporcionar material de primera calidad a los camaradas comunistas, pero más reticentes a negociar con los anarquistas; por otro, los traficantes de armas de la guerra de Marruecos, aunque éstos ya tienen el negocio asegurado y son poco proclives a tratar con exiliados españoles que lo que pretenden es precisamente derrocar al régimen que les está dando pingües beneficios; por último, y ésta parece ser la vía más económica y factible, están los pequeños grupos de contrabandistas franceses que se dedican a rastrear los antiguos campos de batalla de la Gran Guerra, con el objetivo de localizar arsenales abandonados y comerciar con las armas que encuentran en buen estado.

Ramón Recasens (también conocido como Bonaparte, ya que algo tiene de Napoleón, con su corta estatura y su afición a la estrategia militar) y Luis Naveira (un tipo apuesto que era enfermero o practicante en Santiago de Compostela y al que llaman «el Portugués», aunque es gallego) son los encargados de confeccionar las cédulas y pasaportes falsos para los miembros del Grupo de los Treinta, pues muchos de ellos están fichados por la policía y podrían poner en peligro la expedición si viajaran con sus nombres reales.

Gregorio Jover, apodado «el Chino», otro antiguo miembro de Los Solidarios que se escapó hace unos meses de una comisaría barcelonesa saltando por la ventana, ha sido designado delegado del Comité y se ocupa de las comunicaciones con los diferentes grupos comprometidos en el movimiento, tanto los del sur de Francia, que tienen la misión de conseguir nuevos adeptos que se unirán a los grupos procedentes de París, como los del interior de España, con los que resulta más difícil y peligroso ponerse en contacto.

Por último, Mariano Pérez Jordán, alias «Teixidó», el hombre de la voz rasposa y aficionado al rapé, ha sido elegido como responsable de propaganda, de ahí que asaltara a Pablo la otra noche tras el mitin de Blasco Ibáñez, pues la publicación de las octavillas es una de sus principales misiones. Para el resto de actividades no hay un encargado específico, se distribuyen sobre la marcha.

—¿Y cuál es el plan de la expedición? —pregunta Pablo mientras cruzan la place de la République.

—Luego te lo cuento —susurra Robinsón al ver que aparecen varios gendarmes por una de las bocacalles.

Pero nosotros podemos anticiparnos unos minutos mientras los dos amigos caminan en silencio por las intrincadas calles del tercer distrito. La idea es que partan de París dos grandes grupos hacia la frontera, uno en dirección al Pirineo Occidental y el otro al Oriental. El primero se concentrará en San Juan de Luz hasta que llegue la orden de liberar España, atacando los puestos fronterizos y tomando Irún, para llegar finalmente a San Sebastián, donde algunos sectores del Ejército parecen estar dispuestos a sublevarse; el segundo se instalará en Perpiñán, para desde allí cruzar por Portbou, dirigirse hacia Figueras a liberar a los compañeros presos en el penal y avanzar luego hasta Barcelona, donde deberá producirse el alzamiento definitivo con la ayuda de los movimientos sociales y de los militares sublevados en el cuartel de Atarazanas. Para que el plan sea efectivo, las dos expediciones tienen que estar perfectamente coordinadas, tanto entre ellas como con los movimientos revolucionarios del interior, cuya misión es atacar los cuarteles y levantar barricadas, poniendo en serios aprietos a las fuerzas de seguridad e incitando al resto de la población civil a rebelarse contra la dictadura, con el beneplácito de las fuerzas armadas más progresistas y de los políticos de tendencia liberal. Según algunos rumores, también es posible que por el oeste y el sur de la Península entren al mismo tiempo otros grupos revolucionarios, formados tanto por exiliados españoles en Portugal, Argelia y Latinoamérica como por algunas facciones rebeldes del ejército que está combatiendo en Marruecos, hartas de una guerra que consideran absurda e innecesaria. Por supuesto, Durruti y Ascaso son conscientes de que el éxito de la operación depende de que la revolución estalle de forma simultánea en todo el país, como si de una olla al fuego se tratara, en la que todas las gotas de agua deben entrar en ebullición al mismo tiempo.

Esto es más o menos lo que le cuenta Robinsón a Pablo cuando llegan a la rue Saint-Denis y se sientan en el portal a compartir un cigarrillo, antes de subir a casa.

—Entonces, Pablito, ¿cuándo vas a decidirte? —le pregunta tras un incómodo silencio.

—¿Cuándo voy a decidirme a qué?

—Ya sabes, a colaborar con nosotros.

—No sé, si el viejo Faure se niega poco podemos hacer. Estáis locos si creéis que yo voy a ser capaz de convencerle.

—No queremos que le convenzas, sino que imprimas las octavillas sin que se dé cuenta.

—Eso es imposible.

—¿Por qué?

—Porque el viejo no es tonto. ¿De cuántos ejemplares estamos hablando? ¿De cientos, de miles?

—Más bien de miles.

—Pues tú dirás. No puedo hacer desaparecer miles de hojas de papel sin que se dé cuenta. Además, llevan el membrete de la imprenta, acabaría enterándose aunque las repartieseis todas en España.

—¿Y si te traemos nosotros el papel?

Pablo da la última calada al cigarrillo y lo lanza hacia la otra acera, catapultándolo con la ayuda de los dedos pulgar y corazón. Kropotkin se lanza a buscarlo creyendo que es un juego.

—No, si al final conseguirás convencerme.

Y los dos amigos suben a acostarse, sumidos cada uno en sus propios pensamientos.

Tanto el sábado como el domingo, Pablo se levanta a primera hora de la mañana y va en bici a la imprenta. Se pasa el día entero trabajando a destajo, pues además de corregir, maquetar e imprimir el material que le han dejado durante la semana los diferentes redactores del semanario Ex-ilio, tiene que hacer lo propio con las ocho páginas del folleto editado por el Grupo Internacional de Ediciones Anarquistas, España: un año de dictadura, escrito por Durruti y el mayor de los hermanos Orobón, Valeriano, quien a pesar de su juventud destaca ya como escritor y traductor (suya será precisamente la adaptación al castellano de A las barricadas). Es tal la cantidad de trabajo, que Pablo ha tenido que inventarse una artimaña para incentivar al perezoso Julianín: el chaval cobra cinco céntimos por cada errata que encuentra en las galeradas; eso sí, por cada una que se le escapa, debe abonar diez. El beneficio suele ser, ante la frustración del pobre aprendiz, misérrimo, cuando no directamente negativo, pero al menos Pablo consigue tenerlo motivado y trabajando.

Tras la dura jornada, el cajista vuelve a su guarida y se fuma un cigarrillo con Robinsón antes de irse a la cama. Por su parte, el vegetariano aprovecha el intenso horario de Pablo para dormir un poco más en el colchón cuando su amigo se va a la imprenta, momento en que abre la puerta de la buhardilla y deja entrar a Kropotkin, que se desliza entre las sábanas, el muy señorito, como viniendo a confirmar lo que dijo el inglés que se lo regaló a Robinsón: «Take care of him, boy, que este dog es descendiente del último teckel que tuvo the queen Victoria». Pero tanto abolengo no le sirve para dejar las sábanas libres de pelos y Pablo acaba dándose cuenta, aunque no diga nada. Robinsón aprovecha también el fin de semana para reunirse en el local de la Librería Internacional con los compañeros anarquistas del Comité y ponerles al corriente de sus avances en materia de captación de revolucionarios. Se decide que una vez esté listo el folleto, Robinsón se encargará de su distribución en París, aprovechando precisamente el trabajo de captación, para el cual el panfleto será sin duda un buen complemento.

El lunes por la mañana, día 13 de octubre, España: un año de dictadura ya circula de mano en mano por la Ciudad de la Luz, mientras Pablo duerme en el tren camino de Marly, tras un fin de semana agotador que terminó el domingo al filo de la medianoche.