(1896)
No pudo. Por muchos viajes en tren que hiciera después, Pablo no pudo olvidar nunca aquel primer trayecto entre Baracaldo y Madrid. Ni el asfixiante calor, ni el humo del tabaco que invadía los vagones, ni mucho menos el terrible olor a pies que tanto parecía molestar a su padre consiguieron minar la fascinación que le produjo aquel primer viaje. Con la nariz pegada al cristal de la ventana vio pasar, a velocidad de vértigo, árboles, casas y vacas, granjas, cerros y postes de telégrafos, labradores con caras surcadas por mil arrugas y niños que corrían junto al tren saludando con la mano a los pasajeros. Y todo ello amenizado por la incontenible verborrea de uno de los compañeros de compartimento, un guardabarreras ya jubilado que ponía banda sonora a la escena contando las historias más extraordinarias, llenas de cifras y datos desorbitados:
—El peso neto de un vagón —explicaba a sus pacientes compañeros de compartimento con la emoción de quien cuenta la vida de un famoso bandolero— es de treinta y seis toneladas, ¡y eso cuando está vacío! Tiene una longitud de dieciocho metros y una altura de tres y medio. Lo fabrican con piezas de caoba, encina y roble, y está cubierto con una tablazón de teak, una madera que viene del norte de Europa y es inmune a los cambios atmosféricos…
—¿Y es verdad que el último vagón es el menos peligroso? —le interrumpió Pablo ante la mirada incrédula de Julián, sorprendido por la inusitada locuacidad de su hijo.
—¿Y a ti quién te ha dicho eso, mozalbete?
—Mi padre.
—Pues tiene toda la razón del mundo tu señor padre. ¿O acaso crees que un guardabarreras como yo iba a viajar en tercera si no fuera porque es el vagón de cola?
En Miranda de Ebro y en Ávila cambiaron de locomotora, y Pablo pudo observar con los ojos bien abiertos cómo los operarios llevaban a cabo el proceso de desensamblaje y ensamblaje de los vagones. Aunque lo que más le excitó en aquel primer viaje fue escuchar la poderosa orden del jefe de estación, que al agotarse el tiempo de cada parada gritaba a pleno pulmón aquello de «¡Viajeros al tren!», y la turba de pasajeros se apresuraba a subir a los vagones, no se fueran a quedar en tierra viendo alejarse el convoy con todos sus bártulos dentro.
Pero si el trayecto estuvo lleno de emociones y descubrimientos, lo mejor les aguardaba al llegar el tren a su destino: empezaba a anochecer cuando se detuvo en la Estación del Norte de Madrid, tomada en aquellos momentos por una multitud que iba de un lado a otro como hormigas en un hormiguero pisoteado. Pablo no había visto nunca a tanta gente junta y tan diversa. Hombres con levita y sombrero de copa se mezclaban con viejas amojamadas que pedían limosna y con muchachos que gritaban las cabeceras de los diarios vespertinos o vendían almohadas de viaje a los pasajeros que subían a los trenes. El exterior de la estación era también un hervidero, en el que sobresalían por encima del cúmulo de voces los gritos de los cocheros de punto o simones, como se los conocía popularmente en Madrid en homenaje al que fuera el padre del invento. Cuando Julián y Pablo salieron de la estación arrastrando la maleta, dos de ellos se disputaban a mamporrazo limpio a los clientes que podían pagarse el lujo de tomar un coche de alquiler. Uno chorreaba sangre por la nariz y el otro intentaba recomponerse el maltrecho bisoñé de estopa con el que pretendía disimular su indisimulable calvicie.
Los Martín se alejaron de allí como quien huye de la peste, subieron a un tranvía y atravesaron la ciudad hasta el llamado barrio de las Injurias, junto al río Manzanares, para hospedarse en una humilde pensión que les habían recomendado en Baracaldo. Compartieron una cama de hierros quejicosos y colchón enmohecido, y se quedaron profundamente dormidos bajo la atenta mirada de una reproducción del Santo Cristo de Lepanto que colgaba algo torcida sobre la cabecera del lecho. A la mañana siguiente se levantaron temprano, con las seis campanadas de una iglesia cercana, y desayunaron en la propia posada junto a otros huéspedes madrugadores y silenciosos, más preocupados por evitar que las cucarachas se subieran a sus mesas que por entablar conversación con los demás comensales. Para ser un hostal de mala muerte, no está mal el desayuno, pensó Julián mientras mojaba en el café con leche unas curiosas rosquillas llamadas tontas, según anunció la posadera al servirles el refrigerio.
El examen de oposición para el Cuerpo de Inspectores de Primera Enseñanza iba a tener lugar en el número 80 de la calle de San Bernardo, en el edificio de la Escuela Normal Central, y hacia allí se dirigieron padre e hijo: Julián, repasando de memoria la lista de los reyes godos, en un intento vano de calmar los nervios; Pablo, boquiabierto y acongojado ante la grandeza de una ciudad de más de medio millón de habitantes. Al salir de la hospedería, tomaron la calle de Toledo, dejaron atrás la puerta de igual nombre y llegaron hasta la Colegiata de San Isidro, a cuya entrada se agolpaba la muchedumbre, a pesar de los intentos del párroco por conseguir que la gente hiciese cola de manera ordenada. Padre e hijo se detuvieron a una distancia prudencial, observando la escena con curiosidad.
—¿Qué pasa? —preguntó Pablo.
—No lo sé, hijo —respondió Julián, sorprendido también por la efervescencia religiosa de los madrileños.
—Es por el santo —dijo una voz a sus espaldas.
Al volverse, los Martín se toparon de bruces con un borriquillo cubierto de rosas, claveles y geranios. A su lado, sujetándolo por el ronzal, un vendedor de flores sonreía afablemente.
—Ahí dentro está san Isidro —continuó explicando—, y a las siete abre la colegiata para que los fieles puedan venerarlo. ¿Un clavel para el ojal, caballero?
—No, no, muchas gracias —respondió Julián y, cogiendo con fuerza de la mano a su hijo, tomó rumbo a la plaza de la Constitución, que aún tardaría un tiempo en hacerse Mayor.
Bordearon la plaza por la cava de San Miguel y llegaron poco después a la plaza de Santo Domingo, justo donde empieza la calle de San Bernardo, demostrando que se puede cruzar Madrid saltando de santo en santo. Eran las siete y media de la mañana y había mercado.
—Escúchame bien, Pablo —le dijo Julián agarrándolo por los hombros—. Esto no es Baracaldo. Esto es Madrid, la Villa y Corte. Así que ándate con cuidado. No hables con desconocidos, no te alejes demasiado, pon atención a los coches y a los caballos. Y si te pasa cualquier cosa, me vienes a buscar al número 80 de la calle San Bernardo, que es esa que empieza ahí. No sé cuánto tardaré, pero tú espérame en la plaza. Y si ves que tardo y te entra hambre, te compras una fruta en el mercado. Ten —dijo dándole un real—. Guárdalo bien. Y deséame suerte, hijo.
—Suerte, papá —musitó Pablo obedientemente, mientras su padre se ajustaba el sombrero de fieltro y ponía rumbo a la Escuela Normal Central.
Los tenderetes del mercado estaban a rebosar a aquellas primeras horas de la mañana, y si Pablo hubiese recuperado por un instante el olfato, se habría mareado con la mezcla de olores que desprendía la plaza. Sobre todo le habría llegado el perfume de las rosas, los jazmines y las gardenias, pues aquello había sido desde la Guerra de la Independencia un mercado de flores. Pero como el cercano mercado de San Miguel se había quedado pequeño, los que no cabían allí habían instalado aquí sus puestos, así que también habría podido notar el dulce aroma de las fresas, el desagradable hedor de las sardinas o el agrio olor del cuero recién curtido. Al principio, Pablo se quedó sentado a un lado de la plaza, viendo cómo los tenderos más remolones acababan de colocar sus mercancías. Luego se levantó y empezó a caminar distraídamente entre la gente, dejándose llevar por la curiosidad. En el puesto de la carne, el carnicero elogiaba el color de sus filetes. En el puesto de verduras, el verdulero ensalzaba el sabor de sus tomates. En el puesto de los pollos, la pollera celebraba la frescura de sus huevos. Y en el puesto de las telas, el tendero le decía a una clienta:
—No, señora. No es la manta la que la calienta a usted, ¡sino usted la que calienta la manta! Por eso lo importante no es que la lana sea gruesa, sino que tenga el punto cerrado, para que no se escape el calor… Además, señora, ¡que el verano está a la vuelta de la esquina, por Dios!
Pablo continuó dando la vuelta a la plaza, y lo que vio al otro lado lo dejó aún más sorprendido. En un pequeño recodo se concentraban, sin orden ni concierto, los que no habían conseguido un puesto en la plaza. Por un lado, los matuteros que vendían productos sin pagar impuestos. Por otro, las gitanas que ofrecían romero contra el mal de ojo, echaban las cartas o predecían el futuro leyendo las entrañas de los animales muertos. También estaban allí los vendedores ambulantes de altramuces y golosinas, dispuestos a llenar de caries las bocas de los niños. Y tampoco faltaban los charlatanes que improvisaban un estrado subiéndose a una caja de frutas y vendían los productos más peregrinos: crecepelos milagrosos, pociones curalotodo, afeites blanqueadores o talismanes contra las tricomonas. Aunque, de todos ellos, el que más llamaba la atención era un hombre impecablemente vestido, con chistera y polainas. Tal vez fuera por su voz de pito, o por su acento extranjero, o porque estaba algo más separado del resto y había conseguido reunir a su alrededor a un pequeño grupo de curiosos, pero Pablo se sintió atraído y fue acercándose hasta él.
—¡Cinematógrafo Lumière, cinematógrafo Lumière! —voceaba el hombre con inconfundible acento gabacho—. Por primera vez en España, el magnífico, el increíble, el extraordinario invento de los hermanos Lumière: ¡la fotografía animada, la vida misma! ¿Serán capaces de perdérselo, damas y caballeros?
Intrigado por sus palabras, Pablo se mezcló entre el puñado de ociosos que le escuchaban.
—Olvídense de una vez por todas de dioramas, cicloramas, cosmoramas, kinetoscopios y linternas mágicas —continuaba desgañitándose el hombre—, y no se dejen engañar por el animatógrafo ese del Circo Parish, ¡el invento de los hermanos Lumière es algo completamente revolucionario!
Un perro se acercó a husmear sus polainas y recibió a cambio una patada en los morros.
—Compren ahora sus boletos, señoras y señores, porque mañana saldrá en todos los periódicos… ¡y para entonces tal vez sea demasiado tarde! Esta noche tendrá lugar la primera proyección en el Hotel Rusia, para la prensa, las autoridades y los invitados especiales. Pero a partir de mañana, de diez a doce, de tres a siete y de nueve a once de la noche, a cuatro pasos de aquí, en el número 34 de la carrera de San Jerónimo, podrán ver lo nunca visto, lo nunca pensado, lo nunca imaginado. ¡Y todo por sólo una peseta!
Al escuchar el precio, los curiosos se fueron dispersando. Todos menos uno: un chaval de seis años llamado Pablo.
—Los niños pagan la mitad —farfulló el hombre con desánimo, viendo desaparecer a la clientela.
Pablo se metió instintivamente la mano en el bolsillo del pantalón y notó el frío metal de una moneda. El hombre de la chistera bajó de la caja y se sentó sobre ella, mientras el bullicio de la plaza iba en aumento. Si una peseta son cuatro reales, media peseta serán dos reales, se dijo Pablo para sus adentros, demostrando que tener un padre maestro servía para algo. Así que aún le faltaba otro real para poder comprar la entrada. Y con el mismo desánimo que el emisario de los Lumière, se dio media vuelta con el rabo entre las piernas.
—Eh, chico, ¿adónde vas? —oyó que alguien decía a sus espaldas. Al volverse, vio que era el hombre del sombrero de copa—. ¿Eres mudo o qué?
Pablo negó con la cabeza.
—No me digas que no te gustaría asistir a una proyección del cinematógrafo Lumière —le tanteó con voz meliflua.
Pablo asintió con la cabeza.
—¡Pues dile a tu padre que te dé media peseta! —bramó el francés. Y, aclarándose la garganta, volvió a subirse a la caja y a entonar su melopea con fuerzas renovadas—. ¡Cinematógrafo Lumière, cinematógrafo Lumière! Por primera vez en España, el magnífico, el increíble, el extraordinario invento de los hermanos Lumière…
De la calle de Leganitos llegaba una alegre música y Pablo se dirigió hacia allí, con la palabra «cinematógrafo» retumbándole en los oídos. Tras caminar un centenar de metros, descubrió el origen de aquella melodía: un trío de zíngaros hacía bailar a una cabra sobre una silla de madera. El del medio, alto y delgado, tocaba el acordeón y sonreía sin pudor mostrando el único diente que poblaba su boca; los otros dos, bajitos pero igual de enjutos, tocaban la flauta y el violín. La gente pasaba de largo, sin prestarles demasiada atención, aunque de vez en cuando se oía el tintineo de algún céntimo cayendo en la caja de las limosnas. Pablo se sentó en un banco que había frente a ellos y se quedó dormido al son de la música. Cuando despertó, el sol estaba ya en lo alto y el trío de zíngaros había sido sustituido por un viejo jorobado que bebía vino tinto. Quiso volver a la plaza del mercado, pero tomó la dirección contraria y avanzó por la calle de Leganitos hasta desembocar en una gran explanada, donde un enorme edificio en construcción parecía querer arañar los cielos. Completamente desorientado, intentó dar marcha atrás, pero acabó perdido en la intrincada madeja de calles madrileñas. Al verse perdido, empezó a correr de un lado para otro, hasta que se dejó caer bajo unos soportales y se puso a llorar en silencio, con la cabeza entre las rodillas. No habrían pasado ni cinco minutos cuando llegó a sus oídos el rebuzno de un borriquillo. Levantó los ojos y vio pasar por el centro de la calzada al mismo vendedor de flores de aquella mañana. El hombre intentaba arrastrar al burro, que liberado ya de la carga de rosas, claveles y geranios pretendía tomarse un merecido descanso.
—¡Vamos, bestia inmunda! —gritaba tirando del ronzal—. Ya descansarás cuando lleguemos a la plaza…
Pablo se levantó y, guiado por un presentimiento, tomó el mismo camino que el terco borriquillo y su desesperado dueño. Y al cabo de cinco minutos estaba en la plaza de Santo Domingo. Los tenderos recogían la mercancía sobrante o saldaban los alimentos que no aguantarían hasta el día siguiente, mientras moscas, gatos y perros se preparaban para abalanzarse sobre los desechos. El hombre del burro se acercó a los puestos de flores y negoció el precio de las últimas existencias. Pablo se sentó en el mismo sitio en que lo había dejado su padre por la mañana y se dispuso a esperarlo. Lo vio aparecer poco después por la calle de San Bernardo, saludando con el sombrero y sonriendo abiertamente.
—Primera prueba superada —exclamó Julián dándole un beso en la frente—. ¿Has gastado el real que te di?
Pablo asintió con la cabeza, mintiéndole a su padre por primera vez en la vida.
—Bueno, da igual, vayamos a comer, que tengo un hambre de lobos.
A la mañana siguiente, víspera de San Isidro, los Martín repitieron programa. La tarde anterior habían paseado por los alrededores de la plaza de la Constitución y habían regresado a la pensión felizmente exhaustos. Cenaron un caldo que les templó el estómago y se acostaron en la cama de hierros quejicosos, donde el Cristo de Lepanto volvió a darles las buenas noches. Las mismas campanas les despertaron a las seis de la mañana, desayunaron el mismo café con leche y las mismas rosquillas tontas, y volvieron a subir la calle de Toledo hasta encontrar a los mismos feligreses dándose empellones para venerar a san Isidro. Y, por fin, en la plaza de Santo Domingo, Julián volvió a sermonear a su hijo y le dio de nuevo un real por si le entraba el hambre. Se ajustó el sombrero de fieltro y dejó a Pablo en el mismo lugar que el día anterior, mientras subía la calle de San Bernardo dispuesto a conseguir un puesto de inspector de provincias.
Esta vez, sin embargo, no había mercado y la plaza estaba desangelada a aquellas horas de la mañana. Ni siquiera se habían acercado los matuteros, ni las gitanas con sus ramitas de romero, ni los vendedores de crecepelos. Pero al que más echó en falta Pablo fue al francés de la chistera que anunciaba el cinematógrafo Lumière. La tarde anterior, mientras su padre le mostraba las mil maravillas de la Villa y Corte, Pablo no había dejado de pensar en lo impensable, de imaginar lo inimaginable, de ver en su imaginación lo nunca visto: la fotografía en movimiento. Varios meses atrás había asistido a un espectáculo de linterna mágica en una barraca de feria en Bilbao y todavía persistían en su memoria las enormes imágenes proyectadas y comentadas por el maestro de ceremonias, acompañadas de una música festiva que parecía ponerlas en movimiento. ¡Pero el cinematógrafo Lumière prometía ser algo realmente extraordinario! La propia palabra lo tenía subyugado, y mientras recorría con la vista la plaza de Santo Domingo buscando al vendedor de ilusiones, sus labios no podían dejar de pronunciar aquella palabra extraña y maravillosa: «ci-ne-ma-tó-gra-fo».
Una hora después, Pablo había perdido la esperanza de ver llegar al hombre del sombrero de copa. Los dos reales le quemaban en el bolsillo y no recordaba ni por asomo el nombre de la calle donde tenían lugar las proyecciones. Fue entonces cuando vio que un voceador de diarios atravesaba la plaza al grito de:
—¡La Época! ¡Compren La Época y lean las noticias del día por sólo quince céntimos!
Y como un eco lejano, Pablo recordó estas palabras: Compren ahora sus localidades, señoras y señores, porque mañana saldrá en todos los periódicos y tal vez sea demasiado tarde… Así que se levantó y se acercó con paso decidido al chico de los diarios, que ya abandonaba la plaza. No tendría más de doce años, pero era alto y fornido, de piel agitanada. Cuando le dio alcance, Pablo se puso a su lado y caminó varios metros junto a él.
—Bueno, ¿y a ti qué te pasa? —dijo el chico al darse cuenta de su presencia—. Anda, lárgate, que esto son cosas de mayores.
—¿Dice algo del cinematógrafo? —fue la respuesta de Pablo.
—¿Qué? —respondió el vendedor de periódicos, sorprendido por la pregunta.
—Que si dice algo del cinematógrafo.
—¡Toma, pues claro! ¡La Época lo explica todo!
Y dejando la carga en el suelo, el chaval cogió uno de los ejemplares. En portada aparecía un artículo del escritor Miguel de Unamuno, con un curioso título en inglés, «The last hero», pero como ni el uno ni el otro sabían aún quién era Unamuno, siguieron recorriendo las columnas del diario. Por fin, en la tercera página, bajo el rótulo de «Diversiones públicas», encontraron la información que Pablo andaba buscando.
—Mira, aquí está, para que te enteres —dijo el joven voceador con indisimulado orgullo. Y se puso a leer la noticia—: «Desde anoche cuenta Madrid con un espectáculo de tanta novedad como atractivo. El cinematógrafo, o sea, la fotografía animada, es verdaderamente notable, y constituye uno de los adelantos más maravillosos alcanzados por la ciencia en el siglo actual. La exhibición de cuadros y vistas panorámicas se hace en un espacioso local de la carrera de San Jerónimo, en el número 34, que anoche estuvo muy concurrido por las muchas y distinguidas personas invitadas a la inauguración…».
Pablo grabó en su memoria aquellos datos, mientras escuchaba con la boca abierta al chico de los periódicos, que continuaba su lectura:
—«… la proyección de la fotografía animada sobre un telón blanco no puede hacerse con más perfección, estando reproducidos todos los movimientos de personas y objetos que atraviesan la escena. El programa, repetido varias veces ayer, contiene diez números, de los que son dignos de mención especial la llegada de un tren a la estación, un paseo por el mar, la avenida de los Campos Elíseos, el concurso hípico de Lyon y la demolición de un muro. El público podrá admirar desde hoy este espectáculo de 10 a 12 de la mañana, de 3 a 7 de la tarde y de 9 a 11 de la noche». ¿Ves como La Época lo cuenta todo?
Pablo se metió la mano en el bolsillo y oyó el canto de sirena que hacían al entrechocar los dos reales.
—¿Y dónde está la carrera esa de San Jerónimo? —se atrevió a preguntar.
—No lejos de aquí, cerca de la redacción de La Época. Yo voy para allá, ¿quieres que te lleve?
Pablo asintió temerariamente, mientras memorizaba el nombre de la plaza donde lo había dejado su padre.
—¿No estarás pensando en ir a ver el cinematógrafo? —preguntó el chaval recogiendo los periódicos.
Y Pablo respondió que sí con la cabeza.