TÚ, pueblo, que te matan trabajando en los talleres, en el campo, en las minas y en la guerra, hazte justicia. No soportes más la tiranía de los sayones que te oprimen. Rebélate ya. Una vida no vale nada y menos cuando está predestinada a vegetar y no sentir más que placeres animales. Álzate, que bastará un gesto tuyo para hacer correr, despavoridos, a los que parecen valientes y fanfarrones. Los militares son cobardes como todo el que necesita ir armado para vivir.
España: un año de dictadura, manifiesto publicado por el Grupo Internacional de Ediciones Anarquistas.
Han pasado ya seis años entre aquella despedida en la estación de Austerlitz y esta tarde de principios de octubre de 1924 en la que Roberto, a quien todos llaman Robinsón, cruza el umbral de la puerta de la imprenta en la que trabaja Pablo, cojeando ligeramente por una poliomielitis infantil y luciendo las melenas rubicundas y las largas barbas que hacen honor a su apodo. Lleva puesto el mismo traje de siempre, remendado y con coderas, los puños de la camisa pintados con tiza y un sombrero hongo que algunos creen cosido a su cabellera, pues no se lo quita ni para entrar en las iglesias, a las que no va a comulgar, como podría pensarse, sino a tomar el fresco y a echar alguna que otra siestecita. El bombín es parte integrante de la fisonomía de Robinsón, que cuenta sin problemas a quien quiera escucharle el origen de su pasión por un sombrero más propio de la burguesía que del proletariado: en sus años mozos formó parte de una comuna naturista que eligió el sombrero hongo como emblema y estandarte, y desde entonces le ha sido fiel en homenaje a aquel grupo de amigos con los que pasó algunos de los mejores momentos de su vida. Tras él, moviendo el rabo, entra Kropotkin, su inseparable perro salchicha.
Los dos amigos se observan unos instantes, con los brazos tendidos y agarrándose mutuamente por los hombros, como evaluando los cambios producidos por el tiempo en los años que han transcurrido desde la última vez que se vieron.
—No has cambiado nada —dice Robinsón—. Sigues pareciendo un chaval de veinte años.
—Pues a ti esas canas en la barba te hacen parecer incluso inteligente —dice Pablo.
Y con dos sonrisas como dos góndolas se abalanzan el uno contra el otro, a medio camino entre un abrazo y un asalto de boxeo improvisado, mientras Kropotkin ladra atolondradamente, no se sabe si de alegría o de envidia.
—¿Cómo has conseguido localizarme? —pregunta Pablo.
—Pura chiripa —responde Robinsón—. Me pareció verte anoche en la Casa Comunal, hablando con Teixidó al acabar el mitin, pero cuando quise acercarme ya te habías esfumado. Le pregunté por ti y me dijo que te llamabas Pablo, que trabajabas en una imprenta de la rue Pixerecourt y que habías salido pitando porque hoy te levantabas temprano. No había duda de que eras tú. La verdad es que pensaba que seguías en España; si no, habría intentado localizarte antes.
—Y yo pensaba que seguías en Lyon. Ahora entiendo por qué no has respondido a ninguna de mis cartas…
—No, eso es porque cambié de casa, tuve problemas con la dueña. A París llegué hace cosa de un mes.
—¿Y dónde estás viviendo?
—Bueno, ya conoces mi afición por la naturaleza —dice Robinsón con tono enigmático—, y como Buttes Chaumont es tan bonito y acogedor, y todavía hace buen tiempo…
—¿Buen tiempo, dices? ¡Pero si no ha parado de llover en las últimas semanas! Esta misma noche te vienes conmigo a casa, Robin, tengo alquilada una pequeña buhardilla en la rue Saint-Denis. Además, yo durante la semana no estoy en París, así que podrás quedarte a tus anchas. Por cierto, ¿dónde está Sandrine? ¿No ha venido contigo?
Entonces Robinsón frunce el ceño y dice:
—Parece que se tomó muy en serio lo del amor libre. ¿Y Ángela, has vuelto a saber algo de ella?
Ahora es Pablo el que tuerce el gesto:
—Se la llevó el viento para siempre.
Los dos amigos se observan y tardan un rato en construir de nuevo una sonrisa.
—Anda, vamos a tomar algo y me cuentas qué has venido a hacer a París —dice Pablo finalmente—. Estoy hasta arriba de trabajo, mañana sale este maldito semanario y tengo que acabarlo hoy. Pero no todos los días se encuentra uno con su amigo de sangre… Espera un momento, Robin.
Pablo baja al sótano y encuentra a Julianín roncando a pierna suelta sobre varias cajas de libros. Lo despierta sin miramientos y lo deja al cargo de la imprenta y de Kropotkin, el perro salchicha, para salir a tomar un vino con Robinsón al Point du Jour, en la vecina rue de Belleville. Allí trabaja como camarero su amigo Leandro, un argentino alto y gordote, natural de General Rodríguez, siempre dispuesto a la broma y la tomadura de pelo. Al verlos entrar en el local, extrañamente vacío a aquellas horas, exclama:
—Mirá vos, compadre, ya encontraste a Jesucristo. Espero que traiga un buen puñado de fieles sedientos.
—Déjate de tonterías, Leandro, y sírvenos dos vasos de vino. Te presento a Robin, amigo de la infancia. Robin: éste es Leandro, un viejo amigo al que conocí en Argentina cuando todavía era un chaval que quería ser futbolista.
—Enchanté —responde Robinsón parodiando un perfecto acento francés—, pero no me pongas vino, con un vaso de agua tengo suficiente.
Y es que Robinsón es abstemio, además de vegetariano, ecologista y naturista. Un tipo raro, un tipo adelantado a su época que practica un anarquismo de corte místico, o panteísta, una manera especial de entender el mundo y de relacionarse con lo que le rodea. Es de los que creen, por ejemplo, que todos los males de la humanidad provienen del hecho de limpiarse el culo con papel, en lugar de hacerlo con hojas de lechuga. Y ha venido a París enviado por el Sindicato Español de Lyon, con el objetivo de colaborar en la organización de un complot revolucionario que pretende entrar clandestinamente en España para derrocar la dictadura de Primo de Rivera. Pero de todo esto Pablo aún no sabe nada.
—Vaya, veo que hay cosas que no cambian —dice—. Pues tómate tú su vino, Leandro, que esto hay que celebrarlo.
—Pero qué decís. Yo no participo en un brindis con agua.
—Merde alors, entonces no brindamos, si no quieres, pero tómate el vino, por Dios.
—Por nuestro amigo Jesucristo, querrás decir.
Y así es como el extraño trío que forman Pablo, Robinsón y Leandro se pone a beber a pequeños sorbos de sus respectivos vasos, mientras el anarquista abstemio empieza a contar qué le ha llevado a París, tras haberse asegurado de que el argentino grandote y faltón es de toda confianza.
No obstante, para entender lo que ahora cuenta Robinsón conviene conocer algunos antecedentes. Los movimientos contra la dictadura de Primo de Rivera comenzaron poco después de la sublevación militar, tanto en Francia, adonde emigraron numerosos sindicalistas, comunistas, anarquistas y republicanos de toda índole, como en España, principalmente en Barcelona, donde los catalanistas consiguieron formar un importante movimiento clandestino. A finales de 1923 se produjeron varias reuniones en la parte francesa de los Pirineos y, poco después, la CNT y otros grupos sindicalistas crearon en París el Comité de Relaciones Anarquistas, encargado de promover y preparar una insurrección contra el Directorio de Primo de Rivera. A principios de mayo, el Comité nombró una comisión ejecutiva compuesta por el llamado Grupo de los Treinta, del que forman parte antiguos miembros de conocidas bandas ácratas como El Crisol, Los Justicieros o Los Solidarios, responsables de algunos de los golpes más sonados del anarquismo español de los últimos años, entre ellos el asesinato del arzobispo de Zaragoza en respuesta a la muerte de Salvador Seguí, «el noi del sucre», acribillado a balazos en Barcelona en un complot organizado por el maquiavélico Martínez Anido, impulsor de la Ley de Fugas. Forman parte de este Grupo de los Treinta los jóvenes Buenaventura Durruti, Francisco Ascaso o Gregorio Jover «el Chino», a quienes la policía francesa empieza a llamar ya «los tres mosqueteros», y otros quizá no tan populares pero igualmente entusiastas como Juan Riesgo, Pedro Massoni, Miguel García Vivancos, Ramón Recasens, Mariano Pérez Jordán «Teixidó», los hermanos Pedro y Valeriano Orobón, Agustín Gibanel, Enrique Gil Galar, Luis Naveira o Bonifacio Manzanedo, algunos de los cuales acabarán partiendo hacia la frontera y desempeñando un papel decisivo en la intentona.
Contrariamente a lo que ocurre en España, desde el verano pasado Europa vive momentos de euforia izquierdista, si exceptuamos la Italia de Benito Mussolini: en Francia gobiernan los socialistas, en Rusia dominan los comunistas, en Alemania los demócratas republicanos han metido en la cárcel a un joven Adolf Hitler acusándolo de alta traición y en Inglaterra los laboristas han tomado el poder por primera vez en su historia. En España, en cambio, la CNT está virtualmente proscrita y su secretario general, Ángel Pestaña, ha viajado a París para reencauzar el diálogo con el Comité de Relaciones Anarquistas, enfriado en los últimos meses por las discrepancias surgidas a la hora de planear el asalto revolucionario, y para informarse personalmente de cómo van los preparativos. El Comité le ha asegurado que podrían llegar a movilizarse hasta veinte mil hombres dispuestos a entrar en España y colaborar en el derrocamiento del régimen, siempre que desde el interior se cuente con la organización y el apoyo necesarios. Pestaña no parece haber quedado muy convencido de unos pronósticos tan optimistas, pero ha aceptado de todos modos que continúen los preparativos, la búsqueda de armas y de fondos, y las campañas de propaganda entre los exiliados. Incluso ha dado su apoyo al Grupo Internacional de Ediciones Anarquistas, fundado por Durruti y Ascaso con la idea de publicar el folleto España: un año de dictadura, donde se afirma que el país está preparado para un cambio de régimen y que sólo hace falta un detonante para desencadenar la revolución. Pero el folleto aún no está impreso, pues antes debe entrar en juego un cajista llamado Pablo Martín Sánchez, el mismo que ahora escucha con atención lo que está explicando Robinsón en el Point du Jour:
—A mí me han enviado desde el Sindicato Español de Lyon para que haga de enlace con el Comité. Aunque la verdad es que los compañeros de París nos miran con recelo.
—¿Y eso por qué? —pregunta Pablo.
—Por lo de Pascual Amorós.
—Ah, ya.
Como Leandro pone cara de no entender nada, le explican el asunto. Pascual Amorós fue un sindicalista barcelonés que tuvo que huir a Francia hace unos años, perseguido supuestamente por la justicia. Se instaló en Lyon con algunos de sus compañeros de fatigas y pronto empezó a colaborar con el Sindicato Español. Pero un buen día alguien descubrió que en realidad era la mano derecha de Bernat Armengol, «el Roig», un infiltrado de la policía que había trabajado en Barcelona a las órdenes del falso barón de Koenig y de Bravo Portillo, capitostes de una banda de pistoleros a sueldo de la patronal. De poco le sirvió llevar tatuado en el brazo el eslogan «Viva la anarquía»: amenazado de muerte por sus propios compañeros, no le quedó más remedio que volver a España, donde hace unos meses lo condenaron a garrote vil por haber robado un banco en Valencia.
—Y como aún quedan en el sindicato de Lyon algunos de sus antiguos camaradas —cierra el círculo Robinsón—, Durruti y compañía no se fían de nosotros. En el fondo es comprensible, tal como están las cosas no se pueden hacer concesiones.
—Pero, entonces, ¿cómo aceptaron los de acá que vinieras a colaborar? —pregunta el argentino, algo despistado.
—Por dinero.
—¿Por dinero? —se extrañan Pablo y Leandro a la vez.
—Sí, por dinero. Incluso para hacer la revolución anarquista se necesita dinero, por mucho que nos pese. El Comité no anda fino en materia de financiación. Los compañeros franceses todavía se están recuperando de la guerra y los emigrados españoles ya tienen suficiente con poder comer cada día como para aportar dinero a la causa. A Los Solidarios no les queda ni un céntimo del botín del asalto al Banco de Gijón, y eso que se llevaron más de medio millón de pesetas… Entre los rifles que compraron en Éibar y la creación del Grupo de Ediciones Anarquistas se lo han gastado todo, por eso la mayoría se ha tenido que poner a trabajar al llegar a París. El caso es que en Lyon el Sindicato Español pasa por un buen momento, y a principios de verano Ascaso y Durruti vinieron a pedirnos dinero para la editorial. Les dijimos que lo sentíamos, pero que en París ya habíamos hecho donaciones al periódico Le Libertaire y a la Librería Internacional de la rue Petit. Así que no les quedó más remedio que decirnos la verdad: que necesitaban el dinero para financiar un movimiento revolucionario destinado a derrocar la dictadura de Primo de Rivera. Llegamos a un acuerdo: nosotros les dábamos el dinero y a cambio ellos aceptaban nuestra colaboración en la intentona. Por eso he venido yo a París, para formar parte del Grupo de los Treinta.
Los tres hombres se quedan unos instantes pensativos, hasta que rompen el silencio dos parroquianos que entran riendo estruendosamente, saludan y se sientan en una mesa al fondo del local. Mientras Leandro va a atenderlos, Robinsón baja la voz y se confiesa:
—No he venido sólo a verte, Pablito: también he venido a pedirte que colabores con nosotros.
—…
—Necesitamos la ayuda de gente como tú.
—…
—Está en juego nuestro futuro y el de millones de españoles…
—Pero si hace años que tú no vives en España, Robin.
—Ya, pero me gustaría poder volver algún día y no avergonzarme cuando mire a la gente a la cara. Piensa en tu madre, piensa en tu hermana: ¿acaso vas a dejarlas que se pudran mientras tú estás aquí sano y salvo?
Pablo mira a su amigo a los ojos, mientras le pasan por la cabeza imágenes de su madre, de su hermana y de su sobrina, a quienes abandonó a su suerte para marcharse al exilio. Y piensa que quizá sí, que quizá tenga razón, que quizá haya llegado la hora de intentar cambiar las cosas. Pero acto seguido piensa que no, que buena gana tiene de hacer locuras, que Primo de Rivera va a caer pronto por su propio peso y que una intentona fallida sólo servirá para asentarlo más en el poder.
—De todos modos —interrumpe Robinsón sus pensamientos—, no te estoy pidiendo que te enroles en la expedición, sino que colabores con nosotros imprimiendo unos panfletos.
—¿Tú vas a ir?
—Sí, te parecerá una locura, pero siento como una voz interior que me dice que vaya. Si España se alza en armas contra esos bandidos que la gobiernan, no pienso quedarme de brazos cruzados. Si me necesita, allí estaré. Cuantos más seamos, más probabilidades de éxito tendremos.
—Pero ¿ya está lista la cosa?
—No, no, qué va, aún queda mucho por hacer. De momento, sólo nos estamos preparando para cuando los camaradas del interior nos avisen, sería una locura entrar a liberar España si los de dentro aún no están listos para hacer la revolución. Yo calculo que hasta finales de año no estallará la cosa. Pero cuando llegue el momento habrá que tenerlo todo bien organizado. Entonces, ¿qué, podemos contar contigo?
—No sé, tendría que hablarlo con el viejo Faure, el dueño de la imprenta, a ver qué le parece.
—No te esfuerces, ya hemos hablado nosotros con él.
—¿Ah, sí?
—Sí, vino ayer a la trastienda que los compañeros de la Librería Internacional nos han dejado en la rue Petit, un cuartucho sin ventanas que nos sirve de centro de reuniones. Queríamos que nos imprimiera un panfleto de ocho páginas titulado España: un año de dictadura, que pensamos distribuir gratuitamente entre los emigrados españoles aquí en París. Una buena tirada, unos cuantos miles de ejemplares. Al principio el viejo no lo veía muy claro, pero al final lo convencimos diciéndole que también estamos planeando editar una revista trilingüe y una enciclopedia anarquista…
—¿Y entonces para qué necesitáis mi ayuda?
—Para los pasquines revolucionarios que queremos imprimir de cara a la incursión. Cuando crucemos la frontera, llevaremos octavillas para repartir entre los trabajadores y la población civil, un llamamiento directo a la revolución contra la dictadura. Es más seguro imprimirlos aquí que allí, los camaradas del interior ya tienen suficiente con poder reunirse sin que los detengan. Pero el viejo Faure dice que nones, que no quiere ni oír hablar del asunto. Que bastantes problemas tiene en Francia como para ir los a buscar también a España, y que no quiere prestar su imprenta para locuras revolucionarias. Ya sabes que desde la Gran Guerra se ha vuelto pacifista, sobre todo desde que conoció a Malatesta y publicó el manifiesto aquel de Hacia la paz. En fin, manías de viejo ácrata trasnochado, porque ya me dirás tú qué le cuesta imprimir las octavillas si va a publicar el panfleto.
Leandro ha vuelto ya a su puesto en la trinchera tras la barra, y mientras sirve con disimulo dos absentas pregunta:
—¿Me perdí algo importante?
—No, nada —dice Pablo, pensativo, y cuando acaba de un trago su copa de vino se despide—: Lo siento, pero tengo que volver al tajo. La vieja Minerva me ha dejado tirado y no quiero que Julianín se quede mucho rato a solas con la Albatros…
La Minerva es una vieja prensa a pedal que con sus más de treinta años de oficio quiere ya jubilarse. La Albatros no es mucho más joven, pero aún es capaz de imprimir ochocientos pliegos por hora.
—¿Nos vemos luego? —pregunta Robinsón.
—Sí, claro, pásame a buscar a última hora para irnos a casa.
Y tocándose la visera con el índice, Pablo se despide de sus dos amigos. En la calle ya ha anochecido y a la luz de las farolas se recortan famélicos espectros. Son tiempos difíciles en París, donde la euforia de los Juegos Olímpicos ha dado paso a un período de recesión económica. El franco está en caída libre, pero los exiliados españoles tienen otras preocupaciones con que llenar el estómago. La rueda de la revolución ha empezado a girar, y en su torbellino parece querer atrapar a Pablo.