I

(1890-1896)

No. Pablo Martín Sánchez no nació en 1899, como dirían los diarios varias décadas después, sino la noche del domingo 26 de enero de 1890, festividad de San Timoteo y también de San Tito, de San Teofrido y de San Teógenes, obispos todos ellos, y de San Simeón, anacoreta. El termómetro marcaba en Baracaldo cuatro grados centígrados y la humedad era del 82%. Sin embargo, el cielo estaba despejado, y Julián Martín Rodríguez pudo ver encendidas en la bóveda celeste las estrellas de la constelación de Casiopea, mientras estrechaba con fuerza la mano de su mujer a la espera de que la criatura asomara la cabeza y diera su primera bocanada de aire.

Reinaba por entonces en España un Alfonso XIII de apenas cuatro años, por lo que era su madre, la regente María Cristina, quien llevaba las riendas de la nación. En la presidencia del Gobierno se turnaban los liberales y los conservadores, después del bochornoso apaño a que habían llegado tras el Pacto de El Pardo, y ahora expiraba el turno del liberal Práxedes Mateo Sagasta. Qué más da quién gobierne, se decía Julián mientras miraba las estrellas y aguardaba el nacimiento de su primogénito, si seguiremos siendo los más pobres de Europa. Sólo hacía falta ver el panorama que se extendía al otro lado de la ventana, iluminado tenuemente por la luz de la luna: el mal llamado barrio del Desierto, un conglomerado caótico de viviendas insalubres que se habían ido amontonando en el margen izquierdo de la ría del Nervión desde 1876, cuando al finalizar la tercera guerra carlista la zona había experimentado un rápido proceso de industrialización y de crecimiento demográfico, sin que a ningún alcalde se le pasase por la cabeza llevar a cabo un plan urbanístico. El duro y peligroso trabajo en las minas de hierro, el principal sustento de la población, había convertido la esperanza de vida de Baracaldo en una de las más bajas de España: al nacer Pablo, era de tan sólo veintinueve años.

Julián oyó los gemidos de su mujer que anunciaban el fin del suplicio, pero no se atrevió a mirar todavía. Notó cómo la mano de ella se aflojaba poco a poco y escuchó los azotes que la comadrona le daba al recién nacido. Esperó a oír el llanto, y, como no oyó nada, cerró los ojos con rabia y apretó los dientes, creyendo que la criatura había nacido muerta. Sólo cuando notó la mano de su esposa en la espalda, se atrevió a volver la cabeza. Era un niño. Y estaba vivo. Pero, incomprensiblemente, no lloraba; o, mejor dicho: aunque ponía cara de querer llorar, ningún gemido salía de su garganta, como si aquello no fuera más que un anticipo de las escenas de cine mudo que pocos años después iban a llegar a España. Los tres adultos que había en la estancia se miraron desconcertados a la luz del candelabro, pero en un primer momento nadie dijo nada. Luego la vieja comadrona envolvió al niño en una toalla y lo puso en brazos de su madre, se limpió las manos en la falda y salió de la casa apresuradamente, sin terminar la faena, santiguándose y murmurando conjuros, como si aquel llanto silencioso fuera un presagio de mal agüero. «Lagarto, lagarto», fueron las últimas palabras que pronunció la matrona antes de que su sombra desapareciera por el quicio de la puerta. Dios mío, pensó Julián, como a esa vieja bruja le dé por contar historias, vamos a pasar de indeseables a apestados. Pero algo más urgente le requería, y enseguida apartó de su cabeza los malos pensamientos. Sacó la navaja del bolsillo de su pantalón y cortó de un tajo el cordón umbilical, que ya había dejado de latir. Nadie habría dicho que era la primera vez que lo hacía.

Julián Martín Rodríguez y María Sánchez Yribarne se habían conocido tres años atrás, pocos meses después del real nacimiento de Alfonso XIII. Ella pertenecía a la nueva burguesía vizcaína, no la de los terratenientes venidos a menos, sino la de los visionarios que a principios de siglo se habían subido al tren de la industrialización y habían conseguido enriquecerse de la noche a la mañana, como su abuelo, el mítico José Antonio Yribarne, fundador de una de las dinastías de empresarios industriales más poderosas del país. Él, en cambio, procedía de una familia extremadamente humilde de Zaragoza, era el menor de nueve hermanos y el único que había podido cursar estudios, gracias a los padres escolapios, que lo habían acogido en el seminario con un entusiasmo que no tardó en despertar suspicacias. Enseguida destacó en álgebra, en física, en historia natural, y también en latín, en griego, en lenguas modernas; la teología, la historia y la filosofía, en cambio, se le atragantaron desde el principio. Cuando creyó que ya había aprendido lo suficiente, abandonó el seminario sin despedirse de nadie y se lanzó a recorrer España ofreciendo sus servicios. Y así ocurrió que a finales de 1886 llegó a Baracaldo y fue contratado por la familia Yribarne para dar clases particulares a la joven y díscola María.

El amor tardó en aparecer más de lo que acostumbraba a tardar en los folletines de la época, pero Cupido acabó llegando con una buena provisión de flechas. Y cuando lo hizo, lo hizo con virulencia. Ni ellos mismos supieron si fue practicando declinaciones o despejando incógnitas, repasando la lista de los reyes godos o especulando sobre la transustanciación del alma, pero lo cierto es que un buen día se encontraron besándose apasionadamente encima de la mesa, entre ecuaciones de segundo grado y poemas de Victor Hugo. Cuando los padres de María se enteraron, echaron a patadas al osado preceptor, sin molestarse siquiera en pagarle los emolumentos. Lo que no esperaban era que su hija estuviese dispuesta a seguirle hasta el fin del mundo si hacía falta.

La boda tuvo lugar a comienzos de la primavera de 1889. De la familia de la novia sólo asistió un miembro: don Celestino Gil Yribarne, la oveja negra del clan y el tío preferido de María, a la que siempre había tratado como a la hija que nunca tuvo. Se decían de él en Baracaldo las barbaridades más descabelladas, desde que practicaba ritos satánicos en su palacete de Miravalles, hasta que era aficionado a la zoofilia. Nada de esto era cierto, sin embargo. La única excentricidad que se permitía, y aun con cierto pudor, era la de coleccionar el vello púbico de las mujeres con las que se acostaba, clasificándolo de un modo fetichista y metódico como quien inventaría mariposas o monedas antiguas. De la familia del novio, en cambio, nadie pudo costearse los gastos del viaje, y se limitaron a enviar sus mejores deseos vía postal, en una carta conjunta llena de lamparones y faltas de ortografía.

Las nupcias se celebraron en la vieja iglesia de San Vicente Mártir, en una ceremonia de lo más austera, por mucho que Julián hubiese aprobado el examen para obtener el título de maestro y estuviera dando clases en una escuela pública de Baracaldo. María, por su parte, en un acto de inconsciencia o de valiente desafío, había intentado conseguir trabajo en las fábricas siderúrgicas que no pertenecían a su familia, como la de Santa Águeda o la de Arlegui y Cía. Pero en cuanto se enteraban de que era la hija repudiada de los Yribarne, nadie se atrevía a contratarla y se la quitaban de encima con excusas inventadas sobre la marcha. Afortunadamente, don Celestino, a pesar de la oposición de los patriarcas del clan, contribuyó a sufragar los gastos de la ceremonia allí donde no llegaron los escasos recursos de los jóvenes enamorados. Y, no satisfecho con ello, les hizo un magnífico regalo de bodas: un viaje a París para asistir a la inauguración de la Exposición Universal que iba a tener lugar con motivo del centenario de la Revolución francesa. Los recién casados, al enterarse, no pudieron contener la emoción y recitaron al unísono los célebres versos de Victor Hugo que habían sido espectadores de sus primeros besos: «Oh! Paris est la cité mère! | Paris est le lieu solennel | Où le tourbillon éphémère | Tourne sur un centre éternel!».

El tren que debía conducirlos hasta la Ciudad de la Luz salió de Bilbao el 5 de mayo, la víspera de la inauguración del certamen. En la frontera cambiaron de tren para adaptarse a la nueva anchura de las vías, y a partir de entonces una horda de pasajeros empezó a asaltar los vagones, no sólo los de primera, segunda y tercera, sino también los destinados a mercancías. Nadie quería perderse el gran acontecimiento. Al llegar a la estación de Saint-Lazare empezaba a clarear el día y los cientos de viajeros descendieron del tren esperando recibir la bienvenida del imponente esqueleto bruñido de 317 metros de altura, diseñado expresamente para la ocasión por un Gustave Eiffel que seguía rumiando la manera de que no le obligasen a desmontar su torre una vez concluida la Exposición, como estaba previsto. Sin embargo, los edificios que rodeaban la estación impedían verla desde allí y un ligero desencanto se extendió entre los pasajeros. Los recién casados se dirigieron primero al Hotel Español, situado oportunamente en la rue de Castellane, donde el tío Celestino les había reservado una habitación, argumentando que dónde iban a estar mejor que en un hotel de compatriotas. Aunque pronto se dieron cuenta de que el hotel de español sólo tenía el nombre, aparte de varios ejemplares atrasados de El Imparcial y El Liberal que yacían desparramados en el salón de lectura. En la estancia no había armarios, ni perchas, ni una mísera palangana, ni siquiera una candela sobre la mesita de noche. Pero toda esa nada costaba diez francos al día.

Julián y María se dirigieron al Campo de Marte, donde la Torre Eiffel servía de entrada principal a los terrenos de la Exposición, más de cincuenta hectáreas repletas de pabellones. Por el camino comieron patatas fritas, que les entregaron envueltas en un cucurucho, y vasos de agua azucarada con aroma de azahar. Las calles de París lucían sus mejores galas, adornadas con guirnaldas y festones dorados, y una multitud embriagada hacía ondear banderines con los colores patrios. Eso sí que es hierro, pensó Julián, boquiabierto, al llegar a la place de la Concorde y ver por primera vez la impresionante torre, y no lo que sacan de las minas de Baracaldo. Luego, bordeando el Sena llegaron hasta el puente de Jena, justo cuando el presidente de la República y su mujer se disponían a cruzarlo en un landó oficial tirado por cuatro caballos y escoltado por un pelotón de coraceros. Sadi Carnot iba impecable, embutido en el frac de las grandes ceremonias, pero fue la primera dama la que despertó los mayores elogios, con un atrevido traje tricolor diseñado para la ocasión: fondo de seda azul, encaje blanco de Alençon y guarniciones rojo pálido. Cuando la carroza pasó por debajo del gigantesco arco de la Torre Eiffel, las bandas de música entonaron La Marsellesa, dando paso al previsible discurso del presidente francés que inauguraba oficialmente la Exposición Universal. Quién le iba a decir entonces que cinco años después el anarquista italiano Santo Caserio acabaría con su vida clavándole un puñal al grito de «¡Viva la anarquía!». El resto del día fue felizmente agotador para la joven pareja, y aquella misma noche, en la desnuda habitación del Hotel Español, mientras el cielo parisino se convertía en una bacanal de fuegos artificiales y luces multicolores, un espermatozoide con el marchamo de los Martín Rodríguez y un óvulo salido de la fábrica de los Sánchez Yribarne se unían jubilosamente para crear un embrión destinado a llevar el nombre de Pablo Martín Sánchez.

—Qué raro que no llore —dijo Julián cuando acabó de hacerle el nudo al cordón umbilical.

—Sí que llora, pero en silencio —respondió María con un jadeo, mientras seguía notando las contracciones que habían de expulsar la placenta.

Ya al día siguiente, sin tiempo que perder, Pablo Martín Sánchez era bautizado en la iglesia de San Vicente Mártir, la misma donde sus padres se habían casado nueve meses antes. Y tampoco le dio por llorar esta vez, ni siquiera cuando el joven párroco don Ignacio Beláustegui le echó en la cabeza el agua purificadora, acompañando el gesto de tres inoportunos y sustanciosos estornudos que vinieron a consolidar la ceremonia bautismal. Valiente cristiano, pareció decirse don Ignacio, sin imaginar que décadas después habría de pedir un indulto para tan valiente criatura.

Aquel acto de muda rebeldía marcó los primeros pasos de Pablo en este mundo, y pronto se extendió por Baracaldo la noticia de que el niño de los Martín era incapaz de llorar. El rumor era falso, por supuesto, pues aunque el crío lloraba poco, lloraba como todos, pero lo hacía de un modo tan discreto que había que fijarse bien para darse cuenta de ello. Sí era cierto, en cambio, que Pablo no parecía tener prisa por ponerse a hablar: cumplió un año, luego dos, y cuando llegó al tercero aún no había pronunciado ni una sola palabra, a pesar de los desesperados intentos de sus padres por hacerle decir papá y mamá. Hasta el día en que nació su hermana. Corría el año de 1893, y mientras en San Petersburgo Chaikovski componía su sinfonía Patética y en Madrid el Instituto Nacional de Meteorología ofrecía sus primeros mapas del tiempo, María Sánchez Yribarne daba a luz a su segundo hijo en la misma vivienda en que lo había hecho tres años atrás, sin que en esta ocasión hiciese falta que su marido sacara la navaja: la nueva comadrona se encargó de todo. Nació una niña hermosa e inquieta, a la que llamaron Julia, que parecía dispuesta a llorar lo que su hermano no había llorado. Cuando la pequeña se quedó dormida por fin entre los brazos de su madre, dejaron entrar a Pablo en la habitación para que pudiera verla. Se acercó a la cama, miró al bebé con ojos enormes y pronunció su primera palabra en voz alta, ante el asombro de todos:

—Guapa —dijo, y se quedó tan ancho.

La niña cambió la vida de Pablo. Lo que no había hablado hasta entonces empezó a salirle a borbotones por la boca, como un río desbocado tras el deshielo. Se pasaba horas enteras contándole a la pequeña Julia las historias más extravagantes, en un idioma repleto de palabras inventadas o incomprensibles que divertía y preocupaba a un tiempo a sus esforzados padres. Sin embargo, cuando no la tenía cerca, se encerraba en un extraño mutismo del que no había quien lo sacara, por lo que el niño que no lloraba acabó convirtiéndose también, para la gente desinformada o malintencionada, en el niño que no hablaba, aunque ambas afirmaciones fuesen estrictamente falsas. Además, a todo ello hubo que añadir un episodio que acabaría desvelando una carencia real del primogénito y marcando su futuro más inmediato.

Ocurrió en la primavera de 1896, cuando Pablo contaba seis años y la pequeña Julia estaba por cumplir los tres. Los países industrializados empezaban a salir de la Gran Depresión y, aunque España no iba a tardar en perder las colonias de ultramar y sumergirse en una crisis de inciertas consecuencias, nuevos vientos de bonanza parecían soplar en Occidente. La situación económica de los Martín Sánchez había mejorado notoriamente, y ello a pesar de que el tío Celestino ya no podía ayudarlos: un fulminante aneurisma había acabado con su vida mientras cazaba mariposas en su palacete de Miravalles, y la familia Yribarne se había encargado con discreción de impedir que a María le llegara su parte de la herencia. Sin embargo, la buena estrella seguía acompañando a Julián, que había obtenido una plaza en la Escuela Normal Elemental de Bilbao, donde pasaba la mayor parte del día intentando concienciar a los aspirantes a maestro de la necesidad de rebajar la cifra de más de diez millones de analfabetos que había en aquella España de fin de siglo, mientras María se quedaba sola en casa al cuidado de los niños. Un mediodía de principios de abril, cuando la mujer hacía la comida en la cocina de carbón, oyó pasar al afilador ambulante que silbaba con la zampoña su inconfundible melodía. Miró el cuchillo que había usado para pelar las patatas y decidió que ya era hora de darle un buen repaso.

—Vigila a Julia —le dijo a Pablo—, que ahora vuelvo.

Sacó veinte céntimos del fondo de un jarrón y salió de casa con el cuchillo en la mano, dejando la comida en el fuego. Ya en la calle, vio cómo el afilador doblaba en la siguiente esquina, arrastrando su carretilla. Echó a correr tras él, lo alcanzó y negociaron el precio. No tardó ni cinco minutos en hacer la faena, pero cuando María cogió el cuchillo recién afilado y volvió a doblar la esquina de vuelta a casa, una tartana se le echó encima. Consiguió evitar la embestida del burro, pero no pudo impedir que el borde del pescante chocara de refilón contra su cabeza. Cayó al suelo inconsciente, y entre el cochero y el afilador intentaron reanimarla. Una vecina ofreció su casa, le refrescaron la cara con paños mojados y llamaron a un médico. Cuando María volvió en sí, había pasado por lo menos media hora. Tenía un chichón junto a la sien y la cabeza le dolía terriblemente.

—¿Y mis hijos? —fue lo primero que atinó a preguntar. Y viendo que nadie respondía, salió corriendo hacia su casa.

Ya desde fuera notó el olor a quemado. Entró dando gritos y encontró a Pablo sentado tranquilamente frente a su hermana, intentando contarle por enésima vez la historia del caracol que tenía tres ojos. La casa apestaba a chamusquina, pero el crío no parecía haberse dado cuenta de ello; la niña, sin embargo, lloraba a pleno pulmón. María entró en la cocina y apartó la olla del fuego: en su interior, una masa carbonizada se había quedado adherida al fondo y despedía un tufo insoportable.

—Pero, Pablo —regañó la madre a su hijo—, ¿no has olido que se quemaba la comida?

—Yo no huelo —dijo el niño lacónicamente.

Y así fue como sus padres descubrieron que no poseía el sentido del olfato. El médico de Baracaldo lo calificó de «anosmia o disfunción olfativa» y, aparte de recetarle a Pablo el milagroso Jarabe Hipofosfitos Climent (que según anunciaban los fabricantes curaba tanto las convalecencias como el insomnio, la palidez o el reblandecimiento cerebral), recomendó alejarlo de las tierras húmedas del norte para llevarlo a los climas secos del interior, donde probablemente podría recuperar el olfato que nunca había tenido:

—No olviden que la mayor astucia del diablo es hacer creer que no existe —les dijo a modo de despedida, dejando a los padres un tanto desconcertados.

Julián y María decidieron seguir el consejo del médico. Todo sea por la salud del niño, se dijeron, y empezaron a pensar en la manera de mudarse. A los pocos días les llegó la noticia de que en Madrid se iban a celebrar oposiciones para el Cuerpo de Inspectores de Primera Enseñanza, al quedar vacantes tres plazas en las provincias de Albacete, Badajoz y Salamanca. La ocasión parecía que ni pintada y don Julián envió la solicitud para presentarse al concurso. Dos semanas más tarde lo convocaban a un examen que debía celebrarse en la capital del reino los días 13 y 14 de mayo.

—¿Por qué no te llevas contigo al niño y así vemos cómo le sienta el clima seco de Madrid? —propuso María.

—Mujer, si sólo van a ser dos días.

—Pero al menos te hará compañía.

—Está bien, como quieras —aceptó Julián.

Al que no le hizo tanta gracia la propuesta fue a Pablo, que no quería separarse de su hermana Julia, aunque fueran sólo dos o tres días. Pero la decisión ya estaba tomada y el 12 de mayo, a las ocho de la mañana, padre e hijo tomaban el Expreso con destino a la madrileña Estación del Norte. Abriéndose paso entre viajeros cargados de alforjas y gallinas, hombres y mujeres que gritaban, fumaban, se empujaban y escupían al suelo, los dos Martín consiguieron llegar hasta sus asientos de tercera clase. En el andén, madre e hija agitaban la mano, mientras Pablo aplastaba la nariz contra la ventanilla del compartimento y repetía en voz baja la primera palabra que había dicho en su vida: guapa, guapa, guapa. Una lágrima silenciosa le recorrió la mejilla. Luego, el tren lanzó un silbido y el niño comprendió que aquello era el anuncio de grandes aventuras.