XXII

Esa noche fue la noche de la luna llena. El jardín era un lugar encantado en el que todas las flores parecían blancas. Las azucenas, las adelfas, el azahar, los claveles blancos, las rosas blancas: se podían ver con tanta claridad como a la luz del día; pero las flores de colores existían sólo como aromas.

Después de la cena, las tres mujeres más jóvenes se sentaron en el muro bajo al fondo del jardín superior, Rose un poco apartada de las demás, y contemplaron la luna moviéndose lentamente sobre el lugar en el que Shelley había vivido sus últimos meses hacía sólo cien años. El mar se estremecía a lo largo de la estela de la luna. Las estrellas parpadeaban y temblaban. Las montañas eran vagos perfiles azules, con pequeños racimos de luces centelleando desde pequeños racimos de casas. En el jardín, las plantas estaban muy quietas, derechas, y ni la más mínima mota de aire las agitaba. A través de las puertas de cristal, el comedor, con la mesa iluminada por las velas y las flores brillantes —narcisos y caléndulas esa noche—, resplandecía como una cueva mágica de color, y los tres hombres fumando a su alrededor parecían, vistos desde el silencio, desde la inmensa y fresca calma del exterior, figuras extrañamente animadas.

Mrs. Fisher se había ido al salón y al fuego. Scrap y Lotty, con los rostros levantados hacia el cielo, decían muy poco y en voz baja. Rose no decía nada. Su rostro también estaba levantado. Estaba mirando al pino piñonero, que, aplastado, se había convertido en algo glorioso, perfilado contra las estrellas. De vez en cuando los ojos de Scrap se detenían en Rose; lo mismo hacían los de Lotty. Porque Rose estaba preciosa. En ese momento habría estado preciosa en cualquier lugar, entre todas las bellezas famosas. Nadie habría podido hacerle sombra, apagar su luz esa noche; resplandecía de una forma demasiado evidente.

Lotty se inclinó cerca del oído de Scrap y susurró:

—El amor.

Scrap asintió.

—Sí —dijo en voz baja.

Se veía obligada a admitirlo. No había más que mirar a Rose para saber que aquí estaba el Amor.

—No hay nada parecido —susurró Lotty.

Scrap no respondió.

—Es algo maravilloso —susurró Lotty tras una pausa, durante la cual ambas observaron el rostro levantado de Rose—, esto de progresar en el amor. Quizá tú sepas de alguna otra cosa en el mundo que haga milagros semejantes.

Pero Scrap no conocía ninguna, y aunque hubiera sabido, qué noche para empezar a discutir. Esta era una noche para…

Se frenó. El amor de nuevo. Estaba en todos lados. No había forma de escaparse de él. Había venido a este lugar para escaparse de él, y aquí estaba todo el mundo en sus diferentes fases. Parecía incluso que una de las múltiples plumas del ala del Amor había rozado a Mrs. Fisher y durante la cena había estado diferente, llena de preocupación porque Mr. Briggs no comía, y con el rostro suavizado por una expresión maternal al volverse hacia él.

Scrap miró hacia arriba, al pino inmóvil entre las estrellas. La belleza te hacía amar y el amor te hacía hermosa…

Se ciñó más el chal con un gesto de defensa, de exclusión y alejamiento. No quería ponerse sentimental. Era difícil no hacerlo, aquí; la maravillosa noche penetraba a través de todos los resquicios de una y traía con ella, se quisieran o no, unos sentimientos enormes, sentimientos que no se podían dominar, grandes cosas sobre la muerte y el tiempo y el despilfarro; cosas gloriosas y abrumadoras, magníficas e inhóspitas, éxtasis y terror a la vez y un anhelo inmenso, desgarrador. Se sentía pequeña y terriblemente sola. Se sentía expuesta y sin defensas. Instintivamente, se ciñó más el chal. Con este objeto de gasa intentaba protegerse de las eternidades.

—Supongo —susurró Lotty— que el marido de Rose te parece simplemente un hombre corriente de edad mediana y buen carácter.

Scrap bajó su mirada de las estrellas y contempló a Lotty por un momento, mientras centraba de nuevo su mente.

—Simplemente un hombre más bien colorado y más bien redondo —susurró Lotty.

Scrap inclinó la cabeza.

—No lo es —susurró Lotty—. Rose ve a través de todo eso. Eso son sólo adornos. Ella ve lo que nosotros no podemos ver, porque le ama.

Siempre el amor.

Scrap se levantó y, envolviéndose apretadamente en el chal, se alejó hasta su rincón de día y se sentó allí sola en la muralla y dirigió su mirada al otro mar, el mar en el que se había hundido el sol, el mar con la débil y lejana sombra que era Francia extendiéndose por él.

Sí, el amor hacía milagros, y Mr. Arundel —no podía acostumbrarse de inmediato a su otro nombre— representaba para Rose la encarnación misma del Amor; pero también hacía milagros a la inversa, no siempre, como ella bien sabía, transfiguraba a la gente en santos y ángeles. Por lamentable que resultara, en ocasiones hacía exactamente lo contrario. A lo largo de su vida se le había aplicado en exceso. Si la hubiera dejado en paz, si por lo menos hubiera sido moderado e infrecuente, ella podía, pensaba, haber llegado a ser un ser humano bastante decente, de disposición generosa y amable. ¿Y qué era ella, gracias a este amor del que Lotty tanto hablaba? Era una solterona consentida, amargada, suspicaz y egoísta.

Las puertas del comedor se abrieron y los tres hombres salieron al jardín, tras la voz de Mr. Wilkins que flotaba por delante de ellos. Parecía ser el único que hablaba; los otros dos no decían nada.

Quizá sería mejor que volviera junto a Lotty y Rose; resultaría agotador ser descubierta y encerrada en ese cul-de-sac por Mr. Briggs.

Se levantó de mala gana, ya que le parecía imperdonable por parte de Mr. Briggs obligarla a ir y venir de esta manera, forzarla a abandonar cualquier lugar en el que deseara sentarse; y surgió de los arbustos de adelfas sintiéndose como una imagen lúgubre y severa de legítimo resentimiento y deseando que su aspecto fuera tan lúgubre y severo como su interior; de esta manera provocaría la repugnancia en el alma de Mr. Briggs y se libraría de él. Pero sabía que no tenía ese aspecto, por mucho que lo intentara. Durante la cena, la mano de Mr. Briggs temblaba cuando bebía y no podía dirigirse a ella sin ruborizarse intensamente y palidecer a continuación, y los ojos de Mrs. Fisher habían buscado los de Scrap con la expresión de súplica de alguien que pide que no se haga daño a su único hijo.

Cómo podía un ser humano, pensó Scrap, frunciendo el ceño mientras salía de su rincón, cómo podía un hombre hecho a semejanza de Dios comportarse así; estando él capacitado para cosas mejores, estaba segura, con su juventud, su atractivo y su inteligencia. Era inteligente. Le había examinado con precaución durante la cena cada vez que Mrs. Fisher le obligaba a volverse para responderla, y estaba segura de que era inteligente. También tenía carácter; había algo noble en su cabeza, en la forma de su frente: noble y bueno. Esto hacía todavía más lamentable que se dejara atontar por una simple fachada y que desperdiciara parte de su fuerza, parte de su tranquilidad de espíritu, en rondar algo que no era más que una cosa con forma de mujer. Bastaría con que él pudiera ver a través de ella, ver a través de la piel y todo lo demás, para que se curara, y ella podría seguir sentada sola en esta noche maravillosa.

Nada más traspasar los arbustos de adelfas encontró a Frederick, apresurándose hacia ella.

—Estaba decidido a hallarla a usted primero —dijo— antes de ir con Rose —y añadió rápidamente—. Deseo besar sus zapatos.

—¿De verdad? —dijo Scrap, sonriendo—. Entonces tengo que ir a ponerme los nuevos. Estos no son lo suficientemente buenos.

Se sentía enormemente bien dispuesta hacia Frederick. Él, por lo menos, no la agarraría más. Sus días de asimiento, tan repentinos y tan breves, se habían acabado. Era un hombre simpático, un hombre amable. Definitivamente ahora le gustaba. Evidentemente, se había estado metiendo en algún tipo de enredo y le estaba agradecida a Lotty por haberle impedido a tiempo decir algo que lo habría complicado todo irremediablemente. Pero, fuera lo que fuese en lo que se hubiera estado metiendo, ya había salido de ello; su rostro y el de Rose mostraban la misma luz.

—Ahora la adoraré para siempre —dijo Frederick.

Scrap sonrió.

—¿Lo hará? —dijo.

—Antes la adoraba por su belleza. Ahora la adoro porque no sólo es usted tan hermosa como un sueño, sino tan decente como un hombre.

Scrap rio.

—¿Lo soy? —dijo, divertida.

—Cuando la impetuosa mujer joven —prosiguió Frederick—, la benditamente impetuosa mujer joven, reveló en el momento preciso que yo era el marido de Rose, usted se comportó exactamente como un hombre se habría comportado con su amigo.

—¿Lo hice? —dijo Scrap, y su encantador hoyuelo se hizo más evidente.

—Es la combinación más rara y más preciosa —dijo Frederick—, ser una mujer y tener la lealtad de un hombre.

—¿Lo es? —sonrió Scrap, ligeramente melancólica. Ojalá fuera realmente así…

—Y deseo besar sus zapatos.

—¿No nos ahorrará esto complicaciones? —preguntó, al tiempo que le alargaba la mano.

Él la cogió y la besó rápidamente y se alejó de nuevo a toda prisa.

—Bendita sea —dijo mientras se iba.

—¿Dónde está su equipaje? —exclamó Scrap tras él.

—Oh, Dios, sí… —dijo Frederick, deteniéndose—. Está en la estación.

—Mandaré a buscarlo.

Él desapareció entre los arbustos. Ella fue dentro para dar la orden; y sucedió así que Domenico, por segunda vez esa noche, se encontró, perplejo, haciendo el viaje a Mezzago.

Entonces Scrap, tras haber tomado las medidas necesarias para la total felicidad de estas dos personas, volvió a salir lentamente al jardín, absorta por completo en sus pensamientos. El amor parecía traerle felicidad a todo el mundo menos a ella. Desde luego, aquí se había apoderado en sus diferentes variedades de todo el mundo, excepto de ella. Del pobre Mr. Briggs se había apoderado la variedad menos digna. Pobre Mr. Briggs. Resultaba un problema preocupante y su partida al día siguiente no lo solucionaría, se temía.

Cuando alcanzó a los demás, Mr. Arundel —seguía olvidando que no era Mr. Arundel—, con su brazo en el de Rose, estaba ya marchándose, probablemente hacia el mayor aislamiento del jardín inferior. Sin duda, tenían mucho que decirse el uno al otro; algo había ido mal entre los dos y de repente se había arreglado. San Salvatore, diría Lotty, San Salvatore realizando su sortilegio de felicidad. Scrap estaba dispuesta a creer en su hechizo. Incluso ella era más feliz aquí de lo que lo había sido en siglos. La única persona que se iría de vacío sería Mr. Briggs.

Pobre Mr. Briggs. Cuando Scrap divisó a grupo, le vio demasiado agradable y adolescente como para no ser feliz. Parecía fuera de lugar que el dueño de la casa, la persona a la cual debían todo esto, fuera la única que se marchara sin su bendición.

El remordimiento se apoderó de Scrap. Qué días más agradables había pasado en su casa, tumbada en su jardín, disfrutando de sus flores, gozando de sus vistas, utilizando sus cosas, descansando recuperándose, de hecho. Había estado más ociosa tranquila y pensativa que nunca antes en su vida y todo realmente gracias a él. Oh, sabía que le pagaba todas las semanas una suma ridículamente pequeña, que no guardaba ninguna proporción con los beneficios que obtenía a cambio, pero ¿qué suponía eso en el balance? ¿Y no le debía únicamente a él el haber encontrado a Lotty? En ningún otro lugar podrían ella y Lotty haber coincidido; en ningún otro lugar la habría conocido.

El remordimiento posó su mano rápida y cálida sobre Scrap. Se sintió inundada por una gratitud impulsiva. Fue directamente a Briggs.

—Le debo tanto —dijo, abrumada por la conciencia repentina de todo lo que le debía y avergonzada de su comportamiento grosero por la tarde y durante la cena. Por supuesto que él no se había dado cuenta de que estaba siendo grosera. Por supuesto, su desagradable interior estaba camuflado, como de costumbre, por la disposición casual de su exterior; pero ella lo sabía. Era grosera. Se había comportado groseramente con todo el mundo durante años. Cualquier mirada penetrante, pensó Scrap, cualquier mirada realmente penetrante, la vería como lo que realmente era…, una solterona consentida, amargada, suspicaz y egoísta.

—Le debo tanto —dijo, por consiguiente, Scrap con vehemencia, mientras se acercaba directamente a Briggs, humillada por estos pensamientos.

Él la miró asombrado.

¿Usted me debe a ? —dijo—. Pero si soy yo el que…, yo el que… —tartamudeó. Verla allí en su jardín…, no había nada en él, ninguna flor blanca, que fuera más blanca, más exquisita.

—Por favor —dijo Scrap, aún más vehemente—, ¿por qué no elimina de su mente todo lo que no sea la pura y simple verdad? Usted no me debe nada. ¿Cómo me lo iba a deber?

—¿No le debo nada? —repitió Briggs—. Vaya, le debo mi primera visión de… de…

—Oh, por el amor de Dios…, por el amor de Dios —dijo Scrap encarecidamente—, por favor, compórtese con normalidad. No se humille. ¿Por qué iba usted a humillarse? Es ridículo que se humille. Usted vale por cincuenta como yo.

«Imprudente», pensó Mr. Wilkins, que también estaba allí de pie, mientras Lotty seguía sentada en la muralla. Le sorprendía, le preocupaba, le escandalizaba que Lady Caroline alentara así a Briggs. «Imprudente… y mucho», pensó Mr. Wilkins, agitando la cabeza.

El estado de Briggs había alcanzado tal gravedad que, en opinión de Mrs. Wilkins, la única línea de acción a seguir con él era rechazarle de plano. Las medias tintas no servían para nada con Briggs, y lo único que haría el joven con la amabilidad y el trato familiar sería malinterpretarlos. La hija de los Droitwich —era imposible suponerlo— no podía realmente desear alentarle. Briggs estaba muy bien, pero Briggs era Briggs; su nombre bastaba para demostrarlo. Probablemente Lady Caroline no se daba del todo cuenta del efecto de su voz y su rostro y de cómo entre los dos hacían que palabras corrientes en otras circunstancias parecieran…, bueno, alentadoras. Pero estas palabras no eran muy corrientes; Mr. Wilkins se temía que no las había meditado lo suficiente. En efecto, y sin ninguna duda, Lady Caroline necesitaba un consejero, un asesor sagaz y objetivo como él. Allí estaba ella, de pie delante de Briggs, casi tendiéndole las manos. Por supuesto, había que darle las gracias, ya que estaban pasando unas vacaciones realmente deliciosas en su casa, pero no en exceso y no únicamente Lady Caroline. Esa misma noche había estado estudiando la idea de presentarle al día siguiente, antes de que partiera, una carta colectiva de agradecimiento; pero no debía ser la dama de la cual estaba tan manifiestamente enamorado la que le diera las gracias así, a la luz de la luna, en el jardín.

Por tanto, Mr. Wilkins, deseando ayudar a Lady Caroline a salir de esta situación por medio del tacto aplicado rápidamente, dijo con gran cordialidad:

—Sin duda, Briggs, debemos darle las gracias. Me permitirá, por favor, añadir la expresión de mi agradecimiento, y el de mi mujer, a la de Lady Caroline. Deberíamos haber propuesto una votación de gratitud hacia usted en la cena. Deberíamos haber hecho un brindis por usted. Debía haber habido desde luego algún…

Pero Briggs no le prestó ni la más mínima atención; se limitó a continuar mirando a Lady Caroline como si nunca antes hubiera visto a una mujer. Tampoco Lady Caroline —Mr. Wilkins se dio cuenta— le prestó ninguna atención; ella también continuó mirando a Briggs y con ese extraño aire de casi súplica. Realmente imprudente. Realmente.

Por el contrario, Lotty le prestó demasiada atención, eligiendo este momento, en el que Lady Caroline necesitaba especialmente apoyo y protección, para bajarse de la muralla y pasar su brazo por el suyo y arrastrarle.

—Quiero decirte algo, Mellersh —dijo Lotty en esta coyuntura, al tiempo que se levantaba.

—Dentro de un instante —dijo Mr. Wilkins, apartándola con la mano.

—No, ahora —dijo Lotty, y le arrastró.

Se fue con una extrema desgana. No había que darle rienda suelta a Briggs, ni un centímetro.

—Bueno, ¿qué sucede? —preguntó impaciente, mientras Lotty le conducía hacia la casa. No había que abandonar así a Lady Caroline, expuesta a ser molestada.

—Oh, pero no lo está —le aseguró Lotty, exactamente igual que si hubiera dicho esto en voz alta, lo que desde luego no había hecho—. Caroline está perfectamente bien.

—En absoluto bien. Ese joven Briggs es…

—Desde luego que lo es. ¿Qué esperabas? Vayamos dentro, junto al fuego y a Mrs. Fisher. Está sentada allí sola.

—No puedo —dijo Mr. Wilkins, intentando retroceder— dejar a Lady Caroline sola en el jardín.

—No seas tonto, Mellersh, no está sola. Además, quiero decirte algo.

—Bueno, entonces dímelo.

—Dentro.

Con una desgana que aumentaba a cada paso, Mr. Wilkins fue alejado más y más de Lady Caroline. Él ahora creía en su mujer y confiaba en ella, pero en esta ocasión pensaba que estaba cometiendo un tremendo error. En la sala de estar estaba Mrs. Fisher, sentada junto al fuego, y sin duda a Mr. Wilkins, que, una vez que oscurecía, prefería las habitaciones y los fuegos a los jardines y la luz de la luna, le resultaba más agradable estar allí dentro que al aire libre, si hubiera podido traer consigo a Lady Caroline para ponerla a salvo. Tal y como estaban las cosas, entró con una desgana extrema.

Mrs. Fisher, con las manos cruzadas sobre su regazo, no estaba haciendo nada, se limitaba a contemplar fijamente el fuego. La lámpara estaba colocada de forma que pudiera leer, pero no estaba leyendo. La lectura de sus grandes amigos muertos no parecía merecer la pena esa noche. Ahora siempre decían las mismas cosas; repetían las mismas cosas una y otra vez, y nunca más se podría sacar algo nuevo de ellos. Sin duda eran más grandes de lo que nadie lo era ahora, pero tenían una inmensa desventaja, y era que estaban muertos. No se podía esperar nada ulterior de ellos; mientras que de los vivos, ¿qué no se podía esperar? Ansiaba ardientemente la compañía de los vivos, los que se estaban desarrollando; los cristalizados y concluidos la fatigaban. Estaba pensando cómo le habría gustado tener un hijo, un hijo como Mr. Briggs, un muchacho así de encantador, que avanzara, se desarrollara, vivo, cariñoso, que la cuidara y la quisiera…

La expresión de su rostro provocó un pequeño vuelco en el corazón de Mrs. Wilkins cuando la vio. «Pobrecita», pensó, presentándose ante sus ojos toda la soledad de la vejez, la soledad de haber rebasado el tiempo que le correspondía en el mundo, de estar en él únicamente por tolerancia, la soledad total de la mujer anciana y sin hijos que no ha conseguido hacer amigos. Desde luego parecía que la gente sólo podía ser realmente feliz en parejas, cualquier tipo de parejas, sin ser en absoluto necesario que fueran amantes, sino parejas de amigos, parejas de madres y niños, de hermanos y hermanas; y ¿dónde se iba a encontrar a la otra mitad de la pareja de Mrs. Fisher?

Mrs. Wilkins pensó que sería mejor volverla a besar. El beso que le había dado por la tarde había sido un gran éxito; lo sabía, había notado inmediatamente la reacción de Mrs. Fisher. Por tanto, atravesó la habitación y se inclinó y dijo alegremente:

—Hemos entrado —lo que, en efecto, resultaba evidente.

Esta vez Mrs. Fisher llegó incluso a levantar la mano y sujetar la mejilla de Mrs. Wilkins —esta cosa viva, llena de cariño, de sangre cálida y palpitante— contra la suya; al hacerlo se sintió a salvo con la extraña criatura, segura de que ella, que hacía cosas poco comunes con tanta naturalidad, se tomaría el gesto como algo del todo normal y no la pondría en un aprieto sorprendiéndose.

A Mrs. Wilkins no le sorprendió en absoluto; le encantó. «Creo que yo soy la otra mitad de su pareja», se le pasó por la mente. «¡Creo que soy yo, yo misma, la que va a ser la amiga fiel de Mrs. Fisher!».

Cuando levantó la cabeza, la risa llenaba todo su rostro. Los cambios provocados por San Salvatore eran realmente extraordinarios. Ella y Mrs. Fisher…, pero ella las veía como amigas íntimas.

—¿Dónde están los demás? —preguntó Mrs. Fisher—. Gracias…, querida —añadió, cuando Mrs. Wilkins colocó un escabel bajo sus pies, un escabel evidentemente necesario, puesto que las piernas de Mrs. Fisher eran cortas.

«Me veo a lo largo de los años —pensó Mrs. Wilkins, mientras sus ojos danzaban— trayendo escabeles a Mrs. Fisher…».

—Los Rose —dijo, enderezándose— han ido al jardín inferior, creo yo que a arrullarse.

—¿Los Rose?

—Entonces, los Frederick, si lo prefiere. Están completamente fundidos e indistinguibles.

—¿Por qué no decir los Arbuthnot, querida? —dijo Mr. Wilkins.

—Muy bien, Mellersh, los Arbuthnot. Y los Caroline…

Tanto Mr. Wilkins como Mrs. Fisher clavaron sus ojos en ella. Mr. Wilkins, que por lo general tenía un control tan absoluto de sí mismo, los clavó aún más que Mrs. Fisher, y por primera vez desde su llegada se sintió enfadado con su mujer.

—Realmente… —comenzó indignado.

—Muy bien, Mellersh, entonces los Briggs.

—¡Los Briggs! —exclamó Mr. Wilkins, ahora enfadado de verdad, ya que la implicación suponía un insulto de lo más ultrajante para toda la estirpe de los Dester: los Dester muertos, los Dester vivos y los Dester todavía inofensivos al no haber nacido aún—. Realmente…

—Siento, Mellersh —dijo Mrs. Wilkins, aparentando docilidad—, que no te guste.

—¡Gustarme! Has perdido la cabeza. Vaya, nunca antes de hoy habían puesto los ojos el uno en el otro.

—Eso es cierto. Pero a eso se debe que ahora puedan avanzar.

—¡Avanzar! —Mr. Wilkins sólo era capaz de repetir las ultrajantes palabras.

—Siento, Mellersh —repitió Mrs. Wilkins—, que no te guste, pero…

Sus ojos grises brillaron, y la luz y la convicción que tanto habían sorprendido a Rose la primera vez que se vieron rizaron su rostro.

—Es inútil preocuparse —dijo—. Yo en tu lugar no lucharía. Porque…

Se detuvo y miró primero a un rostro alarmado y solemne y después al otro, y no sólo la luz, sino también la risa danzó y aleteó por el suyo.

—Les veo siendo los Briggs —terminó Mrs. Wilkins.

* * *

Esa última semana brotaron las celindas en San Salvatore y todas las acacias florecieron. Nadie se había dado cuenta de la cantidad de acacias que había hasta que, un día, el jardín se llenó de un nuevo aroma, y allí estaban los delicados árboles, los encantadores sucesores de la glicina, repletos de flores suspendidas entre sus hojas temblorosas. Esa última semana, tumbarse bajo una acacia y mirar hacia arriba entre las ramas, viendo cómo se estremecían sus frágiles hojas y sus blancas flores contra el azul del cielo, al tiempo que el más mínimo movimiento del aire sacudía su aroma hacia abajo, producía una enorme felicidad. De hecho, hacia el final poco a poco todo el jardín se vistió de blanco y se volvió cada vez más perfumado. Estaban las azucenas, tan vigorosas como siempre, y los blancos alhelíes y los blancos claveles y las blancas rosas banksia, y las celindas y el jazmín, y, por fin, para culminarlo, la fragancia de las acacias. Cuando, el uno de mayo, todos se fueron, incluso después de haber llegado a los pies de la colina y haber pasado al pueblo a través de la verja de hierro, podían seguir oliendo las acacias.