XXI

Ahora bien, Frederick no era persona a quien gustara hacer daño si podía evitarlo; además, estaba completamente desconcertado. No sólo estaba aquí su mujer —aquí, precisamente aquí—, sino que se estaba abrazando a él como no lo había hecho desde hacía años, y murmurando palabras de amor, y dándole la bienvenida. Si le daba la bienvenida debía haber estado esperando que viniera. Por extraño que pareciera, era la única cosa en toda la situación que resultaba evidente; eso, y la suavidad de la mejilla de ella contra la suya, y su dulce olor tanto tiempo olvidado.

Frederick estaba desconcertado. Pero, al no ser persona a quien gustara hacer daño si podía evitarlo, él también la rodeó con sus brazos, y, tras haberla rodeado con sus brazos, también la besó; y al poco tiempo la estaba besando casi con tanta ternura como ella a él; y al poco tiempo la estaba besando con la misma ternura; y de nuevo al poco tiempo la estaba besando con más ternura, y exactamente igual que si nunca lo hubiera dejado de hacer.

Estaba desconcertado, pero no obstante era capaz de besar. El estar haciéndolo le resultaba curiosamente natural. Le hacía sentirse como si tuviera treinta años en vez de cuarenta, y Rose fuera su Rose de los veinte años, la Rose a la que había adorado tanto antes de que empezara a pesar lo que él hacía junto a su idea de lo que estaba bien, y el saldo resultara negativo para él, y se hubiera vuelto extraña, y fría, y cada vez más escandalizada, y oh, tan lastimosa. En esa época era completamente incapaz de llegar hasta ella; no quería, no podía entender. Ella seguía remitiéndolo todo a lo que llamaba los ojos de Dios; a los ojos de Dios no podía estar bien, no estaban bien. Su rostro desgraciado —fuera lo que fuese lo que hicieran sus principios por ella, no la hacían feliz—, su pequeño rostro desgraciado, retorcido por el esfuerzo de ser paciente, había sido por fin superior a sus fuerzas, y Frederick se había mantenido tan alejado como había podido. Ella nunca debería haber sido la hija de un párroco anglicano, ese demonio de miras estrechas: no estaba en absoluto preparada para resistir a semejante educación.

Lo que había sucedido, por qué estaba aquí, por qué era su Rose de nuevo, sobrepasaba su comprensión; y mientras tanto, y hasta que llegara el momento en que comprendiera, todavía podía besar. De hecho no podía dejar de besar; y fue él el que comenzó ahora a murmurar, a decir palabras de amor en su oído bajo el pelo que olía tan dulce y le hacía cosquillas exactamente como recordaba que solía hacerle cosquillas.

Y mientras la sujetaba cerca de su corazón y sus brazos suaves rodeaban su cuello, sintió cómo le invadía una deliciosa sensación de… al principio no sabía lo que era, este calor delicado que se extendía por su cuerpo, pero entonces lo reconoció como seguridad. Sí; seguridad. Ahora no tenía necesidad de avergonzarse de su figura, y de hacer bromas sobre ella como si quisiera anticiparse a las de los demás y demostrar que no le importaba; ahora no necesitaba acalorarse subiendo colinas, o atormentarse con imágenes de la visión que las mujeres jóvenes y hermosas tenían probablemente de él: qué de mediana edad, qué absurda resultaba su incapacidad de mantenerse alejado de ellas. A Rose no le importaban nada esas cosas. Con ella estaba seguro. Para ella él era su amante, como solía serlo; y nunca se daría cuenta ni le importarían los innobles cambios que la edad había provocado en él y seguía provocando cada vez más.

Por lo tanto, Frederick continuó besando a su mujer con un entusiasmo que iba en aumento y un placer creciente, y el simple hecho de tenerla entre sus brazos le hizo olvidar todo lo demás. ¿Cómo podía, por ejemplo, acordarse o pensar en Lady Caroline, para mencionar sólo una de las complicaciones que erizaban su situación, cuando aquí estaba su dulce mujer, devuelta milagrosamente a él, susurrando con su mejilla contra la suya lo mucho que le quería con las palabras más encantadoras y románticas, lo terriblemente que le había echado de menos? Por un breve instante, ya que incluso en los momentos de amor hay breves instantes de lucidez, llegó a reconocer el inmenso poder de la mujer presente y del abrazo real comparado con el de la mujer, por muy bella que sea, que está en otro lugar, pero eso es lo más lejos que llegó en su recuerdo de Scrap; no más. Era como un sueño, desvaneciéndose ante la luz de la mañana.

—¿Cuándo saliste? —murmuró Rose, con la boca en su oreja. No podía soltarle; ni siquiera para hablar podía soltarle.

—Ayer por la mañana —murmuró Frederick, estrechándola con fuerza. Él tampoco podía soltarla.

—Oh… entonces, en el instante mismo —murmuró Rose.

Esto resultaba enigmático, pero Frederick dijo:

—Sí, en el instante mismo —y le besó el cuello.

—Qué deprisa te llegó mi carta —murmuró Rose, con los ojos cerrados por el exceso de felicidad.

—¿Verdad? —dijo Frederick, que sentía también deseos de cerrar los suyos.

Así que había habido una carta. Pronto, sin duda, se haría la luz, y, mientras tanto, esto resultaba tan extraña y conmovedoramente dulce, este estrechar de nuevo a Rose contra su corazón después de tantos años, que no podía molestarse en intentar adivinar nada. Oh, había sido feliz durante estos años, porque no estaba en su naturaleza ser desgraciado; además, cuántos intereses le había ofrecido la vida, cuántos amigos, cuánto éxito, cuántas mujeres encantadas de ayudarle a borrar la imagen de la mujercita cambiada, petrificada y lastimosa que le esperaba en casa, que no quería gastarse su dinero, que estaba horrorizada por sus libros, que se apartaba cada vez más de él, y que, en las ocasiones en que él intentaba aclarar las cosas con ella le preguntaba, con una paciencia obstinada, cómo creía que las cosas que escribía y de las que vivía se veían a los ojos de Dios. «Nadie —dijo una vez— debería escribir un libro que a Dios no le gustara leer. Esa es la prueba, Frederick». Y él se había reído histéricamente, había estallado en una gran carcajada, y se había marchado corriendo de la casa, lejos de su pequeño y solemne rostro, lejos de su patético y solemne pequeño rostro…

Pero esta Rose era su juventud recuperada, la mejor época de su vida, la época que había encerrado todas las visiones y todas las esperanzas. Cómo habían soñado juntos, él y ella, antes de dar con ese filón de las biografías; cómo habían hecho planes, y reído, y amado. Durante un tiempo habían vivido en el corazón mismo de la poesía. Después de los días felices venían las noches felices, las noches inmensamente felices, en las que ella se dormía abrazada contra su corazón, y cuando él se despertaba seguía todavía abrazada contra su corazón, ya que apenas se movían en su sueño profundo y feliz. Era maravilloso cómo, bajo su toque, todo volvía a su memoria, al contacto de su rostro contra el suyo; era maravilloso que fuera capaz de devolverle su juventud.

—Amor mío, amor mío —murmuró él, vencido por el recuerdo, abrazándola ahora a su vez.

—Amado esposo —susurró ella—; qué felicidad, qué felicidad más completa…

Briggs, al bajar algunos minutos antes de que sonara el gong, con la esperanza de encontrar allí a Lady Caroline, se sorprendió sobremanera. Había supuesto que Rose Arbuthnot era viuda y seguía suponiéndolo, por lo que se sorprendió sobremanera.

—Vaya, que me cuelguen —pensó Briggs, de un modo muy claro y definido, ya que la conmoción por lo que vio en la ventana le sobresaltó de tal manera que durante un momento se liberó de su confuso ensimismamiento.

En voz alta dijo, rojo como la grana:

—Oh, esto…, discúlpenme… —y después permaneció dubitativo y preguntándose si no debería regresar de nuevo a su dormitorio.

Si no hubiera dicho nada, ellos no se habrían enterado de que estaba allí, pero cuando les pidió que le disculparan, Rose se volvió y le miró con la expresión de alguien que está intentando recordar, y Frederick también le miró sin llegar a verle del todo al principio.

No parecían darle importancia, pensó Briggs, ni sentirse en absoluto violentos. Él no podía ser su hermano; ningún hermano provocaba jamás esa expresión en el rostro de una mujer. Resultaba muy incómodo. Si a ellos no les importaba, a él sí. Le desconcertaba tropezarse con su Madonna extralimitándose.

—¿Es este uno de tus amigos? —consiguió tras un instante preguntarle Frederick a Rose, que no parecía tener la más mínima intención de presentar al joven de pie incómodo ante ellos, sino que seguía contemplándole con una especie de expresión de buena voluntad abstraída y radiante.

—Es Mr. Briggs —dijo Rose, cuando le reconoció—. Este es mi marido —añadió.

Y Briggs, mientras le estrechaba la mano, tuvo el tiempo justo de pensar en lo sorprendente que resultaba tener un marido siendo viuda antes de que sonara el gong, y Lady Caroline estaría a punto de llegar, y perdió por completo su capacidad de pensar y se convirtió simplemente en un objeto con los ojos fijos en la puerta.

Por la puerta entraron inmediatamente, en lo que parecía una procesión interminable, primero Mrs. Fisher, realmente majestuosa con su chal de encaje de noche y su broche, que al verle se deshizo relajada en sonrisas bondadosas, envarándose, sin embargo, al divisar al desconocido; a continuación Mr. Wilkins, más limpio y pulcro y más cuidadosamente vestido y peinado que cualquier otro hombre sobre la tierra; después, atando algo apresuradamente mientras venía, Mrs. Wilkins y después nadie.

Lady Caroline se retrasaba. ¿Dónde estaba? ¿Había oído el gong? ¿No habría que golpearlo de nuevo? Y si, después de todo, no venía a cenar…

Briggs se quedó helado.

—Preséntame —dijo Frederick al entrar Mrs. Fisher, tocando el codo de Rose.

—Mi marido —dijo Rose, mientras le cogía la mano, el rostro exquisito.

«Este —pensó Mrs. Fisher— debe ser el último marido, a menos que Lady Caroline no se saque uno de la manga».

Pero le recibió con amabilidad, ya que sin duda tenía el aspecto exacto de un marido, en nada parecido a una de esas personas que circulan por el extranjero pretendiendo ser maridos cuando no lo son, y dijo que imaginaba había venido a acompañar a su mujer de vuelta a casa a final de mes, y señaló que ahora la casa estaría completamente llena.

—O sea que —añadió, sonriéndole a Briggs— por fin le sacaremos de verdad el jugo a nuestro dinero.

Briggs hizo un gesto mecánico, ya que sólo era capaz de notar que alguien le estaba gastando una broma, pero no había oído a Mrs. Fisher y no la miró. No sólo sus ojos estaban fijos en la puerta, sino que todo su cuerpo estaba concentrado en ella.

Mr. Wilkins, al ser presentado cuando le llegó el turno, se mostró muy hospitalario y llamó «señor» a Frederick.

—Bueno, señor mío —dijo Mr. Wilkins con cordialidad—, aquí estamos, aquí estamos… —y, tras haber estrechado su mano con una complicidad que no era mutua debido únicamente a que Arbuthnot no sabía todavía la clase de problemas que le esperaban, le miró como debía hacerlo un hombre, directamente a los ojos, y permitió que su mirada transmitiera, con tanta claridad como lo puede hacer una mirada, que en él encontraría lealtad, integridad, fiabilidad; de hecho un amigo en la necesidad. Mrs. Arbuthnot estaba ruborizadísima, notó Mr. Wilkins. Nunca antes la había visto tan ruborizada. «Bueno, soy su hombre», pensó.

El saludo de Lotty fue efusivo. Lo llevó a cabo con las dos manos.

—¿No te lo dije? —exclamó riendo en dirección a Rose por encima de su hombro mientras Frederick estrechaba sus manos entre las dos suyas.

—¿Qué fue lo que le dijo? —preguntó Frederick, para no permanecer en silencio. La forma en que todos le estaban recibiendo resultaba desconcertante. Evidentemente, todos habían esperado que viniera, no sólo Rose.

La mujer pelirroja aunque atractiva no respondió a su pregunta, pero parecía extraordinariamente contenta de verle. ¿Por qué iba a estar extraordinariamente contenta de verle?

—Qué sitio más delicioso es este —dijo Frederick, desconcertado, y haciendo el primer comentario que se le ocurrió.

—Es una tina llena de amor —dijo vehemente la joven mujer pelirroja; lo cual le dejó más desconcertado que nunca.

Y su desconcierto se hizo excesivo con las siguientes palabras que oyó, pronunciadas estas por la dama anciana, que dijo:

—No esperaremos. Lady Caroline siempre se retrasa —ya que sólo entonces, al oír su nombre, se acordó de Lady Caroline en toda su realidad, y pensar en ella le desconcertó en exceso.

Entró en el comedor como un hombre en sueños. Había venido a este lugar para ver a Lady Caroline y así se lo había dicho. Su fatuidad le había llevado incluso a decir —era cierto, pero qué fatuo por su parte— que no había podido evitar venir. Ella no sabía que estaba casado. Pensaba que su nombre era Arundel. Todo el mundo en Londres pensaba que su nombre era Arundel. Lo había utilizado y escrito bajo él durante tanto tiempo que casi pensaba que era el suyo. En el corto espacio de tiempo desde que ella le había dejado en el asiento del jardín, donde le dijo que había venido porque no podía evitarlo, había encontrado de nuevo a Rose, había abrazado apasionadamente y había sido abrazado y había olvidado a Lady Caroline. Sería un extraordinario golpe de suerte si el retraso de Lady Caroline significara que estaba cansada o aburrida y no bajaría en absoluto a cenar. Entonces él podría…, no, no podría. Su habitual tono rojo —puesto que era un hombre de constitución robusta y en cualquier caso colorado— se hizo todavía más intenso al pensar en semejante cobardía. No, no se podía marchar después de la cena y coger el tren y desaparecer a Roma; es decir, no, a menos que Rose viniera con él. Pero incluso así, qué forma de escapar. No, no podía.

Cuando llegaron al comedor, Mrs. Fisher se dirigió a la cabecera de la mesa; ¿sería esta la casa de Mrs. Fisher?, se preguntó. Frederick no lo sabía; no sabía nada, y Rose, que en sus primeros días de desafío a Mrs. Fisher se había apropiado del otro extremo, ya que después de todo nadie podía, mirando a una mesa, decir cuál era el extremo superior y cuál el inferior, condujo a Frederick hasta el asiento situado junto a ella. Ojalá, pensó, pudiera haber estado a solas con Rose; sólo cinco minutos más a solas con Rose, de forma que hubiera podido preguntarle…

Pero probablemente no le habría preguntado nada y se habría limitado a seguirla besando.

Miró a su alrededor. La joven mujer pelirroja le estaba diciendo al hombre llamado Briggs que fuera a sentarse junto a Mrs. Fisher; ¿sería entonces la casa de la joven mujer pelirroja y no de Mrs. Fisher? No lo sabía; no sabía nada, y ella misma se sentó al otro lado de Rose, por lo que se encontraba frente a él, Frederick, y junto al hombre cordial que había dicho «aquí estamos» cuando resultaba perfectamente evidente que, en efecto, allí estaban.

Junto a Frederick, y entre él y Briggs, había una silla vacía: la de Lady Caroline. Lady Caroline era tan ignorante de la presencia de Rose en la vida de Frederick como inconsciente era Rose de la presencia de Lady Caroline en la vida de Frederick. ¿Qué pensaría cada una? No lo sabía; no sabía nada. Sí, sí sabía algo, y era que su mujer se había reconciliado con él: de repente, de forma milagrosa, inexplicable y divina. Más allá de eso no sabía nada. La situación era tal que no se sentía capaz de hacerle frente. Debía conducirle allí donde tuviera que hacerlo. Lo único que podía hacer era dejarse arrastrar.

Frederick tomó la sopa en silencio, y los ojos, los grandes y expresivos ojos de la mujer joven sentada frente a él, le observaban, podía notarlo, con una mirada en ellos de interrogación creciente. Podía ver que eran unos ojos muy inteligentes y atractivos y llenos, aparte de la interrogación, de buena voluntad. Probablemente pensaba que él debía hablar, pero, de haberlo sabido todo, no habría pensado eso. Briggs tampoco hablaba. Briggs parecía inquieto. ¿Qué le pasaba a Briggs? Y Rose tampoco hablaba, pero había que tener en cuenta que eso era natural. Nunca había sido habladora. Tenía una expresión realmente encantadora en su rostro. ¿Cuánto tiempo permanecería en él después de la entrada de Lady Caroline? No lo sabía; no sabía nada.

Pero el hombre cordial a la derecha de Mrs. Fisher estaba hablando por todos. Ese tipo debería haber sido un pastor. El púlpito era el lugar apropiado para una voz semejante; le conseguiría un obispado en seis meses. Le estaba explicando a Briggs, que se agitaba en su asiento —¿por qué se agitaba Briggs en su asiento?—, que tenía que haber venido en el mismo tren que Arbuthnot, y cuando Briggs, que no decía nada, se retorció en aparente desacuerdo, se encargó de demostrárselo, y lo hizo con frases largas y claras.

—¿Quién es el hombre de la voz? —le preguntó Frederick a Rose en un susurro; y la mujer joven frente a él, que parecía poseer la rapidez de oído de las criaturas salvajes, respondió:

—Es mi marido.

—Entonces, de acuerdo con todas las reglas —dijo Frederick amablemente, serenándose—, usted no debería estar sentada junto a él.

—Pero yo quiero. Me gusta estar sentada junto a él. No me gustaba antes de venir aquí.

A Frederick no se le ocurrió nada que responder a esto, por lo que se limitó a sonreír a todo el mundo.

—Es este lugar —dijo ella, asintiendo con la cabeza en su dirección—. Le hace a uno comprender. No tiene ni idea de lo mucho que comprenderá antes de marcharse de aquí.

—Le aseguro que espero que así sea —dijo Frederick con un fervor auténtico.

Se retiró la sopa y trajeron el pescado. Briggs, sentado al otro lado de la silla vacía, parecía más inquieto que nunca. ¿Qué le sucedía a Briggs? ¿No le gustaba el pescado?

Frederick se preguntó qué tipo de tics nerviosos tendría Briggs si se encontrara en su situación. Frederick se limpiaba el bigote una y otra vez y no era capaz de levantar la vista del plato, pero eso era todo lo que demostraba de lo que estaba sintiendo.

Aunque no levantaba la vista, sentía los ojos de la joven mujer sentada frente a él escrutándole como reflectores, y los ojos de Rose también le observaban, lo sabía, pero reposaban sobre él incondicionalmente, hermosamente, como una bendición. ¿Cuánto tiempo seguirían haciéndolo una vez que Lady Caroline estuviera allí? No lo sabía; no sabía nada.

Se limpió el bigote por vigésima e innecesaria vez y la mano le tembló ligeramente, y la mujer joven frente a él vio cómo la mano le temblaba ligeramente, y sus ojos le escrutaron persistentemente. ¿Por qué le escrutaron sus ojos persistentemente? No lo sabía; no sabía nada.

Entonces Briggs se puso en pie de un salto. ¿Qué le sucedía a Briggs? Oh…, sí…, claro: ella había llegado.

Frederick se limpió el bigote y se levantó también. Ahora no iba a poder librarse. Qué situación más absurda y fantástica. Bueno, sucediera lo que sucediera, sólo podía dejarse arrastrar; dejarse arrastrar y aparecer como un idiota a los ojos de Lady Caroline, el idiota más perfecto al tiempo que falso, un idiota que era además un reptil, ya que ella podía muy bien pensar que se había estado burlando de ella fuera en el jardín al decirle, sin duda con voz temblorosa —idiota y estúpido—, que había venido porque no lo podía evitar; mientras que, en cuanto al aspecto que iba a ofrecer a los ojos de su Rose… cuando Lady Caroline se la presentara, cuando Lady Caroline le presentara como un amigo al que había invitado a cenar…, bueno, sólo Dios lo sabía.

Por tanto, al levantarse se limpió el bigote por última vez antes de la catástrofe.

Pero no había contado con Scrap.

Esa mujer consumada y experimentada se deslizó en la silla que Briggs le sujetaba y, al inclinarse Lotty a través de la mesa con impaciencia y decirle antes de que nadie más pudiera intervenir:

—¡Fíjate, Caroline, lo deprisa que ha llegado el marido de Rose! —se volvió hacia él sin la más mínima traza de sorpresa en su rostro, le alargó la mano, sonrió como un ángel adolescente y dijo:

—Y voy y me retraso en su primera noche.

La hija de los Droitwich…