XX

Scrap deseaba saber tantas cosas de su madre que, al poco tiempo, Arundel tuvo que inventar. Hablaría de lo que ella quisiera con tal de estar con ella un rato y verla y oírla, pero en realidad sabía muy poco de los Droitwich y de sus amigos; aparte de encontrarse con ellos en esos actos más amplios en los que también estaba representada la literatura, y entretenerles en almuerzos y cenas, sabía realmente muy poco de ellos. Para ellos había seguido siendo Mr. Arundel; nadie le llamaba Ferdinand; y sólo conocía los cotilleos asequibles asimismo a los periódicos de la tarde y a los asiduos de los clubes. Pero, sin embargo, se le daba muy bien inventar; y, tan pronto como se le acabó el conocimiento de primera mano, pasó a inventar para poder contestar a sus preguntas y mantenerla allí con él. Era muy fácil atribuir a otras personas algunas de las cosas divertidas que se le ocurrían constantemente y pretender que les pertenecían. Scrap, que sentía hacia sus padres ese tipo de cariño que aumenta con la distancia, estaba sedienta de noticias, y se fue interesando cada vez más por las que él le iba comunicando de forma gradual.

Al principio eran noticias corrientes. Se había encontrado con su madre aquí, y la había visto allí. Tenía muy buen aspecto; dijo esto y lo otro. Pero al poco tiempo las cosas que había dicho Lady Droitwich adquirieron un carácter insólito; se volvieron divertidas.

—¿Mamá dijo eso? —le interrumpía Scrap, sorprendida.

Y, al poco tiempo, Lady Droitwich comenzó no sólo a decir cosas divertidas, sino también a hacerlas.

¿Mamá hizo eso? —preguntaba Scrap, con los ojos muy abiertos.

Arundel se fue animando con su trabajo. Le atribuyó a Lady Droitwich algunas de las ideas más entretenidas que había tenido últimamente, así como cualquier cosa simpática y graciosa que hubiera sucedido, o que pudiera haber sucedido, ya que era capaz de imaginar casi cualquier cosa.

Los ojos de Scrap siguieron abriéndose de asombro y orgullo afectuoso por su madre. Vaya, pero qué divertido… imagínate a mamá. Qué encanto de anciana. ¿Realmente había hecho eso? Qué absolutamente adorable por su parte. Y de verdad decía… pero qué maravilloso que se le ocurriera. ¿Qué cara había puesto Lloyd George?

Scrap rio y rio, y sintió grandes deseos de abrazar a su madre, y el tiempo voló, y oscureció bastante, y se hizo casi de noche, y Mr. Arundel seguía divirtiéndola, y eran las ocho menos cuarto cuando de repente se acordó de la cena.

—¡Oh Dios mío! —exclamó, levantándose de un salto.

—Sí. Es tarde —dijo Arundel.

—Me adelantaré rápidamente y le enviaré a la criada. Tengo que correr, si no nunca estaré lista a tiempo…

Y desapareció por el camino con la ligereza de un ciervo joven y esbelto.

Arundel la siguió. No quería llegar demasiado acalorado, por lo que tenía que ir despacio. Afortunadamente estaba cerca de la cima, y Francesca bajó por la pérgola para guiarle al interior, y, tras haberle mostrado dónde podía lavarse, le colocó en el salón vacío junto al fuego chisporroteante para que se calmara.

Se alejó lo más posible del fuego, y se quedó de pie en uno de los profundos vanos de las ventanas con vistas a las luces lejanas de Mezzago. La puerta del salón estaba abierta, y la casa estaba silenciosa con la quietud que precede a la cena, cuando todos sus habitantes están encerrados en sus cuartos vistiéndose. En su habitación, Briggs desechaba una corbata estropeada tras otra; Scrap en la suya estaba introduciéndose a toda prisa en un vestido negro, con la vaga noción de que de negro Mr. Briggs no podría verla con tanta claridad; Mrs. Fisher estaba sujetando el chal de encaje, que cada noche transformaba su vestido de día en su vestido de noche, con el broche que le había regalado Ruskin con ocasión de su boda, formado por dos azucenas de perlas unidas por una cinta de esmalte azul en el que aparecía escrito en letras doradas Esto perpetua; Mr. Wilkins estaba sentado al borde de la cama cepillando el pelo de su mujer —tanto había progresado en sus demostraciones en esta tercera semana— mientras ella, por su parte, sentada en una silla frente a él, colocaba sus gemelos en una camisa limpia; y Rose, lista y vestida, estudiaba su día sentada en la ventana.

Rose se daba perfecta cuenta de lo que le había sucedido a Mr. Briggs. En caso de haber tenido alguna dificultad al respecto, Lotty la habría eliminado por medio de los francos comentarios que había hecho cuando ella y Rose se habían sentado juntas en la muralla después del té. A Lotty le encantaba que se introdujera más amor en San Salvatore, incluso si era solamente unilateral, y dijo que una vez que el marido de Rose estuviera allí no imaginaba, ahora que también Mrs. Fisher se había soltado —Rose protestó ante la expresión, y Lotty replicó que aparecía en Keats—, que hubiera en todo el mundo otro lugar más rebosante de felicidad que San Salvatore.

—Tu marido —dijo Lotty, balanceando los pies— podría estar aquí muy pronto, quizá mañana por la noche, si sale en seguida, y tendremos unos gloriosos días finales antes de volver todos a casa tonificados para el resto de nuestras vidas. No creo que ninguno de nosotros vuelva a ser el mismo, y no me sorprendería nada que Caroline acabara tomándole cariño al joven Briggs. Está en el aire. Aquí tienes que tomarle cariño a la gente.

Rose, sentada ante su ventana, pensaba en estas cosas. Lotty y su optimismo… Y, sin embargo, se había visto justificado por Mr. Wilkins; y mira también a Mrs. Fisher. ¡Ojalá se cumpliera igual con Frederick! Porque Rose, que entre el almuerzo y el té había dejado de pensar en Frederick, estaba ahora, entre el té y la cena, pensando en él más que nunca.

Había sido divertido y delicioso, ese pequeño paréntesis de admiración, pero por supuesto no podía continuar una vez que apareciera Caroline. Rose conocía su lugar. Podía ver tan bien como cualquiera el encanto excepcional y único de Lady Caroline. Sin embargo, cosas como la admiración y el aprecio hacían que una se sintiera cálida, capaz de merecerlas realmente, diferente, resplandeciente. Parecían resucitar facultades insospechadas. Estaba segura de que entre el almuerzo y la cena había sido una mujer absolutamente divertida, y también bonita. Tenía la certeza de que había sido bonita; lo había visto en los ojos de Mr. Briggs tan claramente como en un espejo. Durante un breve espacio, pensó, había sido como una mosca aletargada devuelta al alegre zumbido gracias al fuego encendido en un cuarto helado. Sólo el recordarlo le hacía zumbar y estremecerse todavía. Qué divertido había sido, tener un admirador incluso durante ese intervalo tan corto. No era de extrañar que a la gente le gustaran los admiradores. De alguna forma curiosa, parecían insuflarle vida a una.

A pesar de que se había terminado, la seguía iluminando, y se sentía más animada, más optimista, más como Lotty probablemente se sentía todo el tiempo, de lo que lo había estado desde su infancia. Se vistió con cuidado, aunque sabía que Mr. Briggs ya no la vería; pero le complacía comprobar, mientras lo hacía, lo guapa que podía llegar a ponerse; y estuvo a punto de colocarse en el pelo una camelia carmesí junto a la oreja. Llegó a sujetarla allí un minuto, y su aspecto era pecaminosamente atractivo y era exactamente del mismo color que su boca, pero se la quitó de nuevo con una sonrisa y un suspiro y la puso en el lugar apropiado para las flores, que es el agua. No debía ser ridícula, pensó. Tenía que acordarse de los pobres. Pronto estaría de vuelta con ellos otra vez, y ¿cómo se vería entonces una camelia tras su oreja? Sencillamente fantástica.

Pero a una cosa estaba decidida: lo primero que haría cuando volviera a casa sería aclarar las cosas con Frederick. Si él no venía a San Salvatore eso sería lo que haría, lo primero de todo. Hacía mucho tiempo que debería haberlo hecho, pero cuando lo intentaba siempre había estado en desventaja, debido al tremendo cariño que sentía por él y el gran miedo de ir a recibir nuevas heridas en su desgraciado y blando corazón. Pero ahora, que la hiriera tanto como quisiera, tanto como pudiera: no por ello dejaría ella de aclarar las cosas con él. Y no es que él la hiriera intencionadamente; ella sabía que nunca tenía intención de hacerlo, sabía que con frecuencia ni siquiera se daba cuenta de haberlo hecho. Para ser una persona que escribía libros, pensó Rose, Frederick no parecía tener mucha imaginación. En cualquier caso, se dijo, al tiempo que se levantaba del tocador, las cosas no podían seguir así. Pondría las cosas en claro con él. Esta vida separada, esta soledad glacial: ya no lo soportaba más. ¿Por qué no iba a ser feliz ella también? ¿Por qué demonios —la enérgica expresión encajaba con la rebeldía de su estado de ánimo— no la iban a amar también y a permitirle amar?

Miró su pequeño reloj. Todavía quedaban diez minutos para la cena. Cansada de estar en su dormitorio, pensó acercarse a las almenas de Mrs. Fisher, que estarían vacías a estas horas, y contemplar cómo la luna salía del mar.

Entró en el desierto salón superior con este propósito, pero por el camino la atrajo el fuego que brillaba a través de la puerta abierta de la sala de estar.

Qué aspecto tan alegre tenía. El fuego transformaba la habitación. Esta, un cuarto oscuro y feo durante el día, se había transformado igual que lo había hecho ella gracias al calor de… no, no sería ridícula; pensaría en los pobres; pensar en ellos siempre la devolvía inmediatamente a la sensatez.

Se asomó. Fuego y flores; y más allá de las profundas aberturas de las ventanas colgaba la cortina azul de la noche. Qué bonito. Qué lugar más dulce era San Salvatore. Y esas espléndidas lilas que había sobre la mesa… tenía que acercarse a olerlas…

Pero no llegó nunca a las lilas. Avanzó un paso hacia ellas, y después permaneció quieta, porque había visto la figura que estaba mirando por la ventana en la esquina más alejada, y era Frederick.

Toda la sangre del cuerpo de Rose se agolpó a su corazón y pareció detener sus latidos.

Frederick. Había venido.

Permaneció muy quieta. Él no la había oído. No se volvió. Ella se quedó mirándole. El milagro había sucedido, y él había venido.

Permaneció conteniendo la respiración. Así que la necesitaba, ya que había venido inmediatamente. Así que él también debía haber estado pensando, anhelando…

Su corazón, que había parecido detenerse, ahora la estaba ahogando, tal era su aceleración. Entonces Frederick la amaba de verdad; tenía que amarla, o si no ¿por qué había venido? Algo, quizá su ausencia, le había hecho volverse hacia ella, desearla, y ahora el entendimiento que había decidido tener con él sería muy… sería muy… fácil…

Sus pensamientos se negaban a continuar. Su mente tartamudeaba. No podía pensar. Sólo podía ver y sentir. No sabía cómo había ocurrido. Era un milagro. Dios podía hacer milagros. Dios había hecho esto. Dios podía… Dios podía… podía…

Su mente tartamudeó de nuevo, y se detuvo.

—Frederick… —intentó decir; pero no salió ningún sonido, o si lo hizo el chisporroteo del fuego lo ocultó.

Tenía que acercarse más. Comenzó a deslizarse hacia él, suavemente, suavemente.

Él no se movió. No había oído.

Ella se acercó sigilosamente cada vez más, y el fuego chisporroteó y él no oyó nada.

Ella se detuvo un momento, incapaz de respirar. Estaba asustada. Y si, y si… Oh, pero había venido, había venido.

Continuó de nuevo, hasta acercarse a él, y su corazón palpitó tan fuerte que pensó que lo oiría. Y no podía sentir él… no sabía…

—Frederick —susurró, no pudiendo casi ni siquiera suspirar, ahogada por el latir de su corazón.

Él giró en redondo sobre sus talones.

—¡Rose! —exclamó, contemplándola con la mirada vacía.

Pero ella no vio su mirada, ya que sus brazos rodeaban su cuello, y su mejilla estaba contra la suya, y estaba murmurando, con sus labios en su oído:

—Sabía que vendrías… en el fondo de mi corazón siempre, siempre supe que vendrías…