Y cuando a continuación ella habló… ¿Qué posibilidades tenía el pobre Briggs? Estaba perdido. Todo lo que dijo Scrap, al presentarle Mr. Wilkins, fue: «¿Cómo está usted?», pero fue suficiente; perdió a Briggs.
De ser un joven alegre, hablador y feliz, rebosante de vida y simpatía, pasó a ser alguien silencioso, solemne y con pequeñas gotas en las sienes. También se volvió torpe, dejando caer la cuchara al alargarle la taza, y maniobrando mal con el plato de mostachones, de forma que uno rodó al suelo. Sus ojos no se podían separar ni un momento del encantador rostro; y cuando Mr. Wilkins, para aclarar su situación, ya que él no conseguía aclararse por sí solo, informó a Lady Caroline de que en Mr. Briggs contemplaba al propietario de San Salvatore, que iba camino de Roma, pero que se había detenido en Mezzago, etc., etc., y que las otras tres damas le habían invitado a que pasara la noche en la que a todos los efectos era su casa antes que en un hotel, y Mr. Briggs sólo estaba esperando el sello de su aprobación a esta invitación, al ser ella la cuarta anfitriona; cuando Mr. Wilkins, pesando sus frases y con una claridad admirable y disfrutando con el sonido de su culta voz, le explicó de esta manera la situación a Lady Caroline, Briggs permaneció sentado y no dijo ni una palabra.
Una profunda melancolía invadió a Scrap. Reconocía, y demasiado bien, todos los síntomas del aferrador incipiente, y sabía que si Briggs se quedaba, su cura de descanso podía darse por terminada.
Entonces se le vino a la mente Kate Lumley. Se agarró a Kate como a un clavo ardiendo.
—Habría sido delicioso —dijo, dirigiendo una débil sonrisa a Briggs (el decoro la obligaba a sonreír por lo menos un poco, pero incluso un poco revelaba el hoyuelo, y la mirada de Briggs se fijó aún más)—, pero me estaba preguntando si hay sitio.
—Sí, lo hay —dijo Lotty—. Está el cuarto de Kate Lumley.
—Creía —le dijo Scrap a Mrs. Fisher, y Briggs tuvo la impresión de que nunca antes había oído música— que la llegada de su amiga era inminente.
—Oh no —respondió Mrs. Fisher; con una placidez extraña, le pareció a Scrap.
—Miss Lumley —dijo Mr. Wilkins—, ¿o debería decir —le preguntó a Mrs. Fisher— Mrs.?
—Nadie se ha casado nunca con Kate —dijo Mrs. Fisher complacida.
—Exactamente. En cualquier caso, Miss Lumley no llega hoy, Lady Caroline, y Mr. Briggs —desgraciadamente, si se me permite decirlo— tiene que continuar su viaje mañana, por lo que su estancia no interferiría de ninguna manera con los posibles desplazamientos de Miss Lumley.
—Entonces, por supuesto que me uno a la invitación —dijo Scrap, con lo que Briggs le pareció una muestra de la más sublime cordialidad.
Él tartamudeó algo, ruborizándose intensamente, y Scrap pensó «Oh» y volvió el rostro; pero eso sólo consiguió que Briggs conociera su perfil, y si existía algo más encantador que el rostro completo de Scrap era su perfil.
Bueno, era sólo por esta tarde y esta noche. Sin duda se marcharía pronto por la mañana. Se tardaba horas en llegar a Roma. Sería terrible si se quedaba hasta el tren de la noche. Tenía la sensación de que el expreso principal para Roma pasaba por allí de noche. ¿Por qué no había llegado todavía esa Kate Lumley? Se había olvidado por completo de ella, pero ahora recordó que se la iba a invitar hacía quince días. ¿Qué habría pasado con ella? Este hombre, una vez que se le hubiera franqueado la entrada, vendría a verla en Londres, frecuentaría los lugares en los que pudiera encontrarla. Su ojo experimentado podía ver que tenía todas las cualidades de un aferrador apasionadamente persistente.
«Si —pensó Mr. Wilkins, observando el rostro de Briggs y su repentino silencio— existía algún entendimiento entre este joven y Mrs. Arbuthnot, ahora surgirían problemas. Problemas de naturaleza diferente a la que yo me temía, en los que Arbuthnot habría jugado un papel principal, de hecho el papel del demandante, pero problemas que, a pesar de todo, necesitarán ayuda y consejo para no llegar al escándalo público. Briggs, empujado por su pasión y la belleza de ella, pretenderá a la hija de los Droitwich. Ella, como es natural y apropiado, le rechazará. Mrs. Arbuthnot, al ser dejada al margen, se sentirá herida y lo demostrará. A su llegada, Arbuthnot hallará a su mujer desecha en lágrimas misteriosas. Al preguntar sobre su causa, se encontrará con una gélida reserva. Entonces es probable que surjan más problemas, y en mí buscarán y encontrarán a su consejero. Cuando Lotty dijo que Mrs. Arbuthnot quería a su marido, estaba equivocada. A quien Mrs. Arbuthnot quiere es a Briggs, y tiene todas las trazas de que no le va a conseguir. Bueno, soy su hombre».
—¿Dónde están sus cosas, Mr. Briggs? —preguntó Mrs. Fisher, con la voz henchida de cariño maternal—. ¿No habría que ir a buscarlas? —ya que el sol estaba a punto de entrar en el mar, y la humedad olorosa de abril que seguía inmediatamente a su desaparición había comenzado a penetrar con sigilo en el jardín.
Briggs se sobresaltó.
—¿Mis cosas? —repitió—. Oh, sí. Debo recogerlas. Están en Mezzago. Mandaré a Domenico. Mi simón está esperando en el pueblo. Puede regresar en él. Iré a decírselo.
Se levantó. ¿A quién se estaba dirigiendo? A Mrs. Fisher, aparentemente, y sin embargo, sus ojos estaban fijos en Scrap, que no dijo nada y no miró a nadie.
Entonces, serenándose, tartamudeó:
—Lo siento muchísimo… sigo olvidando que yo no… bajaré y las traeré yo mismo.
—No supone ningún problema mandar a Domenico —dijo Rose; y al oír su dulce voz, Briggs volvió la cabeza.
Vaya, allí estaba su amiga, la dama del nombre dulce, pero ¡cómo había cambiado en este corto intervalo! ¿Era la débil luz que se extinguía la que provocaba su palidez, la vaguedad de sus facciones, su falta de definición, su aspecto fantasmal? Un fantasma bueno y amable, desde luego, y todavía con un nombre bonito, pero sólo un fantasma.
Se giró de nuevo hacia Scrap, y olvidó la existencia de Rose Arbuthnot. ¿Cómo podía preocuparse por nada o nadie en este primer momento de su encuentro cara a cara con su sueño hecho realidad?
Briggs no había imaginado o esperado que existiera nadie tan hermoso con su sueño de belleza. Nunca hasta ahora había encontrado siquiera una aproximación. Mujeres bonitas, mujeres encantadoras, sí; las había encontrado a montones y apreciado adecuadamente, pero nunca a la genuina, a la divina. Solía pensar, «Si alguna vez viera a una mujer perfectamente hermosa me moriría»; y aunque no se murió al conocer ahora lo que, de acuerdo con sus ideas, era una mujer perfectamente hermosa, se volvió casi tan incapaz de dirigir sus asuntos como si lo hubiera hecho.
Los demás se vieron obligados a disponerlo todo por él. Por medio de preguntas consiguieron sacarle que su equipaje estaba en la consigna de la estación de Mezzago, y llamaron a Domenico y, exhortado e incitado por todo el mundo, excepto Scrap, que permanecía en silencio y no miraba a nadie, Briggs fue persuadido para que le diera las instrucciones necesarias de forma que regresara en el simón y trajera sus cosas.
El derrumbamiento de Briggs era un espectáculo desolador. Todos se dieron cuenta, incluso Rose.
—Habrase visto —pensó Mrs. Fisher—, resulta intolerable la forma en que una cara bonita puede transformar a un hombre encantador en un idiota.
Y, sintiendo que el aire se volvía frío, y penoso el espectáculo del embelesado Briggs, entró para ordenar que prepararan su cuarto, lamentando ahora haber apremiado al pobre chico para que se quedara. Por un momento había olvidado el rostro aguafiestas de Lady Caroline, y el olvido había sido aún más total debido a la ausencia de cualquier efecto nocivo sobre Mr. Wilkins. Pobre chico. Y tan encantador además, cuando se le dejaba en paz. Era verdad que no podía acusar a Lady Caroline de no dejarle en paz, ya que le estaba ignorando por completo, pero eso no ayudaba. Exactamente igual que polillas estúpidas, hombres inteligentes en otros aspectos revoloteaban alrededor de la impasible vela encendida de una cara bonita. Les había visto hacerlo. Lo había observado con demasiada frecuencia. Estuvo a punto de apoyar una mano maternal en la cabeza rubia de Briggs al pasar por su lado. Pobre chico.
Entonces Scrap, que había terminado su cigarrillo, se levantó y entró también. No veía ninguna razón por la que debía permanecer allí sentada con el objeto de satisfacer el deseo de Mr. Briggs de contemplarla fijamente. Le hubiera gustado quedarse más tiempo fuera, ir a su rincón tras los arbustos de adelfas y mirar el cielo del atardecer y observar cómo se encendían una por una las luces abajo, en el pueblo, y oler la dulce humedad de la noche, pero, si lo hacía, Mr. Briggs sin duda la seguiría.
Había comenzado de nuevo la vieja tiranía que tan bien conocía. Sus vacaciones de paz y liberación se habían interrumpido, quizá terminado, ya que ¿quién sabía si después de todo se iría mañana? Podía dejar la casa, expulsado por Kate Lumley, pero no había nada que le impidiera alquilar habitaciones en el pueblo y subir todos los días. ¡Esta tiranía de una persona sobre otra! Y su físico era tan desafortunado que no podría ni siquiera mirarle con severidad sin ser malinterpretada.
Scrap, que adoraba este momento del anochecer en su rincón, se sentía indignada con Mr. Briggs que se lo estaba robando, y volvió la espalda al jardín y a él y se dirigió a la casa sin una sola mirada o palabra. Pero Briggs, al darse cuenta de sus intenciones, se levantó de un salto, arrebató de su camino sillas que no estaban en él, apartó de una patada un escabel que no la estorbaba, se apresuró hasta la puerta, abierta de par en par, para mantenerla abierta, y la siguió hasta cruzarla, caminando junto a ella mientras atravesaba el salón.
¿Qué se podía hacer con Mr. Briggs? Bueno, era su salón; no podía impedir que lo recorriera.
—Espero —dijo él, incapaz de apartar sus ojos de ella mientras caminaba, de forma que se dio contra varias cosas que de otra manera habría evitado: el pico de una estantería, un antiguo aparador tallado, la mesa con las flores, sacudiéndola y haciendo que se saliera el agua— que esté usted a gusto aquí. Sí no lo está yo… yo les desollaré vivos.
Su voz vibraba. ¿Qué se podía hacer con Mr. Briggs? Por supuesto, podía permanecer en su cuarto todo el tiempo, decir que estaba enferma, no aparecer para la cena; pero por otra parte, la tiranía que esto suponía…
—Estoy muy cómoda, gracias —dijo Scrap.
—Si hubiera imaginado que iba usted a venir —comenzó él.
—Es un lugar antiguo maravilloso —dijo Scrap, esforzándose al máximo para que su voz sonara indiferente y severa, pero sin muchas esperanzas de éxito.
La cocina se encontraba en este piso, y, al pasar por delante de la puerta, que estaba abierta una rendija, fueron observados por los criados, cuyos pensamientos, transmitidos de uno a otro por medio de miradas, se pueden reproducir aproximadamente mediante símbolos tan primitivos como «Ajá» y «Ojó», símbolos que representaban y contenían su apreciación de lo inevitable, y su total comprensión y conformidad.
—¿Va usted a subir? —preguntó Briggs, cuando ella se detuvo a los pies de las escaleras.
—Sí.
—¿En qué cuarto se sienta usted? ¿En la sala de estar, o en la pequeña habitación amarilla?
—En mi habitación.
Así que no podía subir con ella; así que lo único que podía hacer entonces era esperar hasta que volviera a salir.
Anhelaba preguntarle cuál era su habitación —le emocionaba oírle llamar a cualquier habitación de su casa su habitación— para podérsela imaginar en ella. Anhelaba saber si por una feliz casualidad era su cuarto, lleno para siempre jamás de su divinidad; pero no se atrevía. Lo averiguaría más tarde por otra persona; Francesca, cualquiera.
—¿Entonces no la volveré a ver hasta la cena?
—La cena es a las ocho —fue la evasiva respuesta de Scrap mientras subía.
Él la siguió con la mirada.
Scrap pasó junto a la Madonna, el retrato de Rose Arbuthnot, y dio la impresión de que la figura de ojos oscuros que tan dulce le había parecido palidecía, se encogió hasta la insignificancia ante su paso.
Dobló la curva de las escaleras, y el sol del ocaso, que brilló un instante sobre su rostro a través de la ventana de poniente, le dio una apariencia gloriosa.
Desapareció, y el sol se apagó también, y las escaleras se quedaron oscuras y vacías.
Briggs escuchó hasta que se callaron sus pisadas, intentando adivinar, por el sonido de la puerta que se cerraba, en qué habitación había entrado, y después se alejó vagando sin objeto hasta atravesar el salón una vez más, y se encontró de vuelta en el jardín superior.
Desde su ventana, Scrap le vio allí. Vio a Lotty y a Rose sentadas en el antepecho del fondo, donde le habría gustado estar, y vio a Mr. Wilkins agarrando a Briggs y evidentemente contándole la historia de la adelfa que había en el centro del jardín.
Briggs estaba escuchando con una paciencia que le pareció bastante amable, visto que tanto la adelfa como la historia de su padre le pertenecían. Sabía que Mr. Wilkins le estaba contando la historia por sus gestos. Domenico se la había contado a ella al poco tiempo de llegar, y también se la había contado a Mrs. Fisher, que a su vez se la había contado a Mr. Wilkins. Mrs. Fisher tenía en mucha estima esta historia, y se refería a ella con frecuencia. Trataba de un bastón de cerezo. El padre de Briggs había clavado este bastón en ese lugar, y le había dicho al padre de Domenico, que por aquel entonces era el jardinero; «Aquí plantaremos una adelfa». Y el padre de Briggs dejó el bastón clavado para que el padre de Domenico no lo olvidara, y poco tiempo después —nadie recordaba cuánto tiempo después— el bastón comenzó a echar brotes, y era una adelfa.
Allí estaba el pobre Mr. Briggs, aguantando mientras le contaban todo esto, y escuchando con paciencia la historia que debía conocer desde la infancia.
Probablemente estaba pensando en otra cosa. Ella se temía que así era. Qué desafortunada, qué extremadamente desafortunada era la determinación que se apoderaba de la gente por agarrar y absorber a otras personas. Ojalá se les pudiera convencer para que se valieran más por sí mismos. ¿Por qué Mr. Briggs no se parecía a Lotty, que nunca quería nada de nadie, sino que era íntegra en sí misma y respetaba la integridad de los demás? Era maravilloso estar con Lotty. Ella dejaba libre a la gente, pero al mismo tiempo ofrecía su amistad. Además, Mr. Briggs tenía un aspecto tan realmente agradable. Scrap pensaba que podría llegar a gustarle con tal de que a él no le gustara ella de un modo tan excesivo.
Scrap se sintió melancólica. Aquí estaba, encerrada en su cuarto, con el aire cargado por el sol de la tarde que había estado entrando a raudales, en vez de fuera, en el jardín fresco, y todo por culpa de Mr. Briggs.
Una tiranía intolerable, pensó, poniéndose furiosa. No la soportaría; saldría igualmente; correría abajo mientras Mr. Wilkins —realmente ese hombre era un tesoro— retenía a Mr. Briggs con la historia de la adelfa, y saldría de la casa por la puerta delantera, y se refugiaría en las sombras del sendero en zigzag. Allí no la podría ver nadie; a nadie se le ocurriría buscarla allí.
Agarró un chal, ya que no tenía intención de volver en un buen rato, quizá incluso ni para cenar —Mr. Briggs sería el único culpable de que se quedara sin cenar y hambrienta— y, tras echar otra mirada por la ventana para ver si seguía bien agarrado, se escabulló y escapó hasta el refugio de los árboles del sendero en zigzag, y allí se sentó en uno de los asientos colocados en cada curva como ayuda para la subida de aquellos que se quedaban sin aliento.
Ah, esto era fantástico, pensó Scrap con un suspiro de alivio. Qué fresco. Qué bien olía. Podía ver, entre los troncos de los pinos, el agua tranquila del pequeño puerto, y las luces que se encendían en las casas del otro lado, y todo a su alrededor, el rosa de los gladiolos en la hierba y el blanco de las amontonadas margaritas, salpicaba el verde crepúsculo.
Ah, esto era fantástico. Tan silencioso. No se movía nada: ni una hoja, ni un tallo. El único sonido era el de un perro ladrando a lo lejos, en algún lugar de las colinas, o cuando se abría la puerta del pequeño restaurante en la plaza y se producía un estallido de voces acallado inmediatamente por la puerta que se cerraba.
Aspiró profundamente con placer. Ah, esto era…
Su profunda aspiración se detuvo a la mitad. ¿Qué era eso?
Se inclinó hacia delante con el cuerpo en tensión, escuchando.
Pasos. Por el sendero en zigzag. Briggs. La iba a encontrar.
¿Debería correr?
No… los pasos subían, no bajaban. Alguien del pueblo… Quizá Angelo, con provisiones.
Se relajó de nuevo. Pero los pasos no eran los de Angelo, ese joven rápido y ligero; eran lentos y meditados, y no dejaban de hacer pausas.
«Alguien que no está acostumbrado a las colinas», pensó Scrap.
No se pasó por la mente volver a la casa. Nada en el mundo la asustaba excepto el amor. Los bandidos o asesinos, en cuanto tales, no encerraban ningún terror para la hija de los Droitwich; sólo les habría tenido miedo si hubieran dejado de ser bandidos o asesinos y hubieran empezado en cambio a intentar hacerle la corte.
Un instante después, los pasos doblaron la esquina de su tramo del sendero, y se detuvieron.
«Está recuperando el aliento», pensó Scrap, sin volverse a mirar.
Entonces, como él —por el sonido de los pasos le había parecido que pertenecían a un hombre— no se movía, volvió la cabeza, y descubrió con asombro a una persona que últimamente había visto mucho en Londres, el conocido escritor de entretenidas memorias Mr. Ferdinand Arundel.
Se quedó mirando fijamente. Ningún tipo de persecución la sorprendía ya, pero sí que hubiera descubierto dónde estaba. Su madre había prometido fielmente no decírselo a nadie.
—¿Usted? —dijo, sintiéndose traicionada—. ¿Aquí?
Él avanzó hasta ella y se quitó el sombrero. Bajo el sombrero, las gotas de sudor de la desacostumbrada escalada mojaban su frente. Tenía un aspecto avergonzado y suplicante, como un perro culpable, pero leal.
—Tiene que perdonarme —dijo—. Lady Droitwich me dijo dónde estaba usted, y como daba la casualidad de que pasaba por aquí camino de Roma, pensé que me detendría en Mezzago y pasaría sólo para ver cómo estaba usted.
—Pero… ¿no le dijo mi madre que estaba haciendo una cura de descanso?
—Sí. Lo hizo. Y por eso no la he interrumpido antes. Pensé que probablemente dormiría usted todo el día, y se despertaría más o menos ahora para que le dieran de comer.
—Pero…
—Lo sé. No tengo nada que decir en mi defensa. No lo pude evitar.
«Esto —pensó Scrap— pasa por la insistencia de mi madre en invitar a autores a comer, y por ser mucho más amable en apariencia de lo que soy en realidad».
Había sido amable con Ferdinand Arundel; le gustaba, o, mejor dicho, no le disgustaba. Parecía un hombre jovial y sencillo, y tenía ojos de perro bueno. Además, aunque era evidente que la admiraba, en Londres no la había agarrado. Allí se había limitado a ser una persona inofensiva y de buen carácter con una conversación entretenida, que ayudaba a que los almuerzos fueran agradables. Ahora parecía que él también era un aferrador. Figúrate seguirla hasta aquí, atreverse a hacerlo. Nadie más lo había hecho. Quizá su madre le había dado la dirección porque le consideraba absolutamente inofensivo, y pensaba que podía resultar útil y acompañarla a casa.
Bueno, fuera lo que fuese, no podía ocasionarle tantos problemas como los que le podía dar un hombre joven y activo como Mr. Briggs. Tenía la impresión de que Mr. Briggs, perdidamente enamorado, sería temerario, no vacilaría ante nada, perdería la cabeza en público. Se podía imaginar a Mr. Briggs haciendo cosas con escaleras de cuerda, y cantando toda la noche bajo su ventana, comportándose de una forma realmente difícil y molesta. Mr. Arundel no tenía la figura para cometer ningún tipo de imprudencia. Había vivido demasiado y demasiado bien. Estaba segura de que no sabía cantar, y tampoco desearía hacerlo. Debía tener por lo menos cuarenta años. ¿Cuántas buenas cenas habría podido comer un hombre al llegar a los cuarenta? Y si, durante este tiempo, en vez de hacer ejercicio había estado sentado escribiendo libros, naturalmente adquiriría la figura que Mr. Arundel había de hecho adquirido, una figura más propia de conversaciones que de aventuras.
Scrap, que se había puesto melancólica al ver a Briggs, se puso filosófica al ver a Arundel. Aquí estaba. No podía despedirle hasta después de la cena. Tenía que ser alimentado.
Así las cosas, era preferible sacarle el mayor partido posible, y hacerlo con gracia, lo cual, en cualquier caso, no podía evitarse. Además, supondría una protección temporal frente a Mr. Briggs. Por lo menos conocía a Ferdinand Arundel, y le podría dar noticias de su madre y sus amigos, y semejante charla colocaría durante la cena una barrera defensiva entre ella y los avances del otro. Y era sólo para una cena, y él no se la iba a comer.
Por lo tanto se dispuso a comportarse amistosamente.
—Me van a dar de comer —dijo, ignorando su último comentario— a las ocho, y usted debe subir y dejar que le den también de comer. Siéntese y recupere el aliento y cuénteme cómo está todo el mundo.
—¿Puedo de verdad cenar con usted? ¿Vestido así? —dijo él, enjugándose la frente antes de sentarse junto a ella.
Era demasiado encantadora para ser verdad, pensó. El simple hecho de contemplarla durante una hora, de oír su voz, era recompensa suficiente por su viaje y sus miedos.
—Por supuesto. Supongo que ha dejado su simón en el pueblo, y seguirá viaje desde Mezzago con el tren de la noche.
—O me quedaré en Mezzago en un hotel y saldré mañana. Pero hábleme de usted —dijo, contemplando el adorable perfil—. Londres ha estado excepcionalmente triste y vacío. Lady Droitwich dijo que se encontraba aquí con una gente que no conocía. ¿Espero que se hayan portado bien con usted? Tiene usted un aspecto… bueno, como si su cura hubiera hecho todo lo que una cura debería hacer.
—Se han portado muy bien —dijo Scrap—. Los encontré por un anuncio.
—¿Un anuncio?
—Considero que es un buen sistema para conseguir amigos. Le tengo más cariño a uno de estos del que le he tenido a nadie desde hace muchos años.
—¿De verdad? ¿Quién es?
—Adivinará cuál es cuando les vea. Hábleme de mamá. ¿Cuándo la vio por última vez? Acordamos no escribirnos a menos que hubiera algo especial. Deseaba tener un mes totalmente vacío.
—Y ahora he venido yo a interrumpir. No puedo decirle lo avergonzado que me siento, tanto de haberlo hecho como de no haber sido capaz de evitarlo.
—Oh, pero si en realidad —dijo Scrap rápidamente, ya que no podía haber llegado en un día mejor, cuando allí arriba y esperándola estaba, lo sabía, el enamorado Briggs— estoy verdaderamente muy contenta de verle. Hábleme de mamá.